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El abominable hombre del tupé

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La primera vez que vi a Donald Trump fue en persona. En 1991, en Nueva York, asistí a uno de aquellos saraos de promoción de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla que costaban un congo a los contribuyentes. La cachupinada se celebró el hotel Plaza, en un salón a todas luces excesivo para las cincuenta personas que acudimos. Los medios neoyorquinos son muy tacaños con sus atenciones y allí no había más que un par de periódicos locales, unas pocas radios latinas y una colaboradora de The New Yorker interesada en la gastronomía española. El núcleo de la audiencia lo componían un nutrido grupo de imprescindibles poncios nacionales, briosos viajeros con cargo al presupuesto, que se esforzaban en dar lustre al festolín recordando la importancia mundial de los acontecimientos: global no era aún palabra de uso común. El fasto languidecía mientras los asistentes hacían como que escuchaban las peroratas, miraban sus relojes y contaban los minutos que quedaban para la copa y darse de naja. En medio de alguna trivial oración, se abrió la puerta del salón y entraron dos personas que, a todas luces, tenían poco que ver con el festejo. Gran expectación.

«Es Donald Trump», me susurró un amigo de la radio al ver que yo no conseguía localizar al hombre que era el foco de la pareja. Trump había comprado el Plaza en 1988 por 390 millones de dólares (817 de 2017) y se había gastado cincuenta más en renovaciones. «No he comprado un edificio. He comprado una obra maestra: la Mona Lisa», declaró a The New York Times con su indisputada reserva. El negocio le costó casi como el cuadro original. En 1992 se quedaron con el hotel un grupo de acreedores a cambio de perdonarle una deuda de doscientos cincuenta millones de dólares. Pero, entre tanto, Trump cumplía con su papel de inversor y eso explicaba su visita: venía a vendernos el hotel.

Tenía la amabilidad forzada del comerciante pelma que te promete millones si le compras una de las serpientes que lleva en el saco. No presumía de la calidad de las serpientes, no. El punto de la venta era él mismo; a él tenías que agradecerle que te dejase gastar tu dinero en su Plaza. Con los poncios que se le echaron encima, Trump se hizo todas las fotos y les firmó todos los autógrafos que le pidieron. Entretanto, Trump se había olvidado de su pareja, una rubia de muy buen ver, a la que presentó como su directora de relaciones públicas. Nunca me han interesado mucho los famosos –y Trump lo era entonces mucho menos que ahora–, así que me aparté de los poncios en pasmo, me fui hacia ella como una bala, charlamos un rato y nos hicimos unas fotos. Siempre podría yo presumir con los amigos de que había sido un ligue inolvidable.

De la rubia, obviamente, nunca volví a saber. De Trump, a retazos, seguí su carrera de quiebras y negocios ful; lo vi un par de veces en su serial televisivo El aprendiz; me tomé como una broma el anuncio de su candidatura presidencial el 16 de junio de 2015 al son de Rocking in the Free World de Neil Young; me sorprendió la presteza con que pasó a cuchillo a cada uno de sus dieciséis competidores en las primarias republicanas –con alguno, como Jeb Bush, un ganador pregonado, se hizo una hamburguesa en un par de sesiones de televisión–; y, como otros muchos millones de telespectadores, me quedé de piedra en la noche del 8 de noviembre de 2016, porque estaba convencido de que la elección iba a ser para Hillary Clinton. No era yo en absoluto uno de sus admiradores, pero de eso hablaré otro día. Trump ganó y se convirtió en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos, entonces y hoy aún la principal potencia en este ancho mundo.

El sistema electoral estadounidense es peculiar, como todos. Presidente y vicepresidente no son elegidos por votación popular directa, sino por un Colegio Electoral de miembros designados por cada uno de los estados de la Unión con sus propios procedimientos. En 2016 lo componían 538 electores y, para ganar, uno de los candidatos tenía que superar 270 votos (la mitad más uno). El sistema permite, pues, que el nuevo presidente o, cuando llegue, la nueva presidenta pueda ser elegido, -a sin contar con mayoría de votos a escala nacional, algo que ha sucedido en cinco ocasiones. Las últimas dos son recientes: 2000 (Bush hijo) y 2016 (Trump). Con una participación del 55,7% del censo electoral, Clinton (65,9 millones de votos) le sacó tres millones a Trump (63). Sin embargo, 304 de los votos del Colegio Electoral fueron para él, frente a 227 para Clinton (los siete votos que faltan hasta 538 fueron de delegados traidores: en la jerga electoral estadounidense, quienes votan por un candidato distinto del elegido en su Estado).

Si se compara el mapa electoral de 2016 con el de la segunda elección de Obama en 2012, se explica el triunfo de Trump. A Clinton le perdió Florida y, en términos futbolísticos, no le funcionó la media: los Estados lindantes con los Grandes Lagos, que habían sido tradicionalmente la cintura electoral del Partido Demócrata. Ohio había adivinado siempre el candidato ganador desde 1944 y Iowa también variaba su rumbo con frecuencia. Indiana era un feudo rojo (el color convencional de los republicanos) desde 1980, aunque votó por Obama en 2008; e Illinois totalmente azul desde 1988. Pero otros tres se pasaron a Trump: Pensilvania y Michigan, que votaban azul (los demócratas) desde 1992 y, ay, Wisconsin, fiel al mismo color desde 1928.

Para muchos, demócratas y también republicanos, el personaje del tupé amarillo es, como el yeti, un espécimen humano abominable. Pagado de sí mismo, ególatra, caprichoso, inculto, carente de experiencia de gobierno, orgulloso de su ignorancia en asuntos internacionales, arrogante, incapaz de leerse los informes que le presenta su gabinete, adicto a la televisión por cable más conservadora y a Twitter, donde opina sobre lo divino y lo humano sin importarle si lo que dice es cierto o no, quejica, inmoral en sus tratos económicos y personales; destroza a sus ayudantes tan pronto como parece haber formado un equipo; la Casa Blanca es un caos. Se pirra por los gobernantes autoritarios y por que ellos le devuelvan el respeto. Putin «gobierna a su país y es, al menos, un líder; no lo que tenemos aquí» y «dice que yo soy deslumbrante». Hace pocas semanas felicitaba a Xi Jinping: «Ahora es presidente de por vida. Presidente vitalicio. Es formidable […]. Algún día tendremos que hacerlo aquí». The New York Times lleva un año publicando un editorial trimestral para ponerlo en la picota por faltón. Hay que «evitar dejarse arrastrar por la anormalidad de su presidencia y recordar que llegará el día en el que la dignidad y la decencia recuperen su papel».

Todo eso, y más, es cierto. Los grandes diarios estadounidenses, las cadenas de televisión y los medios globales no paran de desgañitarse, una denuncia tras otra, a todas horas, todos los días. Y el abominable les paga en su misma especie y consigue que lo saquen otra vez en las portadas y en los noticiarios. No tendría Trump bastante patrimonio para pagarse una campaña comparable de relaciones públicas. La noticia es él. Pero, los medios, como si nada, siguen en pie de guerra, esperando que las elecciones de noviembre elijan un Congreso demócrata o, al menos, ganen la Cámara de Representantes, inicien los trámites para destituirlo (impeachment), lo consigan y Trump se enclaustre en su torre de Manhattan o en Mar-a-Lago. Si hay suerte, a lo mejor lo encierran en alguna penitenciaría federal. Una fiebre que aumenta al comprobar que, aun baja, la opinión del público sobre el presidente ha mejorado a lo largo de 2018. El informe diario de Rasmussen (que es el más favorable) colocaba el 7 de mayo, justo cuando escribo este blog, su porcentaje de aprobación empatado (49%) con el de quienes lo desaprueban. Si algún día se serenan, los medios tendrán que hacerse la ominosa pregunta que se empeñan en sortear: ¿cómo pudo el abominable hombre del tupé ganar a su candidata y amargarles la vida durante cuatro años, tal vez ocho?

Es precisamente lo que se plantea un libro reciente e importante de Salena Zito y Brad Todd, The Great Revolt. Inside thye Populist Coalition Reshaping American Politics, dos periodistas que siguieron la campaña de 2016 en los Estados del cinturón de la chatarra que hundieron a Hillary Clinton. Tras las dos presidencias de Obama, el Partido Demócrata estaba convencido de haber encontrado una fórmula tan potente como el New Deal (1932-1952) para mantenerse en el poder: la coalición de los ascendentes. Los cambios demográficos, económicos y culturales de Estados Unidos desde comienzos del nuevo siglo iban a garantizar el protagonismo político de grupos identitarios: latinos, jóvenes defensores de la justicia social, negros, mujeres de izquierda, asiáticos diversos. El respaldo de los votantes blancos, especialmente los obreros blancos, a los republicanos caía en picado. Los propios republicanos se aplicaron el cuento tras la derrota de Mitt Romney en 2012: «La única coalición ganadora posible en el futuro tenía que ser, por necesidad matemática, menos blanca, más joven, menos rural y mejor educada».

No todos lo creían. Las elecciones de 2012 ?decían? no las había perdido el candidato republicano con su elitismo. En ese año la participación electoral de votantes blancos fue de noventa y un millones frente a los noventa y ocho de 2008, es decir, muchos blancos prefirieron quedarse en casa antes que votarle. La predilección de Romney por un Estado pequeño frente a otro grande no les daba frío ni calor. El discurso de Trump en la escalera mecánica de la Trump Tower en 2015, por el contrario, hablaba de lo que les hacía vibrar: mejora de las infraestructuras; control de la inmigración ilegal; protección de la Seguridad Social y de Medicare (el seguro de salud que cubre a los mayores de sesenta y cinco años); derecho a portar armas; defensa de los puestos de trabajo de los estadounidenses. Nate Cohn, de The New York Times, apuntaba a mediados de 2016 que «hay más votantes de clase obrera de lo que pensamos y Obama sacó más votos entre ellos de lo que estábamos dispuestos a creer», aunque eso no le eximía de predecir en la mañana del 8 de noviembre que Trump sólo tenía un 11% de posibilidades de ganar en Pensilvania, un 7% en Wisconsin y un 6% en Michigan. Ni él ni su diario se han repuesto aún del revolcón.

Los cambios habidos en Estados Unidos durante los quince primeros años del siglo XXI han sido, efectivamente, muchos, pero ninguno de los grandes analistas de los medios globales ha conseguido explicarlos adecuadamente. La grosería y la incultura del yeti les llevó a fijarse en su dedo y no en que, con él, Trump estaba apuntando a la luna.

Esa discusión merece otro blog.

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