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El abominable hombre del tupé

La primera vez que vi a Donald Trump fue en persona. En 1991, en Nueva York, asistí a uno de aquellos saraos de promoción de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla que costaban un congo a los contribuyentes. La cachupinada se celebró el hotel Plaza, en un salón a todas luces excesivo para las cincuenta personas que acudimos. Los medios neoyorquinos son muy tacaños con sus atenciones y allí no había más que un par de periódicos locales, unas pocas radios latinas y una colaboradora de The New Yorker interesada en la gastronomía española. El núcleo de la audiencia lo componían un nutrido grupo de imprescindibles poncios nacionales, briosos viajeros con cargo al presupuesto, que se esforzaban en dar lustre al festolín recordando la importancia mundial de los acontecimientos: global no era aún palabra de uso común. El fasto languidecía mientras los asistentes hacían como que escuchaban las peroratas, miraban sus relojes y contaban los minutos que quedaban para la copa y darse de naja. 

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