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Artes marciales (III)

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Hoy es domingo. Aunque lo sea, el club de taiji al que pertenezco se reúne, como todos los días, a orillas del río Tonle Sap en Phnom Penh, la capital de Camboya. La hora de empezar el entrenamiento es impía: las cinco y media de la mañana. Pero no hay otra, porque muchos de mis compañeros y compañeras (que son mayoría) tienen que ir a sus trabajos sobre las siete, que es cuando comienza la jornada laboral por estos pagos. Así que, entre unas cosas y otras, tengo que levantarme sobre las cinco de la mañana para llegar a tiempo. Y eso que vivo cerca del lugar de las prácticas. En realidad, durante la semana, el horario no se sigue a rajatabla y los ejercicios de calentamiento sólo suelen empezar en serio sobre las seis menos cuarto. Quien haya llegado puntualmente a la hora prevista puede charlar por un rato con los colegas (algo imposible en mi caso por el rigor del idioma jemer; ni siquiera conozco las palabras y frases básicas para la supervivencia) o empezar a estirarse por su cuenta a la espera de que se llame a formar.

Pero hoy es domingo y la rutina es más seria. La primera vez que asistí a una de estas sesiones dominicales comprobé que la gente llegaba más puntual y también que iba mejor vestida. El uniforme de los días corrientes consiste en unos pantalones largos blancos y un polo del mismo color con el escudo del club estampado en el hombro izquierdo y su nombre (escrito en letras rojas chinas) en el centro de la espalda. Pero los domingos casi todos los gimnastas, mis compañeras en especial, se visten de gala con un tangzhuan, es decir, un conjunto de pantalones largos de pierna muy ancha y una túnica amplia y corta (hasta las rodillas) con cuello alto y cerrado que se abrocha al estilo chino; los ojales y botones se sustituyen por unos cordones que se cierran en un nudo, por un lado, y en el otro hay una lazada en la que se introducen los nudos. Como los días de fiesta no se impone uniformidad, los otros deportistas, especialmente las mujeres, aparecen con atavíos de múltiples colores, con lo que el grupo, una vez que amanece, presenta un aspecto muy llamativo. Vestidos a la usanza china y haciendo monerías sin cuento cuando llega la hora de los ejercicios, nos hemos convertido en una atracción turística y no sé cuántas fotografías tomadas a traición podrán aparecer en algún momento en alguna de las redes sociales.

No somos el único grupo gimnástico que los turistas pueden encontrar. Aunque la cosa sucede igualmente en toda el Asia Oriental, en Phnom Penh existe un verdadero entusiasmo por la calistenia. Cosas de tener una población muy joven. Temprano en la mañana y, a partir de las seis de la tarde, cuando el día cae y el trabajo se acaba para oficinistas y burócratas, uno puede encontrar multitud de grupos haciendo ejercicio allí donde haya un parque. Los lugares más concurridos son, además de nuestro paseo fluvial, los jardines cercanos al palacio real en la avenida Sothearos y las cercanías del estadio olímpico. Por fortuna para Camboya, nunca se han celebrado aquí unos de esos juegos, pero el orgullo local tiene sus razones que la razón no conoce, así que el estadio recibió ese nombre como si fuera un exvoto. Si se lo propusiera, creen los de aquí, también Camboya podría convertirse en sede olímpica. A lo mejor algún día, a los herederos del barón de Coubertin les da por ahí. Son muy raros.

Nuestro grupo se disputa el territorio del muelle Sisowath con otras dos agrupaciones rivales. Lo suyo no es el taiji, sino ejercicios aeróbicos al son de músicas varias, eso que suele llamarse la zumba. Como es de imaginar, hay serias rivalidades, usualmente soterradas, aunque a veces bien aparentes, entre nosotros. Es el pique entre tradición e innovación, entre jóvenes y mayores, entre lo nuestro y lo de ellos, entre el dinero viejo y los nuevos ricos. En definitiva, el mecanismo en que se forma la conciencia grupal o lo que los posmodernos llaman las identidades. Como no soy tan ridículamente optimista como ellos, yo insisto en que estas, al menos inicialmente, se forjan sobre la distancia, la exclusión y hasta el desprecio mutuo. La murga del reconocimiento del Otro sólo aparece mucho después, una vez que las diferentes identidades se han zurrado a fondo la badana entre sí.

Los de la zumba son, sí, algo más jóvenes y entre ellos hay algunas muchachas bonitas, no muchas, con sus exiguos bustiers y sus pantaloncitos de licra bien ajustados. «Míralas, no tienen la menor clase. Son unas golfas de ésas que trabajan en los bares de alterne de este barrio», me confía una colega que chamulla inglés, extendiendo el reproche a todo el grupo sin distinción de sexo ni edad. «Cuando no tienen clientes, como están acostumbradas a no irse a dormir hasta las diez de la mañana, se vienen para acá a matar el tiempo y a ver si cae un maromo. Y, anda, que vaya música… [Por cierto, una de las melodías que se repiten sin cesar entre la zumba a nuestra izquierda dice cosas en español como qué calor, qué calor y por la playa caminar.] Son estridentes y horteras a más no poder. Voy a decirle al jefe de esa piara que la baje». Y allá se va ella haciendo ostensible su desprecio por todos los componentes del grupo, no sólo por las chicas de los bustiers y los pantaloncitos de licra, mientras yo me digo que la hipótesis sobre su trabajo no parece plausible. Los bares de chicas cierran a las tres de la mañana y muy pocas de ellas se quedarían a esperar un par de horas a que empiece el traqueteo de la madrugada, que no suele ser especialmente erótico ni, menos aún, propicio para el amor venal. La gente que madruga no suele tener mucho dinero. Por lo demás, la mayoría del grupo no reúne trazas de juventud y su zumba dista mucho de la que se gastan esos cuerpos sin gota de grasa o de sudor que acompañan a Denise Austin en las rutinas de sus vídeos de exhibición. Por su parte, los de la derecha se acompañan con música del sur de Asia: de Husein Toshi, Barobax, Katrina Kaif o, no podría faltar, de Hemalayaa Behl. Sus corvetas acaban con uno de esos bailes en corro tan comunes en los países islámicos.

Como decía, hoy es domingo y los tiros largos en nuestro grupo tienen una razón muy especial. Hoy nos preside y dirige el máster, como lo llaman los jemeres en sus conversaciones. El máster es un coreano de unos cincuenta años, corpulento de cuerpo, solemne y perfectamente consciente de su superioridad como atleta sobre el resto del grupo. Viene vestido con un terno ceremonial de buena seda que cada semana cambia de color, aunque siempre dentro de una gama sobria: un crema, un gris pálido, un azul purísima o un recatado verde cazador. El máster, me dicen, es un hombre de negocios que se dedica a esto del taiji por devoción. Tiene un aspecto repulido y sea por eso, por sus aires de hombre de dinero (siempre aparca su ranchera Lexus en la acera de enfrente), o por la erótica del poder, aun a su reducida escala, la parroquia femenina lo adora. A los hombres, por lo general, nos chirrían los dientes cuando lo vemos mantenerse en equilibrio sobre un solo pie durante unos interminables segundos, al tiempo que mueve con suavidad los brazos pasando armoniosamente de una postura a la otra, algo de lo que la mayoría de nosotros sería incapaz. Porque, pese a ser sobre todo una técnica de control corporal, el taiji brilla de forma especial cuando se tiene una índole elegante, algo que Salamanca no puede prestar si Natura no nos lo ha dado desde la cuna. Pero, aún más que su ingravidez, lo que molesta del máster son sus exhibiciones de autoridad. Se pasea como un mariscal napoleónico entre las filas de los grognards llamándonos la atención cuando eludimos algún pequeño detalle en la posición de las manos o no abrimos el compás de piernas más allá de los ciento treinta grados. Luego acaba dándonos una puntuación porcentual y sólo unos pocos consiguen pasar del sesenta por ciento (hay un par de mujeres que se libran del ritual; son jóvenes y van bien vestidas). Mis compañeros masculinos soportan el chaparrón con estoicismo oriental pero, por lo que me toca, yo he decidido vengarme. He hecho correr el son de que es un coreano del Norte y pariente de Kim Jong-un.

Para que aprenda con quién se juega los cuartos.

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Ficha técnica

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