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Vindicación de una historia universal del evolucionismo

Evolución. La asombrosa historia de una teoría científica

Edward J. Larson

Debate, Barcelona

416 pp.

16 €

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A modo de resumen anticipatorio, concluyo que la obra de Larson es una historia magníficamente documentada, y mejor escrita, sobre la génesis de la teoría de la evolución biológica, pero con un sesgo al que denomino «centralista». Tomo esta noción de la jerga que utilizamos en nuestro país para cuando, atendiendo al cariz ideológico del que escribe sobre su historia, el relato que nos transmite tiene la peculiaridad de eludir, de forma notoria, la relevancia que para una adecuada comprensión en su totalidad debe tener la correcta consideración de la historia de las periferias, que también son país. Hubiera sido deseable, y mucho, que el autor hiciera una observación preliminar para aclarar que la historia sobre la teo­ría evolutiva que ha escrito, que acompaña con una documentación exhaustiva (44 páginas de notas y referencias bibliográficas de un total de 416), es una historia centrada fundamentalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Soy consciente de que cualquier conocedor del pensamiento evolutivo podría argumentar que no puede ser de otro modo, porque esos dos países son los fundamentales para entender su origen y consolidación. Pero, ¿es esto cierto? ¿Cuánta historia debemos traer a colación sobre el evolucionismo en Francia, Alemania, Rusia o Italia –por no hablar, sin arrogancia chauvinista, de nuestro propio país y de muchos otros de habla española– para poder concluir que, en efecto, la historia del evolucionismo se ha desarrollado fundamentalmente en los dos primeros citados?

El tema es particularmente delicado porque esta obra no se titula Historia del evolucionismo en los países anglosajones, sino Evolución. La asombrosa historia de una teoría científica y, por lo tanto, por pura lógica, podríamos concluir, tras su lectura, que los otros no la tienen, es decir, que no han contribuido a la emergencia de la misma con innovaciones conceptuales, conflictos científicos, debates entre grupos por su diferente adscripción ideológica, etc. Y ese no es el caso. Tampoco es que Larson no haga referencia alguna a científicos, pensadores o ideólogos de otros países, pero su argumentación es lineal, en contraposición a otra, que se me antoja más razonable, y que denominaría paralela. Pues, en efecto, los dos primeros capítulos tienen por referencia central el debate evolucionista sostenido en Francia antes de Darwin, debate cuyo núcleo lo constituyen Cuvier, Lamarck y Saint-Hilaire. Quedan claros los antecedentes evolucionistas en ese país e incluso cómo fueron considerados allende Francia. Pero da la impresión de que los antecedentes evolucionistas en Francia del evolucionismo de Darwin quedaron en eso, en antecedentes, porque el dominio intelectual de Cuvier fue tan apabullante que lo único que consiguió fue «bloquear el de­sarro­llo del pensamiento evolucionista» (supongo que hace referencia a Francia). ¿Es esto así? Probablemente sea irrelevante decir sí o no, porque para Larson se cierra la historia de la contribución francesa, y pasamos (capítulos 3 y 4) a Darwin, la única figura que podría derribar el poderío intelectual de Cuvier.

Una historia que se supone universal sobre el pensamiento evolutivo bien hubiera merecido alguna consideración sobre lo acontecido en el país galo. Es esta concepción lineal, ciertamente muy habitual cuando se describe el origen y la consolidación de la teoría evolutiva, la que creo debe combatirse con otra basada en la dinámica paralela y de interrelación de la historia del pensamiento evolutivo en diferentes países, especialmente aquellos que han tenido o tienen una fuerte tradición científica. Los capítulos 3 y 4 describen –magníficamente, por otra parte– el surgimiento y despegue explicativo de la evolución por selección natural a través de la ardua tarea que siempre ha supuesto poder explicar algo desde una nueva visión, empíricamente fundamentada. Pero las historias paralelas siguen su curso, lo que Larson no considera o desarrolla suficientemente. En los capítulos 5 y 6 nos muestra el auge del darwinismo allende Gran Bretaña, particularmente Estados Unidos y Alemania. Hablando del impacto del darwinismo en Alemania, Larson escribe (capítulo 5, p. 143): «Con Haeckel, Weismann y sus seguidores, el darwinismo (nacido en Gran Bretaña y alimentado en Estados Unidos) encontró un lugar en Alemania». Me cuesta creer que el darwinismo no se haya alimentado más de Alemania que de Estados Unidos, al menos cuando hablamos de fechas contemporá­neas o inmediatamente posteriores al propio Darwin. Larson reconoce explícitamente que se desarrolla más en los países anglófonos, vinculados a la corona británica, y menos en los de tradición católica, por ejemplo en el sur de Europa. Da la impresión de ser una historia escrita por vencedores. De Francia afirma, de nuevo (p. 142): «El legado de Cuvier mantuvo a raya el evolucionismo en Francia durante una generación, y cuando éste entró en la ciencia francesa lo hizo con un característico sabor lamarckiano». Y ya está. Veamos otro ejemplo. En el capítulo 6, cuando introduce la labor de paleontólogos en el descubrimiento de eslabones fundamentales en la cadena evolutiva, especialmente los relacionados con la evolución humana, aparecen figuras importantes, pero milagrosas. Señala Larson (p. 182): «Finalmente llegó –de un lugar sumamente improbable– el gran avance de la paleontología protohumana gracias a los esfuerzos casi sobrehumanos de una darwinista holandés llamado Eugène Dubois […]. Dubois se rebeló contra el severo tradicionalismo de su país y probó fortuna con la ciencia. Cuando era estudiante leyó ávidamente a Darwin, Lyell y Huxley, pero lo que más le inspiró fue la obra de Haeckel». En modo alguno considero que la sociedad de los Países Bajos fuera más tradicional que la de Gran Bretaña o Estados Unidos y, por lo tanto, partiendo de ello, que fuera improbable la emergencia de una figura como la suya. Tesis lineales son las que llevan a explicaciones basadas en la improbabilidad.

Una consideración más profunda y paralela de la historia de las ciencias de la vida en varios países europeos, en época anterior, contemporánea, e inmediatamente posterior a Darwin, probablemente daría con tesis explicativas sobre la aparición de esos personajes claves no tan basadas en la inverosimilitud. En suma, seguimos a la espera de un estudio «universal» del pensamiento evolutivo. Refuerza esta vindicación el hecho de que los dos últimos capítulos, el 11 («Las guerras culturales modernas») y el 12 («Los avances posmodernos») sean, respectivamente, el relato sobre el creacionismo reciente en Estados Unidos (polémica bien plasmada y documentada), y sólo en este país, y la polémica científica en torno a la sociobiología, así como el debate mantenido en torno a ella, comenzando por los trabajos pioneros de Hamilton, continuando con Wilson, con Dawkins y con el ilustrado Gould. Dicho de otro modo, como si en la historia del evolucionismo reciente no hubiese un debate generalizado en torno al creacionismo científico y el diseño inteligente allende Estados Unidos, o la moderna biología evolutiva no tuviese algunos apoyos importantes por parte, precisamente, de escuelas de investigación que se han nutrido del pensamiento europeo que arranca desde Goethe.

Los capítulos 7 al 10, con mayor o menor razón, abundan en la misma trayectoria. El 7 y el 9 son canónicos, en la línea de otras historias más técnicas que ésta sobre el origen de la síntesis moderna, donde se narra el conflicto (capítulo 7) y conciliación final entre genética y evolución basada en la selección natural (capítulo 9). El capítulo 8, en cambio, vuelve de nuevo por los fueros de la descompensación al sugerirnos el carácter periférico y fuertemente ideológico de, por ejemplo, el pensamiento evolutivo alemán. Versa sobre evolución humana aplicada, y desarrolla la historia del darwinismo social y la eugenesia. Hablando del impacto social del darwinismo, no deja de sorprender su crítico comentario sobre Haeckel, cuando manifiesta que (p.150): «La biología de Haeckel contribuyó a que se desataran el nacionalismo militante y el racismo homicida que las normas sociales y culturales suelen mantener bajo control», lo que no discuto porque, aun siendo un autor favorable al desarrollo de una filosofía laica y materialista, sus tesis las hizo compatibles con la existencia de Estados poderosos y expansionistas. Pero Haeckel y Weismann han contribuido de forma muy relevante a la consolidación de la propia teoría. El último capítulo por comentar, el 9, está magistralmente escrito y documentado, y lleva un título apropiado, mucho más que los restantes y el título general si tenemos en cuenta que deben prefigurar su contenido. Éste se titula: «La cruzada antievolucionista en Estados Unidos». Y de ello trata. 

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Ficha técnica

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