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E. ANNIE PROULX. Postales

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Loyal Blood es el nombre del protagonista de este libro de E. Annie Proulx, una autora de revelación tardía, algo que tan bien le sienta a la novela, pues su primer libro de relatos lo publicó en el año ochenta y ocho, a los cincuenta y tres años, y esta novela, Postales, la primera de las suyas, en el noventa y dos, a los cincuenta y siete. Estamos, pues, ante un fenómeno similar al de Saramago o Buffalino en Europa.

Se dice en la contraportada que se considera a Proulx la Faulkner del norte, lo que en literatura, no obstante la referencia de calidad, es siempre un elogio limitativo, pues lo que todo autor pretende es ser uno mismo. Aunque, a decir verdad, haya ciertamente algo, o mucho, de Faulkner en Postales, pero no precisamente aquella admirable diversidad de puntos de vista que van construyendo la narración faulkneriana, sino alguna falsa complejidad en el carácter de los personajes, siervos de una pasión única a lo largo de casi cuatrocientas páginas y de más de cuarenta años, una pasión que en el caso de Loyal Blood es la huida, o acaso la expiación, por una incapacidad amorosa que se resuelve en asesinato ya en el capítulo inicial.

Hay que entender que Loyal Blood no puede amar más que matando, o que mata para no amar, para no enfrentarse a la necesidad de seguir matando, pero mata sólo una vez; que de otra manera el libro pertenecería al género detectivesco o de terror, la historia de un asesino múltiple, y no es así. Loyal Blood, literalmente Sangre Leal, mata a su novia en las primeras páginas de la novela y, como una consecuencia de su acto, huye y lo hace precisamente en pos de la vida que ella anhelaba, lejos del terruño, a la búsqueda de mayores horizontes. Loyal, que no quería seguirla, que se sentía raíz de sangre atrapada en la tierra, la granja de los Blood, se ve empujado a vivir la vida que ella había soñado. Le vemos en distintas situaciones y momentos alimentar una vida aventurera de una esquina a otra del gran país norteamericano, unas veces como trampero, oficio ancestral y primitivo, otras como astrónomo, en la vanguardia de la humana curiosidad, otras como minero, sobreviviendo a un horrible accidente en las oscuridades más cerradas de la tierra, otras como paleontólogo descubridor de nuevos tipos de dinosaurio. Una vida ciertamente sorprendente en quien no es más que un pobre campesino de educación rudimentaria y a quien no hemos visto formarse en ninguno de esos nuevos oficios, sino ya plenamente instalado en ellos, digamos, eso sí, que mediante una prosa certera, ajustada, vigorosa, a la que sirve una traducción excelente de Mariano Antolín Rato, algo muy de agradecer a la editorial Emecé.

Loyal Blood, Sangre Leal, recorre el universo norteamericano durante más de cuarenta años, pero ajeno al paso del tiempo, sigue enviando postales a su casa, a la granja de los Blood y, como no menciona remite alguno, su comunicación es sólo de ida. Ignora que la granja ha dejado de pertenecer a su familia, que sus padres han muerto, que lo que dejó atrás ya no existe, o que existe sólo en su memoria, de modo que su correspondencia es una correspondencia dirigida a él solamente, acaso por eso no necesita respuesta, y es siempre Loyal Blood, Sangre Leal, quien se escribe a sí mismo.

Estos Blood tienen algo de los Snopes de Faulkner, una misma rusticidad de origen, pero no mucho más. Es posible que la autora haya querido mostrarnos que en el norte también habita un profundo sur, o sea un profundo norte, aunque fuera algo ya sabido. Proulx lo hace muy bien en cada página, en cada capítulo, en cada secuencia, aunque menos bien en el conjunto, en la síntesis del mundo que toda novela quiere ser. Y es que, no obstante el vigor de la prosa y la fuerza de la invención, la lectura no es capaz de sustraerse a momentos tan incómodos como los provocados por esa china que salta sobre el parabrisas del automóvil y deja la huella de su impacto sobre el cristal. Resulta sorprendente, por ejemplo, que Mink Blood, nombre de resonancias ciertamente faulknerianas, cuando su hijo Loyal decide abandonar la granja familiar, reaccione matando a dos vacas Holstein de su propiedad y, lo que es peor, que las entierre sin aprovechamiento de su carne. Podrá hasta ser verdad pero riñe con esa ley universal de las economías campesinas –hasta el final del rabo todo es vaca– y resulta poco verosímil. Y otro tanto cabe decir de esos oficios tan singulares que Loyal desempeña con dominio admirable, indicios de un personaje distinto del que aquí se nos retrata, bien que con destreza y gracia; de modo que, seducidos por el tirón de cada episodio, apenas nos da tiempo a pensar sobre quién es este atormentado Blood por el que pasan los años, de joven a anciano, con la misma incapacidad para el amor y el mismo recuerdo de su casa; muy de novela en suma, muy novelesco o novelero, aunque –o quizá por ello– entretenido, ameno y a veces hasta apasionante.

Queda claro, pues, que, en mi opinión, la novela funciona muy bien página a página, capítulo a capítulo y menos bien en el conjunto, porque precisamente el conjunto no provoca con igual intensidad que lo hace cada una de sus partes esa espontánea suspensión de la duda de la que hablaba Borges como fundamento de la verosimilitud narrativa. Y acaso en algo tan aparentemente inocuo como los nombres puedan rastrearse los motivos de tal insuficiencia, empezando por este de Sangre Leal, con todo el valor de un símbolo, es decir de un símbolo explícito, buscado, querido, puede que de la epopeya del pueblo norteamericano, esa pasión errática que ha caracterizado su existencia, asentada sobre cimientos de sangre –una muerte violenta hecha por razón de amor–, o ese ir del cielo al infierno, de los astros a las profundidades de la tierra. Porque acaso los símbolos nacen, como también las obras maestras, de la inocencia, y no de la intención del autor, pues dependen menos de su voluntad que de circunstancias imprevisibles y casuales. Faulkner puede ser el símbolo del Sur, de un Sur atrasado, ancestral, primitivo, o, también, del hombre campesino, pero este Loyal Blood, o estos Blood, sobrellevan demasiada carga simbólica en su nombre, y sus vidas a veces no parecen sino un arreglo para justificarlo.

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