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Du côté de chez Duchamp

El paradigma del arte contemporáneo. Estructuras de una revolución artística

Nathalie Heinich

Madrid, Casimiro, 2017

Trad. de Agustín Temes y Étienne Barr

384 pp.

27 €

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Es frecuente que el arte contemporáneo nos confunda, unas veces por incomprensible y otras por excesivo. Les daré un ejemplo literalmente descomunal: según nos informa la autora en la página 290 de su libro, el madrileño Santiago Sierra negoció con un museo la venta de una instalación de ochocientas toneladas de peso. ¿Para la primera planta? No señor, para la última. Un elefante africano de sabana oscila entre las cinco y las siete toneladas, según el sexo, de donde se desprende que el mamotreto de Santiago Sierra habría hundido cualquier espacio en el que no pudieran juntarse sin riesgo ciento sesenta hembras elefantinas adultas, apretadas las unas contra las otras. Los técnicos echaron cuentas, y el proyecto salió adelante por los pelos. El desafío a lo déjà vu adopta en ocasiones formas más sibilinas. Allá por los sesenta, Sol LeWitt inauguró un género consistente en pintar murales… con fecha de prescripción. Al cabo de unos días la pared se revocaba de nuevo y desaparecía la obra o, mejor, su provisional materialización en el espacio/tiempo. ¿Fin de la historia? Todavía no. Un diagrama, debidamente acreditado por el autor en un documento anexo, permitía reproducir la misma imagen en cualquier otra pared que se pusiera a tiro. Esta prolijidad dio pie a preguntas sabrosas. ¿Cómo interpretar un mural efímero de Sol LeWitt? ¿Como una pared pintada? ¿Como el diagrama a partir del cual puede pintarse? ¿Como la cédula de autentificación adjunta? La cuestión estalló en 2008, cuando un coleccionista puertorriqueño dejó en depósito, en la galería Rhona Hoffman, el papelamen correspondiente a Wall Drawing #448. En 2011, la dueña de la galería descubrió que la cláusula de acreditación se había perdido y solicitó un duplicado. Pero la Fundación Sol LeWitt alegó que las testificaciones de su fideicomitente eran únicas y se negó a facilitarlo. De resultas, el coleccionista ha llevado a la señora Hoffman a los tribunales.

El tercer ejemplo nos remite a Marcel Duchamp, causa y principio de todo. Año, 1917. Lugar, Nueva York. La Asociación de Artistas Independientes decidió celebrar una exposición no sujeta a criterio de selección alguno: quien hubiese pagado una cuota de seis dólares cumplía ya los requisitos necesarios para ser incluido en la muestra. Duchamp presentó una taza de urinario, de esas que, colocadas a una altura oportuna, sirven para hacer aguas menores en los servicios de los hoteles y restaurantes o en los evacuatorios públicos. La había adquirido en una tienda de fontanería de la Quinta Avenida. Los organizadores no pasaron por el aro, en clara violación de los términos acordados, y el orinal se extravió (sólo se conserva una fotografía, realizada por Alfred Stieglitz). La peripecia se completa con dos hechos posteriores, ambos dignos de nota. En 1964, Duchamp vendió ocho réplicas de Fountain (con ese nombre se conoce el orinal) a otros tantos museos. Fountain es un producto industrial de serie, y no resultó complicado extraer, de los millones de unidades disponibles, ocho destinadas a la posteridad. Duchamp se limitó a añadir su nihil obstat, enunciado con la solemnidad y los requilorios que una operación comercial exige. Segundo episodio: en 1993, Pierre Pinoncelli, especialista en performances, desportilla a martillazos y a continuación rocía con su propia orina el ejemplar de que era propietario el Centro Pompidou. Se inició un proceso, puesto que el atentado comprendía, entre otros capítulos, uno de índole económica: restaurar ese orinal o, si prefieren, devolverle su prístina apariencia de producto en serie, comportaba costes. Se oyeron opiniones para todos los gustos, de las cuales me quedo aquí con la de Emmanuel Pierrat, un abogado especializado en arte. Pierrat señaló que Pinoncelli, al dejar en estado lastimoso la pieza del Centro Pompidou, había alumbrado una obra personal y distinta, anulada a posteriori por el equipo de restauración del museo. Este, en consecuencia, se hallaba en la obligación de indemnizar al iconoclasta. El argumento no vale un ardite si, de acuerdo con los usos establecidos, se mide el mérito de una obra por la excelencia de la ejecución. Pero el asunto cambia una vez que se ha decidido cifrar la esencia del acto creador en las intenciones del artistaBen Vautier, apellidado por sus amigos «El segundo Duchamp», llevó esta estrategia hasta sus últimas consecuencias. En 1962 subió a la vitrina de una galería londinense y se tiró en ella unas cuantas semanas, a la vista del público. Vautier argumentó que si las intenciones son lo que realmente cuenta, lo mejor es que el artista renuncie a la obra y se ofrezca él mismo como espectáculo. Pierre Cabanne refiere este hecho a Duchamp en Entretiens avec Marcel Duchamp (1967). La respuesta de Duchamp es más bien evasiva. Tras observar que le gustaría conocer a su imitador, se desvía hacia otros asuntos.. En efecto, ¿por qué percibir en el orinal mellado un residuo o un despojo y no una confutatio ideológica o estética de la propuesta duchampiana primitiva? El propio Duchamp había ironizado sobre Leonardo añadiendo a la Mona Lisa unos mostachos y una perilla y escribiendo debajo las siglas misteriosas «L.H.O.O.Q.», las cuales, deletreadas en voz alta en francés, suenan a lo mismo que «Elle a chaud au cul», un sintagma argotique cuyo significado habitual es  «Le pica el chichi»Existe una versión bis, la de Francis Picabia, quien divulgó la trouvaille de Duchamp con una ausencia que cabe atribuir a inatención o quizás a un propósito oculto: en la Mona Lisa picabiana, falta la perilla.. No se trata del mismo caso, claro, puesto que la Mona Lisa intonsa era una reproducción. Aunque sí de un caso parecido. Incluso más que parecido, apenas se repara en que el orinal vejado por Pinoncelli también era una reproducción. Nathalie Heinich enumera muchísimos más ejemplos. A nosotros, sin embargo, nos basta de momento con este muestrario de urgencia.

Dos puntos destacan de todo lo dicho. El primero es que no existe en rigor un mercado para el arte contemporáneo. Precisando más: los adquirientes de esta clase de arte son las instituciones, no los particulares. Es cierto que Damien Hirst o Jeff Koons han logrado amasar fortunas inmensas. Pero una golondrina no hace veranoLa autora imputa algunos precios récord a la globalización y el rápido aumento en el mundo de las grandes fortunas. Es muy posible que ambos factores hayan desempeñado un papel clave. Entre 1987 y 2013, según estima Branko Milanovi? (véase Global Inequality. A New Approach for the Age of Globalization, Cambridge, Harvard University Press, 2016), el número de superricos (más de dos mil millones de dólares por cabeza) se multiplicó por cinco. La emulación, las ganas de apuntarse un tanto y la sobra de recursos dan mucho de sí, especialmente cuando el millonario viene de un punto distante (Rusia, el Golfo, Singapur) y compra un poco a bulto, o hablando en plata, al son que tocan los intermediarios.. Cae por su propio peso que un sector volcado en la producción de instalaciones o performances tiene la mira puesta en museos y centros de arte, no en las mansiones de los ricos. En el caso del arte conceptual se plantean pejigueras de otra clase: no es fácil determinar dónde empieza y dónde acaba la obra, y en consecuencia no está claro a cuál de sus partes conviene que se apliquen los derechos de propiedad. Nathalie Heinich, cuya simpatía hacia la tribu duchampiana, aunque contenida, es evidente, documenta estos extremos hasta la extenuación.

Fountain no quiere ser una obra de arte sino un insulto: un escupitajo o un ataque a la Belleza, la Maestría o el Respeto hacia el Pasado

El segundo punto es filosófico, no sociológico. Fountain no quiere ser una obra de arte sino un insulto: un escupitajo o un ataque a la Belleza, la Maestría, el Respeto hacia el Pasado o cualquiera de los ítems que relacionamos con el museo antiguo (o el moderno, si por tal hemos de entender el que apuesta por la pintura comprendida entre el posimpresionismo y la fulguración cubista). La agresión duchampiana, de inequívoco sabor dadaísta, no brota, es obvio, del objeto intruso en cuanto tal. El urinario o los restantes readymades no comunican en sí mismos nada. Es el contraste entre contenido y continente, entre lo inane de la cosa y su marco museístico, lo que desata la afrenta, así como el capirote y los bombachos del clown, inobjetables en un circo, son la bomba cuando se lucen en el lounge del Ritz. De momento, ningún misterio. Aunque sí un inconveniente: la fijeza del contexto iguala los improperios. Asistir a una boda con uniforme de bombero no resulta ni más ni menos terrible que hacerlo vestido de guarda rural o de buzo; Bicycle Wheel, una rueda de bicicleta puesta del revés sobre un taburete de madera, produce en el espectador convencional la misma perplejidad que Pala de nieve o Perchero. ¿Cómo evitar el insoportable efecto de repetición? ¿Cómo conseguir que lo uno sea múltiple? La respuesta es sencilla: cambiando el atrezo, esto es, el fondo sobre el que el desafuero se recorta. Por tanto el arte contemporáneo consistiría, más que en el desarrollo de un discurso revolucionario, en la búsqueda ansiosa de lugares comunes o vestigios culturales potencialmente tergiversables. La pauta se repite casi sin excepción: el matrimonio Christo jugó con los órdenes de magnitud y el carácter venerable de los edificios históricos (obtuvieron permiso para embalar el Pont Neuf en París y el Reichstag en Berlín), Piero Manzoni con la idea o contraidea de valor (enlató sus propios excrementos y les puso precio), Daniel Spoerri con el concepto tradicional de lo que es una exposición (convirtió una galería en un restaurante, con los críticos oficiando de camareros: los restos de la comida se fijaban a la mesa y esta se colgaba de la pared). La naturaleza de todas estas operaciones es hermenéutica: debajo del hecho visible hay un texto o subtexto vulnerado, o mejor, subvertido. Y el ultraje ha de adoptar formas aparatosas, con su punta de ironía. Hemos entrado ya de lleno en El paradigma del arte contemporáneo.

Los tres paradigmas

Nathalie Heinich es una discípula de Pierre Bourdieu especializada en sociología del arte, sobremanera el contemporáneo, mundo al que se aproxima adoptando una impavidez, por así llamarla, científica. Es o pretende ser a los artistas lo que un ornitólogo a las aves: los anilla, estudia las migraciones y comportamientos, y lo apunta todo en su cuaderno de campo. El paradigma del arte contemporáneo rebosa de datos fascinantes sobre técnicas de marketing, gestión museística, promoción corporativa, etc. Hasta aquí, chapó: la autora ha hecho sin duda un buen trabajo. Pero Nathalie Heinich, muy competente como socióloga, flojea en el plano de la teoría y de la crítica. El primer, grave defecto del libro, deriva de una aplicación demasiado mecánica del concepto kuhniano de «paradigma» a la historia del estilo. Thomas S. Kuhn, en La estructura de las revoluciones científicas, había afirmado que cada escuela o tradición científica se vale de ideas que no son traducibles a las de otras escuelas o tradiciones. Kuhn ilustra su tesis con analogías extraídas de la Gestaltpsychologie. ¿Recuerdan ese contorno incompleto, con un puntito en su interior, que unas veces se nos figura la cabeza de un pato y otras la de un conejo? Se diría que nos proyectamos sobre una realidad equívoca dominados por lógicas interpretativas mutuamente excluyentes: el pato desaloja al conejo, y viceversa. Ocurriría otro tanto en ciencia: quien se ha criado contemplando el mundo a través de categorías aristotélicas, jamás podrá entenderse con el que usa conceptos newtonianos, ni este con el que ha recodificado sus ideas en clave relativista. De ahí la inconmensurabilidad de los paradigmas. El paralelo entre ciencia y percepción visual no es especialmente feliz, por motivos que no viene al caso precisar ahora. Pero a Nathalie Heinich se le ha adherido la copla, que traslada a su discurso en su versión más cruda y reduccionista. De resultas, la historia del arte reemerge como una sucesión de momentos autosuficientes e inconexos: o se es duchampiano, o moderno, o clásico. Las fases de transición permanecen sin explicar y el continuum histórico se resuelve en una sucesión de instantáneas.

Nathalie Heinich se equivoca también, y ahí reside el segundo error del libro, en su caracterización del paradigma moderno. Al revés que los clásicos, cuyo objetivo, la creación de «belleza», reclama maîtrise técnica y cuidado en la ejecución, los modernos se habrían entregado, en opinión de la autora, a la tarea mitad confesional, mitad declamatoria, de desvelar un mundo interior. El caso, sin embargo, es que este empeño es de cuño romántico y no sirve en absoluto para comprender lo que en efecto hicieron Matisse, Picasso o Braque. Vale la pena leer, aunque sólo sea a cachos, una carta en la que Matisse resume a su hijo Pierre las fatigas por las que ha tenido que pasar mientras componía Intérieur avec chien, un lienzo de 1934:

Tuve que cambiar el suelo de color rojo, pintando una parte en gris. También retoqué el perro. […] No hice nada de esto al buen tuntún. Lo hice porque Interior con perro resultaba demasiado ligero, casi superficial, para una tela tan grande [el lienzo mide 154 x 165 cm: la apostilla es mía]. Era necesario evitar que se desparramara. Así que cubrí el suelo rojo con los papeles pintados que me habían sobrado del encargo de Barnes. Entonces me pareció que el rojo del suelo, que antes había dominado sobre el verde de la rama, inmovilizándola, perdía violencia, y que la rama recobraba toda su energía primitiva.

Fountain, de Marcel Duchamp

Matisse no alude a una emoción que puja por salir a la luz, sino que se restringe a especular sobre la forma y color y sus recíprocas avenencias y desavenencias. Por supuesto, las combinaciones matissianas difieren claramente de las que habrían estimado aceptables Delacroix o Ingres, un pintor, el último, no exactamente opuesto a Matisse. Da igual: Intérieur avec chien, puesto frente por frente de Los embajadores de Agamenón o Juana de Arco, suscita una impresión de desnudez, de despojamiento. En eso reside su peculiaridad, y asimismo su encanto. En cierto modo, el arte moderno surgió del antiguo por un proceso de degeneración, en la acepción matemática de la palabra. El concepto matemático, me apresuro a aclararlo, no abriga en absoluto connotaciones negativas. Por ejemplo: al tender hacia cero el radio de un círculo, obtenemos un punto, de igual manera que, al tender hacia cero cualquiera de las alturas de un triángulo, lo que sale es un segmento de recta. En los dos casos la anulación progresiva de un parámetro (radio, altura) produce una figura límite, perteneciente a un tipo geométrico con menos dimensiones y cualitativamente distinto. Cabe representarse la simplificación moderna en arte por comparación con el círculo que se transforma en un punto o el triángulo que se aplana hasta caber en una recta. Especialmente desde el posimpresionismo en adelante, el prolijo sistema de consignas morales que guiaban al artista clásico (decoro en la representación del desnudo; bravura en el trasunto de motivos heroicos; unción en las escenografías devotas) se atenúa o esfuma, y la forma, desenganchada de sus antiguas funciones figurativas o celebratorias, se despliega como si estuviera impulsada por una dinámica oriunda. Hemos ingresado en el universo de Clement Greenberg, el gran crítico que glosó a los expresionistas abstractos americanos. Para Greenberg, esta ascesis del arte, esta manumisión de la forma respecto del contenido, supone un logro absoluto: el del reencuentro de la pintura consigo misma. La evolución del estilo habría desembocado en un arte más puro y también mejor, por los mismos pasos que en ciencia, tras ser sacrificada la teoría flogística, se llegó a una química más pura y también mejor. Greenberg, sin embargo, pecaba de demasiado optimista, no porque Matisse o Braque no sean admirables, sino porque se encuentran más al final que al comienzo de un trayecto. De alguna manera, su pintura es decoración. El color saturado y los contornos palmarios no se pueden aliar con la sombra para sugerir un objeto en el espacio, y a las escenas narrativamente complejas del arte pretérito sucede una enumeración o una yuxtaposición: una guitarra, una fruta, un naipe, una cortina, un perro gris. Tal es la ruta que se obligaron a recorrer los modernos, punto arriba, punto abajo¿Están en las mismas Emil Nolde, Edvard Munch u Otto Dix? ¡Por supuesto que no! Pero yo estoy haciendo aquí una idealización, no un censo.. Es cierto, a la vez, que las coteries de críticos y hombres de letras que les acompañaron en el camino (no forzosamente notables por su comprensión del hecho plástico: Apollinaire no sabía distinguir un Ticiano de un Rubens, Braque dixit) permanecieron fieles a la idea de que el artista, al pintar o esculpir, se extravasa o proyecta hacia fuera. Esta teoría reitera en sustancia lo que cien años antes había escrito el joven Goethe, influido en lo filosófico por Herder y en lo personal por el pasmo sufrido frente a la catedral de Estrasburgo. Por suerte, Dios escribe derecho con los renglones torcidos: no hay duda de que el viejo, gastado cliché romántico, con sus fugas y exageraciones parapsíquicas, estimuló las valentías asombrosas que constelan la pintura desde la Olympia de Manet hasta, pongamos, 1915, fecha en que se agota el cubismo sintético. Lo que siguen son variaciones, compromisos, o bien, como caso extremo, la simplificación abstracta.

Al tiempo que los modernos iniciaban o proseguían su experimento, otras corrientes que ahora desdeñamos como menores insistieron en cultivar un arte rico en símbolos y alusiones literarias. En esas está la pintura académica, cuya condición lateral es más fruto de una ilusión óptica que de una sana apreciación histórica. Todavía a finales del siglo XIX, lo académico ocupa un lugar jerárquicamente superior, al menos si adoptamos como criterio la inclinación espontánea de las multitudes o los principios por los que se regía la política oficial de encargos, adquisiciones y concesión de premios. Pero las salvedades no acaban aquí. El movimiento simbolista es de inspiración antimoderna, en el supuesto de que los modernos canónicos sean Cézanne, Matisse o los cubistas. Décadas más tarde, el surrealismo oscila estilísticamente, con una clara tendencia a renunciar a técnicas de sesgo abstracto allí donde lo más urgente es reproducir una escena o referir un hecho con sugestiones fantásticas. Magritte, Dalí o Delvaux son y no son modernos, según el punto de vista. Para Greenberg, sin duda, no lo serían. Se plantea una situación distinta cuando son los poetas los que mandan y los pintores ocupan una posición francamente subordinada. ¿Cómo describir a los futuristas? ¿Como pseudoimpresionistas? ¿Como pseudocubistas? Que fueran lo primero o lo segundo, o ninguna de las dos cosas, importa menos que su vinculación con Marinetti o la adopción de motivos (la ciudad moderna, el ciclomotor, el aeroplano) glosados previamente en poemas y manifiestos. El fenómeno es interesante, ya que anticipa lo que cabría denominar una resocialización del arte por vía locutiva: son las palabras las que dibujan el marco en que el hecho plástico adquiere sentido.

Esta es la coyuntura en que empieza a perfilarse Duchamp, un cubista in nuce que abandona el oficio de pintor en 1912, tras el rechazo por el Salon des indépendants de su Desnudo bajando una escalera nº 2. El revés fue amargo para Duchamp, según coinciden en estimar todos sus biógrafos. A partir de entonces, nuestro hombre mudó de dirección. De 1913 data Rueda de bicicleta, su primer readymade. Ese mismo año concibe el Gran Vidrio, que comienza a ejecutar en 1915 y que no llegó a concluir nunca. Y así de corrida. Duchamp no sólo fundó el arte contemporáneo, esto es, no sólo ideó las primeras obras que después hemos decidido calificar como contemporáneas, sino que inventó los eslóganes e inauguró las actitudes que luego han servido para racionalizar el tipo de actividad que Nathalie Heinich investiga en su libro. El proceso fue confuso en grado sumo, y resultaría ingenuo y un poco simplón interpretar desarrollos tardíos como la consecuencia de un programa excogitado entre 1913 y 1917 por un normando marginal del que ahora no estaríamos hablando a no ser por la emergencia del pop a finales de los cincuenta. Ello concedido, no es inútil hacer un ejercicio de predicción retrospectiva y proyectar a escala ampliada lo que todavía está en esbozo en Duchamp. Se observará cómo ciertas líneas cobran relieve, insinuando una silueta reconocible. La premisa número uno, el principio de todos los principios, es la denigración del estilo, que muchas veces Duchamp identifica, con evidente mala intención, con le bon goût, el buen gusto. Pero esto, todavía, es sólo parcialmente nuevo. En Sobre la arquitectura alemana, publicado en 1773, había escrito de hecho Goethe:

El arte ha de experimentar un largo período de crecimiento antes de hacerse bello. Sin duda, tal ha ocurrido con el arte sincero y grande, el cual ha sido con frecuencia sincero [cursivas mías] y grande en la medida en que aún no era bello.

La imposición de manos que transforma un orinal en un hecho memorable permite extraer una plusvalía de lo que antes no valía nada

Lo que Duchamp añade a la impugnación romántica de la forma bella es la disociación entre forma y expresión. De esta doble negación surge un arte cuya forma es indiferente, en un doble sentido. Al revés de lo que acontece en el paradigma clásico, la obra no tiene por qué responder a tales y cuales patrones de perfección en la hechura o disposición de sus partes; y, en contraposición con el patetismo romántico, se renuncia a que el artista intente introducir una nota personal en la textura, los volúmenes o el color. La repulsa absoluta y militante de la forma abrió un horizonte indefinido a la arbitrariedad. Me quedo aquí con dos boutades o trapisondas verbales de Duchamp que la evolución de las cosas consagraría como proféticas. Una de ellas reza literalmente como sigue: «Ce sont les regardeurs qui font les tableaux». La obra es lo que el espectador decide que sea, o traducido lo mismo a la praxis dominante en el circuito de galerías y museos de arte contemporáneo, la obra es una realidad preliminar, una protorrealidad que sólo alcanza a definirse cuando alguien propone las claves con que conviene interpretarla. Todas las claves, por supuesto, son igualmente respetables, o equivalentemente, existen tantas definiciones como interpretaciones y tantas interpretaciones como individuos. La otra afirmación, no menos célebre, sostiene que un objeto cualquiera puede ser elevado a la dignidad de obra de arte si así lo decide su creador. Fountain habría adquirido estatus artístico por un ucase de Duchamp; ocurre lo mismo con Botellero (un botellero vulgar que Suzanne arrojó a la basura en el trance de aligerar de trastos inútiles el apartamento parisino de su hermano), o con Pala de nieve, o con los restantes readymades de que se tiene noticia. ¿Es compatible esta idea, entiéndanme, la de que el artista crea por telequinesis, con la precedente, la que sostiene que todo es según el color del cristal con que se mira, como escribe Campoamor en una de sus Doloras? No. En un caso se otorga al artista el poder y el privilegio de transubstanciar las especies, en tanto que en el otro se extiende la patente sacramental al buen pueblo, congregado alegremente frente al presbiterio. No debería creerse lo primero si se cree lo segundo, y a la inversa. Pero lo que la lógica no puede, lo pudo la presión de los intereses económicos e institucionales. Andando el tiempo se conciliaron ambas perspectivas por el procedimiento de deferir la competencia creadora en lo que determinara una elite de profesionales autorizados (conservadores, comisarios, directores de museo), herederos de las virtudes carismáticas del artista-demiurgo. En el fondo, estos nuevos agentes mediúmnicos no tuvieron que inventar demasiado para ejercer su magia. El fundamento lo había puesto decenios antes el patriarca: el truco reside, como sabemos, en construir entornos simbólicos gracias a los cuales asume una dimensión testimonial y en ocasiones portentosa lo que, fuera de contexto, se confunde con la realidad cotidiana o no entra en un repertorio expresivo catalogable. El arbitrio no sólo generó arte a granel, sino, ¡eureka!, dinero. La imposición de manos que transforma un orinal en un hecho memorable permite también extraer una plusvalía de lo que antes no valía nada. La cualificación funcionarial, el negocio y la creación han terminado por aliarse entre sí inextricablemente, tejiendo la urdimbre de lo que se ha dado en llamar «el sistema del arte». Sobre este mecanismo sí que tiene mucho que contarnos Nathalie Heinich.

El sistema del arte

Un mensaje recorre, insistentemente, las páginas de El paradigma: el arte contemporáneo ha triunfado en las instituciones o, para ser más precisos, desde las instituciones, conforme a una estrategia de legitimación dramáticamente distinta a la protagonizada por los modernos. En el decimosegundo capítulo («La inversión de los círculos de reconocimiento»), la autora compara los dos procesos, de los cuales el primero en el tiempo, esto es, el correspondiente a las cohortes posimpresionistas, fauvistas o cubistas, discurre bottom-up, o de abajo arriba. Tomemos, qué sé yo, a Picasso, al filo de 1900. ¿Quiénes fueron sus interlocutores inmediatos? Otros colegas y algún crítico suelto. El segundo círculo comprende ya a un puñado de marchantes (Ambroise Vollard o Daniel-Henry Kahnweiler), el tercero a compradores menudos y visitantes de galerías, y así sucesivamente hasta que el movimiento expansivo o diastólico remata en la transfiguración y gloria en la cumbre del monte Tabor, quiero decir, el museo. En el caso del arte contemporáneo, por el contrario, el éxito no lleva al museo, sino que nace de él. El iniciador de esta trayectoria invertida es el propio Duchamp. Cito a Nathalie Heinich (p. 213):

Una vez más, Duchamp será un destacado precursor, pues cuando, en los años cincuenta -cuarenta años después de hacer sus readymades- decida integrarlos definitivamente en el mundo del arte […], resolverá empezar no por el mercado, sino por las instituciones públicas: una copia de Fountain será comprada en 1950 por el Museo de Arte de Filadelfia, otra en 1963 por el Moderna Museet de Estocolmo.

Nathalie Heinich destaca el papel crucial que más tarde desempeñaría Leo Castelli, urdidor de los «lazos estrechísimos» que ahora unen a los galeristas con los «actores institucionales». Y agrega (p. 217):

El museo es ahora [a partir de Leo Castelli: el añadido es mío] el competidor inmediato de la galería, pero también el aliado objetivo en la medida en que su aval aumenta el valor de las obras. En cuanto al cuarto círculo -el público en general- ha desaparecido del horizonte [cursivas mías]. Hemos entrado en el arte contemporáneo.

Bicycle Wheel, de Marcel Duchamp

Sí, ha desaparecido el gran público, o mejor, no ha llegado a personarse nunca. Se objetará que Warhol y Koons han sabido explotar lo kitsch, multitudinario y popular. De acuerdo. El fenómeno, sin embargo, presenta más puntos ciegos de lo que acostumbra a pensarse. Los iconos warholianos de Marilyn Monroe, por tomar el ejemplo más a mano, disfrutan de una celebridad fundamentalmente adventicia: es Marilyn quien ha hecho famoso a Warhol, y no al revés. Es más, Warhol debe su inserción en la historia del arte a una lógica esotérica, sólo comprensible desde presupuestos duchampianos. El quid, el toque, reside en que un producto tosco, calcado de una fotografía comercial, haya logrado abrirse camino hasta el Met, la Tate o el MoMA. Ahí reside el cien por cien de lo que Warhol significa. Lo otro, la notoriedad del artista en la acepción estadística del término, constituye un hecho inercial, atribuible al tirón -como diría un empresario teatral- de imágenes inmediatamente reconocibles por el ciudadano corriente. Sin esta parasitación de la industria del espectáculo o de la publicidad, el pop no habría traspasado los recintos museales. Descontada la mimetización de la cultura de masas por minorías muy versadas en el agitprop y el guiño lateral, se confirma el diagnóstico que Ortega formuló en La deshumanización del arte, allá por 1925: hace casi un siglo, o hablando con propiedad, hace más de un siglo, que la pintura y la escultura se han separado del sistema de reflejos, de la sensibilidad, del hombre común. Incluso hoy las preferencias populares más genuinas, más indeliberadas, se orientan hacia pompiers como Bouguereau (un asombroso éxito en Internet) o recalan en los dibujos manga, cuyo estilo recuerda al de la pintura que los franceses, por mal nombre, denominan «saint-sulpicienne» o «sulpiciana»: el género relamido y sentimental que la Iglesia católica, inspirándose en los Nazarenos, adoptó como código visual durante la segunda mitad del siglo XIX. Por esos parajes sigue remansándose la mayor parte de la gente, en proporción desconcertante, de la gente joven, habituada a alimentarse a través del cómic de las mismas imágenes que promovían la devoción hace tres o cuatro generaciones, cuando los templos eran cámaras obscuras cuyos muros se encendían con los éxtasis de santos, vírgenes y mártires. Excepciones parciales moderan este diagnóstico pesimista: lo atestigua el éxito de van Gogh y los impresionistas, sobre todo, de Monet y el Renoir de Baile en el Moulin de la Galette. Cabe afirmar igualmente que los fondos de 101 dálmatas, una película de Disney de 1961, no se entienden sin Dufy, así como El violinista en el tejado (1971) no se entiende sin Chagall. O que el Mondrian neoplasticista dejó una impronta notable en los interiores (cortinas, suelos, etc.) de los hogares hacia, pongamos, 1955. Pero estas transverberaciones desde «la pintura seria» al consumo masivo cesan tras el tournant de los años sesenta y la consagración de los valores posmodernos: los nombres de Joseph Kosuth, John Latham o Stanley Brouwn, o de quienes les han sucedido cincuenta años más tarde, sólo despiertan ecos en grupos de insiders integrados por críticos, gestores, comisarios y coleccionistas con acceso privilegiado a lo que se cuece en las alturas. Al cabo, nos encontramos con que la plástica contemporánea se halla inscrita en una dinámica circular: la Administración en su vertiente museística, o a través del patrocinio de ferias y exposiciones, o pasando por el cuello de botella de los departamentos de arte de la universidad, genera novedades que ella misma, en porcentaje apreciable, absorbe de nuevo. Nathalie Heinich, marsellesa, aporta pormenores elocuentes sobre el cursus honorum de un joven francés que aspire a ser artista. Su primer movimiento consiste en postularse ante una delegación regional del Ministerio de Cultura, operación que no culminará felizmente si no explica su proyecto en los términos que la propia delegación propone. Es importante subrayar la palabra «proyecto». La transacción no gira alrededor de una obra, sino más bien de una «explicación»: de una etiqueta o un argumento que justifique la ayuda económica que solicita el candidato a artista homologable. Con ese aval, el joven creador tendrá la oportunidad de exponer su producto en un centro oficial y después en una galería, subsidiaria a la postre de las tendencias que ha refrendado el aparato público. Los compradores privados afluyen a continuación. El patrón y cliente principal es, por lo tanto, el Estado, conforme a un esquema que recuerda poderosamente hábitos y maneras propios del Ancien Régime. Con una diferencia crucial. En la época de los últimos luises, los modelos impuestos por el Estado obedecían a criterios coherentes con la estructura piramidal de la monarquía absoluta: el Estado necesitaba dar forma ostensible a su visión de la sociedad y a los principios que justificaban su derecho a tutelarla. En la era del arte contemporáneo, sin embargo, el Estado sufraga actividades cuyo ethos, por motivos que se remontan a los orígenes mismos de la disciplina, ofrece un cariz subversivo y contracultural. El desenlace paradójico es que la Administración financia un arte supuestamente incompatible con lo que ella misma representa. La paradoja, por supuesto, es doble. No sólo agentes cuya autoridad es directa o indirectamente administrativa, entiéndanme, no sólo directores de museos y centros de arte, o críticos cuya principal fuente de ingresos proviene de su intervención en eventos oficiales, se ven en la precisión de fingirse revolucionarios; también los artistas, desde el extremo contrario, deben entregarse a un simulacro de revolución a fin de obtener apoyo institucional. Esta paradoja en figura de tirabuzón se dobla con otra, más intrigante todavía. A saber, la de la postergación progresiva del artista/revolucionario, el cual pierde libertad en la misma medida en que se le conmina a ser rompedor, vociferante y temerón. En tiempos de Luis XV, la sumisión ideológica no era obstáculo para que el artista, enfrentado a la tarea dificilísima de dominar el oficio, pusiera mucho de sí, incluso a despecho de que no le estuviese permitido traspasar los márgenes establecidos por la censura. Esta operaba un poco como la métrica sobre el versificador: fijaba una pauta, lo que no equivale exactamente a predeterminar un resultado. El alias contemporáneo del artista-súbdito se halla en una situación comparativamente menos libre: separado de la forma, sólo puede poner ideas, y como las ideas no las pone él, sino que las ponen los comisarios, lo que ocurre a fin de cuentas es que no pone nada o casi nada. Además de desaparecer el público, ha desaparecido el autor. Esto completa una asombrosa cadena de cancelaciones: de la obra primero, de quien la contempla a continuación, y finalmente de quien la hace. ¿Qué habría dicho Duchamp a la vista de este eclipse absoluto, de este asombroso acto de prestidigitación?

Me juego el cuello a que se habría reído. Su fuerte mayor, indubitable, fueron las bromas. También él tiene derecho a los bigotes y la perilla con que decoró a la Mona Lisa.

Álvaro Delgado-Gal es director de Revista de Libros. Es autor de La esencia del arte (Madrid, Taurus, 1996), Buscando el cero. La revolución moderna en la literatura y en el arte (Madrid, Taurus, 2004) y El hombre endiosado (Madrid, Trotta, 2009).

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