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Héroes de nuestro tiempo

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Richard Strauss, autorretratado como un moderno Don Quijote sobre un caballo alado en la portada de La aquiescencia de Richard Strauss al régimen nazi, y su abierta colaboración con él en varios casos, sigue pesando sobre su reputación como una losa. En este año en que conmemoramos –mucho más fuera de España que en nuestro país– el sesquicentenario de su nacimiento en 1864, las interpretaciones de sus poemas sinfónicos, sus óperas, sus canciones y, como suele suceder en las efemérides, sus páginas menos conocidas, se ven ensombrecidas también por nuevas revelaciones sobre su actitud condescendiente durante los años de plomo del nacionalsocialismo en su país. El pasado 25 de mayo se nos hizo creer, por ejemplo, que volvía a aflorar una composición suya hasta entonces desconocida en el Festival Hay. Este tipo de recuperaciones, que siempre suelen ser motivo de alegría o suscitar, cuando menos, la curiosidad, se encontraba en este caso revestida de tintes mucho menos amables, no tanto por la música en sí como por la identidad de su destinatario: Hans Frank, un jerarca nazi que llegó a ser gobernador general de Polonia y que fue condenado en los juicios de Núremberg por el asesinato masivo de judíos polacos. Al parecer, la pieza nació como una muestra de agradecimiento por la ayuda que había prestado al compositor para proteger a su familia (el hijo de Strauss contrajo matrimonio con una mujer judía y sus nietos eran también, por tanto, judíos a ojos de los nazis). La música está perdida, o a buen recaudo en manos que no quieren que vea la luz, pero, ante la irremediable ausencia, se ha reinventado para la ocasión, como nos recordaba hace poco The Guardian.

Richard Strauss mantuvo también relaciones amistosas con Baldur von Schirach, principal responsable de las Juventudes Hitlerianas y Gauleiter de Viena, la ciudad en que decidió refugiarse el músico bajo su protección durante la guerra para intentar proteger a su familia tras sus crecientes desencuentros con los jerarcas nazis, muy especialmente con Joseph Goebbels. Al igual que Frank, o que Heinz Tietjen, intendente operístico en Berlín y Bayreuth, y un nazi confeso, todos procedían de familias melómanas y admiraban la música de Strauss sin reservas. Él, sensible al halago, se dejaba querer y, al igual que hizo siempre desde 1933, se guiaba por un práctico afán de supervivencia. Ni a Strauss le gustaba el nuevo régimen, ni éste podía alardear de tener en él –el compositor alemán más famoso y admirado de su tiempo– a un adepto incondicional. Strauss no quería irse de su país y los nazis no podían permitirse echarlo, lo que se tradujo en una cohabitación siempre incómoda para ambos. Casi septuagenario cuando Hitler llegó al poder, de firmes convicciones conservadoras y una desahogadísima posición económica, el burgués Strauss no se planteó nunca otra cosa que no fuera ceder en unas cosas, negarse a otras, siempre que ello no le creara demasiados problemas, y, sobre todo, disimular todo lo posible. No fue nunca un miembro del partido nazi, pero los puestos que ocupó (fundamentalmente, el de presidente de la Cámara de Música del Reich, cargo del que dimitió cuando la Gestapo interceptó en 1935 una carta privada en la que criticaba sin ambages al régimen), su visibilidad pública (como compositor del himno de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 o como sustituto de algunos directores de orquesta judíos apartados por los nazis, como Bruno Walter) y sus amistades peligrosas (que no lo eran por su ideología, sino por la admiración que profesaban por el genio) aconsejaron someterlo, concluida la guerra, al veredicto de un tribunal de desnazificación. Él, ahora en manos del juicio de los vencedores, ciudadano de un país devastado, pasó una vez más por todo aquello a que lo obligaron, mirando en lo posible hacia otro lado, y sin dejar en ningún momento de componer. Al fin y al cabo, su mundo (nació en Múnich un año antes de que se estrenara en la ciudad Tristán e Isolda de Wagner, una de sus dos óperas preferidas, junto a Così fan tutte) había muerto hacía tiempo, los teatros en que se habían estrenado sus óperas no eran más que un amasijo de escombros, sus mejores amigos se habían ido para siempre y sólo lo acompañó hasta el final su fiel esposa, la soprano Pauline de Ahna: Strauss murió dos días antes del quincuagésimo quinto aniversario de su matrimonio.

Las últimas obras de Richard Strauss –coetáneas y posteriores a la Segunda Guerra Mundial– son un melancólico «adiós a todo eso», a la vieja Europa, al «mundo de ayer» rememorado por su amigo y libretista –judío– Stefan Zweig. El «sagrado arte alemán», por utilizar la expresión de Richard Wagner al final de Los maestros cantores de Núremberg, estaba para él por encima de ideologías o regímenes políticos. A él se consagró como un paladín desde su adolescencia, cuando ya quedó claramente de manifiesto que poseía un talento musical fuera de serie, que él quiso canalizar fundamentalmente hacia la composición, aunque fue también un gran director de orquesta, más por el respeto reverencial que infundía en los instrumentistas y por sus profundísimos conocimientos musicales que por poseer una técnica fuera de serie: lo suyo era crear mundos propios más que recrear universos ajenos. Fue un compositor increíblemente prolífico, lo que fue utilizado también como munición por sus adversarios, como el filósofo Theodor Adorno, que disfrutaba ensañándose con él al hilo de cualquier efeméride (aprovechó para arremeter contra él cuando cumplió sesenta y ochenta años) y que lo rebajó y humilló al tildarlo de «máquina de componer».

«Puede que no sea un compositor de primera fila, pero sí soy un compositor de segunda de primera fila», afirmó Strauss de sí mismo. También a él le resultaba difícil ubicarse. Nació demasiado tarde para subirse al último tren del Romanticismo y demasiado pronto para abanderar o seguir la estela de ninguna de las grandes vanguardias o revoluciones del siglo XX. Reservó su mayor modernidad para óperas crueles y sanguinolentas como Salome o Elektra, dos ejemplos señeros de que sí era posible un expresionismo musical, y luego se dejó llevar por la nostalgia y, como Goethe, por una atracción irresistible por el mundo clásico, aunque sin que su lenguaje abandonara nunca las conquistas armónicas de su juventud. Desde Don Juan, su primera gran obra maestra, resulta casi imposible escuchar unos pocos compases de su música sin identificar de inmediato a su autor. Supo forjar un estilo propio, gracias sobre todo a un lenguaje armónico casi lujurioso, y que demostraría ser enormemente fructífero, ya que le sirvió por igual para dar forma a sus desaforados experimentos juveniles y para teñir de nostalgia las despedidas de su vejez, para sus óperas más ambiciosas y sus canciones más livianas. A horcajadas entre las grandes revoluciones auspiciadas por Richard Wagner y Arnold Schönberg, su música bucea cerca de los límites del sistema tonal y, sobre todo, lleva al extremo las potencialidades tímbricas de la orquesta sinfónica y cuida con mimo la voz humana: no hay cantante que no se deshaga en alabanzas sobre la idiomática escritura vocal de Richard Strauss, que consideran un auténtico regalo.

Daniel Barenboim ha celebrado este año su sesquicentenario interpretando en varias ciudades dos de sus más grandes obras orquestales, los poemas sinfónicos Don Quijote y Una vida de héroe, dos páginas coetáneas de 1897. El primero es un magistral estudio caracterológico del antihéroe literario por antonomasia, reencarnado en un violonchelo, mientras que el segundo se aleja de modelos literarios (aparte de Cervantes, Strauss se había inspirado anteriormente en Shakespeare, Nietzsche o Lenau, además de en el pícaro medieval alemán Till Eulenspiegel) para retratarse a sí mismo como un héroe enfrentado a sus críticos y adversarios: «No veo por qué no habría de componer una sinfonía sobre mí mismo –escribió, no sin ironía, el compositor a Romain Rolland–; me encuentro igual de interesante que Napoleón o Alejandro»«Ich sehe nicht, warum ich nicht eine Symphonie über mich selbst komponieren sollte, ich finde mich ebenso interessant wie Napoleon oder Alexander».. En la primera obra, subtitulada «Variaciones fantásticas sobre un tema de carácter caballeresco», se nos cuentan sobre todo derrotas, coronadas por la muerte final de Don Quijote; en la segunda se cantan, en cambio, las hazañas del héroe, se ensalza a su compañera (Pauline, encarnada en esta ocasión por el concertino de la orquesta), se magnifican sus obras de paz (Friedenswerke) y, por fin, se describe su retirada del mundo y su consumación (Weltflucht und Vollendung). Esta sección conclusiva acoge una música colosal que se emparenta de alguna manera con un poema sinfónico anterior, Muerte y transfiguración (Tod und Verklärung), aunque aquí prevalece claramente ésta sobre aquélla. Todo ello con un claro predominio tonal de Mi bemol mayor, la tonalidad de la Sinfonía «Heroica» de Beethoven. Strauss, como vemos, no era modesto, ni probablemente necesitaba serlo, y tampoco duda en recurrir a la autocita, algo a lo que fue muy proclive durante toda su carrera, tras el clímax de la batalla de Ein Heldenleben, una suerte de ensueño en el que resuenan ecos de Don Juan, Also sprach Zarathustra, Guntram (su primera ópera), Macbeth, Tod und Verklärung, Traum durch die Dämmerung (Sueño entre el ocaso, un Lied de su op. 29) y, para redondear la coherente propuesta de Daniel Barenboim, Don Quixote.

Fue la obra de inspiración cervantina la que ocupó la primera parte del concierto, con dos solistas de la propia orquesta, el violonchelista Claudius Popp y el violista Felix Schwartz. Barenboim llegó a la dirección musical de la Staatsoper de Berlín en 1992, cuando estaba aún reciente la caída del muro y era una institución aún muy marcada –en lo bueno y en lo menos bueno– por su destacada posición dentro de la vida cultural de la República Democrática Alemana. El argentino se encontró una buena orquesta y la ha convertido en una orquesta extraordinaria. No puede quizá competir con el puñado de las más grandes formaciones sinfónicas porque la Staatskapelle berlinesa es, antes de nada, una orquesta de foso, por lo que no sería justo parangonarla con la Sinfónica de Chicago o la Filarmónica de Berlín, por citar dos orquestas con las que Barenboim ha mantenido también una estrecha vinculación. En Madrid hemos tenido la suerte de escucharla en el foso del Teatro Real en numerosas ocasiones y, al final de cada representación, Barenboim hacía subir a todos y cada uno de los instrumentistas para recibir los aplausos con él sobre el escenario como si formaran un todo inseparable. Miles de detalles permiten ver que es una orquesta cohesionada, democrática, cocida a fuego lento y con un grado de comunión con su director muy difícil de encontrar en otras agrupaciones. Una y otro se conocen como padre e hijo, o como dos hermanos, sus solistas y Barenboim hacen música de cámara juntos con frecuencia, y fue emocionante ver cómo se aplaudían unánimemente unos a otros al final de cada una de las dos obras, cuando el argentino-israelí iba reclamando que se levantaran instrumentistas concretos o secciones enteras. Por no hablar de los aplausos dispensados por sus compañeros a Claudius Popp o Felix Schwartz al final de Don Quijote. Es práctica habitual en las orquestas, por supuesto, pero aquí lo hacían todos, sin excepción, y con actitudes que irradiaban aprecio y sinceridad, no obligación.

Daniel Barenboim, a sus setenta y dos años, parece haber atemperado por fin su legendaria fogosidad. Parece más sereno que nunca, más maduro que nunca, y sus gestos en el podio se han vuelto también más comedidos que nunca: cuesta acostumbrarse, por ejemplo, a verlo prescindir con frecuencia de su mano izquierda, simplemente apoyada en la barandilla que rodea la tarima del director, mientras la derecha marca el compás o dibuja levemente las frases. Los músicos saben exactamente lo que quiere, pero Barenboim –el pianista y el director por igual– es poco amigo de la rutina y no ofrece nunca dos interpretaciones iguales: así que mejor no perderlo de vista, por si acaso. Su versión de Don Quijote fue muy diferente de la que grabó en Chicago en 1991. Ahora es todo mucho más cantado, más plácido e incluso la séptima variación, la cabalgata por el aire, que fue lo mejor de su versión, sonó envuelta en una inusual aura poética. Las únicas flaquezas asomaron por el lado de los solistas, que en su físico invertían curiosamente el de los personajes literarios que encarnaban: joven y bajito Claudius Popp (Don Quijote), altísimo y de pelo cano Felix Schwartz (Sancho Panza). Al primero no puede ponérsele un solo pero técnico o musical: tiene un sonido bellísimo y poderoso en todos los registros, domina cada compás de la partitura, toca con resolución y se pliega admirablemente a la visión más bien sosegada de Barenboim. Pero le falta quizás algo esencial: olvidarse de que Don Quijote no es un concierto para violonchelo y orquesta camuflado, sino un retrato de carácter, y literaturizar su interpretación, dotarla de una intencionalidad extramusical más allá de la perfecta plasmación musical de las notas. Nada más revelador a este respecto que el momento de la muerte del héroe, con ese largo glissando descendente de una octava en el que Don Quijote parece morir literalmente sobre el mástil de su instrumento. Popp lo tocó demasiado deprisa y mecánicamente, aparentemente ajeno a su significado y su importancia: imposible no recordar el extremo contrario, cuando el francés Paul Tortelier –este sí, un Don Quijote físicamente inigualable– parecía morir también en él poco a poco, lenta e imprevisiblemente, en cada una de las notas –todo un mundo– situadas entre el Re agudo y el Re grave. Nadie más que él toca en ese momento en toda la orquesta hasta la posterior entrada del clarinete (magnífica, como los centenares de pequeños detalles que nos regalaron Barenboim y su orquesta) y puede –debe– tomarse todo el tiempo del mundo para entonar su fugaz despedida. El mucho más experimentado Felix Schwartz tocó con idéntica solvencia técnica, y aunque la importancia de su parte está a años luz de la de su compañero, tampoco él acabó de ponerse en la piel del labriego Sancho Panza, dejando casi escapar las pocas oportunidades que le ofrece Strauss de retratar al escudero, sobre todo en la tercera variación. Schwartz quizá no quería copar protagonismo (tocó sentado desde su primer atril de la sección de violas), pero su viola sonó en exceso alicorta e impersonal.

Ya sin el peaje que supone siempre la presencia de solistas, y la consiguiente responsabilidad compartida, Barenboim se sintió a sus anchas en Ein Heldenleben, una partitura que no parece interesarle toda ella por igual, pero en la que los mejores momentos lograron, cuando se involucró al máximo y dirigió con cada centímetro de su cuerpo, una traducción difícil de superar: hasta las trompas (ocho nada menos reclama la partitura de Strauss), algo fallonas en la primera parte en Don Quijote, tuvieron una actuación estelar, aunque el fuerte de esta orquesta se sitúa, hoy por hoy, en una soberbia sección de cuerda, dúctil, potente (con qué nitidez suenan las intervenciones de los contrabajos, por ejemplo) y atenta a traducir las curvas, los dibujos, los reguladores y las más pequeñas inflexiones solicitadas por Barenboim. Lo que habíamos echado en falta en las intervenciones de Popp y Schwartz fue justamente lo que nos regaló otro de sus compañeros, el joven concertino Wolfram Brandl, en los temibles solos que escribe Strauss para el primer violín. Él sí que tocó con intención, con fantasía, con vuelo lírico, con infinitos matices, con personalidad, y no es extraño que el público –que escucha mucho mejor de lo que suele pensarse– le obsequiara con los aplausos y vítores más encendidos y persistentes de la tarde.

En «Los adversarios del héroe» se lucieron las maderas (con una jovencísima española, Cristina Gómez Godoy, como corno inglés), el metal estuvo imponente en «El campo de batalla del héroe» y toda la orquesta sin excepción mostró una potencialidad que parecía inagotable en la soberbia sección final, en la que la «consumación» del héroe Barenboim recordó más que nunca a su amigo Sergiu Celibidache, con un milagroso control del tempo –lentísimo y estirado hasta el borde de quebrarse– y un acorde final –del viento en solitario tras el Mi bemol sobreagudo que acaba de dejar suspendido en el aire el concertino– que parecía dar sentido a todo lo anterior. No es extraño que esta orquesta, una de las más antiguas de Europa, haya nombrado a Barenboim director vitalicio. Y, pensándolo bien, tampoco cuesta entender que el argentino haya renunciado a muchas cosas (la última, su puesto como Maestro Scaligero en el Teatro alla Scala de Milán) para seguir vinculado de por vida a una agrupación que ha moldeado, si no a su imagen y semejanza –los genios son irrepetibles–, sí a la manera en que él cree que tiene que sonar una orquesta alemana a comienzos del siglo XXI para abordar el repertorio que ellos interpretan, con Beethoven, Wagner o Bruckner como piedras angulares. Esta Staatskapelle de Berlín es, en gran medida, su criatura, de ahí que lo escuchado despierte necesariamente una doble admiración.

Richard Strauss no fue un valiente, como sí lo fue su compatriota Thomas Mann (que tan admirablemente escribió sobre nuestro Don Quijote a bordo del barco Volendam, rumbo a Nueva York, en junio de 1934), pero tampoco fue probablemente un cobarde que se plegara con docilidad y sin reservas a los dictados de los cabecillas nazis. Y, en este contexto, cobra especial relevancia, mutatis mutandis, la actitud del judío Daniel Barenboim, residente en Berlín, en Israel, donde su obstinación en interpretar la música de Richard Wagner –oficiosamente prohibida en su país por su terrible conexión en el inconsciente colectivo con las atrocidades del Holocausto– le ha valido críticas feroces y donde, cuando recibió el Premio Wolf de Música en la Knesset el 9 de mayo de 2004 de manos del presidente de Israel, Moshé Katsav, y en presencia de la entonces ministra de Cultura, Limor Livnat (del ala más radical y conservadora del Likud), tuvo el valor de leer en su discurso de agradecimiento varios fragmentos de los principios fundacionales incluidos en la declaración de independencia del Estado de Israel para criticar la ocupación y el sometimiento del pueblo palestino: «¿Tiene algún sentido la independencia de uno a costa de los derechos fundamentales del otro? ¿Puede el pueblo judío, cuya historia es una constante de sufrimiento continuado y persecución implacable, permitirse ser indiferente a los derechos y el sufrimiento de un pueblo vecino?». O, justamente en estos días en que estamos asistiendo a la enésima aplicación de la ley del talión por parte del Estado de Israel para responder a la enésima agresión palestina, que vuelven a lanzarse bombas y misiles desde uno y otro lado, «¿Puede el Estado de Israel permitirse un sueño irreal de un final ideológico al conflicto en vez de perseguir uno pragmático y humanitario basado en la justicia social?» Sólo un héroe, quizá, puede atreverse a decir esto donde lo hizo y ante quien lo hizo Daniel Barenboim, en hebreo, hace diez años. Desgraciadamente, el tiempo se obstina en darle la razón y, diez años después, estamos exactamente donde estábamos. Pero su Orquesta del West-Eastern Divan, que puso en marcha en 1999 con el palestino Edward Said, y en la que conviven armónicamente músicos israelíes, palestinos y de los países árabes, sigue viva y tocando cada vez mejor, fieles émulos de sus hermanos mayores –y maestros– de la Staatskapelle de Berlín que acaba de visitarnos y deslumbrarnos.

Post scriptum

Hablando de héroes, esta reseña no puede terminar sin mencionar a otro, casi siempre escondido, y para muchos anónimo, sin el cual este concierto (y el que ofrecieron al día siguiente la Staatskapelle de Berlín y Daniel Barenboim en el Auditorio Nacional) no habría podido celebrarse. Dentro del programa de mano figuraba el avance de la 45ª temporada de Ibermúsica, fundada y dirigida por Alfonso Aijón. Gracias a él hemos oído en Madrid a las mejores orquestas, los mejores directores y los mejores solistas, ininterrumpidamente, durante casi medio siglo. Sus temporadas de concierto han sobrevivido gracias a su actitud heroica, a su implicación personal, a su asunción de riesgos para otros implanteables, y es de justicia dejar constancia de ello ahora que la crisis también parece haberse cebado con él, con un acusado descenso del número de abonados que, en una iniciativa estrictamente privada como la suya, que jamás ha contado con subvenciones públicas, y que depende por completo de que las entradas se vendan y la sala se llene, pone las cosas muy difíciles para su supervivencia a corto y medio plazo. Ojalá que los aficionados madrileños sigan prestando su apoyo a este otro héroe de nuestro tiempo, por más que sigan pintando bastos en la economía de la gente de a pie, y ojalá que, al contrario que el héroe straussiano, no se vea forzado a emprender una retirada anticipada, sino que pueda seguir viendo hecho realidad su sueño de que Madrid disfrute de una vida sinfónica a la altura, o incluso por encima, de las mejores capitales musicales del mundo.

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