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Doce hombres airados

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Sidney Lumet (Filadelfia, 1924-Nueva York, 2011) empleó el lenguaje cinematográfico para explorar los sótanos del sistema político y judicial, sin retroceder ante ningún dilema o conflicto moral. A veces menospreciado por sus orígenes televisivos, Lumet nos ha legado una obra desigual, pero con las inequívocas señas de identidad del cine de autor, con un estilo fluido e innovador que se preocupa igualmente por las cuestiones éticas y formales, sin perder en ningún caso la perspectiva del intelectual que se debate entre el compromiso y el desencanto. Hijo del actor judío Baruch Lumet y de la bailarina Eugenia Wermus, Lumet ambientó la mayor parte de su filmografía en Nueva York, transformando la ciudad de los rascacielos en el principal escenario de sus ficciones: «He vivido en Nueva York toda mi vida y es como una segunda piel para mí». Lumet debutó como actor de teatro en los escenarios de Broadway, con sólo cuatro años, y comenzó a dirigir a finales de los años cuarenta, rodando varios episodios de las series televisivas Danger You y You Are There. En 1957 inició su carrera de director cinematográfico con Twelve Angry Men (Doce hombres sin piedad). Nominada para el Oscar en las categorías de mejor película, director y guión, obtuvo el Oso de Oro del Festival de Berlín y consagró a Lumet. Prolífico e irregular, su vasta filmografía incluye títulos poco relevantes, pero también obras esenciales como Serpico (1973), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) y Network (1976). Galardonado en 2005 con un Oscar honorífico por el conjunto de su obra, su última película fue Antes que el diablo sepa que has muerto (Before the Devil Knows You’re Dead, 2007), un thriller que se adentra en las tensiones cainitas de una familia, demostrando que a veces sólo hace falta el concurso del azar para transformar a un ciudadano honrado en un delincuente violento y amoral. En su última entrevista, Lumet señaló que «el lado oscuro del ser humano» siempre proporciona excelentes argumentos.

Twelve Angry Men es una obra del guionista Reginal Rose concebida inicialmente para la televisión, pero que después se adaptó al teatro y el cine. Casi toda la acción transcurre en una pequeña sala ocupada por un jurado que se enfrenta a un caso de homicidio con premeditación. La cámara realiza un plano secuencia para introducir al espectador en el palacio de justicia. No hay épica ni grandilocuencia en el tratamiento visual, pero sí una advertencia sobre la necesidad de elaborar y aplicar leyes justas para garantizar el buen funcionamiento de la sociedad. Aunque los jueces disponen de la última palabra, la soberanía popular es la piedra angular del sistema y la única fuente de legitimidad. Entre lo solemne y lo cotidiano, la cámara nos conduce a la sala en que un juez aparentemente cansado informa al jurado de que un veredicto de culpabilidad implicará la pena capital. El acusado es un joven de dieciocho años que presuntamente ha apuñalado a su padre después de una violenta discusión, causándole la muerte. La cámara se pasea por el jurado captando rostros endurecidos, ensimismados o indiferentes. Un primer plano del acusado muestra a un muchacho de aspecto infantil, con unos enormes ojos negros, humedecidos por el miedo y el desamparo. No parece un criminal, sino una víctima de la pobreza y la adversidad. La espléndida fotografía de Boris Kaufman, ganador de un Oscar por su trabajo en La ley del silencio (On the Waterfront, Elia Kazan, 1954), esculpe con eficaces claroscuros los rostros de los doce hombres que se encerrarán en una pequeña sala para decidir sobre la inocencia o culpabilidad del presunto asesino. Sin otros recursos que un aseo y un ventilador estropeado, el jurado combatirá el bochorno abriendo las ventanas y refrescándose la cara en el lavabo. La banda sonora de Kenyon Hopkins es breve y sencilla, pero aporta el necesario dramatismo en los momentos culminantes. Es una música orquestal con predominio de las maderas y el metal, donde destaca un solo de flauta del propio Hopkins.

El jurado está compuesto por hombres de diferente edad y condición social. Todos están convencidos de la culpabilidad del acusado, salvo el número ocho (Henry Fonda), que se pronuncia a favor de la inocencia, rompiendo el espejismo de un dictamen unánime. La trama prescinde de los nombres propios y se refiere a los personajes con números, tal vez con la pretensión de jugar con la paradoja de una justicia presuntamente objetiva que depende de seres humanos condicionados por sentimientos subjetivos. La máquina judicial sueña con veredictos impersonales, pero detrás de cada miembro del jurado hay una historia individual que influye poderosamente en sus decisiones. En este caso, los doce hombres escogidos para administrar justicia componen una compleja y decepcionante galería de miserias humanas, donde sólo se atisban algunos destellos de honestidad y coraje. Martin Balsam es el número uno. Es un hombre tranquilo, que trabaja como entrenador de fútbol y que ejerce las funciones de presidente del jurado. A veces se sentirá desbordado por un clima cada vez más crispado e incontrolable. El número dos es John Fiedler, un apocado empleado de banca al que nadie presta mucha atención. Lee J. Cobb, el número tres, es un pequeño empresario atormentado por la ruptura con su único hijo varón, un muchacho de veintidós años que se alejó de él por culpa de su intransigencia y brutalidad. Se plantea el caso como algo personal, intentando vengarse del agravio sufrido. Admite que no le importaría activar la corriente de la silla eléctrica con sus propias manos. Lee J. Cobb realiza una vez más una gran interpretación, logrando imprimir a su personaje una mezcla de rabia, intolerancia y vulnerabilidad. Su confrontación con el número ocho (Henry Fonda) adquirirá su máxima tensión durante la reconstrucción del crimen con una navaja automática.

E. G. Marshall es el número cuatro, un corredor de Bolsa de modales templados y con un gran autodominio. Es el único que no suda, pero cuando su visión del caso se tambalea una gota recorre su frente, anunciando que su aparente equilibrio no está exento de flaquezas y dudas. Jack Klugman es el número cinco. Ha crecido en un suburbio y sabe cómo manejar una navaja. Entiende al acusado, si bien no le disculpa. Inseguro y titubeante, desmontará la tesis del apuñalamiento, señalando que un experto nunca hundiría la hoja de arriba abajo, pues ese movimiento sólo representa una pérdida de tiempo. Edward Binns interpreta al número seis. Es un pintor de brocha gorda, un trabajador íntegro y sencillo al que sólo le preocupa la verdad. Es el único que hace dudar a Henry Fonda, cuando le comenta en el lavabo el riesgo de poner en libertad a un posible asesino. Jack Warden encarna al número siete, un fanático del béisbol con entradas para un partido que comenzará a las ocho de la tarde. Irresponsable, vulgar y egoísta, sólo le preocupa no perderse el encuentro. Su insensibilidad es menos inaceptable que la agresividad del número diez, un Edward Begley que encarna a un hombre de negocios lleno de prejuicios raciales y clasistas. Acatarrado y permanentemente encolerizado, su zafiedad e inhumanidad provoca continuos enfrentamientos. Su forma de hablar y sus gestos recuerdan al ogro de un terrorífico cuento infantil, con unos ojos incendiados por la cólera y una nariz ganchuda y deformada.

George Woskovec es el número once, un relojero de maneras suaves, que lleva tirantes y un bigote cuidadosamente recortado. Su moderación y sensatez no pueden estar más alejadas de la frivolidad del número doce, un publicista engreído y pusilánime interpretado por Robert Webber. Joseph Sweeney es el número nueve, un anciano acostumbrado a pasar inadvertido y cercado por la soledad. Será el primero en apoyar a Henry Fonda, un arquitecto con tres hijos que logra sembrar una duda razonable en el jurado, desmontando una a una las pruebas presentadas y sin dejarse intimidar por la hostilidad de los demás. De ideas liberales, señala que el acusado perdió a su madre a los nueve años y pasó un tiempo en un orfanato, mientras su padre cumplía condena por falsificar billetes. Cuando al fin regresó a su hogar, sólo le aguardaban puñetazos y humillaciones, lo cual contribuyó a fomentar actitudes antisociales que se tradujeron en pequeños delitos y reyertas. Aunque no se menciona, el chico parece hispano (probablemente puertorriqueño), mientras que el jurado se compone exclusivamente de hombres blancos, lastrados por los prejuicios raciales de una época que ni siquiera se cuestiona las leyes segregacionistas. Al principio, la cámara muestra a Henry Fonda con planos medios y picados, que evidencian su posición desventajosa, pero según avanza la trama la cámara opta por el primer plano y el contrapicado, acentuando su capacidad de liderazgo. Sin rencor y sin miedo al rechazo, se mostrará compasivo con J. Lee Cobb, su antagonista más feroz, a quien incluso ayudará a ponerse la chaqueta cuando todos le den la espalda, después de comprobar que sólo le mueve el resentimiento personal. En la secuencia final, el número ocho se despide del anciano, revelando que su nombre es Davis. Después, baja las escaleras del tribunal, con el aplomo del héroe que ha evitado un gravísimo error judicial. Durante las largas horas de deliberación, se ha desatado una tormenta de verano, pero al fin se ha despejado el cielo y ha prevalecido el sol de la justica. Es imposible no recordar The Ox-Bow Incident (William A. Wellman, 1940) o  Young Mr. Lincoln (John Ford, 1939), donde Henry Fonda encarna respectivamente a un cowboy (Gil Carter) y al futuro presidente, luchando en ambos casos por la vida de inocentes amenazados por una turba de linchadores.

Twelve Angry Men se rodó en diecisiete días en la sala del jurado del Tribunal Superior de Justicia de Nueva York con un modesto presupuesto de trescientos cuarenta mil dólares. Lumet respetó los principios teatrales de unidad de espacio, tiempo y lugar, neutralizando la monotonía de un espacio único mediante una hábil combinación de primeros planos, picados y contrapicados. En las tres horas que supuestamente ocupa la trama, los planos torcidos o aberrantes, los primerísimos primeros planos (close-up) y los planos detalle desplazan poco a poco a los más convencionales, con el propósito de resaltar la angustia de los personajes. El uso de lentes especiales empequeñece progresivamente una sala saturada de humo y bochorno, que evoca las fantasías de Kafka sobre la impotencia del individuo frente al poder. La lluvia y el calor acontecen con la fatalidad de las plagas bíblicas. Los miembros del jurado se levantan y caminan por la sala, imitando las técnicas del teatro e incluso se quedan inmovilizados como estatuas.

Twelve Angry Men no ha perdido fuerza ni credibilidad con el paso del tiempo. Espléndida lección de cine, nos recuerda que las buenas películas se apoyan indistinta y simultáneamente en el guión, la dirección y la interpretación. El cine siempre es una obra colectiva. Sería una injusticia no mencionar la excelente versión realizada por Gustavo Pérez Puig para Televisión Española en 1973, con José María Rodero, José Bódalo, Manuel Alexandre, Rafael Alonso, Jesús Puente, Pedro Osinaga, Carlos Lemos, Fernando Delgado, Ismael Merlo, Luis Prendes, Antonio Casal y Sancho Gracia. Un reparto verdaderamente irrepetible en la historia del cine español, con unos resultados tan notables como el original. Eso sí, el jurado no existía en la España de 1973 y hoy en día aún se halla en un estado embrionario, pese a estar recogido en el artículo 125 de la Constitución de 1978. En cualquier caso, la versión española respetaba la localización original. Una bandera norteamericana presidía la sala para evitar cualquier confusión en la España de finales del franquismo.

Es difícil pronunciarse sobre las consecuencias de la participación popular en los procesos judiciales, pero la película de Lumet no invita al optimismo. Los hombres justos son lo extraordinario y el hombre común vive atrapado entre el egoísmo, la ignorancia y la autocomplacencia. Twelve Angry Men no es una simple crónica de las imperfecciones de la sociedad norteamericana, sino un doloroso ejercicio de introspección sobre la naturaleza humana. Pese a divagar sin compasión por las insuficiencias de nuestra moral y de nuestras instituciones, Lumet no pierde la esperanza, pues entiende que siempre hay un hombre justo y sin miedo a nadar contracorriente.

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