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¡A las armas, ciudadanos!

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El presidente de los discursos ha dado un buen discurso: las palabras de Emmanuel Macron en el Parlamento Europeo han resonado a lo largo del continente, llamando una vez más la atención sobre su propósito de combatir el retorno de lo reprimido ?el populismo nacionalista y viceversa? con un antídoto liberal-democrático de acento europeísta. De ahí sus referencias a «la Europa que protege» en un contexto global desordenado, o su reivindicación de la «autoridad de la democracia», que él mismo ha afirmado en su país esta semana pasada con el desalojo por la policía de los huelguistas que ocupaban el centro de la Sorbona en Tolbiac. Para Máriam Martínez-Bascuñán, el valor del discurso de Macron en Estrasburgo reside en una idea de corte liberal: que la democracia está concebida para desarrollar individuos y no pueblos. La paradoja estriba en que el presidente francés parece convencido de que, sin la suficiente unidad en torno a la democracia, no hay régimen liberal-pluralista que pueda sobrevivir. Por eso ha sido tachado de «populista de centro»: alguien que desde la elite pone los instrumentos del populismo al servicio del proyecto democrático europeo.

Naturalmente, la gran pregunta es de qué manera puede reforzarse la cultura política democrática en sociedades crecientemente conflictivas. Huelga decir que no se trata de eliminar el conflicto, sino de garantizar que el conflicto se canalice por vías democráticas y sin poner en peligro los valores de la democracia. Qué valores sean exactamente éstos es asunto bien distinto, como muestra la dificultad de dirimir si el conservadurismo cultural que demanda una sociedad sin inmigración o atribuye un papel rector a la «cultura nacional» (esa Leitkultur de la que se habla en Alemania) es contrario a los valores democráticos o simplemente una versión ?desagradable para muchos? de los mismos. Por decirlo de otra manera, las sociedades democráticas no andan sobradas de motivos unificadores, y esta debilidad estructural ?acentuada por el posmodernismo, primero, y por las políticas de la identidad, después? se pone de manifiesto con especial agudeza allí donde se fractura el consenso cultural acerca de la vieja nación o se acentúan los aspectos más antiliberales de lo nacional. Es una de las razones por las cuales Macron trata de restaurar la grandeur francesa, sirviéndose para ello de las cualidades simbólicas de la presidencia, mientras habla simultáneamente de la «soberanía europea» en un mundo globalizado.

Sea como fuere, uno de los aspectos más sorprendentes del programa de Macron tenía que ver con el intento de proveer a la democracia de nuevos instrumentos para restaurar la unidad en torno a sí misma: la recuperación de una suerte de servicio militar que educase a todos los jóvenes franceses, sin distinción de sexo, en los valores republicanos. Se habló mucho de esto y ahora se habla menos, acaso por las prosaicas dificultades que comporta la puesta en práctica de una idea que plantea considerables problemas logísticos. Es una idea que, pese a sus aparentes ribetes castrenses, tiene más que ver con los valores republicanos que con el belicismo.

De hecho, el adjetivo «militar» fue perdiendo fuerza en las sucesivas declaraciones sobre el asunto, en buena medida por las protestas de un estamento militar poco dispuesto a educar a los jóvenes, dados los acuciantes desafíos a los que se enfrenta. Y eso por no hablar del problema presupuestario que supondría para el Ministerio de Defensa asumir un coste calculado entre los dos mil y los tres mil millones de euros: formar a seiscientos mil jóvenes cada año no sale barato. Así que, si bien Macron hablaba en campaña de «una experiencia ciudadana de la vida militar, de la mezcla social y de la cohesión», tras alcanzar el poder se acentuó la idea de un «servicio nacional» en cuya organización participasen varios ministerios, entre ellos Educación a Interior. Pero, para evaluar el proyecto en sus propios términos, tomemos como referencia las palabras del propio Macron:

Deseo que cada joven francés tenga la ocasión de una experiencia, siquiera breve, de la vida militar. Se instaurará, pues, un servicio nacional de corta duración, obligatorio y universal. Se trata de un proyecto de sociedad de calado, un verdadero proyecto republicano, que debe permitir a nuestra democracia estar más unida y aumentar la resiliencia de nuestra sociedad.

Hablamos de un país donde el servicio militar obligatorio fue abolido en 1997, después de dos siglos en los que el mito revolucionario del pueblo en armas había servido como uno de los fundamentos sentimentales de la república. A pesar de que, como es obvio, el ejército francés en sus distintas ramificaciones ?incluida la Legión Extranjera? ha sido durante ese largo peróodo algo más que una garantía republicana contra la amenaza contrarrevolucionaria: basta preguntar en las antiguas colonias francesas. En cualquier caso, cuando Macron une en una misma frase la vida militar con «la mezcla social y la cohesión» está diciendo algo parecido a lo que ha venido diciéndose en España en los últimos años, a saber: que el servicio militar obligatorio prestaba un incómodo pero útil servicio como aglutinador de clases sociales y procedencias regionales. ¡La forja de un demócrata!

También aquí, claro, es inevitable el contraste entre el ideal republicano del servicio militar universal y la realización práctica de ese ideal. No hace falta haber leído el relato de Antonio Muñoz Molina para saber que la experiencia del servicio militar, en su caso franquista, no es demasiado placentera; sin que podamos esperar que un servicio renovado bajo los auspicios de la democracia cambiase mucho las cosas. También el escritor suizo Max Frisch, evocando a comienzos de los años setenta el servicio militar que realizase en Suiza entre 1939 y 1943 durante un total de seiscientos cincuenta días, se muestra escéptico acerca de la naturaleza democrática de la entera institución:

La contradicción existente en el hecho de que el ejército, concebido para defender la democracia, sea antidemocrático en toda su estructura, se presenta solamente como tal contradicción mientras se tome en serio la afirmación de que el ejército defiende la democracia, y eso era lo que yo realmente creía en aquellos años.

Hay algo de intelectual exquisito en este escepticismo, pero sus palabras expresan un recelo todavía compartido por muchos ciudadanos. ¿Cómo podría ser el ejército, precisamente el ejército, una escuela de democracia? Pero quizá la idea no sea exactamente esa, sino hacer del ejército o, mejor dicho, del paso de todos por el ejército o algo parecido al ejército, una escuela de cohesión. Es decir: de educación de los diferentes en la unidad. En algún tipo de unidad, al menos; en el recordatorio de que existe o debería existir un mínimo común denominador para los ciudadanos de una democracia.

Este sentimiento de unidad entre diferentes se habría debilitado por razones de extracción social o étnica, como en el caso francés, o debido a la diversidad interior de las federaciones (o cuasifederaciones), como en España o Estados Unidos. Recordemos, en este sentido, la importancia cohesionadora que han tenido las instituciones federales en los Estados del mismo tipo, siendo la anomalía española la de constituir un federalismo inverso donde la tendencia ?por razones de pura trayectoria histérica? es centrífuga y no centrípeta: reforzamiento de las periferias respecto del centro, y no al revés. Ahí está la importancia concedida al servicio postal público, en el caso norteamericano, comprometido históricamente a llevar el correo a cualquier punto del territorio nacional; una función que explica por sí sola el glamur subversivo que atribuye Thomas Pynchon en La subasta del lote 49 a un servicio postal alternativo que simboliza la resistencia ante el poder federal. En este mismo sentido, no debería sorprendernos demasiado que el teórico neomarxista Fredric Jameson haga depender el éxito de su reciente propuesta utópica de una reimplantación del servicio militar que, andando el tiempo, habría de llevar a un «ejército universal», y de ahí a la abolición del capitalismo. En este caso, la consecución de una unidad hoy inexistente ?para Jameson causada en buena medida por la organización federal del Estado que acentúa las diferencias entre territorios? no estaría al servicio de la democracia, sino de un proyecto revolucionario.

Por lo demás, el mismísimo Maquiavelo hizo del ejército popular uno de los fundamentos de cualquier república saludable, en oposición a un ejército de mercenarios que juzgaba desprovisto de la necesaria vinculación con la comunidad política que debía proteger. Dice Maquiavelo sobre los mercenarios en el capítulo XII de El príncipe que «dichas tropas no tienen otro incentivo ni otra razón que las mantenga en el campo de batalla que un poco de sueldo, siempre insuficiente para conseguir que mueran por ti». En realidad, la defensa de las milicias ciudadanas ?presente también, no por casualidad, en la cultura política norteamericana? constituía ya una suerte de anacronismo en la Europa de Maquiavelo, donde los Estados empezaban a dar los primeros pasos hacia la profesionalización de los ejércitos. De ahí que el aspecto militar del razonamiento del autor florentino se nos antoje hoy desacertado. Pero es evidente, volviendo a la propuesta de Macron, que si Francia entrase hoy en guerra, nadie pensaría en llamar al frente a un hipster con un mes de formación militar. El propósito, implícito asimismo en los planteamientos de Maquiavelo, es que el ejército sea instrumento de la cohesión social y democrática.

Curiosamente, una de las escasísimas voces que se alzaron en España contra la supresión del servicio militar obligatorio fue la de Rafael Sánchez Ferlosio, poco sospechoso de belicosidad. Sus argumentos están expuestos en la primera parte (nunca hubo una segunda) de Campo de Marte, subtitulada El ejército nacional, y fueron dados a la imprenta en 1986, cuando la abolición de la mili se encontraba todavía lejana en el tiempo. Ferlosio empieza su ensayo rechazando la metáfora que presenta al ejército como «columna vertebral» del Estado, por entender que cuando el ejército disciplina a la nación hace más bien las veces «de un ceñidor, de una camisa de fuerza, de un collar de castigo o de un corsé». Y enseguida se plantea la pregunta clave acerca de quién es el ejército en el Estado moderno, sugiriendo que la diferencia fundamental con los ejércitos medievales e incluso renacentistas es que se trata de un ejército «nutrido por el servicio militar universal obligatorio». Tras prestar atención a la estructura del Estado durante los reinados de los godos y de describir los ejércitos estamentales del medievo, Ferlosio sugiere que la pregunta sobre quién es el ejército esconde en realidad la pregunta acerca de a quién corresponde la soberanía. Y después de un fascinante recorrido por la historia de los ejércitos medievales, que lo lleva de las milicias concejiles de Castilla al surgimiendo del concepto de disciplina con los hoplitas, nuestro autor se apoya en Max Weber para señalar que, por ser la constricción física directa el fundamento último del Derecho y del Estado, la capacidad política ha estado siempre vinculada a la cualificación militar. De donde se deduce lo siguiente:

una vez que, por el servicio militar obligatorio, la entera comunidad nacional adquiere a nativitate, en el Estado moderno, tal cualificación para las armas […], ello no puede sino comportar, al mismo tiempo, que el antiguo monopolio estamental de la capacidad política por parte de un estamento militar cualificado desaparezca igualmente, esto es, que el poder político, la soberanía, se haga extensivo a la totalidad de las clases ciudadanas [la cursiva es mía].

Para Weber, esto implicaba forzosamente la extensión universal del sufragio: quien puede morir en el campo de batalla debe poder votar. De esta manera, el ejército se convierte en una institución civil y pasa a subordinarse a la autoridad democrática, pues mal podríamos hablar de «autonomía militar» del ejército si éste es lo «más indivisiblemente común». Y añade Ferlosio que

todo ciudadano encarna de hecho el papel esencial y connatural a su condición de miembro de la nación y protagonista del Estado, por cuanto éste consiste por definición en la unidad de las armas y el derecho.

Sobre esta base, el filósofo somete a crítica la objeción de conciencia como «gran enemigo de un verdadero ejército nacional», pues equivaldría a una suerte de objeción a la propia idea de ciudadanía. Algo que, según demuestra, venía a decir también el mismisimo Walter Benjamin. Y lo explica en unos términos que nos lo hacen plenamente comprensibles:

Lo que Benjamin viene a decir es que precisamente por afectar a la conexión fundamental entre las armas y el derecho, constitutiva del Estado mismo, la objeción de conciencia cabe tan solo en el programa máximo de la crítica externa a la entera Edad de Hierro como tal, y que esgrimirla como un programa mínimo […] equivale a la ingenuidad de pretender que la Edad de Oro puede cumplirse como una especie de limbo o de paréntesis abierto en las entrañas mismas de la Edad de Hierro.

Estas palabras habrían podido sonar extrañas al ciudadano occidental que, durante algunos años, vivió persuadido de que había llegado el fin de la historia, pero quizás hoy adoptan un sentido diferente. No hace falta pensar en términos geopolíticos: los conflictos interiores a algunas democracias occidentales, como sucede con el caso catalán, nos recuerdan qué imprudente sería pensar ya en términos poshistóricos, como si, retomando la cita, estuviéramos a las puertas de la Edad de Oro. Para Ferlosio, el Derecho no puede renunciar a la coerción que lo hace posible, pues eso supondría, dice Benjamin, abrazar un anarquismo infantil según el cual «es lícito aquello que gusta» e ilícito aquello que disgusta. De lo que se trata, en todo caso, es de que la producción del Derecho sea democrática y, por tanto, legítima.

Por eso creía Ferlosio que el primer derecho que debía perder el objetor de conciencia es el derecho al voto: el vínculo histórico que relaciona soberanía, ciudadanía y servicio militar universal. Su postura, que hace explícita tras reconocer que los avances tecnológicos comportan inevitablemente que el servicio militar sea en la práctica una antigualla, queda resumida en la afirmación de que «preferiría con mucho ser ciudadano de una Atenas débil antes que ser súbdito del Imperio Otomano más fuerte», siendo ciudadano quien participa políticamente en el gobierno de su comunidad y súbdito quien no lo hace. Un pacifista coherente, concluye Ferlosio, debería negarse en redondo a eximir a los ciudadanos del servicio de las armas si ello comporta no la desaparición de los ejércitos ?de nuevo el anarquismo infantil que critica Benjamin?, sino la entrega de los fusiles a particulares contratados por la institución militar. Y ello aun reconociendo que un ejército profesional o de mercenarios provee a la nación de una defensa más fiable.

Que el texto de Ferlosio tiene acentos nostálgicos viene a reconocerlo él mismo cuando se refiere a la célebre distinción que hace Benjamin Constant entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, tomando partido personal por los antiguos: uno quiere ante todo participar en los asuntos públicos, el otro desea preservar su independencia privada. Pero es que la exigencia moral de Ferlosio casa mal con las condiciones que rigen la vida política moderna. Así, sobre todo, no se ve claro de qué modo podrían las sociedades de masas organizar la participación política del ciudadano sino a través de la actual combinación de representación política y expresividad pública. Una expresividad que, potenciada por las redes sociales digitales, tiene mucho que ver con la idea de que el exceso de fragmentación amenaza la buena salud de las democracias.

Este y no otro es, recuérdese, el problema al que Macron trata de hacer frente cuando propone que los jóvenes franceses hagan un servicio nacional obligatorio que ?si bien se mira? ha de servir como una apresurada educación para la ciudadanía. Así que, por más que Ferlosio parezca hablarnos desde otro tiempo, el problema sobre el que llama la atención no está resuelto: es el problema de la ciudadanía. El mismo sobre el que, desde otro lugar, llama la atención Mark Lilla cuando denuncia las políticas de la identidad en ese sustancioso librito que es El regreso liberal. El ensayista norteamericano apela a una reforzada «educación cívica» como posible remedio para la fragmentación contemporánea, y no cabe duda de que en esos términos concibe Macron su servicio militar o nacional: como una herramienta de la democracia destinada a su autoprotección.

Cuestión distinta es si una herramienta así puede ser todavía eficaz. Al igual que sucede con las propuestas de Martha Nussbaum para el fomento del «buen» patriotismo, cuesta pensar que así pueda combatirse con éxito la letal combinación de agonismo y descreimiento en que se desdoblan las virtudes del pluralismo y la ironía. En fin de cuentas, la democracia parece socavarse por efecto de sus propios fundamentos: como si la problematización de sí misma no conociera freno. Viene a la memoria la tenebrosa grabación de la voz del coronel Kurtz en Apocalypse Now, donde ese lector de T. S. Eliot que ha enloquecido en la selva camboyana evoca la imagen de «un caracol que se desliza por encima de una cuchilla de afeitar». Ese caracol bien podría ser la democracia pluralista. Una democracia que, dicho sea de paso, fue sometida incluso a una mayor presión que ahora durante los años de la contracultura; si esa presión tenía otra naturaleza y ahora tenemos más motivos para preocuparnos que entonces, se trata de una duda razonable que habrá que despejar otro día. Pero recordemos en todo caso que, en la fantasmagórica visión de Kurtz, el caracol sobrevive.

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Ficha técnica

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