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El enigma del bien: Andrés Ibáñez o la escritura como hierofanía

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Lo primero que me viene a la cabeza al dar comienzo a mi comentario sobre esta obra insólita es lo que dijo Julio Cortázar cuando Lezama Lima publicó su primera novela, Paradiso. Según Cortázar, el poeta cubano (a la sazón casi un perfecto desconocido) conculcaba todos los preceptos del buen novelar, lo cual a la postre daba exactamente igual, ya que Paradiso estaba a la altura de las obras maestras de García Márquez, Alejo Carpentier y otros grandes del boom. El tiempo sancionó la opinión de Cortázar y hoy nadie discute el estatus de Paradiso como una de las mejores novelas latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX. Sin entrar en especulaciones acerca del lugar que pueda acabar ocupando Brilla, mar del Edén en el canon de la letras hispánicas, las palabras de Cortázar son perfectamente aplicables al último trabajo de Andrés Ibáñez en el sentido de que su autor se salta a la torera normas que muy pocos novelistas se atreverían a violentar, pese a lo cual el experimento funciona. Consciente de lo arriesgado de su apuesta, el escritor confesó en una entrevista: «Me he atrevido a todo, con pasajes al borde de la irresponsabilidad total». En efecto, en su aventura novelística más reciente, Andrés Ibáñez no se detiene ante nada, dando cabida a todas las preocupaciones, inquietudes, caprichos y ocurrencias que integran su mundo personal. De manera constante surgen al paso de la narración posibilidades que no se sabe adónde pueden conducir, lo cual excita la curiosidad del autor, que, de manera casi indefectible, se lanza al trapo sin preocuparse demasiado por las consecuencias. Con setecientas sesenta y ocho páginas de extensión, Brilla, mar del Edén es una novela ambiciosa, maximalista, cosmopolita, enciclopédica, y desbordante de vitalidad. Su mayor valor, sustento de todo el edificio narrativo, es una prosa que hunde sus raíces en lo más prístino de la tradición clásica castellana. Filólogo de formación, Ibáñez se apoya en este sustrato básico para llevar a cabo una síntesis que incorpora un extraordinario número de influencias contemporáneas procedentes de tradiciones literarias muy diversas. Una de las características más singulares de la escritura de Andrés Ibáñez consiste en la sutil aclimatación de elementos expresivos propios del inglés al genio de nuestra lengua.

Ibáñez no se adhiere a ninguna escuela o tendencia dominantes en el panorama de la novelística española actual, caracterizado ?por decirlo en palabras del propio autor? por el recurso a un realismo pedestre que se regodea en el cultivo de un estilo barroco preñado de metáforas indigestas. A años luz de esta y otras formas de provincianismo, Ibáñez está pendiente de lo que sucede más allá de nuestras fronteras. Dentro del ámbito de la literatura en español, cabe caracterizarlo (como a Bolaño, Vila-Matas y pocos más) como un escritor transatlántico, mucho más afín de lo que es habitual entre nosotros a la sensibilidad de los escritores hispanoamericanos contemporáneos más innovadores. En un contexto más amplio, la escritura de Ibáñez entronca con ciertos desarrollos recientes de la literatura internacional, en especial la norteamericana. El orden de sus preocupaciones lo sitúa en la órbita de escritores que propician una forma de narrar que transciende las barreras nacionales, como Vladímir Nabokov (uno de los dioses de su panteón) o, más cercanos a nosotros en el tiempo, W. G. Sebald, J. M. Coetzee, Haruki Murakami y Enrique Vila-Matas. En cuanto a su deuda con la tradición narrativa norteamericana, el abanico de influencias es muy amplio y comprende un arco temporal que va de J. D. Salinger a Thomas Pynchon (y se prolonga en algunos autores de ahora mismo). Por lo que se refiere a su lenguaje novelístico, pese a las connotaciones negativas del término, Ibáñez se siente cómodo declarándose afín al posmodernismo. Por encima de todas estas influencias, Brilla, mar del Edén responde al intento de ajustar cuentas con el narrador más importante que ha dado la literatura en español en las últimas décadas: Roberto Bolaño. En este sentido, Brilla, mar del Edén es un caso sumamente interesante de ansiedad de influencia.  

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Brilla, mar del Edén tiene múltiples facetas y numerosas partes, muy heterogéneas. Hay un núcleo central, que es el relato de Juan Barbarín, aunque sus ramificaciones son innumerables. La novela obedece a un trazado que cambia constantemente de configuración, efectuando numerosas incursiones en diversos terrenos, para regresar al relato principal. Hay numerosos fragmentos que son, por así decirlo, Ibáñez puro, un Ibáñez que existía antes de su confrontación con Bolaño, y que seguirá haciéndolo después, y que no debe nada al escritor chileno. Un ejemplo de esta veta es lo que, en mi opinión, es el segmento más hermoso de la novela, el capítulo 32, titulado Un hombre solo camina por las calles. El capítulo gira en torno a la figura de Anton Bruckner, cuya genial Octava Sinfonía hechiza a Ibáñez, y que se nos muestra aquí en la desolación de su alma ávida de amor, muy cercano a la figura de un ser fracasado. En todas las novelas de Andrés Ibáñez hay momentos así de logrados.

Resulta fascinante observar cómo las distintas historias siguen su propia trayectoria, alejándose a veces tanto del núcleo central de la novela que no se sabe adónde pueden dirigirse. Pero, por muy alejadas que sean sus órbitas, las historias siempre regresan, como pequeñas naves que, tras completar su particular odisea espacial, anclan en el punto de partida. El conjunto de historias configuran una constelación que algunos han caracterizado de cervantina o bolañesca, pero en realidad no lo son. Si acaso, tienen algo de exhibición nabokoviana, cuyos juegos malabares tienen en vilo permanente al lector. El pulso tiene algo de solipsista, término que utilizo aquí para referirme a la fruición con que el autor se niega a excluir ninguno de los elementos de su universo personal, que abarca un rango de intereses y preocupaciones amplísimo. Un ejemplo es su pasión por las largas enumeraciones de todo tipo que intercala en los más diversos momentos de la novela. En un ensayo sobre Bolaño, Ibáñez recuerda que el gusto por la incorporación de enumeraciones exhaustivas forma parte de una respetable tradición literaria que incluye a la Ilíada, Whitman, los poetas del Barroco, clásicos de la literatura japonesa, Joyce, Pynchon o Perec. Ello es cierto, y la mayoría de las listas que incluye se integran bien en el curso de la narración, aunque hay veces en que el ejercicio alcanza un nivel de ensimismamiento que llega a paralizar la acción. Apenas iniciada la novela, inmediatamente después de que se produzca el accidente de avión que pondrá en marcha la narración, cae encima de Juan Barbarín el contenido de la maleta de un rabino. En medio de la histeria, el caos y el griterío de los supervivientes, el narrador se deleita en la descripción de la infinidad de objetos que hay en la maleta. El recuento, que se lleva a cabo con delectación morbosa, requiere cerca de un millar de palabras, y obliga a suspender por completo la acción de la novela. 

Se trata de una opción peculiar, sin duda, pero que ilustra uno de los rasgos más atractivos de Brilla, mar del Edén: la fascinación por los aspectos materiales de la lengua, empezando, como en este caso, por las palabras mismas. Andrés Ibáñez es músico, y tiene un oído que le hace estar pendiente de la sonoridad de los vocablos, en cuyas propiedades fonéticas se recrea. Atento al flujo y reflujo del lenguaje, el texto reproduce oscilaciones rítmicas, ecos y silencios, evoluciones y variantes de jergas, por mor del puro placer que pueda producir quedarse escuchándolas, como ocurre con el habla madrileña, mexicana o chilena de algunos personajes, o con los ecos camuflados procedentes del inglés que el autor se complace en plasmar en su escritura. Fascinado por la pronunciación del vocablo huevón, que pone en boca de Bolaño, lo transcribe como weón, sustituyendo la h muda del castellano por una dinámica w anglosajona que acerca la grafía al sonido real. Encandilado por la inclinación de ciertos hablantes españoles a utilizar ciertas expresiones callejeras, las plasma alegremente en la página sólo por el placer de observar su efecto. «Joder, tíos, joder», dice aquí un personaje, o «Yo que sé, tío. Ahora veo de puta madre», más que porque venga a cuento, por el deleite que le produce la expresión, de manera parecida a lo que ocurre con las gamberradas verbales que tanto hacían disfrutar a Joyce. En ocasiones, el manierismo se mantiene de manera prolongada, como en la novela mexicana en que se cuenta la historia de Xóchitl. En este extenso relato, el narrador juega a placer con el lenguaje coloquial, creando un pseudomexicano tan vital como hilarante, pero que en realidad no recoge la manera en que hablan los nativos de México.

Entre los numerosos juegos lingüísticos que activan la prosa resultan particularmente interesantes los acercamientos que efectúa la novela entre el español y el inglés, empezando por el nombre mismo del protagonista, que unas veces se llama Juan Barbarín y otras John Barbarin. Este sutil juego bilingüe resulta muy ameno de observar, y refleja el carácter simbiótico que, en opinión de Ibáñez, debe tener la literatura en nuestro tiempo, como señaló en un ensayo sobre Thomas Pynchon. Este aspecto translingüístico del proyecto de Ibáñez opera de un modo casi subrepticio y recuerda lo que hace Haruki Murakami (otro referente importante para Ibáñez) con el inglés y el japonés (en el caso de Murakami, no tanto los idiomas como la visión del mundo que representan).

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Como crítico, Andrés Ibáñez ha diseccionado la obra de Bolaño en varias ocasiones, la última en un extenso y detallado ensayo sobre el conjunto de su producción aparecido en Revista de Libros. En Brilla, mar del Edén, el escritor español se mide con su agon (por quien profesa una admiración ilimitada), en el plano de la ficción misma. Lo primero que hace es invitarlo a formar parte del casting, haciéndolo intervenir en la acción. Ibáñez nos describe el físico de Roberto B., que coincide con el que conocemos, incorpora de manera fidedigna elementos de su vida y obra, lo hace aparecer en distintos segmentos y escenas de la novela, y le asigna un capítulo propio. Brilla, mar del Edén nos permite asistir en directo a un fascinante espectáculo de fagocitación. La operación hace pensar en el famoso dibujo que figura en El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, que muestra a un elefante de pie, tranquilamente encerrado dentro del cuerpo de la boa que se dispone a digerirlo.

La asimilación de la escritura de Bolaño se concreta de varios modos: su influencia se manifiesta, sobre todo, en el estilo, en la idea general de literatura y en algunos aspectos de la construcción, de manera particular en ciertas realizaciones textuales de envergadura, como las novelas «americana» y «mexicana» integradas en el texto. Estilísticamente, la influencia de Bolaño es mayor al principio, sobre todo por lo que se refiere al lenguaje, que Ibáñez mimetiza de manera muy intensa, reproduciendo muy de cerca frases que remedan la singular imaginería del chileno: «A nuestro alrededor, la noche lo devoraba todo. Era como una gran araña, la noche, una araña humana y gigantesca» (p. 442). Otro tipo de influencia, más o menos directa, se hace patente en las tres novelas «nacionales» que hacen pensar en el Gómez de la Serna de Seis falsas novelas, una mexicana (la historia de Xóchitl), otra americana (la historia de Wade Erickson) y otra japonesa (la historia de Noboru). Las dos primeras tienen bastante influencia de Bolaño, sobre todo la Historia de Xóchitl, narrada por el mexicano Óscar Panero, en tanto que la tercera rinde un homenaje oblicuo a Murakami. Las tres tienen méritos propios muy considerables y merecerían un análisis más detallado del que es posible realizar aquí. La de Wade Erickson pone de relieve el profundo interés de Ibáñez por la visión norteamericana de la vida y la literatura. Algún crítico ha sugerido que cabría añadir a la lista de novelas internas la que cuenta la historia de la isla, que nos llega a través de un vídeo. Por último, hay que señalar el homenaje a la poesía de Bolaño, a la que Ibáñez atribuye un gran valor. El poema titulado «Balada de Coyoacán» pone de manifiesto las cualidades poéticas del propio Ibáñez.

Pese a todo esto, en realidad Ibáñez y Bolaño son escritores muy distintos, y en algún caso opuestos, como ocurre a propósito de su relación con la idea del mal. Si utilizamos como referencia la división tripartita propia de la visión católica de la Divina Comedia, mientras que a Bolaño le interesa el Infierno, Ibáñez se siente mucho más cómodo instalado en el Edén, el Paraíso. No comparte con Bolaño la obsesión por descifrar el enigma del mal; lo que le interesa es el enigma del bien (el concepto es del hispanista Thomas Mermall), delimitar su territorio y sus posibilidades, sobre todo en la medida que puedan expandirse los límites de la conciencia, ampliar el ámbito en que se desarrolla la experiencia humana. Ello no es óbice para que, por influencia de Bolaño, Ibáñez dé entrada en esta novela a ciertos aspectos del mal, la violencia y la crueldad, asuntos que explora con curiosidad desde el punto de vista artístico. En todo caso, está claro que no es ése su mundo, pese a lo logrado de ciertas escenas, en la historia de Xóchitl, por ejemplo, y en otras partes de la novela.

También es muy distinto al de Bolaño el tratamiento del amor, el sexo y el erotismo. Comentando este aspecto en la obra de Bolaño, Ibáñez precisó: «El sexo en la obra de Bolaño tiene la función de un émbolo, de un mecanismo, de un acelerador, de un color, cuyo verdadero significado y alcance no podemos acabar de precisar. […] El sexo es inevitable, directo, material. No hay romanticismo ni tampoco detalles. No sabemos qué sienten los participantes: de eso no se habla. Se habla de acciones, acciones, acciones (es la marca de la casa)». Y a modo de resumen: «Los libros de Bolaño están llenos de sexo y de encuentros sexuales, pero en ellos hay muy poco erotismo». En Brilla, mar del Edén, el tratamiento es totalmente distinto, casi el contrario. Hay numerosas descripciones de encuentros sexuales, numerosos momentos en que se matiza de manera delicada la pasión amorosa. En general, el tratamiento es cálido, benigno, tal vez un tanto ingenuo. Ibáñez no se asoma al lado infernal que puede tener esta relación, ni siquiera cuando ahonda en una pasión tan oscura como los celos. Todas estas variantes se resuelven con humor en un una lista arbitraria sumamente divertida, donde las posibles historias de amor de Barbarín configuran una letanía distante e irónica, abreviada, portátil y, en el fondo, extrañamente asexual (capítulo 56, Mujeres de Oakland).

Por otra parte, la confrontación con Bolaño no responde sólo a la necesidad de medirse con él. En su extenso artículo sobre el novelista chileno, Ibáñez dice, con razón, que mientras que la literatura hispanoamericana ha encontrado ya hace tiempo la forma de ser posmoderna, la española está lejos de conseguirlo. A continuación emite el diagnóstico: «La literatura española tiene una enfermedad. Se llama barroco. Pero esa enfermedad tiene cura. Se llama Roberto Bolaño». En un artículo de hace tiempo, Ibáñez acuñó la expresión prosa leprosa para caracterizar el mal que aqueja a nuestra literatura: «La prosa barroca, el estilo castizo, eso que hace tiempo llamé “prosa leprosa”, el tremendismo literario, está destruyendo la literatura española moderna. […] Creo que la literatura española, especialmente la prosa novelesca, […] está en un punto muerto del que no sabe salir porque no se resigna a ser verdaderamente moderna, a renunciar a esa obsesión adolescente con las sorpresas verbales que hace que la mayoría de nuestros novelistas escriban libros ilegibles y tediosos por culpa de una creencia que identifica a la verdadera literatura con el esfuerzo y la oscuridad gratuitas». Ahondando en esto, denuncia la omnipresencia de un «coñazo barroco lleno de metáforas», al que opone como remedio el misterio del estilo de Bolaño, que busca «evitar el ornato, la vaguedad, lo difuso. Evitar el adorno, el ripio, el relleno. No hablemos ya del tópico o del lugar común». En su artículo, Ibáñez sale en defensa de Bolaño porque observa, de nuevo con razón, indicios de una ponzoñosa tendencia, motivada por la inerradicable lacra de la envidia española, a dar al traste con el prestigio alcanzado por el autor de 2666.

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El núcleo central de Brilla, mar del Edén lo constituye un entramado de aventuras narradas en clave de fantasía. Estamos en una isla y el sentimiento predominante es de fascinación: «Resultaba extraño el silencio que había en aquel lugar. Se oía el rumor de las olas, el silbido del viento, el grito distante de las aves marinas. Nada más. Era como el silencio del fin del mundo, o del principio del mundo. Era como el silencio del paraíso, o quizá el silencio que hay en el país de los muertos» (p. 26). Paraíso y muerte, pues, desde el principio; el Edén y la posibilidad del no ser, todo ahogado por la belleza del mar: «Es hermoso –dijo señalando las luces sobrenaturales del atardecer del trópico, las nubes anaranjadas, la luz verde sobre el mar» (p. 54). Todo, hasta lo más inmediato y reconocible, se abre a una dimensión de aventura y misterio, a un espacio intermedio que no se sabe si corresponde a la vida o a la muerte: «Yo no sabía que en una isla pudiera haber ríos tan grandes porque, de hecho, la mera existencia de los ríos siempre me ha parecido un milagro inexplicable. Allí estaba, pues, el pleno misterio de los ríos, deslizándose para mí en un fluir que parecía no provenir de ningún sitio ni ir tampoco a ningún lugar. ¿Era el río de los muertos o el río de la vida aquel?» (p. 72).

Asombra la facilidad con que la fértil imaginación de Ibáñez da vida a innumerables situaciones insólitas. En la isla acechan toda suerte de peligros y se viven infinitas aventuras, habitan criaturas fantásticas (vampiros, lobos de doscientos kilos, un gigante de color azul, un hombre artificial, una autómata que no sabe que lo es…); hay flores místicas que flotan sobre los personajes, o en los recodos más íntimos del corazón. La llegada a la isla supone para los supervivientes del accidente de avión la posibilidad de iniciar una nueva existencia desde cero, como en una suerte de reencarnación. Una vez allí, son testigos de fenómenos que carecen de explicación (ven luces y objetos extraños, atisban platillos volantes; una pierna amputada vuelve a crecer; hay personajes que levitan o que tienen el poder de la bilocación, o de crear ex-nihilo una ciudad digital (Yorunohana City, p. 389). El espacio circundante es una suma de universos análogos, y constituye una entidad que tiene vida propia y que, por medio de señales, da a entender a los náufragos, seres que están perdidos real y metafóricamente, por qué están allí, aunque no todos capten el mensaje que quiere hacérseles llegar. El casting de supervivientes incluye nombres de exótica sonoridad, unos correspondientes a seres imaginarios (Llewellyn, Kunze, Bruëll, Leverkuhn, Pohjola), otros a individuos reales como Dharma Mittra, maestro de yoga del autor, y su mujer Eve, además de a novelistas consagrados (Salinger, Pynchon). En la isla viven además grupos humanos que llegaron antes de que el avión se estrellara frente a sus costas. Entre ellos figuran una tribu de aborígenes polinesios, los residuos de un grupúsculo de guerrilleros comunistas, los supervivientes de una expedición que llevó a cabo ciertos experimentos científicos y los miembros de una especie de comuna orientalista. El conjunto de tan dispares círculos de individuos sirve para que el autor dé forma a una geografía imaginaria que es el punto de encuentro de todas las coordenadas que conforman su mundo: sus preocupaciones éticas y estéticas, sus preferencias en el ámbito de la música y la literatura, su interés por el yoga, la meditación y la teosofía, sus ideas acerca de la espiritualidad, el conocimiento o el erotismo, la recreación en el plano de la ficción de los parajes fundamentales de su infancia, en Madrid y alrededores, así como el escenario de sus viajes a lugares que influirían profundamente en su visión del mundo y la existencia, como Estados Unidos, India o México.

Los paisajes son múltiples. Como ciertos jardines japoneses, la isla contiene simultáneamente todas las estaciones del año, así como distintas geografías y climas (ríos, valles, la playa tropical, la selva, la alta montaña o el volcán). Las voces que se escuchan en la isla son a veces reales, pero también pueden proceder, como en Bolaño, del país del sueño y de todas las dimensiones del tiempo, del presente tanto como del futuro o del pasado. Varias líneas de fuerza se ciernen sobre la isla, delimitando las distintas regiones que la integran, creando puntos de cierre, barreras a veces invisibles, pero que es posible atravesar. Como el tiempo, el espacio es múltiple y polimorfo. Al igual que ocurre en la Zona de Stalker, la película de Andréi Tarkovski, la isla es un ser vivo, dotado de sensibilidad e inteligencia. El narrador y algunos personajes lo perciben y tratan de entender lo que quiere trasmitir: «La isla quiere hablarnos, quiere hacernos entender, porque hemos venido aquí para nacer» (p. 328). A lo largo de la novela se produce un fenómeno de acercamiento en virtud del cual Juan Barbarín / John Barbarin acaba mimetizándose con la isla. El sentido de la narración es inequívocamente trascendental.

Los modos de fantasía que han influido en la forma final del texto son numerosísimos. El Edén del título trae ecos de la idea del paraíso perdido y sus diversas encarnaciones literarias, de Dante a Lezama Lima, pasando por Milton. La dimensión fantástica de su literatura es uno de los rasgos que más alejan la literatura de Andrés Ibáñez del realismo predominante en nuestro país, situándolo más cerca de los escritores latinoamericanos, aunque las fuentes de que se nutre su idea de lo fantástico desbordan con mucho el imaginario comúnmente asociado a las literaturas mágicas del subcontinente, abriéndose a referentes extraordinariamente eclécticos y de alcance universal. En este aspecto, la red de influencias literarias es casi inabarcable. A las páginas de Brilla, mar del Edén llegan ecos de innumerables referentes, desde Las mil y una noches hasta La tempestad, de Shakespeare, formas de fabulación indias o del Renacimiento europeo, así como realizaciones novelísticas de toda índole, desde El señor de las moscas o El señor de los anillos a las fantasías de Verne, un aluvión de clásicos de la ficción científica, fantasías cibernéticas como las de Thomas Pynchon, además de referencias al mundo del cómic, los videojuegos, el cine o la televisión (la novela se inspira directamente en Perdidos, serie en la que el autor vio una matriz capaz de generar infinitas aventuras). A ello hay que añadir creencias y leyendas asociadas con lugares como el Triángulo de las Bermudas o aproximaciones como las expresadas por autores espiritualizantes de estirpes tan diversas como Lobsang Rampa o Carlos Castaneda. El círculo se cierra con la incorporación de elementos extraliterarios íntimamente relacionados con el interés del autor por ciertas creencias místicas orientales.

En el mundo particular de Ibáñez, las fronteras de lo fantástico son porosas y permiten la integración de los incontables mundos que son objeto de su interés. La incursión de Ibáñez en lo fantástico tiene una vocación panerudita que lo lleva a conectar sus ideas y creencias relacionadas con la sabiduría esotérica con disciplinas científicas y académicas como las que se imparten en las instituciones universitarias. En las páginas finales de la novela se describen los programas y currículos de la Universidad Blanca, donde se enseña un tipo de sabiduría que integra todas las ramas del saber y las más diversas formas de conocimiento.

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La novela procede como una composición musical que presta atención a las gamas del silencio (la expresión es de Lezama) que interrumpen de cuando en cuando su fluir, un silencio entendido a la vez como contrapartida de la música y como una de las diversas manifestaciones del vacío: la pulsión del no ser, la detención del pensamiento como modo de llegar al éxtasis. La música del mundo busca reunirse aquí con su reverso; así, oímos decir de un personaje que «El silencio de Asahara se parece al silencio del mundo» (p. 371). Ese silencio, el silencio de los grandes espacios, de la naturaleza, del alma cuando logra sosegarse, fascina al narrador, que busca denodadamente perderse en él. El sentido de este anhelo es edénico e introspectivo; el viaje se configura como una indagación interior: «Era como entrar en el fondo de la mente, en el lugar de las visiones paradisíacas» (p. 381). Al igual que sucede con ciertas prácticas orientales, la narración posibilita en algunos momentos el acceso a otras regiones, gobernadas por otras leyes, regiones de las que será posible regresar: «Mi vida real desapareció, y mi vida virtual creció tanto que lo ocupó todo» (p. 387).

En el mundo del libro, las historias tienen vida propia y son vehículos de toda suerte de ideas y creencias, religiosas, políticas o científicas, ideas y creencias que se someten a examen o se dejan en libertad para que se expresen por sí mismas, para que se tropiecen con sus límites o intenten trascenderlos, aunque el sentido general es que hemos llegado a una época caracterizada por el agotamiento y fin de todas las creencias. Cumplido su ciclo, las historias se repliegan sobre sí mismas para ser absorbidas por el relato central, que les da un sentido unitario, haciendo que el viaje continúe conformando una búsqueda que se produce en los recodos más íntimos de la conciencia. El autor y el lector viven en un mundo que no es el del libro y al que el libro da respuesta con claros sentimientos de rebeldía e indignación ante las leyes que gobiernan la existencia, a la que el autor se opone con propuestas específicas.

Desde su primera novela, Ibáñez ha ido articulado un sistema personal acerca de la estructura de la conciencia, del conocimiento y del sentimiento y, en general, de la condición humana. Este sistema ha ido desarrollándose con un vocabulario propio, que no se corresponde con el de ninguna disciplina establecida: en esto reside también el solipsismo particular de su propuesta, que busca trascender la diferencia entre dos planos o visiones que, más que estar en conflicto, establecen un diálogo de complementariedades. De un lado está la científica, racional; del otro, una visión trascendental o espiritualista. Un aspecto de ello se ve en el capítulo 40, Nuestra educación política, donde se incide sobre la cuestión de la pedagogía, volviéndose a explorar distintas dimensiones del conocimiento, un asunto tratado también en el llamado Hotel de la Ciencia en la página 384.

El instrumento que lo canaliza todo es el yoga. Uno de los amores del protagonista lo entiende bien cuando dice: «He aprendido que nuestra vida es real. Que las cosas que nos pasan nos pasan verdaderamente […] que nuestra vida es un regalo sagrado que hemos recibido y no tenemos derecho a malgastarla». En los capítulos finales de la novela, donde se describen las enseñanzas que se imparten en la Universidad Blanca (que recuerda inevitablemente a la Universidad Desconocida de Bolaño) se busca este mismo tipo de unión entre «el mundo espiritual» (el yoga, la meditación, etc.) y aspectos de la cultura humanística y científica.

A lo largo del camino hay paradas electrizantes (y hay muchas en las que no me detendré). El capítulo 60, con su triple título (La Memoria de la Isla Purgatorio del conde Cammarano. Las Tablas de Oriente y Occidente. Creación del Skinner Institute), supone un interesante punto de inflexión en el recorrido por el paraje multiforme de la novela. El contenido, fiel a lo que promete, incluye vídeos de instrucciones que a los que accede el lector. En el capítulo 64, la narración nos hace cobrar conciencia de que nos encontramos en un lugar que no se corresponde con el mundo tal como lo conocemos: «En la isla, la mente, los recuerdos, los reflejos, los instintos, no funcionaban como en el resto del mundo. Lo que en otros lugares podía parecer normal, allí resultaba extraordinario, y viceversa: lo que en cualquier otro lugar hubiera parecido algo imposible y delirante, uno allí lo aceptaba como algo normal». Tras haber adoptado numerosas formas geométricas, en los capítulos 72 y 73, cuando la novela está ya muy cerca del final, describe una curva ascendente, primero a las montañas, después a un volcán. El sentido espiritual de este movimiento es inequívoco: «La ascensión, me dije, es como el recuerdo. Uno no sube hacia el futuro, sino hacia el pasado. La ascensión es como un descenso. Ascender es desprenderse. Ascender es renunciar» (p. 661). En su desarrollo geométrico, la suma de narraciones tiende a adquirir carácter radial y sentido trascendente. El narrador avanza llevando consigo hacia su destino final cuanto ha ido aconteciendo a lo largo de centenares de páginas: «Me poseía esa especie de frenesí que debe ser común a los suicidas y los santos. La sensación de haber llegado a un límite, eso que nunca sentimos en la vida y que siempre buscamos oscuramente. La sensación de la verdad, de vivir verdaderamente, y de experimentar la existencia como la existencia debería ser» (p. 667).

Cerca ya del final, la sed de conocimiento añade un aspecto más al afán enciclopédico de la novela, que se centra aquí en torno al programa de estudios de la Universidad Blanca. La poética de Ibáñez conserva intactas sus marcas de identidad, tendiendo a una síntesis de carácter global: las ideas expuestas giran sobre sí mismas, conectando formas de conocimiento «alternativo» con la sabiduría ancestral, rizando rizos como que la teoría de la deconstrucción enlace con las enseñanzas de la meditación. Los últimos capítulos se desenvuelven como en una sinfonía pastoral, cuyos temas y variaciones regresan con lentitud y autocomplacencia, entreverándose con el silencio, hasta que en el capítulo 84 llega por fin la dispersión, cerrándose la novela casi ochocientas páginas y ochenta y cinco capítulos después, en un sendero bajo los sauces «en medio del ruido y del polvo del mundo».

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Brilla, mar del Edén encierra una cantidad de historias sumamente distintas entre sí y en una proporción tal que resulta imposible hacer una valoración uniforme de las mismas. En conjunto, la novela es de una audacia y singularidad sorprendentes, y es preciso constatar que en numerosos momentos la prosa alcanza gran altura, y que la novela está llena de hallazgos. Al cabo de cientos de páginas en la isla y en los demás ámbitos de la novela, el lector ha sido testigo de cómo el texto se propulsa numerosas veces hacia el infinito y lo absoluto; ha contemplado numerosas pulsiones místicas que buscan catapultar la narración a dimensiones superiores. Al continuar en su inacabable avance hacia no se sabe bien dónde, Andrés Ibáñez acumula efectos, a veces de una sorprendente eficacia. Los juegos con lo inefable, el lenguaje de los espías, los catálogos, como el que dedica a los juegos, a las amantes del narrador, todos funcionan, porque obedecen a una lógica narrativa muy bien planteada. Si se ha de resumir en una imagen, la novela es un festín literario que invita al lector a degustar una ingente cantidad de manjares. Andrés Ibáñez es un novelista insólita y rabiosamente independiente, situado lejos de las componendas y esferas de influencia o poder. En sus escritos críticos dice cosas que nadie más se atreve a decir. Como ensayista, con frecuencia asombra. También como novelista. Está fuera de los circuitos, pero lo palpable de su talento obliga a tenerlo en cuenta. En Brilla, mar del Edén, después de haber cambiado muchas veces de piel, ha decidido quemar a la vez todos los fuegos de artificio que conoce. La propuesta puede parecer desmesurada, y no hay garantía de que el viaje esté dentro del rango de intereses de todo el mundo. Ninguna novela lo está. Con respecto a ésta, baste decir que quien decida no leerla se perderá algunas de las mejores páginas de nuestra literatura más reciente.

Eduardo Lago es novelista. Sus últimos libros son Llámame Brooklyn (Barcelona, Destino, 2006), Ladrón de mapas (Barcelona, Destino, 2008) y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee (Barcelona, Malpaso, 2013).

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