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Xi Jinping & Party Associates, Inc.

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Hace un par de semanas Xi Jinping, el presidente de la República Popular China y Secretario General de su Partido Comunista se dio una vuelta digital por Davos. Davos, sí, esa hermosísima estación de esquí en el cantón suizo de los Grisones donde el World Economic Forum tiene su sede. Desde 1991 WEF organiza allí a finales de enero de cada año un renombrado sarao que, por unos días, acoge a la davosía, es decir, a unos tres mil participantes ricos, poderosos y famosos que representan al 0,00004 de la población mundial (7,8 millardos). Como diría Pareto, la élite de las élites. A la davosía pertenecen todas esas señoras y caballeros que llegan allí en sus aviones particulares -puede que alguno haya invitado a la niña Greta a concurrir en patinete a vela u otra genial ocurrencia del Space X de Elon Musk- para instruirnos, entre otras muchas cosas, de los daños que la aviación comercial acarrea a nuestro sufrido planeta. Porque, eso sí, en verde, en global y en virtuoso la davosía siempre alecciona.

WEF es una oenegé fundada en 1971 que se autodefine en su Declaración de Objetivos como «dedicada a mejorar el estado del mundo, conectando a líderes empresariales, políticos, académicos y sociales para la formulación de agendas globales, regionales e industriales». A lo largo de sus cincuenta años de existencia y bajo la presidencia de Klaus Schwab, el Foro se ha convertido en un octópodo cuyos tentáculos se extienden por todas partes del mundo y sientan doctrina sobre las buenas prácticas urbi et orbi. Algo así como McKinsey & Company sin ánimo de lucro, aunque sobre esto último hayan ido creciendo las dudas (Jürgen Dunsch, Gastgeber der Mächtigen: Klaus Schwab und das Weltwirtschaftsforum. FinanzBuch Verlag: Munich 2017).

El festolín 2021 no se pudo desarrollar de forma presencial debido a Covid-19 pero eso no impidió que la participación virtual de Xi Jinping se celebrase con gran pompa y aún mayor circunstancia. Putin también hizo pinitos, pero su intervención no compitió en relumbrón con la inaugural de Xi. Mientras Putin largó un discurso de circunstancias sobre la necesidad de que todos los habitantes del planeta obtengan un nivel de vida decente y mejor educación formal, Xi cultivó la lírica que mola más en Davos. Xi suele dejar la épica para dirigirse a sus súbditos y recabarles sacrificios, como se dirá a continuación. 

En sus salidas al exterior, cuando habla para una audiencia más cosmopolita, al presidente chino le da por la lírica, aunque no le haya dotado Dios del estro poético con que distinguió al Gran Timonel. En esta ocasión Xi repitió un estribillo bien conocido, el de las tareas comunes que las circunstancias -crisis ecológica y Covid-19- imponen y logró los elogios -lo que no es gran mérito- de un Dr. Schwab experto en panegíricos. Esta vez por recordar que «todos formamos parte de una comunidad de futuro compartido por la humanidad». ¿Incluía ese todos al millón de uigures estabulados en «centros de formación profesional» a lo largo de la geografía de Xinjiang; a los habitantes de Hong Kong sojuzgados por la feroz Ley de Seguridad Nacional 2020; a la población de Taiwán a la que Xi recordó no hace mucho que «tiene que ser -y será- reunida con China»? El Dr. Schwab renunció a meterse en camisa de once varas.

Davos es una plaza en la que Xi siempre ha cortado orejas. En su primera visita -enero 2017- dejó claros sus deseos. «Tenemos que continuar con decisión el desarrollo de la libertad de comercio y de inversión», subrayaba, al tiempo que enaltecía la gran contribución china a esos objetivos por comparación con la postura ariscamente nacionalista de Donald Trump, a la sazón presidente de Estados Unidos.

Que Xi se presentase en 2017 y 2020 como el campeón del orden económico internacional resulta por completo lógico. China ha sido el país que más beneficios ha obtenido de un proceso de globalización económica que prácticamente no le ha exigido contrapartidas. Sin él, China seguiría varada en el atraso y la pobreza. Cómo ha conseguido escapar de esa trampa lo explica en un libro reciente y provocador (China: The Bubble that Never Pops. Oxford University Press: Nueva York 2020) Thomas Orlik, que durante años ha trabajado en China para The Wall Street Journal y para Bloomberg, donde es hoy redactor jefe de la sección de economía.

China, dice Orlik, ha sido y sigue siendo un hueso duro de roer. «Leer la historia de la China moderna es leer la historia de las teorías del colapso chino». Sin embargo, en 1978, cuando Deng abrió la puerta a las reformas, nadie profetizó que conseguiría cuatro décadas de rápido crecimiento. En 1991 la Unión Soviética desapareció y muchos anticiparon que la República Popular la seguiría por ese mismo camino. La crisis financiera de Asia 1997 parecía dibujar el final de las ineficientes empresas de su sector público y de una banca -también pública- cargada de malos créditos. China entró en la Organización Mundial del Comercio en 2001 y buena parte de los comentaristas lo vieron como el final de su excepcionalidad. Más tarde, el ascenso de las clases medias y su previsible exigencia de reformas políticas; o la trampa de las rentas medias; o la Gran Recesión 2008; o la carrera sin freno del sector inmobiliario; o la deuda desatada; o todos esos procesos juntos han servido para predecir el inminente desplome del modelo chino. «Las teorías del colapso», resume cruelmente Orlik, «han sido múltiples y variadas. Hasta el momento, sí tienen algo en común: que todas ellas se han revelado falsas».

Por una buena razón: que todas ellas se han olvidado de un factor decisivo -las ventajas del atraso- que sigue jugando aún en beneficio de China. Los países atrasados cuentan con medios para superar problemas financieros que llevarían a un brusco parón a economías más avanzadas. Esas ventajas, que cuentan menos en casos como los de la mayoría de los países africanos, se daban en China con un peso especial. Dos, ante todo: una población de 1,3 millardos y la actitud firme de un gobierno dispuesto a asumir riesgos. Inicialmente esa enorme demografía animó a las empresas extranjeras a instalar allí sus cadenas de valor, una de las principales razones por las que la entrada en la OMC no tuvo las consecuencias negativas anticipadas por tantos. En los años siguientes, a medida que aumentaban los salarios, el poder adquisitivo de los consumidores locales compensaba esa desventaja y seguía animando la apuesta inicial: acceso al mercado chino a cambio de transferencias de tecnología y de gestión eficiente.

«La combinación de atraso en desarrollo, enorme tamaño, acceso a tecnología exterior y un modelo desarrollista ya bien ensayado [para Orlik los gestores y políticos chinos no han hecho sino inspirarse en las estrategias de Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur. JA] proporcionaron a China un fuerte impulso de salida. A eso hay que añadir una alta tasa de ahorro, una cuenta de capital controlada y un sistema bancario público […] lo que significa que los planificadores gubernamentales cuentan con una hucha sempiternamente engrosada para financiar sus programas favoritos». Si se piden pruebas de la eficacia del modelo basta con apuntar a las cuatro décadas de crecimiento medio al 9,6% anual, un resultado sólo igualado por los otros tigres asiáticos y que el resto del mundo podría difícilmente emular.

Los críticos apuntan que esos éxitos tienen su reverso: una clase media que exigirá crecientes derechos; rápida y creciente desigualdad; tendencia al estancamiento en el elefantiásico sector público; extensión del capitalismo de cuates. Pero, recuerda Orlik, ninguno de esos procesos ha sido suficiente hasta el momento para detener los éxitos desarrollistas. El PCC ha abierto sus filas a muchos representantes de la empresa privada; ha evitado la quiebra del sector inmobiliario mediante la adopción de sistemas de compra y financiación diferenciados según la posición del mercado en diferentes ciudades; la convertibilidad limitada de la divisa china y la apertura de la cuenta de capital a inversores de largo alcance ha impedido las turbulencias derivadas de la especulación a corto. Y, si todo eso fallase, los políticos chinos pueden contar con los recursos propios de un partido-estado leninista. 

Muchos analistas han argumentado que, a la larga, ni siquiera eso impedirá la implosión de esa burbuja multiforme que crece y crece, pero nunca finalmente estalla. Tal vez algún día acierten, responde Orlik. Por el momento no lo han hecho, pero el futuro está abierto.

La era de las reformas chinas ha pasado por cuatro ciclos. El inicial de Deng comenzó en 1978 recortando los extremismos maoístas y acabó en Tiananmen 1989. El segundo -entre 1989 y 1997, el año de la crisis asiática- consolidó la ventaja de los aperturistas económicos. Zhu Rongji, más que Jiang Zemin, protagonizó el tercero con la entrada de China en la OMC en 2001 y la reforma del sector público hasta el estallido de la Gran Recesión de 2008. En cada uno de esos casos el ciclo generó una década de rápido crecimiento y acabó con una crisis. Pero tras cada crisis nuevas reformas abrían paso a otra nueva década alcista.  

Cuando Orlik escribía su libro en 2018-2019 la década del cuarto ciclo estaba llegando a su fin. Había comenzado con el gran estímulo financiero decidido por el tándem Hu Jintao-Wen Jiabao en 2008 por un total de RMB4 billones (USD586 millardos) y equivalente al 12,5% del PIB de 2008. Para hacerse una idea de la magnitud del programa, su contrapartida de Estados Unidos estuvo en USD700 millardos y 5% de PIB. Diez años después, el peso inercial de un elevado nivel de deuda y una alta ineficiencia en el manejo del capital han creado nuevas dificultades. Súmense las políticas proteccionistas adoptadas por Estados Unidos bajo Trump y el creciente envejecimiento de la población y se hace difícil anticipar cuál pueda ser la vía de salida. 

Para Orlik, empero, la nueva situación no tiene que dar necesariamente en una severa crisis. Por el lado de la oferta, se hace posible una transición de las actuales industrias con alto capital y escasas en trabajo -una tendencia que podría ampliar la creciente robotización del empleo industrial- hacia servicios con menor exigencia de capital y más intensivos en trabajo. También, tanto en la industria como en los servicios, es posible pasar de las empresas públicas ineficientes a un sector privado dinámico y productivo. Por el lado de la demanda cabe pensar en la reducción de las exportaciones y de la inversión en infraestructuras ante un imprescindible impulso del consumo de los hogares. Finalmente, en el sector bancario habría que restaurar una sana relación entre la expansión crediticia y los resultados de las empresas que permita reducir la deuda sin impedir el crecimiento económico. Muchos de esos envites, cree Orlik, están ya en marcha.

«Los políticos chinos no son omniscientes ni todopoderosos. Indudablemente consiguen muchos resultados. La creación de infraestructuras es excesiva, pero ha permitido que las grandes ciudades chinas cuenten con carreteras, ferrocarriles, aeropuertos, redes de energía y comunicaciones comparables a los mejores del mundo. Educación y sanidad han crecido con rapidez. El gasto en I+D se ha acelerado. Durante los últimos 20 años, China ha resistido la crisis financiera de Asia y el susto de Lehman, ha recapitalizado sus grandes bancos, ha controlado dos fuertes crisis bursátiles y evitado salidas de capital que amenazaban con una crisis de mercado emergente del viejo estilo. Si los líderes chinos confían en su capacidad gestora, tienen buenas razones para ello»

Hasta ahí Orlik. Tal vez tenga razón; o tal vez el tiempo se encargue de desengañarle, como lo ha hecho con muchos profetas del colapso. A mitad del libro, cuando empieza a impulsar su versión anticolapso, Orlik se tapa. La buena estrella de China podría deberse, dice, tanto a las sabias decisiones de sus líderes como al lento paso del tiempo, y citaba a Rudi Dornbusch: «las crisis se toman más tiempo en llegar de lo que podemos imaginarnos, pero cuando lo hacen suceden mucho más rápidamente de cuanto podamos conjeturar». Pero como el resultado de ese lapso temporal es imposible de adivinar ex ante, más vale atender a las razones de Orlik para no desconfiar del futuro de la economía china.

Muchas de sus recetas para evitar una nueva crisis no son tan revisionistas; otras -posiblemente certeras- son muy difíciles de implementar. Voy a resaltar sólo dos entre las primeras: 1) la posibilidad de pasar con rapidez de una economía industrial de gran capitalización y -relativamente- escasa demanda de trabajo a su contraria: servicios de bajo capital que absorban un mayor número de trabajadores; y 2) el excesivo papel de las exportaciones y, por ende, la escasa participación del consumo de los hogares en la economía china.

En el primer caso, como siempre, lo que contará para la economía china no es tanto el número de trabajadores que pueda emplear sino su productividad. Los servicios de hostelería, por ejemplo, suelen ocupar un -relativamente- alto número de personal y no exigen -relativamente- mucho capital de entrada, pero su productividad es escasa y los salarios bajos -McDonald style-, lo que ni fortalece a las nuevas empresas ni mejora la renta disponible de sus trabajadores. En suma, habrá más empleados pero el consumo continuará desfalleciente para el país en su conjunto. El modelo GAFA americano (Google, Apple, Facebook, Amazon), pese a haber sido eficazmente clonado en China (Ant, Tencent) no puede trasplantarse a escala satisfactoria en una sociedad con una fuerza de trabajo relativamente menos educada y más necesitada de ahorrar por la penuria de la red de protección social.

Xi Jinping y su equipo no desconocen el problema y han empezado a buscar su solución en lo que de forma borrosa llaman circulación dual. El desiderátum sería continuar expandiendo la producción de bienes transables para su exportación (circulación internacional) y, al tiempo, intensificar el consumo interno (circulación doméstica) con el objetivo de doblar el PIB chino en 2036. Un objetivo loable pero, como ha señalado Michael Pettis, difícilmente asequible. «Una vez superado el hiato entre la inversión deseada y la real -algo que posiblemente ocurrió en los primeros 2000s- China necesitaba basar su crecimiento sobre la demanda doméstica impulsada por subidas salariales más que sobre las exportaciones o sobre inversiones crecientemente ineficientes. Pero como China se ha valido más de las dos últimas, su carga deudora se ha tornado la más alta del mundo».

A lo que Xi se refiere con esa etiqueta altisonante de la circulación dual es a la segunda parte de la ecuación, al consumo interno que sigue estancado -sólo dos puntos más en 2019 que en 2007- y está llamado a reducirse aún más por las consecuencias del virus de Wuhan. Para que el consumo chino se alinee con el de otros países en desarrollo sería necesario que recuperase al menos 10-15 puntos porcentuales a expensas de los de las empresas, los ricos y el gobierno (para una explicación detallada de este proceso ver Matthew Klein y Michael Pettis, Trade Wars Are Class Wars. Yale University Press, New Haven 2020). «Ese reequilibrio supondría una transferencia intensiva de riqueza -y, por ende, de poder político- hacia la gente del común». Con el PCC hemos topado, Orlik.

Pues no es justamente ésa la meta que Xi Jinping y sus capitalistas rojos tienen en las mientes. En los primeros 2000s Nicholas Hardy pronosticaba que los mercados, es decir, el sector privado de la economía china, enterrarían a Mao y su confianza en la planificación soviética. No ha sido así.

Por el contrario, lo que hemos visto desde la llegada al poder de Xi, tan celebrada por los Dr. Schwabs de la davosía, ha sido un constante y creciente refuerzo del sector público canonizado en la reciente celebración del Quinto Pleno del 19 Comité Central del PCC (octubre 2020). En esa reunión los dirigentes chinos dieron a conocer una estrategia para el desarrollo económico sostenible de los próximos quince años. En resumidas cuentas, Pekín ha decidido cambiar el foco de su economía hacia el interior del país y así alcanzar una autosuficiencia científica y tecnológica que mejore su seguridad nacional al tiempo que sostiene el crecimiento económico. La nueva estrategia es una respuesta a los cambios bruscos y desfavorables experimentados en su entorno internacional y buscará crear un sistema de totalidad nacional para movilizar las fuerzas que le permitan alcanzar ese objetivo. Minxin Pei ha resumido esa oscura formulación teológica como «una propuesta económica para asegurar a la nación china que el Partido Comunista Chino tiene un plan concreto para mantener su competición estratégica con Estados Unidos».

Una explicación detallada de la nueva estrategia la ha dado Jude Blanchette en un ensayo reciente y de título revelador: De China Inc. a PCC Inc.: Un nuevo paradigma para el capitalismo de Estado chino. En resumen, para Blanchette, el Secretario General del Partido Comunista Chino Xi Jinping y sus colegas han decidido incrementar drásticamente el peso del Partido en la economía y en las empresas chinas. Para alcanzarlo planean una doble maniobra. Por un lado, integrar las organizaciones del Partido en todas las compañías privadas y públicas, nacionales e internacionales; por otro, cambiar el papel del holding industrial público (SASAC) para que pase de gestionar sus empresas a gestionar sus capitales y así obligarles a cumplir con la línea del Partido en todos los aspectos de la política industrial. «Este cambio radical en la estructura económica y regulatoria -y en el control ejercido por el PCC- combinado con la amalgama típica de la era Xi entre lo público y lo privado, entre el mercado y la planificación, asumirá tales proporciones que bien puede originar un nuevo paradigma en la trayectoria del desarrollo chino».

Aunque sea aún pronto para adivinar los detalles del giro, parece indudable que vamos a presenciar un cambio radical en lo que se ha conocido en China como el número 56789, a saber, que las empresas privadas representan 50% de los ingresos fiscales del Estado, 60% de la producción, 70% de la modernización y la innovación industrial, 80% de los puestos de trabajo y 90% de las empresas. Posiblemente seguirá siendo así, pero sólo si el sector privado se alinea con los intereses del Partido.

En septiembre 2020, Xi hizo notar en un discurso que el Partido necesitaba educar y guiar a los empresarios para que «escuchen y sigan incondicionalmente las huellas del Partido». Todas aquellas empresas que no sigan las directrices del plan Made in China 2025 o no puedan contribuir directa o indirectamente a alcanzar sus metas pueden despedirse de contar con los créditos que necesitan para sobrevivir. De hecho, el desvío de fondos hacia el sector público se ha tornado ya asfixiante para muchas. Y, con los ojos del Partido espiando todos los movimientos tecnológicos y financieros de las compañías internacionales a través de sus comités de empresa, la expropiación de propiedad intelectual del pasado será un juego de niños por comparación con la que se avecina.

Xi Jinping & Party Associates Inc. no ha hecho más que empezar.

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