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Delirio y fantasía en los cuentos de Clarín

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La conmemoración en 1984 del centenario de La Regenta, considerada por muchos la mejor novela española del siglo XIX, no sirvió para recuperar la extraordinaria obra narrativa breve de Clarín. Y si no fuese por el esfuerzo de ciertos estudiosos que han seguido manteniendo viva, intelectual y editorialmente, una parte al menos de esa obra, todavía seguiría siendo objeto del desconocimiento general. Un ejemplo reciente de ese esfuerzo está en la recopilación que, con el título Cuentos completos, ha publicado Carolyn Richmond. El propósito de la recopiladora ha sido exhaustivo, de manera que ha incluido en su trabajo lo que ella llama «todos los relatos y fragmentos narrativos» del autor, incluso algunos inéditos, hasta el punto de que eleva a 114 el número de las ficciones narrativas de Clarín, incrementando en siete los «textos que podemos llamar cuentos», según los cálculos que hizo Yvan Lissorgues en su prólogo a la antología de las Narraciones breves de Clarín que él editó en 1989 (Anthropos, Barcelona). El trabajo meticuloso, precedido de un prólogo iluminador, nos permite acceder a una obra importante de nuestra literatura que, en gran parte, era hasta ahora prácticamente secreta.

Lo primero que queda patente en la monumental recopilación es que Clarín, escritor de estilo bello y preciso, fue un extraordinario cuentista, por la riqueza y diversidad de tramas y atmósferas, por la variedad de personajes y conductas y por las técnicas que utilizó para desarrollar sus ficciones. Claro que toda la buena literatura tiene aire de familia, y muchas veces se intenta emparentar a través de unas pretendidas venas de tradición local el resultado, mezcla de belleza y verdad, que está en la tradición profunda del arte literario verdadero. Sin embargo, y a pesar de la revolución modernista, parece que Clarín, muy familiarizado con los autores españoles del Siglo de Oro como se puede deducir de su escritura, en quien tanto influyó Larra, lector de Maupassant y traductor de Zola, conocedor de los escritores alemanes y anglosajones de su tiempo, ha estado muy presente en la cultura cuentística de los escritores españoles de la primera parte del siglo XX, desde Unamuno a Ayala, y acaso haya semillas suyas en el esperpento valleinclanesco y en ciertas ficciones disparatadas de Ramón Gómez de la Serna.

Sin embargo, en la ambiciosa recopilación que presenta Carolyn Richmond, aparte de las muchas narraciones que quedaron inconclusas por el puro sistema del «continuará» folletinesco, hay cuentos de pura cepa y otros que no lo son tanto, pues se relacionan más con el cuadro de costumbres o la semblanza ficticia que con el cuento, aunque la gran capacidad narrativa del autor le diese forma, e incluso sabor de cuento, a todo lo que trabajaba desde la óptica de la ficción, gracias a su poderosa imaginación para inventar personajes y trazarlos con esa concisión que es otro de los dones de los buenos narradores.

Hay un momento en la obra de Clarín, a partir del libro Cuentos morales, en que parece agudizarse la tendencia a presentar la semblanza estática, lo que pudiera denominarse «el cuadro moral», a costa de la tensión narrativa, ese movimiento que inexcusablemente necesita el cuento para cumplirse. En la recopilación se recogen muchos de estos relatos poco narrativos, entre otros los titulados «Un grabado», «Cristales», «El frío del papa», «Benavides», «La noche mala del diablo», «El señor Isla», «Snob», «González Bribón», «El sombrero del señor cura». Todos ellos, y algunos más, son invenciones estimables, piezas literarias de calidad, en que predomina la construcción de personajes o el desarrollo de una idea, pero no tienen la perfección de otros relatos con verdadero movimiento dramático y narrativo.

En el caso de Clarín, los escenarios son bastante determinantes de ese movimiento. Si se clasificasen sus cuentos según los lugares en que transcurre la trama, podría comprobarse que hay cuentos que tienen como escenario la corte, otros la aldea, y otros que suceden en ciudades de provincia, balnearios, trenes… Los cuentos que tienen como referencia la corte suelen ser los más proclives a lo estático. Los que tienen como escenario la aldea y otros ambientes no estrictamente cortesanos son casi todos ellos cuentos verdaderos, perfectos. Sirvan como muestra «Doña Berta», «Superchería», «Pipá», «Las dos cajas», «El Señor», «¡Adiós, cordera!», «Rivales», «El cura de Vericueto», «Boroña», «El dúo de la tos», «Vario», «El torso», «Viaje redondo», «La trampa», «El sustituto», «El caballero de la mesa redonda», «La tara», «La reina Margarita», «En el tren», «El entierro de la sardina», «Novela realista», «Manín de Pepa José» o «La guitarra», también sin agotar el repertorio.

Dentro de los cuentos más «narrativos» de Clarín hay varias piezas paradigmáticas en la propia historia universal del cuento literario. Puede citarse como modelo «Doña Berta», aunque no sea inferior la calidad de los antes señalados como cabalmente cumplidos en sus propósitos y posibilidades. «Doña Berta» es un ejemplo excelente de la sabiduría de Clarín. Nada sobra y nada falta en este relato donde hasta el gato que aparece al principio tiene un destino dramático previsto por el autor. Es admirable cómo, utilizando escasa pero muy precisa información, el narrador nos descubre el drama íntimo de doña Berta y hace que resulte verosímil su súbita decisión de desprenderse de sus posesiones para entregarse a la persecución de una quimera. Habría que añadir también que, a pesar de tratarse de un relato realista, está impregnado de un misterio en que tiene mucha importancia la alucinación de la protagonista. Doña Berta, a partir de su encuentro con un pintor y del descubrimiento del retrato que éste le regala, queda presa de un delirio que podría llamarse quijotesco, pues, llena de coraje, se aleja también de su hogar para desfacer un entuerto. Por un lado, tal caracterización del personaje, y la ironía con que el narrador cuenta su historia, enlaza esta bellísima ficción breve con la ficción mayor de la literatura española. Por otro, presenta un aspecto peculiar de la narrativa corta de Clarín, y es la recurrencia de ese delirio y la frecuente pugna, dentro de ella, entre realidad y sueño.

Se ha analizado a Clarín habitualmente desde perspectivas ideológicas y sociológicas, por lo que acaso no esté de más resaltar esa presencia del delirio, la alucinación y el sueño a lo largo de las conductas de los personajes de sus ficciones. Una forma sutil de alucinación está en «Superchería», otra de las piezas sobresalientes de Clarín, cargada con una atmósfera misteriosa acaso única en nuestra literatura. Impregnados de cierto aire delirante están casi todos los relatos del primer libro de cuentos de Clarín, Pipá. Por encima de la forma naturalista, delirante es la atmósfera y el terrible remate del cuento que da título al libro, y puro delirio –no en vano se subtitula Discurso de un loco-ese cuento fantástico a la vez que humorístico titulado «Mi entierro». La tarde de la familia Avecilla que desemboca en la corrupción de la hija se desarrolla en un clima progresivamente delirante; es alucinatoria la obsesión de «El hombre de los estrenos», y no digamos la pugna del violinista de «Las dos cajas» por encontrar su música sincera, por citar algunos ejemplos del libro.

Una forma de delirio místico es la vida misma del Juan de Dios de «El Señor», otro de los cuentos de Clarín perfecto en su desarrollo técnico, singular por el nivel de emoción que puede hacer alcanzar al lector. Y de delirio está llena la historia de Jorge Arial, el protagonista de «Cambio de luz» en su viaje a la ceguera, como delirantes son los deseos secretos de esa enamorada de un centauro que acaba casándose con un capitán de caballería. Y no deja de ser delirante el fervor de La Ronca, Juana González, «la otra dama joven» de la compañía de Petra Serrano, por el crítico Ramón Baluarte, del mismo modo que toda la vida ahorrativa y comercial de «El cura de Vericueto» es una forma de delirio moderado para pagar los pecados cometidos en el delirio extremado del juego, y es un delirio, por encima de la burla misógina, la decisión del marido de suicidarse por no seguir aguantando a «la perfecta casada».

Tampoco es raro que el protagonista o los protagonistas del correspondiente cuento se hayan visto obligados a renunciar a sus sueños. Ermeguncio, escritor vocacional, triunfa gracias a la buena calidad de su escritura… caligráfica. Ventura, el violinista de «Las dos cajas», debe abandonar sus sueños y acaba enterrando a su violín con su hijo. Bustamante, el inventor de charadas en el cuento del mismo título, en busca de empleo, no puede cumplir sus propios y modestos sueños periodísticos. La historia de Juan de Dios, protagonista de «El Señor», es una larga renuncia a los sueños, por más que el final resulte una cruel forma de cumplimiento. El indiano que regresa moribundo a su tierra busca en la boroña el cumplimiento de un sueño, el sabor de lo que ya no se puede recuperar. Vario, en el cuento homónimo que podría calificarse de preborgiano, sueña con el destino de pérdida y anonimato de su obra. Marcela Vitali, «La reina Margarita», y Candonga, el patoso tenor sustituto, renuncian a sus sueños, se casan y se instalan sanchopancescamente en un pueblo, lejos del arte lírico que fue el motor de su vida.

También Pablo, en «Doctor Sutilis», tuvo veinte años y fue poeta, «soñador de oficio», dice Clarín, para hacerse agente de bolsa ocho años después. Como soñador es Manín de Pepa José, que vive primero a las faldas de su madre y luego a las de su mujer, hasta que su yerno lo acabe expulsando del paraíso. Y soñador frustrado es Estilicón, que primero quiso ser poeta, y que tras ciertos trances que lo llevaron a la desesperación, «en vez de matarse se hizo periodista», según asegura Clarín. Aunque casi ninguno de los personajes de Clarín, y doña Berta es una excepción, se atreve a realizar su sueño con la osadía con que lo hizo el Ingenioso Hidalgo y Caballero, esa materia de los sueños posibles, de los sueños perdidos, de los delirios, impregna todos estos cuentos con un aire de familia profundamente español, ligado a lo mejor de nuestro patrimonio clásico.

Entre los cuentos de Clarín hay algunos que deben analizarse desde la perspectiva de lo fantástico. En el aludido «Superchería» hay un punto de la trama que atraviesa sin reticencia los límites de lo fantástico, y el autor no tiene empacho en dejar sin justificación racional uno de los elementos de misterio y ambigüedad que permiten al lector pensar que la aparente superchería no lo ha sido tanto. También hay otros dos cuentos relacionados entre sí por su trama y en los que late una vibración misteriosa parecida a «Superchería», aunque sin alcanzar en ningún caso su maestría, y son «Un voto» y «Aprensiones». En el primero, el fracaso de su obra teatral es aceptado por el autor sin pena, como una compensación misteriosa por la supervivencia de un hijo. En el segundo, un joven padre no accede a cumplir las relaciones posibles con una hermosísima adúltera, para prevenir también la muerte de un hijo, como si ambos hechos pudiesen estar unidos por alguna invisible ligazón. «Viaje redondo» es un extraordinario cuento fantástico. En él se produce una de esas rupturas de la ley temporal que inició gloriosamente en nuestra literatura la historia de don Illán y el deán de Santiago del infante don Juan Manuel. El cuento de Clarín tiene el mérito añadido, bastante excepcional, de que su movimiento dramático se desarrolla mediante un tejido de reflexiones que, aunque tengan mucho que ver con el sentimiento, se plantean en términos de fe y metafísica. Otro de los cuentos fantásticos notables de Clarín es «Mi entierro». Clarín, dado el positivismo de la época, se vio obligado a atribuírselo a un loco, aunque esa alucinación, que pudiéramos llamar prekafkiana, no necesita tal explicación para cumplir con la ley de verosimilitud, en ese espacio entre la vigilia y el sueño tan familiar ya en la literatura contemporánea. Sin embargo, hay otros relatos de corte francamente fantástico, «La mosca sabia», «Cuento futuro», «El pecado original», aunque en ellos no se cumple la necesaria «ley de verosimilitud», porque Clarín ha utilizado lo fantástico como un simple recurso para establecer una especie de apólogo.

No es lo fantástico materia muy abundante en la obra de Clarín, pero hasta en sus relatos burlescos se manifiesta un aire de extrañeza, una manera que pudiéramos calificar de expresionista, que los saca del simple naturalismo o realismo. Y es que en la generalidad de su obra breve, que ahora tenemos feliz ocasión de descubrir en toda su riqueza, la realidad está ahí para que contra ella se estrellen nuestros sueños, y para hacernos concebir delirios grotescos.

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