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¿De qué historias me hablas?

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A no ser que en los próximos años se descubra el secreto de la inmortalidad, o pueda experimentar en carne propia los progresos vertiginosos de la biología, el día que me muera habré pasado la mayor parte de mi existencia en el siglo XX . No tengo madera de longevísimo viejecillo, semejante a uno de esos centenarios y cuarteados caucasianos que, después de sobrevivir a una revolución, dos carnicerías mundiales y a un prolongado experimento social que exterminó a millones de sus compatriotas, todavía presumen desde las satinadas páginas de revistas tipo National Geographic de haber vivido a caballo de tres siglos. Soy por tanto, como usted, lector, hijo del siglo XX . De un siglo al que podemos llamar «breve», como Eric J. Hobsbawm, o «largo», como Giovanni Arreghi. Para el primero, la última centuria se extiende propiamente desde 1914 hasta 1991 (fin de la Unión Soviética), lo que significa que el británico concede, a la hora de caracterizarlo, la mayor relevancia a la historia y avatares del comunismo. Arreghi y otros creen, sin embargo, que el siglo XX es el «más largo de la historia», porque en ningún otro la humanidad ha experimentado tan profundas transformaciones en todos los ámbitos de la experiencia. Un siglo en que las discontinuidades y los cambios han prevalecido sobre las constantes, hasta el punto de que sería muy difícil que un europeo que en 1900 hubiera viajado hacia el futuro en la máquina de Wells pudiera reconocer en nuestro mundo rasgos esenciales del suyo.

La historia del siglo XX se nos antoja, pues, proteica y cambiante. Como también nos lo resultan los diferentes modos con que los historiadores de nuestra centuria se han enfrentado con el pasado. Nunca en toda la historia han sido tan divergentes los modos de contar la Historia. Y no me refiero a nuestra particular y diminuta historia de península-puente entre dos continentes que, a estas alturas del nuevo siglo, ofrecen un balance tan diferente: Europa, más grande y dispuesta a liderar, como afirma el optimista Mark Leonard, el siglo XXI ; y África, más alejada que nunca del cauce de la historia globalizada. No me refiero, por tanto, a la historia que mi generación (Plan de Estudios del 57) estudió sólo durante un curso de Bachillerato (4.º) y en la que entraba todo y el resto: desde el hacha de sílex hasta el glorioso Movimiento Nacional. Una historia que aprendimos según el signo del tiempo desde el que nos la contaban: así, los visigodos (olvidados más tarde por oscuros) agradaban a Franco, como nos recuerda Roger Collins, por haber dado a los españoles «su amor nacional a la ley y el orden» y por haber conseguido por vez primera la «unidad nacional». Una historia descriptiva y memorística, en la que estudiamos tablas de reyes, testamentos, políticas matrimoniales y batallas decisivas, sin entender jamás ni el cómo ni el porqué événementiel. La Universidad de los sesenta y setenta, en pleno tardofranquismo, nos permitió, por fin, conocer modos de contar el pasado diferentes a los de Pérez Bustamante o Luis de Sosa. A finales de los sesenta (primero en Barcelona) comenzó a sentirse, vía Vicens Vives (que, por cierto, admiraba a Toynbee), el influjo de los primeros y segundos Annales y ecos de los marxistas británicos de Past and Present. Y después llegó, con mayor o menor retraso, todo lo demás.

Un reciente manual de historiografía, La escritura de la memoria, de Jaume Aurell (Universidad de Valencia, 2005), permite recorrer de forma provechosa esos modos de contar la historia desplegados por sus profesionales a lo largo del siglo. Aunque se echa de menos un apéndice sobre los historiadores españoles, Aurell se esfuerza en mostrarnos el accidentado viaje de la historia desde el positivismo y los historicismos deudores del XIX hasta la «historia en migajas», los posmodernismos y la microhistoria de finales del siglo XX . Un largo viaje que –¡ah, paradoja!– conduce de la (denostada) narración a la (elogiada) narración con paradas en todas las estaciones intermedias. Del relato de la historia a la historia-relato (incluso de individuos aislados) pasando por todos los cambios de paradigma posibles en una ciencia (¿ciencia?) cuyos fundamentos han sido puestos en cuestión una y otra vez a lo largo de los últimos cien años.Al final de mi lectura y, a pesar de los esfuerzos del autor, mi escepticismo respecto al estatuto del conocimiento histórico ha crecido exponencialmente. Si toda historia es presentista, es decir, está hecha desde el contexto y la ideología de quien la escribe, entonces habrá que convenir que el pasado es, efectivamente, el «país extranjero» al que se refería el novelista Hartley en El mensajero. Un país en el que las cosas sucedieron de manera diferente a como las imaginan e interpretan sus historiadores futuros desde otros ámbitos, otras culturas, otros valores, otros prejuicios.

A lo largo de «nuestro» siglo, positivistas e historicistas, filósofos de la historia y morfologistas de entreguerras, Annalistas (de cuatro generaciones: de Lefebvre y Bloch hasta los minimalistas) y marxistas de toda laya, minuciosos estructuralistas y obsesivos cliómetras, historiadores de las crisis (en los setenta, en plena crisis energética, casi todos lo eran) y de las mentalidades, y microhistoriadores, nos han contado la película del pasado de maneras tan diferentes como opuestas. Lo que me queda es la vieja sospecha de que nuestra idea del pasado nos ha llegado mediatizada desde puntos de vista muy diferentes cuya fecha de caducidad es, si se me permite la expresión, generacional, y eso en el mejor de los casos. Lo que no significa que no nos sirvan los grandes maestros, de Huizinga a Duby, Ginzburg y Darnton, pasando por Braudel o Stone.

Al final, uno se siente tentado, como insinuaba Popper, de negar a la historia el estatuto de ciencia, entre otras cosas porque es incapaz de predecir el futuro. Y también porque a cada historiador se le acaba viendo el plumero ideológico: con más descaro, desde luego, a los exégetas de grandes metarrelatos finalistas, como Spengler o Toynbee, si es que se los puede considerar «historiadores». Pero el péndulo no se ha detenido nunca: después de la aridez del estructuralismo y de la historia económica, del linguistic turn y de la eclosión de los derridianos (feministas y partidarios de la queer history incluidos), regresa el relato coincidiendo con la explosión de la novela histórica. Menocchio, el molinero de Carlo Ginzburg, se da la mano con la mujer del impostor de Martin Guerre en el guión cinematográficotexto de historia de Natalie Z. Davis. La vida cotidiana de Montaillou, la aldea occitana de Le Roy Ladurie, se convirtió en el primer éxito de ventas (1975) de la nueva narratividad histórica, antes de que Simon Schama le sacara partido millonario a sus series históricas televisadas.

La gente, como decía Marx (El 18 Brumariode Louis Bonaparte) hace su propia historia, pero no bajo las condiciones elegidas por ella. A los historiadores –ay– les sucede lo mismo cuando se ponen a contárnosla. El pasado que conozco (?) es un pasado construido desde presentes ya pasados. Como esto mismo que escribo desde mi escepticismo presentista y a lo que aquí pongo su punto final.

 

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