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De qué hablamos cuando hablamos de traducción

El pez en la higuera. Una historia fabulosa de la traducción

David Bellos

Barcelona, Ariel, 2012

Trad. de Vicente Campos

404 pp. 25,90 €

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En las dos últimas décadas, los índices bibliográficos de la traductología y la teoría de la traducción no han cesado de expandirse. La carrera de traducción, que no sólo enseña recetas prácticas, sino que familiariza a los estudiantes con investigaciones eruditas, ha colonizado los departamentos de las universidades, y en muchas de ellas es habitual celebrar congresos, residencias y encuentros de traductores. Es notoria, sin embargo, la escasez de libros sobre traducción dirigidos al gran público. Y es difícil pasar por alto la ironía: pocos traductólogos se dignan verter a un idioma natural la abstrusa lingua academica en que suelen expresarse.

Una excepción es David Bellos, quien con El pez en la higuera ha producido uno de los mejores libros sobre el tema destinado a todo tipo de lectores, incluidos los que viven de traducir, como es mi caso. Director del programa de Traducción y Comunicación Intercultural en Princeton, traductor y biógrafo de Georges Perec, Bellos no se deja llevar por teorías al uso ni jergas discriminatorias; al contrario, está «firmemente convencido de que incluso las cosas más difíciles y complicadas pueden decirse en una prosa sencilla y comprensible». En este libro, eso quiere decir dos cosas. La primera, que no nos toparemos con una sola oración como la siguiente, de George Steiner: «[Hay] una confianza inicial, una creencia, suscrita por la experiencia previa, pero epistemológicamente expuesta y psicológicamente azarosa, en la significación, la “seriedad” del texto que se tiene delante o, en sentido estricto, en contra». La segunda, que Bellos no elude tratar en detalle temas que suelen quedar fuera del alcance del lector generalista, ni reformular en el proceso unas cuantas ideas recibidas.

Bellos no da mucho crédito a cuestiones como cuál es la esencia de la traducción (duda de que la haya) o si la traducción es posible (claro que lo es). La pregunta que rige el libro es, en apariencia, más modesta: ¿qué hacen los traductores? Digo «en apariencia» porque preguntarse por ello es indagar en cuán extendida está la práctica, cuántos tipos de traducciones hay, o cómo estas se relacionan con nuestras costumbres lingüísticas generales. Aquí, el método argumentativo consiste en recabar datos y ordenarlos para iluminar una realidad. En contra de cualquier triunfalismo sobre lo imprescindible que es la traducción para transmitir la cultura, empezamos por reconocer que se traduce en una proporción minoritaria de lenguas. En muchas no se traduce en absoluto, y la mayoría de los pares posibles de lenguas jamás se cruzan. Hay, claro, buenas razones geodemográficas para que nunca se viertan textos, pongamos, del guaraní al xhosa, o del cherokee al yotayota, pero incluso matemáticamente sería muy difícil implementar la traducción en todas las direcciones posibles: actualmente se hablan unas siete mil lenguas, por lo que, si todas se entretradujeran, harían falta casi cuarenta y nueve millones de traductores (la fórmula es: X = N x (N-1)). No existe esa cifra de lingüistas en el mundo.

Nunca se ha traducido en todas las direcciones posibles, sino que las lenguas se organizan en jerarquías. Bellos propone una distinción entre la traducción «hacia arriba», que se realiza a una lengua de mayor prestigio que la lengua fuente, y la traducción «hacia abajo», donde se realiza lo contrario. Por supuesto, el prestigio relativo de las lenguas varía y está históricamente determinado; pero se observan constantes en los modos de traducir entre ellas. Las traducciones hacia la lengua de mayor prestigio suelen ser «muy adaptativas» y acostumbran a borrar «la mayoría de las huellas del origen extranjero del texto», mientras que las traducciones hacia abajo «tienden a dejar un residuo visible de la fuente, porque en esas circunstancias los rasgos extranjeros son de por sí una marca de prestigio». Un ejemplo son las traducciones de novela negra en Francia, que conservaban expresamente una buena dosis de color local norteamericano. Otro aún más claro es el de la Biblia que, a fin de facilitar la evangelización, casi siempre se ha traducido hacia abajo, lo que ha dado versiones en unas dos mil quinientas lenguas, en las que el original ha dejado su marca en el vocabulario (en español, palabras como «querubín») e incluso en la sintaxis.

Si se examinan los flujos de traducción de libros documentados por el Index Translationum de la UNESCO se constata que, en la práctica, sólo unas cincuenta lenguas se traducen entre sí. Son las que podríamos llamar lenguas «dominantes» en la cultura mundial; pero incluso esas no están en pie de igualdad: unas doce se llevan la mayor tajada de traducciones, con el inglés, el francés y el alemán a la cabeza. Y el primero participa, como fuente o meta, de dos tercios de todas las traducciones, pese a que sólo se traducen al inglés un cinco por ciento de los libros que se publican en esa lengua. La discrepancia no impide que la traducción al inglés de un libro sea la más significativa en el mundo de la edición, porque puede hacer de puente entre lenguas que tienen poco contacto entre sí. Hoy en día, la traducción al inglés es siempre «hacia arriba».

¿Cómo se explican estos flujos? Bellos se resiste a la idea de que una lengua se vuelva dominante en el campo de la traducción de resultas de la superioridad «política o militar» de quienes la hablan. La lengua de veras dominante –afirma– es la lengua que no se traduce, porque se impone a los demás, como en el caso del latín clásico. «El inglés –concluye– no domina el mundo como lo hizo el latín porque se traduce masivamente a lenguas vernáculas. La traducción es lo contrario del imperio». El inglés se parecería, más bien, al latín medieval o renacentista, que servía de intermediario sin que nadie lo impusiera verticalmente (Erasmo de Rotterdam hablaba con su amigo Tomás Moro en esa lengua). Es característico de Bellos invertir una idea recibida para buscar nuevas interpretaciones, pero en este punto yo tengo mis dudas. En el mercado del libro, la preponderancia del inglés no se debe a que sea el vehículo elegido por hablantes de otras lenguas (como Erasmo); se debe en buena medida a la inmensa industria editorial de habla inglesa, que exporta sus productos a las demás. Y, de manera más indirecta, al modo en que la cultura (sobre todo) norteamericana ha sabido comercializarse en el mundo entero a través de Hollywood y la música popular. Todos intuimos de qué va una historia neoyorquina, pero no una historia ambientada en, digamos, Oslo. Los miles de libros que se traducen del inglés perpetúan la imagen de una cultura. Estrictamente, eso no es imperialismo, pero se le parece.

El pez en la higuera se pone aún más interesante cuando Bellos arremete contra «las cosas que se dicen» de la traducción. Para empezar, aquello de que «una traducción no es un sustituto del original». Es un prejuicio en el que en algún momento todos caemos (a veces con resultados paradójicos: para no vérmelas con sustitutos me puse a estudiar idiomas, lo que me ha llevado a ser traductor). Pero las traducciones son precisamente sustitutos de obras escritas en idiomas que desconocemos o no dominamos. Hablamos de leer a Dostoievski o a Márai sin saber ruso ni húngaro. En realidad, la referencia al supuesto original insustituible encubre un prejuicio: «Lo único que hace el tópico es proporcionar una tapadera espuria a la opinión de que la traducción es un texto de segunda categoría». ¿Y es un texto de segunda categoría? Por supuesto que no, a menos que sea una mala traducción. O tomemos una frase relacionada con la anterior: «La poesía es lo que se pierde en traducción», atribuida tanto a Robert Frost como a Paul Valéry, sin que nadie la haya encontrado en la obra de ninguno de ellos. Si usted suscribe esa opinión, ¿puede describir exactamente qué se pierde entre un poema y su traducción? Yo tampoco. Al revés, dice Bellos, «podemos dar por sentado que […] la historia de la poesía occidental es la historia de la poesía en traducción».

Esta discusión nos lleva a la idea quizá central del libro, lo que el autor llama el «axioma de la efabilidad»: si algo puede decirse, puede traducirse. Y no sólo eso. Bellos llega a proponer que «una de las verdades de la traducción […] es que todo es efable, que todo puede expresarse». En este sentido, aunque no lo dice abiertamente, el autor está polemizando con el enfoque hermenéutico de la traducción y, en particular, con dos de sus más famosos exponentes, Walter Benjamin y el solemne Steiner, que se muestran atormentados por las esencias inefables del lenguaje o la imposibilidad lógica de la traducción, en contra de toda evidencia empírica. Bellos es, en última instancia, un empirista. No teoriza, sino que constata; no busca el drama, sino la descripción. Todo su libro se lee, en efecto, como una prueba incontestable de que la traducción no sólo es posible, sino omnipresente: así, nos lleva por la historia de los diccionarios, la interpretación simultánea en la ONU, los roles diplomáticos que cumplían los traductores en el Renacimiento, la traducción literaria de autores «difíciles», las nuevas tecnologías de traducción y mucho más.

Una reseña sobre un libro como este no estaría completa sin unas palabras sobre la estupenda traducción al español de Vicente Campos. Más que una traducción, de hecho, es una adaptación, que aporta ejemplos en nuestra lengua o equivalencias culturales según lo requiera el caso. Campos ha colaborado con el autor y se ha apoyado en el proceso de naturalización que se hizo para la traducción francesa, Le poisson et le bananier. Si cabe un reparo es el título, que adapta este último y su referencia al original: Is That a Fish in Your Ear? (un guiño, evidente para cualquier inglés, a un pez traductor que aparece en la novela Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams). Aquí el juego es lingüístico-visual: en la ilustración de cubierta, se ve una higuera cuyo tronco parece un pez, como si una traducción conformara con su original una Gestalt. Por atractiva que sea la figura, la comparación implícita es errada.

Martín Schifino es crítico teatral de Revista de Libros y traductor.

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