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De la gran divergencia a la globalización

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Hace veinte años, Kenneth Pomeranz argüía en contra de la extendida noción de que el desarrollo económico de Europa occidental había obedecido a razones únicas y excepcionales (The Great Divergence. China, Europe, and the Making of the Modern World Economy. Princeton UP, 2000): «Por más que nos empeñemos en empujar hacia atrás los orígenes del capitalismo, el capitalismo industrial, que permitió el uso en amplia escala de fuentes de energía inanimada para superar las barreras del mundo preindustrial, sólo apareció en los 1800s. Pero no hay mucho que permita sugerir que la economía de Europa occidental contaba con ventajas decisivas bien en su volumen de capital, bien en sus instituciones económicasantes de esas fechas, que permitan pensar que la industrialización era altamente probable allí e improbable en otros lugares» (p. 15). La industrialización europea, muy limitada fuera de Gran Bretaña hasta los 1860s, podría haber sucedido en China, Japón o India, pues cada una de esas naciones contaba en su haber con serias trazas proto-industriales.

La conclusión de Pomeranz resultaba, sin embargo, frustrante.  La Gran Divergencia, pensaba, se debía a «una combinación de inventiva, mercados, presión y coyunturas globales afortunadas [las itálicas son mías. JA] [que] ocasionaron una ruptura en el mundo atlántico, mientras que el desarrollo anterior de lo que posiblemente eran mercados más activos en el Este asiático [..] llevó por el contrario a un callejón ecológico sin salida» (p. 23). El reputado Mr. Alfred P. Dolittle de My Fair Lady no podría haber estado más de acuerdo con ese little bit of luck.

Pero la conclusión de Pomeranz no va mucho más allá y, por ende, no explica la cuestión precisamente decisiva, a saber, que, por fas o por nefas, el área geográfica donde brotó la economía capitalista estuvo inicialmente limitada al territorio de Gran Bretaña para luego saltar a otras partes de Europa y de América del Norte. La de Pomeranz, en definitiva, no era más que otra pinturera salida académica encaminada a deslustrar lo que solíamos conocer como excepcionalidad de la cultura occidental. Pero, así fuera cierto que la aparición del capitalismo podría haberse originado en cualquier otra parte del mundo, habría que preguntarse por qué eso no llegó a suceder, dejando a un lado el recurso a la mala suerte, que no deja de ser un pésimo argumento.

Sea como fuere, la Gran Divergencia fue real, duradera y efectiva. Y voy a seguir aquí el argumento de Richard Baldwin (The Great Convergence. Information Technology and the New Globalization. Harvard UP, 2017) para entender cómo su evolución nos ha llevado a la consecuencia, inesperada por imprevisible, de una economía globalizada en la que China ha tenido un papel preponderante. 

En un periodo histórico relativamente corto, la economía mundial se reorganizó. «Las antiguas civilizaciones de Asia y el Medio Oriente -que habían sido hegemónicas durante cuatro milenios- fueron desplazadas en menos de dos siglos por las naciones ricas de hoy» (p. 15). En 1820, al principio de la Revolución Industrial, China e India contribuían un 49% del PIB mundial, mientras que las naciones del G-7 (el grupo de las economías punteras que Baldwin limita a Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) no alcanzaban un escaso 22 %. La industrialización del G-7 cambió el orden en un abrir y cerrar de ojos histórico. Desde1820 hasta los 1990s la parte del G-7 en el PIB total saltó de un quinto a casi dos tercios, mientras que China e India juntas no llegaban al 10%.

A lo largo de los 1990 la marea cambió. El hecho económico dominante de las últimas tres décadas ha sido la Gran Convergencia (GC). En 2014, el G-7 descendió al 46% del PIB total, un cambio de participación sorprendente. Pero ese cambio no se repartió por igual. Sólo seis naciones en desarrollo (el I-6, es decir, seis países en vías de industrialización: China, Corea Sur, India, Polonia, Indonesia y Tailandia) eran responsables de la mayoría del declive del G-7. China era el factor principal, aumentando su participación al 14, 8%. El resto del mundo no se vio mayormente afectado por los cambios.  

¿Por qué? Baldwin se toma tiempo para un largo recorrido por 200.000 años de historia económica hasta la llegada de la globalización que resume así: por muchos siglos, producción y consumo estuvieron forzosamente ligados debido a los costes de mover bienes (transporte), ideas (comunicación) y personas (viajes). La globalización puede entenderse como un cambio radical de esos tres límites (Baldwin lo llama unboundling o desligazón) a la producción y al consumo.

En una palabra, las tecnologías del transporte entraron en un bucle con la industrialización a lo largo de la Revolución Industrial. El coste de mover esas tres cosas, empero, no disminuyó con la misma velocidad. Mientras que el transporte se tornó más barato que antes, mover ideas y personas resultaba aún caro. Eso desató enormes diferencias de renta entre el Norte y el Resto. Los ingleses del XIX endulzaban su té con azúcar de Jamaica por la expansión global de los mercados de materias primas. Sin embargo, las industrias se concentraron allí donde se enraizaron las tecnologías innovadoras, es decir, en el Norte. En unas pocas décadas las asimetrías entre Norte y Sur que aún perduran en muchos lugares— solidificaron por las diferencias en la tasa agregada de crecimiento. «En suma, las Gran Divergencia se produjo por la combinación de bajos costes comerciales y altos costes de comunicación» (p. 4).

La segunda desligazón ocurrió alrededor de los 1990s gracias a la revolución TIC (Tecnologías de Información y Comunicación). La deslocalización TIC se impuso combinando las tecnologías G-7 con la fuerza de trabajo de las naciones en desarrollo mediante flujos masivos de experiencia. Las naciones ricas se aseguraban de que su caudal de conocimientos se mantuviese en sus redes productivas, pero, al tiempo que limitaban sus transferencias de conocimientos y experiencias, impulsaron las ventajas manufactureras de algunos países cuidadosamente elegidos.

¿Por qué no se extendió el proceso al mundo entero? Porque los costes de mover personas, a diferencia de bienes o ideas, son aún muy altos; no tanto en términos de transporte y alojamientos como en los del tiempo que lleva viajar. Tomemos, por ejemplo, una empresa global como Facebook, donde el salario mediano anual son USD240.430. Si trabaja 230 días al año en jornadas de 8 horas, ese trabajador en la mediana se lleva un impresionante salario de USD120/hora. Imaginemos que los altos directivos tienen un salario medio sólo veinte veces mayor y acabamos en unos asombrosos USD2.400/hora. Si uno de ellos se va en un viaje de tres días desde el aeropuerto internacional de San José, California, a la oficina central de Tokio los USD15,000 de un billete de primera clase más tres noches en un hotel de lujo serían calderilla, pues las treinta y más horas sólo de viaje subirían a USD72,000. Por eso hasta los gigantes financieros se muestran tacaños a la hora de enviar a su personal en viajes internacionales.

La hipótesis GC de Baldwin parecería perder fuerza si tenemos en cuenta a la industria turística. Parece difícil mantener -se diría en contrario- que los viajes no se hayan desligado de los dos cepos en que han estado atrapados por un tiempo inmemorial: altos costes e inexistencia de cadenas globales de valor (CVG). El turismo se ha convertido en una industria que ha crecido con gran fuerza tanto en su parcela doméstica como en la internacional y los viajes de negocios contribuyeron alrededor del 21% de valor añadido total de la industria en 20019. Pero eso no invalida al completo la tesis de Baldwin. Aunque casi todas las compañías que quieren moverse en la arena global necesiten desplazar a sus gestores y a sus técnicos, los costes de esos viajes son altos en tiempo de trabajo y, por tanto, en salarios. En consecuencia, las compañías globales limitaron sus actividades a tan sólo unas cuantas localidades, cercanas unas de otras. «La internacionalización de la producción creó así una Fábrica Asia, una Fábrica Europa y una Fábrica Norteamérica -no una Fábrica Mundo» (p. 132).

No sorprende, pues, que los cambios que la revolución TIC hizo posibles en la manufactura, pasaran por encima de Sudamérica, África, el Oriente Medio y la mayor parte de Asia Central. La principal excepción a la cercanía fue India, que se especializó mayormente en redes de servicios donde el coste de interacción directa puede realizarse mediante tecnologías de comunicación a un coste cercano a cero.   

Pero, pese a su concentración geográfica, la Gran Convergencia ha tenido una enorme importancia. La mitad de los humanos vive en los I-6, de suerte que la subida de sus rentas generó una corriente doble: (1) una demanda disparada de materias primas un supercicloque, como consecuencia, forzó el desarrollo de áreas productoras de mercancías que habían sido ignoradas por la segunda ligazón y (2) un aumento del nivel de vida de los trabajadores y sus familias en los países I-6.   

Esta nueva estructura ha cambiado la forma en que las economías interactúan globalmente. Hasta hace poco el modelo de desarrollo se basaba en la idea ricardiana del comercio internacional. Las unidades de la economía-mundo -sobre todo, estados nación- fabricaban mercancías que se intercambiaban por otras hechas a costo menor en otros lugares. El mecanismo de Ricardo llevaba a que las naciones se concentrasen en los bienes que mejor producían y los vendiesen por otros hechos a menor costo en otros países, es decir, las ventajas comparativas respectivas aseguraban el éxito del proceso comercial. El comercio internacional haría que diferentes naciones se especializasen dentro del sistema, creando así un círculo virtuoso para sus protagonistas.   

Las ventajas comparativas de Ricardo, sin embargo, no eran otra cosa que nociones abstractas y no claramente explicadas, con lo que, al cabo, impedían una correcta comprensión de las fuerzas que impulsaron la Gran Concentración. Lo que sucedió a lo largo del tiempo fue una concentración de grandes sectores industriales en pequeñas áreas geográficas (ciudades fabriles) de cada una de esas naciones exitosas. Una concentración que permitía economías de escala al tiempo que aceleraba la innovación, como ocurre cuando mucha gente se plantea los mismos problemas en vecindad con otros sujetos.

Pero la concentración también tenía sus costes. Muchas fases productivas tenían que ejecutarse localmente y al precio de un salario local. Aún no era factible la coordinación de actividades complejas a larga distancia; para que la ecuación cambiase era necesario desligar ideas y distancia.  

Eso es exactamente lo que permitió la revolución TIC. Mantener un flujo continuo y de doble dirección de palabras, imágenes y datos puede hacerse a un coste cercano a cero. «Para las ideas digitalizadas la distancia ha muerto o, más exactamente, han sido ellas quienes la han asesinado» (p. 130). El nuevo potencial de comunicación permitió que las fases de fabricación, ligadas hasta entonces con la distancia corta, pudiesen dispersarse internacionalmente hacia lugares que gestores y técnicos pudiesen alcanzar en un solo día, una exigencia básica impuesta por la concentración acelerada del dinamismo productivo, como en el caso de Facebook citado arriba. 

Sus fases más breves que la totalidad del proceso productivose repartieron por zonas no demasiado distantes geográfica y culturalmente que podían ser manejadas con eficacia moviendo personas a lo largo de distancias cortas. Algunas de las tecnologías costosas implantadas en zonas industrializadas de antiguo pudieron así ser externalizadas hacia otras con bajos costes salariales, dando pie a la aparición de CVGs. Desde esta perspectiva, la deslocalización -por ejemplo, la transferencia de centros productivos de Apple de Texas a China- no es lo mismo que la afluencia de bienes acabados cruzando fronteras debida a una inesperada capacidad competitiva de China; por el contrario, es la complementariedad entre los avances tecnológicos del saber hacer estadounidenses y la fuerza de trabajo china con bajos salarios, es decir, la creación de una CVG.    

La revolución comercial TIC fue asimétrica en dos dimensiones. Impulsó la exportación de algunos factores productivos y la deslocalización de algunas fases de la producción más que la de bienes finales, al tiempo que las exportaciones de piezas y accesorios por parte del Sur sustituyeron a remesas de bienes manufacturados acabados provenientes del Norte. Por su parte, las naciones en desarrollo situadas fuera de las zonas demarcadas por la introducción de las CGVs, quedaron desplazadas por lo que se conoce como desindustrialización prematura, es decir, por una combinación perdedora de baja tecnología y bajos salarios.

Los I-6, por su parte, no siguieron los caminos trillados. Sus economías nacionales adquirieron un mayor grado de resolución. Mientras que, en el pasado, todas las naciones contaban con sectores industriales modernos y otros en declive, en el presente tanto sus sectores avanzados como los declinantes se han transferido a otras naciones donde han desbaratado áreas ocupacionales completas y han acarreado grandes pérdidas de empleo. Así funciona, según Baldwin, la llamada Curva de la Sonrisa. 

Curva de la Sonrisa

Cada vez más valor añadido corresponde a los servicios relacionados con las manufacturas que a las manufacturas propiamente dichas. Gracias a la segunda desligazón, la adición de valor que antaño aparecía en procesos de producción totalmente nacionales ha aumentado la importancia de las fases pre- y post- fabricación en detrimento de la manufacturera. Apple, por ejemplo, cerró sus fábricas USA en 2004. Hoy la curva de la sonrisa de toda una nación o de un sector depende de su propia combinación específica de valor añadido en el sector primario, las manufacturas y los servicios. Una sonrisa más profunda no sólo implica que el valor añadido por los últimos ha aumentado, sino también que la manufactura ha reducido su participación en el ciclo de producción final. En Japón, por ejemplo, la sonrisa pasó de una leve mueca manufacturera en 1985-1995 a otra mucho más acentuada en la década siguiente, a medida que sus compañías con más CGVs deslocalizaban algunas de sus fases productivas. Detendré aquí mi excursión por los paisajes de Baldwin, no porque el resto de su argumentación carezca de interés, sino porque no es necesaria para encuadrar lo que sigue.

En mi opinión, la conclusión lógica de su razonamiento no favorece la visión optimista y davosiana que se desprende del guión. Si la profundidad de la sonrisa favorece una disminución de la desigualdad a escala internacional por el aumento de salarios en el sector manufacturero de países distintos a los que convierten el proceso de producción en un adlátere de la creación de marcas internacionales, no deja sin embargo de ser preocupante para los trabajadores con menos bagaje educativo precisamente en estos últimos, donde las manufacturas se han sublimado pasando del estadio sólido al gaseoso.

En definitiva, los aumentos salariales y de nivel de vida en los países de nueva industrialización están llamados a generar mayor desigualdad y crecientes tensiones sociales en los de desindustrialización tardía. En los G-7, muchos trabajadores manufactureros con escasa formación han perdido oportunidades de trabajo e ingresos. Si a eso se le añade la competencia de los bots en algunas ocupaciones poco complejas, el futuro inmediato de esos grupos se torna oscuro una novedad inquietante con eventuales consecuencias negativas para el proceso político en las sociedades democráticas que ha puesto de relieve Branko Milanovic (Capitalism, Alone: The Future of the System That Rules the World Harvard UP, 2019)

Pero dejemos eso para otro momento. Ahora voy a acabar con otros interrogantes más urgentes. Por más que sea cierta la incorporación a la economía mundo de los países I-6, no lo es menos que la gran beneficiaria de la GC de Baldwin, más conocida como globalización, ha sido la China post-maoísta.

El resto de los I-6 de Baldwin no cuadra bien con sus cálculos. Tailandia e Indonesia, de ser algo, son hermanas muy menores de China. India, como el propio Baldwin reconocía más arriba, no se ha convertido en un centro manufacturero sino en un call-center de servicios. La gran mayoría de su población aún está esperando esas transferencias manufactureras que, según Baldwin, conforman la era de la globalización. Polonia debe estar bien sorprendida de haberse convertido en el cisne negro de las economías en desarrollo. Y el caso de Corea del Sur es por completo distinto. No es un país en vías de industrialización. Su despegue es muy anterior a la década de los Noventa, pues llegó de la mano de la dictadura desarrollista del general Park (1961-1979), cuyas políticas recuerdan, para mejor, las seguidas por la España franquista tras el Plan de Estabilización 1959.

El sospechoso habitual de la globalización es, pues, China.  Y su lugar preferente ha tenido consecuencias para ella y para el resto del mundo cuyo alcance sólo ahora empezamos a entrever. Habrá que volver sobre este asunto.

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