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De la estupidez (I)

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¿Conlleva o subyace en el humor en general –y en el humor negro en particular– una concepción negativa de la naturaleza humana? Como pasa con todos los planteamientos de esa índole, la formulación nos pilla siempre descolocados o nos sitúa en una posición incómoda. La pregunta es demasiado genérica y las respuestas categóricas posibles van a dejarnos siempre un poso de insatisfacción. Por lo pronto, y sin irnos por los cerros de Úbeda, dependerá en buena medida de lo que entendamos por estimación negativa del ser humano. Intentaré, pues, ser preciso, a riesgo de simplificar en exceso. Me refiero con esa expresión no tanto a una antropología pesimista ni, mucho menos aún, a una valoración trágica del destino humano (aspectos de los que, por cierto, tengo pensado ocuparme en otra ocasión), sino a algo más elemental y, hasta pudiera decirse, una apreciación al alcance de cualquier mortal sin pretensiones de índole filosófica. La simple constatación de la pequeñez del hombre en el universo, la fugacidad de la vida humana o nuestras limitaciones de todo tipo llevan a cualquiera, hasta al ser menos reflexivo, a una actitud de modestia vital cercana al desamparo. Por decirlo en términos reconocibles en nuestra tradición, hoy tenemos claro que el hombre no es el rey de la creación ni el centro de nada, sino bastante menos que una minúscula partícula, algo mucho más cercano a la insignificancia o a la nada que a cualquier otro elemento del que tengamos noticia.

De la constatación objetiva y distanciada de esa pequeñez es fácil dar el salto a una valoración más implicada. Entraríamos en el terreno de la futilidad o la inanidad como categorías aplicables a nuestra existencia y todos nuestros afanes. Me viene a la mente ahora el título de una célebre película de Bernardo Bertolucci, La tragedia de un hombre ridículo. La corrección que podría hacerse aquí vendría de la generalización de ese planteamiento: todos somos ridículos y tanto más cuanto más nos empeñamos en tomarnos en serio. Las dos primeras acepciones de ese término –me refiero a «ridículo»– según el Diccionario de la Real Academia se refieren a lo «que por su rareza o extravagancia mueve o puede mover a risa» y a lo «escaso, corto, de poca estimación». Yuxtaponiendo ambos significados, podríamos decir que lo ridículo, por ser tan poca cosa, mueve a risa. La vida humana es risible precisamente por eso. O, por decirlo desde la otra orilla, es que… ¡no podemos tomárnosla en serio! A este punto es al que quería llegar. A esto es a lo que me refiero cuando hablo de la negra perspectiva que impregna la mirada del humor negro.
Podría pensarse entonces que nuestra risa conlleva necesariamente desprecio e, incluso, agresividad. Se ha dicho muchas veces que nos reímos siempre contra algo y, más a menudo todavía, contra alguien. Lo cual quiere decir –añado yo– que nos reímos básicamente de los demás o contra los demás porque en el fondo nos parecen mezquinos. (Mezquino, según el Diccionario de la Real Academia, tiene, entre otros, los significados de pequeño, diminuto, pobre, necesitado, desdichado, desgraciado, infeliz). Este es el planteamiento que, como digo, sostienen algunos analistas del humor. Me hice eco en una entrada anterior de la contundente afirmación que abre el ensayo de Andrés Barba La risa caníbal: «Cada vez que un hombre abre la boca para reír está devorando a otro hombre». Y señalé también mi discrepancia con esa interpretación. Aunque se compartan las valoraciones menos lisonjeras sobre el ser humano, no necesariamente se ha de abrir una cesura entre el yo y los otros. Más aún, las estimaciones antedichas, por más negativas o apesadumbradas que resulten, no tienen por qué desembocar en la agresividad, sino que pueden llevar a todo lo contrario: la comprensión, la empatía, la piedad o la solidaridad. Al fin y al cabo, no es absurdo pensar que, por encima de otras contingencias o circunstancias, lo que nos caracteriza a todos es que compartimos el mismo barco. Puede que el buque vaya a la deriva o sepamos que inevitablemente zozobrará, pero hasta entonces no es disparatado pensar que mejor nos irá si remamos todos en el mismo sentido.

Esto es lo que sostiene Carlo Maria Cipolla en una obra clásica (Allegro ma non troppo) de la que me quiero ocupar aquí. Dice el economista e historiador italiano, partiendo de unas premisas muy parecidas a las que hemos adoptado líneas arriba, que «la vida es una cosa seria, muy a menudo trágica, algunas veces cómica». La seriedad y la tragedia son tan evidentes o, al menos, así nos parece en nuestra civilización, que no necesitan glosa alguna. «En cambio, lo que sí es difícil de definir, y no a todo el mundo le es dado percibir y apreciar, es lo cómico. El humorismo […] es un don más bien escaso entre los seres humanos». Se apresura a matizar Cipolla que entiende por humorismo algo muy distinto del chiste chabacano. El humorismo, tal como él lo interpreta, es la capacidad inteligente y sutil de ver el aspecto cómico de la realidad. Lejos de suponer una posición agresiva u hostil, el humorismo –continúa nuestro autor– implica «más bien una profunda y a menudo indulgente simpatía humana». Es también una cuestión de sentido de la oportunidad: «Hacer humorismo sobre la precariedad de la vida humana cuando uno está junto a la cabecera de un moribundo no es humorismo». Cita, en cambio, como una genialidad de humor negro la ocurrencia del aristócrata que, camino de la guillotina, tropieza en un escalón y exclama ante el verdugo: «Dicen que tropezar trae mala suerte».

La concepción humanista y solidaria del historiador italiano se prolonga en esta luminosa distinción entre la ironía y el humor propiamente dicho: «Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás». Frente a la primera –la ironía– que genera tensiones y conflictos, el segundo –el humorismo– «es el mejor remedio para disipar tensiones, resolver situaciones que podrían resultar penosas y facilitar el trato y las relaciones humanas». Si se me permite trasladar las reflexiones con que empecé este comentario al molde que propone el profesor Cipolla, podríamos decir sin incurrir en grave deformación que el humor surge, por una parte, del reconocimiento de la pequeñez (o mezquindad) de la vida humana, pero, por otra, no menos importante, de la fraternidad, la empatía y la piedad hacia la condición humana (el «yo» incluido). No conozco mejor ejemplo de esta actitud en lengua española que el Juan de Mairena machadiano y su divisa de que «nadie es más que nadie», porque, «por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre». A lo que seguía, como apunte muy característico de su autor, esa apostilla que rebajaba la grandilocuencia anterior al tiempo que introducía la relativización bienhumorada de sí mismo: «¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?»

El opúsculo de Cipolla contiene dos pequeños tratados disímiles en contenido, hermanados tan solo por el sentido del humor: «El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media» y «Las leyes fundamentales de la estupidez humana». Es a este segundo al que quiero referirme en los párrafos que siguen. En principio podría parecer que centrarnos en el aspecto concreto de la estupidez nos aleja de la línea expositiva que nos habíamos propuesto. Bastará una ligera reflexión para verificar que no es así. Si el hombre se define primariamente como ser inteligente, el cuestionamiento de este principio y, aún peor, la calificación o catalogación de alguien por su ausencia absoluta –esto es, la estupidez– constituye, como bien puede suponerse, la consideración más pobre y negativa que cabe tener sobre el espécimen humano. Hablar de la estupidez supone, por tanto, tratar de la condición más deprimente del hombre: aquella que lo hermana y asimila con otras formas de vida tradicionalmente consideradas como «inferiores». O, como también se decía antes, aquella que lo sitúa al nivel de los «brutos», los animales sin más especificación (no en vano la exclamación «¡¡¡Animal!!!» la tomamos, claro está, como un insulto). En último extremo, al estúpido consumado, como al bobo o al idiota integrales, se le discute incluso su condición plenamente humana. Por decirlo en términos cotidianos, al malo se le puede rechazar u odiar, pero se le tiene respeto. Al tonto, ni siquiera lo tenemos en cuenta. No hay nada que rebaje tanto la condición humana como la ausencia manifiesta de inteligencia, quizá porque todos compartimos el dictamen pascaliano de que el ser humano sólo se redime de su pequeñez y debilidad por la conciencia de estos mismos rasgos, es decir, por el conocimiento y el uso de la razón.

El tratado sobre la estupidez de Cipolla empieza reconociendo que la vida es ya de por sí un asunto difícil. Pero se hace insoportablemente más ardua por la intervención constante de un grupo de personas –más poderoso que la Mafia o cualquier otra organización militar o política– que, sin tener jefes o estatutos, consigue «actuar en perfecta sintonía, como si estuviese guiado por una mano invisible» para conseguir sus fines. Ese grupo en cuestión es el de los estúpidos. ¿Quiénes son estos? ¿Individuos aislados, sin conexión entre sí? ¿Un número reducido de personas? La primera ley fundamental sobre la estupidez humana no sólo nos saca de estas primeras dudas, sino que nos prepara para encarar adecuadamente el problema: «La Primera Ley Fundamental de la estupidez humana afirma sin ambigüedad que siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo». La verdad es que, independientemente de las consideraciones del profesor Cipolla para apuntalar su primera ley, usted, lector, tendrá que reconocer –igual que yo lo reconozco por mi parte– que en más de una ocasión ha –hemos– pensado lo mismo. Es decir, que la primera ley fundamental debe ser tan obvia –adjetivo este que utiliza también el propio Cipolla– que ya la habíamos descubierto por experiencia, es decir, por el simple hecho de vivir y tratar con nuestros semejantes.

La segunda ley fundamental sostiene que «la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona». Estas leyes, pensará usted, deben ser muy evidentes porque, ¡bingo!, ¡eso es!, también en este caso usted y yo habíamos llegado por nuestra cuenta a la misma conclusión. Es verdad que aquí Cipolla introduce algunas reflexiones más específicas, de las que yo personalmente discrepo. Su insistencia, por ejemplo, en responsabilizar a la Madre Naturaleza de la producción de individuos estúpidos requiere quizá de unas pequeñas correcciones a tono con los tiempos: «Tengo la firme convicción –escribe–, avalada por años de observación y experimentación, de que los hombres no son iguales, de que algunos son estúpidos y otros no lo son, y de que la diferencia no la determinan fuerzas o factores culturales, sino los manejos biogenéticos de una inescrutable Madre Naturaleza». Cipolla escribió esto en 1976, cuando lo políticamente correcto, el multiculturalismo yeyé y el adanismo ideológico no habían experimentado la expansión incontenible que los hombres (y las mujeres), los mayores (y las mayores), los niños (y las niñas) del mundo de hoy conocemos y sufrimos. Lo que en su momento eran tendencia incipientes o minoritarias, hoy son realidades generalizadas. Llevamos décadas, pongo por caso, viendo como una legión de pedabobos se ha adueñado de la enseñanza primaria, secundaria, universitaria y profesional, marcando a varias generaciones con unos recursos cognoscitivos tan vistosos como vacuos. Nos hemos acostumbrado a que en las sociedades opulentas la mayoría de la población exija al Estado gratis et amore –casi como un derecho natural– todo tipo de prestaciones educativas, sanitarias y asistenciales, sin plantearse la sostenibilidad del modelo. La moral dominante –si puede llamarse así a lo que ha sustituido a la religión tradicional– coincide en atribuir a la sociedad en su conjunto los males y desmanes del individuo, en una edición prêt-à-porter del Rousseau más elemental. Quiero decir, en definitiva, que Cipolla subestima en mi opinión la capacidad de esta sociedad del bienestar –aunque ahora sea de un bienestar venido a menos– en la producción de estupidez, desde la cuna o el hogar (esos padres que temen traumatizar a sus hijos con una reprimenda), pasando por la escuela (esa pedagogía del aprender a aprender lúdicamente) y terminando por la vida adulta (ciudadanos cada vez menos responsables de su propio rumbo vital).

Por las mismas razones, tampoco suscribo la idea del profesor italiano de que la estupidez se reparte equitativamente en todos los grupos sociales, profesiones, colectividades y países. El argumento es que, de la misma manera que la Naturaleza se las apaña, por ejemplo, para que la proporción varones-mujeres en los nacimientos se mantenga pareja, desde el Polo Norte al ecuador, del mundo desarrollado al subdesarrollado, la aparición de la estupidez en el conjunto del globo se presenta también con esas características de proporcionalidad. No importan, por tanto, las dimensiones y peculiaridades de los grupos humanos. La Naturaleza consigue (no se sabe muy bien cómo) «que se dé el mismo porcentaje de personas estúpidas, tanto si se someten a examen grupos muy amplios como grupos reducidos». Ni siquiera «la educación y el ambiente social» tienen que ver con la probabilidad de que aparezcan más o menos personas estúpidas. El porcentaje, según Cipolla, se mantiene constante, se trate de bedeles o profesores universitarios (es la referencia que él utiliza, no sean malpensados). Más aún, como las conclusiones generaban ciertas dudas sobre las muestras, «se resolvió extender las investigaciones a un grupo especialmente seleccionado, a una auténtica “elite”, a los galardonados con el premio Nobel. El resultado confirmó los poderes supremos de la Naturaleza: una fracción E de los premios Nobel estaba constituida por estúpidos».

Concedo que el argumento es atrayente y está expuesto con una persuasión poco menos que irresistible. Pero mi pequeña experiencia me lleva a discrepar de los resultados. Es verdad que en todos los grupos humanos, incluso los más elitistas, hay estúpidos de campeonato. Pero en esto pasa como en la granja de Orwell, que, siendo todos iguales, unos animales son más iguales que otros. Dicho en plata, creo firmemente que hay tareas, funciones, profesiones, colectivos, corporaciones y asociaciones en los que la proporción de estúpidos es superior a la media y, hasta me atrevería a decir, bastante superior a la media. Tampoco es una cuestión de casualidad. Mi razonamiento deriva de lo expuesto en el párrafo anterior acerca de la capacidad de determinados entornos sociales para fomentar la estupidez. Y algunos de ellos, naturalmente, son más eficaces que otros en la producción de individuos estúpidos entre sus filas. Eso sí, no esperen que ponga ejemplos por dos motivos bastante entendibles. Primero porque me dejaría llevar por mi experiencia inevitablemente parcial y subjetiva. Segundo y principal, porque no quiero aumentar gratuitamente el número de mis enemigos.

Y llegados a este punto y, aprovechando que Cipolla hace «un intervalo técnico» antes de seguir con la exposición de más leyes, nosotros vamos aprovechar la coyuntura para hacer también una pausa técnica y seguir en la próxima entrada en el punto en que aquí lo dejamos.

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Ficha técnica

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