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Crónica de dos siglos de una Rusia europea

La muralla rusa. El papel de Francia de Pedro el Grande a Lenin, ed.

Hélène Carrère d’Encausse

Madrid, Rialp, 2021,

354 p.

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Hélène Carrère d’Encausse, historiadora y secretaria general perpetua de la Academia Francesa, ha publicado este libro de historia diplomática, que es mucho más que la crónica detallada de contactos políticos, gobiernos que pasan y regímenes que caen. Lo ha escrito alguien que conoce muy bien los archivos, aunque no pretende hacer un ejercicio de erudición para especialistas. Lo cierto es que esta introspección en los últimos dos siglos de la diplomacia franco-rusa, desde Pedro el Grande a Lenin, es capaz de despertar el interés de quienes asistimos al prolongado estancamiento de las relaciones entre Rusia y Europa. Se trata de un libro para confirmar que el peso de la historia sigue siendo determinante en el día de hoy. No me refiero tanto a la historia de los hechos reales sino a las representaciones, prejuicios y estereotipos que han ejercido su influencia en la toma de decisiones políticas. En el caso de las relaciones franco-rusas estos elementos han jugado un papel destacado, hasta el punto de que el libro de Carrère d’Encausse podría leerse como una «historia de amor no correspondido».

A lo largo de dos siglos, según la autora, ha sido Rusia la que ha tenido más interés en impulsar una alianza con Francia, y no al contrario. Podría añadirse que ahora, en cambio, es Macron el que pretende desde el inicio de su mandato una mejora de las relaciones con Moscú, aun a sabiendas de que en la Unión Europea nunca se alcanzará un consenso sobre este tema. Los vecinos de Rusia, especialmente Polonia y los estados bálticos, siempre han visto con desconfianza a los rusos, fueran o no comunistas. La anexión de Crimea y el conflicto en el este de Ucrania son poderosos argumentos a su favor y les resultan plenamente merecedores de las sanciones que Europa impuso a Rusia desde 2014, y a las que también Francia se sumó.

Pedro el Grande, por Jean-Marc Natier.

Hélène Carrère d’Encausse nació en París en 1929, aunque sus antepasados procedían de Rusia y Georgia, y su familia huyó del régimen bolchevique. Como historiadora ha dedicado la mayor parte de su obra al análisis de distintos períodos de la historia rusa y a biografías de destacados personajes contemporáneos como Nicolás II y Lenin. A finales de la década de 1970, la autora estaba convencida de que una de las causas de la caída del régimen soviético, en aparente apogeo exterior bajo el gobierno de Brézhnev, era la cuestión de las nacionalidades. Una década después, este pronóstico se cumplía y Carrère saludaba el renacimiento de Rusia, paralelo al hundimiento de la URSS. Desde entonces se dedicó a intentar que los políticos y la opinión pública de Francia comprendieran mejor a Rusia. Uno de los pocos hombres de estado que lo hizo fue el general de Gaulle, al que la autora dedicó en 2018 un libro que era una crónica de sus tomas de posición respecto a Rusia. Allí podía leerse que el anticomunismo de Charles de Gaulle no fue incompatible con el tratado franco-soviético de 1944 o con la visita del general a Moscú en 1966, que coincidió con las tensiones derivadas de la retirada de Francia de la estructura militar de la OTAN. En este caso, el acercamiento gaullista a los rusos fue un útil instrumento para reafirmar una política exterior francesa independiente de Estados Unidos.

La muralla rusa aborda épocas anteriores a estos hechos, y bien podría afirmarse que es la historia de las relaciones entre Francia y una Rusia que se consideraba europea y pretendía jugar un papel en la política europea. Su punto de partida es el viaje del zar Pedro el Grande a Francia en 1717, continuación de otro que había hecho, casi de incógnito, veinte años atrás a Alemania, Países Bajos y Gran Bretaña. A Pedro no solo le movía el interés por el progreso técnico y la modernización de su país. También deseaba una alianza con Francia, que ayudara a preservar los intereses de los rusos en el Báltico, después de que estos hubieran derrotado al rey sueco Carlos XII. Pese a todo, Pedro se encontró con un obstáculo: Francia quería contener a su sempiterno rival, el Imperio de los Habsburgo, y la mejor forma de hacerlo era por medio de alianzas con Suecia, Polonia y el Imperio otomano. Estos tres países eran adversarios de Rusia y obstaculizaban su expansión territorial hacia el Báltico y el mar Negro. Francia no quería que las tres potencias se pusieran en su contra y no mostró demasiado interés por establecer una alianza con Rusia, un país que no comprendía, por ejemplo, por qué una nación cristiana como Francia mantenía relaciones estratégicas con una potencia musulmana, los otomanos, que era enemiga de otro país cristiano como Rusia. No lo dice la autora, pero cabe añadir que esto fue una constante de la política exterior francesa desde el siglo XVI, con Francisco I, y siempre con la misma finalidad: contrarrestar el poder del Imperio de los Habsburgo. Con el paso del tiempo, Rusia comprendería que las alianzas internacionales están por encima de las consideraciones ideológicas o religiosas.

La cultura francesa estaba de moda en la Europa del siglo XVIII y la influencia de su idioma llegó hasta Rusia. Pero la francofilia de sus élites, o la de gobernantes como Catalina la Grande y Alejandro I, no fueron suficientes para forjar una alianza franco-rusa. La imagen de una Rusia bárbara y salvaje, capaz de invadir Europa, seguía pesando en el ánimo francés. Sus vecinos, aliados de Francia, eran la barrera geopolítica que impediría el paso de las hordas bárbaras. Sin embargo, Carrère subraya que Rusia quería tener un lugar en Europa desde el siglo XVI y pasar página de la época de la dominación tártara, que solo habría servido para alejarla de sus destinos europeos.

La imagen de la Rusia expansionista se acentuó con los tres repartos de Polonia, compartidos con Austria y Prusia, y que Francia se mostraría incapaz de evitar. Este hecho podría explicar el apoyo francés a los otomanos para contrarrestar el avance ruso hacia el mar Negro, que se tradujo en la anexión de Crimea en 1785. Posteriormente, las guerras napoleónicas marcaron un punto crítico de las relaciones ruso-francesas. Derrotados los rusos en Austerlitz, Eylau y Friedland entre 1805 y 1807, Alejandro I establecerá una alianza con Francia, pero tanto el bloqueo continental contra Gran Bretaña como el establecimiento del Gran Ducado de Varsovia por los franceses contribuirían a la fragilidad de esta asociación. Le seguirá la invasión francesa de 1812, de catastróficos resultados, y que dos años después traerá como consecuencia la entrada de tropas rusas en París, junto con la de otros países vencedores de Napoleón. Es el momento del Congreso de Viena, que podría calificarse como consagración europea de Rusia. Los rusos evitarán en este foro internacional el desmembramiento territorial de Francia, aunque tampoco durante la efímera Restauración borbónica llegara a constituirse la alianza franco-rusa, defendida por Chateaubriand, ministro de asuntos exteriores.

Francia y Rusia se irán alejando diplomáticamente a lo largo del siglo XIX, y una vez más se vieron abocadas a la guerra, en este caso la de Crimea (1854-1856), en la que Londres y París se aprestaron a socorrer a los otomanos e impedir la salida de Rusia hacia el Mediterráneo. Sin embargo, Napoleón III, consciente del peso que iba tomando Prusia como futura unificadora de Alemania, volverá sus ojos a Rusia, aunque, según Carrère, la insurrección polaca de 1863 frustró de nuevo la iniciativa. Será la derrota de Francia frente a Prusia en 1870, con la caída del Segundo Imperio y la pérdida de Alsacia y Lorena, la que contribuirá decisivamente a la alianza franco-rusa, que se constituirá durante el reinado de Alejandro III (1881-1894).

De la lectura de algunos manuales de Historia se puede sacar la conclusión de que Rusia, disgustada por el trato de favor de la Alemania de Bismarck a Austria en los Balcanes, se habría arrojado con facilidad en los brazos de Francia, humillada tras haber perdido Alsacia y Lorena. Esos mismos manuales señalan que el Kaiser Guillermo II no estaba interesado en renovar un tratado secreto defensivo con Rusia, al creer que la autocracia zarista nunca se aliaría con la Tercera República francesa. Sin embargo, Carrère resalta que la Rusia de Alejandro III, pese a la firma de un acuerdo militar con los franceses en 1892, siempre trató de mantener un equilibrio en las relaciones ruso-germanas, teniendo en cuenta, sobre todo, los vínculos económicos entre los dos países.  Además, los rusos tenían otros motivos para establecer una alianza con Francia: la apertura de Rusia, en los inicios de su industrialización, a las inversiones extranjeras. Los empréstitos franceses fueron decisivos en los planes económicos de las autoridades rusas.

Lenin, por Isaac Brodsky.

La alianza franco-rusa, consagrada ante el mundo con la inauguración del puente Alejandro III sobre el Sena durante la Exposición Universal de 1900, resistió todas las crisis que precedieron a la Primera Guerra Mundial: la guerra ruso-japonesa, la revolución rusa de 1905, las crisis de Marruecos, las guerras balcánicas de 1912-1913… Fue ampliada incluso con una tercera potencia, Gran Bretaña, en lo que dio en llamarse la Triple Entente a partir de 1907. En 1914 Francia y Rusia demostraron una mutua solidaridad al entrar en guerra contra Alemania y sus aliados, y en esos momentos iniciales, según subraya la autora, los rusos contribuyeron a salvar a Francia de una derrota en la batalla del Marne, en septiembre de 1914, cuando las fuerzas alemanas se encontraban a escasos kilómetros de París. En esos momentos Alemania tuvo que desviar tropas al frente oriental ante una ofensiva rusa. Algo similar sucedió en 1916, cuando otra ofensiva, la del general Brusílov, en tierras ucranianas y polacas, obligó a los alemanes a aflojar la presión en el frente de Verdún.

La revolución bolchevique de octubre de 1917 puso fin a la alianza entre Francia y Rusia. Cuando Lenin firmó con los alemanes una paz por separado, la paz de Brest-Litovsk en marzo de 1918, los franceses se sintieron traicionados y más todavía con la declaración de los bolcheviques de que los empréstitos no serían reembolsados. Rusia volvía a adquirir los rasgos de un país bárbaro. No es extraño que en 1920, cuando estalló la guerra ruso-polaca, militares franceses ayudaran al bando polaco. Entre ellos estaba el capitán Charles de Gaulle.

En 1918 Lenin trasladó la capital de San Petersburgo a Moscú. Se dijo entonces que en la decisión habían pesado razones de seguridad en unos momentos en que Rusia entraba en guerra civil y los ejércitos aliados amenazaban a las fuerzas bolcheviques. En efecto, era un repliegue estratégico hacia el interior, aunque a la vez un punto final a la historia de una Rusia europea, privada de su ciudad más representativa, y que durante tres siglos había querido jugar un papel destacado en el concierto de potencias europeas. De hecho, Victor Hugo, a mediados del siglo XIX, consideraba que las tres grandes potencias del Viejo Continente eran Francia, Gran Bretaña y Rusia. Recordemos además que Alexis de Tocqueville en La democracia en América no solo había pronosticado la ascensión internacional de Estados Unidos sino también su rivalidad con el emergente Imperio ruso.

El libro de Hélène Carrère d’Encausse es un relato de las relaciones diplomáticas entre Francia y Rusia, pero además viene a ser una crónica de los tres siglos en que Rusia apostó decididamente por encontrar su lugar en Europa e intentó abrirse paso más allá de sus fronteras occidentales, además de desplegarse hacia el Báltico y el mar Negro. Cabe preguntarse qué habría sucedido si no se hubiera producido la revolución de 1917 y la Rusia zarista se hubiera encontrado entre los vencedores de la Primera Guerra Mundial, al lado de Francia y Gran Bretaña. No cabe duda de que sus socios le hubieran vetado la salida al Mediterráneo intentando salvar los despojos del Imperio otomano, pero difícilmente habrían podido impedir que su esfera de influencia llegara hasta Europa central y los Balcanes, tras la desaparición de los Imperios alemán y austro-húngaro. Es un escenario un tanto similar al 1945, cuando las tropas de Stalin llegaron a Berlín.

Todo lo anterior es historia real o virtual. Lo que cabe preguntarse ahora qué elegirá Rusia: ¿Europa o Asia? Las ilusiones de la posguerra fría, cuando algunos pensaron que la nueva Rusia adoptaría la democracia liberal y la economía mercado, se han desvanecido definitivamente. Desde los tiempos de Lenin, Rusia ha elegido Eurasia, a pesar de los riesgos que a largo plazo pueda suponer su alianza informal con China. Eurasia es el núcleo central del siglo XXI y Europa una mera península de Asia. La autora de este libro está convencida de que Rusia es un país de tradición y cultura europeas, pero la realidad es que el 9 de mayo, cuando en Europa celebramos la Declaración Schuman, en Moscú se celebra la victoria del Ejército Rojo sobre el Tercer Reich.

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