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Refugees welcome

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Si hay un asunto que reclama ahora mismo nuestra atención en Europa, es la llegada masiva de refugiados procedentes de Oriente Próximo. Y es que, por más que la atención al problema varíe según las oscilaciones de la agenda informativa, que en el caso español es marcadamente introspectiva, el problema mismo no va a desaparecer fácilmente: los refugiados seguirán llegando a las costas del sur del continente con el objetivo de empezar una nueva vida en las sociedades de acogida. Si es posible, Alemania; en su defecto, Suecia o algún país nórdico; si no queda más remedio, cualquier otro. De ahí que sea en esas sociedades donde el debate político sobre la inmigración –en este caso, forzosa– adquiere mayor intensidad, especialmente en lugares tan inclinados a la reflexión intelectual como Alemania, no por casualidad allí donde se dejan notar con más contundencia los efectos inmediatos del éxodo meridional. Y ello a pesar de que el Ayuntamiento de Madrid ha expresado su solidaridad desplegando, a miles de kilómetros de distancia, una pancarta gigantesca que da la bienvenida a los refugiados: una hermosa muestra de la estetización de la política allí donde el coste de oportunidad se reduce a cero.

En las últimas semanas, se ha producido una breve pero interesante controversia en las páginas de Die Zeit, el prestigioso semanario hanseático de orientación liberal, que puede servirnos como aproximación al debate más amplio que ahora mismo se desarrolla en Alemania. Desde el principio mismo de la crisis, Die Zeit se ha caracterizado por el apoyo sin reservas a los refugiados y a la canciller alemana, que por primera vez en su prodigiosa carrera política se ha lanzado sin red a liderar a la opinión pública alemana. Un liderazgo contestado dentro de su propia coalición de gobierno por los conservadores bávaros y que, en líneas generales, amenaza con socavar irremediablemente su poder al tiempo que la opinión pública empieza a preguntarse si el entusiasmo receptor del verano no supuso ir demasiado lejos y no debería ser cautamente reemplazado por una mayor dureza capaz de contrarrestar aquel efecto llamada (reforzado, sin duda, por las reticencias de los demás socios europeos a asumir una mayor carga en la acogida). Más allá de esta crisis, se trata de uno de los asuntos de nuestro tiempo y merece, por tanto, seria consideración. Nada mejor, pues, que atender a los argumentos que se ventilan en una sociedad que se enfrenta ahora directamente al problema y en la que, por tanto, las preferencias morales sí tienen un coste. De ahí que Alemania sea ahora mismo un laboratorio psicosocial donde se miden las posibilidades del cosmopolitismo en la era de la globalización. O al menos, si no queremos ponernos pomposos, en las décadas venideras.

Fue Bernd Ulrich, brillante articulista y redactor jefe del semanario, quien abrió fuego con una larga pieza que señalaba el objeto de crítica ya desde su título: «La ingenuidad del mal». Su provocadora premisa es que el tránsito del optimismo veraniego al pesimismo otoñal, padecido por la opinión pública alemana a medida que se descubren las grietas en el relato político de una bienvenida exenta de problemas, no es un paso de la ingenuidad al realismo: el espejismo es tan engañoso antes como ahora. Primero, porque, a su juicio, es absurdo temer que la entrada de un millón de emigrantes al año pueda suponer el desbordamiento de un país de ochenta millones de habitantes. Segundo, porque la cultura europea no va a cambiar genéticamente debido al influjo del diez por ciento de su población. Esto último parecería contradecir las tesis de Sumisión, la polémica novela de Michel Houellebecq que fantasea con la islamización de Francia por razón de la superioridad demográfica de las poblaciones árabes, pero una mirada más profunda a aquella revela antes una crítica al humanismo escéptico occidental que una tesis política verosímil. Y tercero, sigue Ulrich, porque la alternativa a la integración no existe: las fronteras cerradas son una fantasía impracticable.

Máxime cuando la causa que provoca la migración masiva es, por episódica que pueda parecer, expresiva de un cambio de época: la revuelta de quienes no están dispuestos a perder o desperdiciar sus vidas en sociedades disfuncionales. Ulrich cree que este malestar se expresa mediante la migración tanto como a través del terrorismo islamista y los fallidos –salvo en Túnez– intentos de democratización. Ante semejante cambio de humor, sostiene, Estados Unidos y Europa deben dejar de hacer «política vudú», abandonando el viejo método consistente en sostener al hombre fuerte que corresponda en cada caso. Esta presunta Realpolitik no lo es tanto: «No todo aquello que es sucio es por eso Realpolitik». Más bien, sugiere nuestro hombre desde Hamburgo, deberíamos probar por fin a tratar a los árabes como personas. Los intentos por controlar el flujo migratorio mediante la dureza están condenados al fracaso, porque una frontera cerrada para quienes no tienen más remedio que cruzarla sólo conduce al aumento de la ilegalidad; en cambio, una Willkommenskultur hará posible a la vez el control y el amparo de los refugiados.

Ante quienes oponen el desbordamiento de Alemania bajo los efectos de la ola migratoria, Ulrich responde que esa percepción es ilusoria y, en lo que tiene de cierta, un producto de nuestra culpable falta de anticipación. La apariencia de colapso institucional es un producto de la falta de infraestructuras y personal especializado; el efecto, en fin, de nuestra resistencia a creer que acabaría por suceder lo que estaba condenado a suceder. Si José Ignacio Torreblanca traía a colación hace unos días el ejemplo de la inmigración masiva a Estados Unidos durante el siglo XIX, simbolizada en la isla de Ellis a la que también arribaba Vito Andolini en la historia épica de Francis Ford Coppola, Ulrich prefiere –germanidad obliga– aducir el caso de Israel, que recibió tras la Segunda Guerra Mundial a una cantidad de emigrantes equivalente al 14% de su población. Si bien se mira, no se sabe muy bien cuáles son los precedentes que traen a colación quienes hablan de contaminación irremediable de la sociedad de acogida. A no ser que malinterpretemos a los bárbaros que invadieron el Imperio romano, auténtico relato de terror sobre la decadencia imperial inscrito en el imaginario colectivo europeo. Hablando de bárbaros, se diría que Ulrich piensa más en los de Kavafis: si en el famoso poema no llegan a entrar para decepción de sus habitantes, ahora estarían dentro y en esa irrupción ve el periodista alemán un incentivo para la renovación multicultural de Alemania, no para el recelo defensivo. De paso, la humanización de la política migratoria serviría a Europa –coherente en esto, según Ulrich, con los mejores aspectos del legado cristiano– para comenzar con la tarea de reconciliar al mundo judeocristiano con el musulmán.

Sin embargo, no todos están de acuerdo. Pasada una semana, Tina Hildebrant y Heinrich Wefing respondían a su colega con un texto donde «las fronteras del bien» son exploradas cautelosamente. Su pieza se sitúa dentro de las respuestas moderadas al problema, lejos del combativo rechazo de los socialcristianos bávaros, y no digamos del extremismo fóbico de Pegida, un movimiento social contrario a la «islamización de la sociedad» que goza de cierta fuerza en ciudades como Leipzig. Nos mantenemos, pues, dentro de la misma longitud de onda, porque unos y otros comparten los mismos fines, pero discrepan en torno a su viabilidad. Para Hildebrant y Wefing, de hecho, la sociedad alemana está polarizándose, dividiéndose entre realos y fundis (términos bien conocidos por dar nombre históricamente a las dos tendencias dentro del Partido Verde alemán): realistas y fundamentalistas. De cada una de las posturas enfrentadas, se entiende.

¿Puede o debe limitarse la inmigración? ¿Qué es debido a los refugiados y qué a quienes ya viven en Alemania? ¿Qué contribuye a la integración de los refugiados? ¿Qué ayuda en la lucha contra el miedo, que ahora se propaga por la sociedad alemana? ¿Y qué no ayuda? Son preguntas políticas fundamentales que remiten a la naturaleza del demos y a definición de los sujetos de justicia, pero también a los medios más eficaces para abordar una situación de hecho cuyo abordaje no admite demora. Su planteamiento es opuesto al de Ulrich, a cuya máxima dan la vuelta: «No todo lo que es Realpolitik es por eso sucio». Suscriben así la conocida definición bismarckiana de la política como arte de lo posible, lo que implica el riesgo de olvidar que la delimitación de lo posible es en sí misma un producto de la política.

Ha dicho Angela Merkel que el derecho de asilo no conoce limitaciones, en lo que puede glosarse como la enésima demostración que el reparto tradicional de papeles entre izquierda y derecha no resiste el menor escrutinio –aspavientos al margen– a estas alturas. Hildebrant y Wefing arguyen que la afirmación de Merkel es jurídicamente correcta, pero políticamente falsa. Y no sólo porque a algunos de los recién llegados no les asiste el derecho al asilo, sino –añaden– porque el texto constitucional no consagra el derecho al imposible. El derecho al asilo tiene así un límite práctico: la imposibilidad de dar una cama al recién llegado, la necesidad de evitar el surgimiento de guetos y sociedades paralelas. En otras palabras, la ineficacia de la integración. Naturalmente, ese límite no deja de ser político. Bien podrían dedicarse cantidades ingentes de dinero a financiar un derecho absoluto al asilo, si así se decidiera; pero como esa decisión no se ha tomado nunca en ninguna parte, aceptemos que, por variable que sea ese límite, no deja de existir.

Pero no se trata de elegir entre la represión en la frontera con balas de goma y una política de puertas abiertas. Hay opciones intermedias, a menudo difuminadas bajo la oscura capa del maximalismo. De hecho, la propia Alemania lleva años actuando pragmáticamente: en el país viven seiscientos mil refugiados balcánicos que no disfrutan del derecho al asilo, pero tampoco han sido expulsados. La petición de asilo en origen, practicada por la severa Canadá, es una alternativa; en el marco de una guerra civil, no obstante, parece poco practicable: el lujo de Canadá a estos efectos es su lejanía. Para los autores, es importante, en todo caso, ser más precisos en el uso del lenguaje, distinguiendo entre inmigrantes y refugiados, a fin de evitar la repetición de algunos errores históricos en esta misma materia. Es el caso de los Gastarbeiter turcos y kurdos que llegaron al país masivamente a partir de los años sesenta para contribuir al milagro alemán de posguerra: etiquetados como «trabajadores invitados», se alimentó la ficción colectiva de que no eran conciudadanos (privados como estaban, escandalosamente, de derecho al voto) y regresarían en cuanto hubieran ganado algo de dinero. Algo parecido se dice ahora, o lo dicen algunos, sobre los nuevos refugiados: que regresarán cuando desaparezcan las causas que los forzaron a dejar sus países de origen. Para Hildebrant y Wefing, creerlo es ingenuo: los refugiados son electores racionales que prefieren Alemania a Italia y no se marcharán una vez asentados aquí. Por eso, frente a la ingenuidad del mal denunciada por Ulrich, hablan ellos de su antónimo:

A la ingenuidad del bien pertenece la insistencia en hacerlo sin tomar en consideración sus efectos colaterales. […] Cuando los efectos colaterales son mayores que los resultados perseguidos inicialmente, habría que reflexionar sobre si no debería adaptarse sobre la marcha la estrategia aplicada.

Esta sensata advertencia no es una novedad en el pensamiento político: las intrincadas relaciones del bien y el mal en la esfera política fueron ya subrayadas, entre otros, por Maquiavelo (quien señalaba que ejecutar a un adversario político podía generar el bien de la paz civil con más eficacia que una compasión que podía terminar produciendo el mal de la violencia en el mismo cuerpo social) y Max Weber (al oponer la ética de la responsabilidad que pondera las consecuencias de las decisiones políticas y una ética de la convicción que traduce el deber moral en acción política a despecho de esas consecuencias). Ni que decir tiene que la dificultad, en este caso, consiste en decidir qué medios democráticos –severos o no– sirven a los mejores fines, en un contexto social en el que un desplazamiento de la opinión pública hacia posiciones de intransigencia puede tirar por la borda las mejores intenciones.

Dicho de otro modo: si la apuesta de Merkel por la bondad compasiva (cláusula para cínicos: una bondad no exenta de consideraciones pragmáticas y geopolíticas) es rechazada por la mayoría de los alemanes, la cultura de la bienvenida que trata de liderar habrá fracasado y el resultado global de su estrategia será desfavorable en comparación con los frutos que podría haber rendido una posición de partida más cautelosa. Aunque eso, claro, todavía está por ver.

Y es que, ¿de qué sirve tener certeza de que los inmigrantes contribuyen a la economía de recepción más de lo que reciben en concepto de beneficios sociales, si son muchos quienes opinan lo contrario? Y lo mismo vale para la idea recibida conforme a la cual la emigración provoca un brain drain para los países de origen, que se verían así desprovistos de sus mejores profesionales. Por otro lado, como apuntaba Tim Harford hace unos días, hablamos mucho de los costes y beneficios que los inmigrantes tienen para las sociedades receptoras, pero poco de los costes y beneficios que la inmigración tiene para sus protagonistas.

No son, precisamente, preguntas nuevas. Paul Schumaker resume así las eternas preguntas sobre los contornos de la comunidad política:

¿Cuáles son los sistemas políticos (y otras comunidades) con los que se identifica la gente, en los que participa tomando decisiones sobre asuntos que afectan a su existencia, hacia los que incurrimos en obligaciones políticas? ¿Qué tipo de comunidades –de la local a la global– son las más influyentes en las vidas de la gente? ¿Y cuáles deberían ser las más influyentes? ¿Qué lleva a la gente a identificarse y ser leal con comunidades concretas? […] La globalización está disminuyendo la fuerza de las identidades nacionales, pero, ¿se identifica la gente por ello de manera creciente con una comunidad global universal?Paul Schumaker, From Ideologies to Public Philosophies. An Introduction to Political Theory, Malden, Blackwell, 2008, p. 207.

Y es que este debate apunta hacia desafíos conceptuales y prácticos que se harán corrientes a lo largo del siglo y que, de hecho, traen causa de la intensa fase de globalización iniciada allá por la década de los setenta y reforzada después: primero por la caída de los regímenes socialistas y, luego, por la digitalización. Es la globalización la que está poniendo en cuestión por la vía de los hechos –interdependencia económica, terrorismo transnacional, desterritorialización cultural, emigraciones frecuentes– el «nacionalismo metodológico» al que se refería el difunto Ulrich BeckPor ejemplo, en Ulrich Beck, La mirada cosmopolita o la guerra es la paz, trad. de Bernardo Moreno, Barcelona, Paidós, 2005.: el uso de la nación como unidad básica de análisis y catalogación moral. Saskia Sassen ha mostrado que el surgimiento de un nuevo orden espacio-temporal (las redes digitales) implica la inmediata disolución de algunos de los componentes de lo nacional, ante el que opone la experiencia de un espacio-tiempo transnacional e instantáneo que, a través de distintos tipos de ensamblajes sociales e institucionales, generan híbridos de soberanía desconocidos hasta ahoraSaskia Sassen, Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages, Princeton, Princeton University Press, 2006.. Dicho esto, las fronteras son seguramente uno de los rasgos más duraderos de la estructura nacional-estatal: una frontera física que no se corresponde ya en absoluto con nuestra experiencia fenomenológica del espacio, alterada dramáticamente por la digitalización. Para los europeos que viven dentro del benemérito espacio Schengen, la difuminación de las fronteras es también una experiencia física. Pero quien viene sin visado desde fuera sigue expuesto al interrogatorio de la policía de fronteras.

Sucede que sería erróneo pensar que sólo quienes prefieren cerrar las puertas a refugiados y emigrantes actúan movidos por sus (malos) sentimientos, mientras que quienes desean abrirlas de par en par lo hacen impulsados por una superior racionalidad. También estos últimos pueden obrar impulsados por sus (buenos) sentimientos y aquéllos realizar un cálculo racional que, por ejemplo, antepone sus intereses y los de sus conciudadanos a los de cualquier extranjero. Naturalmente, es la propia noción de extranjería la que habría que cuestionar. Y hacerlo, curiosamente, sobre una doble base: una racionalidad cosmopolita que muestre la irracionalidad que supone atribuir distintos derechos según el lugar del que se proceda y un sentimentalismo de especie que alimente la identificación emocional con el presunto extranjero sobre la base de la común humanidad. Sin la combinación de ambos elementos, que la propia evolución social está procurando, parece difícil que el proyecto cosmopolita –iniciado por Diógenes y los estoicos, continuado por distintos escolásticos medievales, entre los que destacan nuestros Suárez, Vitoria y de las Casas, prolongado por Kant sobre una base ilustrada y desarrollado últimamente por teóricos de diversa laya– pueda llegar a buen puerto. En pocas palabras, el ideal cosmopolita sostiene que hay obligaciones morales debidas a todos los seres humanos, sin referencia a la etnicidad, la nacionalidad, la filiación política, la raza o cualquier otra particularidad grupal. Al margen, pues, de toda contingencia. Eso no significa que todos los individuos sean automáticamente ciudadanos del mundo, pero sí que comparten ciertos atributos morales y jurídicos al margen de su procedencia. Mientras esas cápsulas lingüísticas y socializadoras que son las sociedades nacionales conserven fuerza suficiente, la distinción espontánea, tribal, entre los de dentro y los de fuera seguirá activándose con facilidad.

Para justificar la razonabilidad del cosmopolitismo, bastaría un simple experimento mental análogo al planteado por John Rawls como racionalización del Estado Social: si no supiéramos en qué país nos toca nacer, ¿preferiríamos una organización política que nos condenase a padecer los infortunios de la contingencia o una que hiciese posible, en alguna medida, escapar a esa condena? No hay duda de que elegiríamos la opción menos arriesgada y querríamos que las autoridades estatales de ese mundo posible mantuviesen sus puertas, si no abiertas del todo, sí al menos entreabiertas. ¡Por si acaso!

Huelga decir que el sujeto abstracto del experimento rawlsiano está lejos de ser el auténtico sujeto que toma decisiones en un determinado contexto –afortunado o desafortunado– y atiende a sus propios intereses al menos tanto como a los ideales universalistas que nos definen como ciudadanos del mundo. Es más, quienes proclaman la imposibilidad del cosmopolitismo o apuestan por su gradual materialización no carecen de razones válidas: si el nacionalista metodológico es un ingenuo, el cosmopolita también lo es. Y ambos pueden, por ese camino, hacer el mal buscando el bien. Mientras el primero no debiera ignorar que la creciente interdependencia entre sociedades nos produce –en expresión de David Held– «comunidades de destino solapadas»David Held, Cosmopolitanism. Ideals and Realities, Cambridge, Polity, 2010. de las que no podemos escapar, el segundo no debiera olvidar que todavía vivimos en un mundo de fronteras y diferencias culturales que sólo puede transformarse con cautela. No sea que, persiguiendo a Kant, acabemos en brazos de Marine Le Pen. Menos crédito merecen las críticas que ven en el cosmopolitismo una suerte de ambigua misión civilizatoria que esconde un abyecto programa de dominación occidentalJacques Derrida formulaba esta sospecha, en el marco de una discusión más amplia, en Cosmopolitas de todos los países, un esfuerzo más, trad. de Julián Mateo, Valladolid, Cuatro, 1996.. Este reproche suele identificar cosmopolitismo e internacionalismo liberal, cuando, en realidad, el cosmopolitismo admite muchas formas: desde la defensa de la multitud en Negri a la solidaridad de clase marxista. Su versión liberal, basada en la atribución de obligaciones morales básicas que trascienden las fronteras nacionales, es, no obstante, la más sencilla y se antoja también la más razonable. Al menos, para empezar.

Téngase en cuenta que el debate sobre la inmigración es especialmente sensible a las trampas de la abstracción. Y lo es en ambos sentidos: mientras que al invocar una Willkommenskultur podemos olvidar el formidable desafío logístico y moral que supone recibir e integrar a cientos de miles de refugiados, su homogeneización en una sola categoría omniabarcadora –una operación narrativa facilitada por las imágenes que nos los muestran hacinados en campos de refugiados o caminando en bloque a campo abierto– oscurece la humanidad de los individuos particulares y sus historias concretas, que son las que hacen posible, en la medida de lo posible, dejar de verlos como extraños para verlos como prójimos. Es una cuestión peliaguda: sólo un cambio perceptivo hará posible una mayor cosmopolitización, pero aquél difícilmente se producirá en abstracto y sin los beneficios que procura una convivencia ordenada de quienes antes vivían separados. Tal vez haya que confiar, sobre todo, en los efectos de la modernización: en un progreso económico y tecnológico que refuerce los vínculos entre las comunidades de destino solapadas que ya existen y engendre aún otros nuevos.

Esta confianza constituye seguramente una ingenuidad, pero no parece la peor de las posibles: es una confianza en la creciente capacidad de las sociedades avanzadas para detectar las mejores soluciones posibles y formular juicios realistas sobre su aplicabilidad, en el marco de una política más pragmática que ideológica que, si bien reconoce que todavía no pueden abrirse las fronteras, tampoco acepta con la frialdad de antaño que se haga por ello necesario abandonar a su suerte a otros miembros de la especie.

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