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¿A regenerar?

Contra Jeremías. Artículos políticos

Félix de Azúa

Barcelona, Debate, 2013

216 pp. 18,90 €

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Por lo que leo y por lo que me cuentan, en España hay un clamor regeneracionista. Se da uno una vuelta por los medios locales e inmediatamente aparece alguien para exigir que el país se regenere. Hace unos días me llegaba por un amigo de Facebook (es decir, alguien a quien no conozco, pero que propuso que nos amistáramos y me cogió en una hora tonta, tan tonta que le di el sí distraídamente y ahora no sé cómo quitármelo de encima) un pequeño escrito en el que Forges, el de los chistes de El País, tras tantos años de celebrar lo contrario, había descubierto que el nuestro, España, es un país de mediocres. Así, de sopetón y sin remedio. Hace poco se hablaba en estas páginas de otro desgarro regeneracionista, éste de Antonio Muñoz Molina y, al parecer, de mayor fundamentoManuel Arias Maldonado, en su blog La guerra de trincheras (y III). El libro de Félix de Azúa al que voy a referirme navega a favor de la misma corriente.

Cuando uno oye hablar de regenerar nuestro país o nuestra sociedad o nuestro lo que sea, siempre que sea español, más vale que se ate los machos. Aquí las experiencias regeneracionistas no han solido tener mucha fortuna. Y eso que regeneracionistas los ha habido de todos los pelajes y en gran número. De sus teorías, mayormente patafísicas, más vale no hablar. Al krausismo le debemos el liberalismo, tan magro y endeble, de la Institución. Por cierto, si alguien puede, agradecería que me sacase de una duda: ¿su panenteísmo era o no lo mismo que el empaticalismo del profesor Flostre en Funny Face? De Costa leo en Wikipedia que «en la actualidad sigue estando vigente dentro del nacionalismo aragonés, del que constituye una de sus bases ideológicas», lo que me hace sentirme algo más tranquilo. A Ortega le atribuyen aquello de «no es esto, no es esto». Así que, si usted oye hablar de regenerar España y se echa la mano a la cartera, no se preocupe. Es un reflejo pavloviano.

De regenerar dice María Moliner que es «someter un producto desechado a determinados procesos para que pueda ser de nuevo utilizado» (cuarta acepción), es decir, recomponer algo que era útil o funcional. Al hablar así, los regeneracionistas históricos apuntaban que España tenía que volver a una época gloriosa que, por diferentes razones, distintas para cada uno de ellos, había quedado atrás sin que hubiese acuerdo sobre cuándo se había producido el despiste. Los regeneracionistas de hoy, al menos, saben de cuándo data el que les desvela: de cuando la izquierda, o lo que ellos consideran tal, les dejó tirados. Hay otra forma de hablar de regenerar, y también la recoge María Moliner. Es re-engendrar (primera acepción). Podría sentar plaza de gabacho y perderme en unas cuantas monerías sobre la diferencia entre recomponer (echar una pieza a un roto) y reengendrar (crear un nuevo ente), pero le ahorraré al lector un montón de páginas inconsecuentes. También podría ponerme estupendo y dejar caer que a lo que aspiran nuestros regeneracionistas du jour es precisamente a eso: a recomponer el engendro. Pero, aunque los creo muy cercanos a esto último, su buena fe merece todo mi respeto.

No voy a entrarle a Azúa por donde él se tapa. Tal vez estemos, como apunta, en plena guerra de trincheras en la que no importa lo que se diga, sino desde dónde se dice. Aunque algo hay de eso, otros pensamos que aún se puede –y se debe– discutir sobre ideas y, por supuesto, sobre la génesis de éstas y sus límites.

Empiezo, pues, con Contra Jeremías. Azúa ha sido profesor de Estética y es un escritor y ensayista notable. Pero aquí habla de política. La política, dice, fue una actividad noble que inventaron los griegos y, como tal, era a la sazón sólo cosa de nobles, es decir, un quehacer reservado para los aristócratas. Ejem. Si se la deja sin definición, la política, en su acepción más universalista de manejo de los intereses comunes, venía de mucho más largo que los griegos. Si hablamos en concreto de la forma que ese manejo adoptó en Atenas a partir del siglo V a. C., entonces nos referimos a la democracia, es decir, a un gobierno popular, aunque el derecho al voto activo se reservase en exclusiva a los ciudadanos, es decir, a quienes no eran mujeres, niños, esclavos, ni metecos o extranjeros. Cuenta la Encyclopedia of Ancient Greece, editada por Nigel Wilson, que en tiempos de Pericles los ciudadanos eran unos cuarenta mil sobre una población total (incluyendo todas las demás categorías) cercana a los cuatrocientos mil habitantes en el cálculo más estrecho. Pocos, pero algo más que una reducida elite hereditaria de aristócratas.

En la Edad Media, la política en general seguía reservada a los guerreros, aunque Azúa duda de que pueda definirse como política el dominio de los nobles feudales. La de verdad hubo de esperar hasta los tiempos modernos «[c]uando la guerra sale demasiado cara […] [con] la creación de gigantescos ejércitos continentales, como los de Luis XIV»Contra Jeremías, posición 75. Aquí y en otros entrecomillados que siguen tengo que renunciar a dar el número de página y limitarme a incluir sólo el número de posición en la edición Kindle por la que cito. y sólo se espiga a partir de la revolución en Francia. Tras la contrarrevolución bonapartista, la política de siempre volverá a su lugar, es decir, la harán «los generales, los banqueros que pagan a los generales, los políticos profesionales puestos por los generales y los banqueros […]. Esta será la política llamada democrática casi hasta el día de hoy: el modelo de gobierno adecuado a los intereses de la casta dominante en cada momento»Ibídem, posición 85.. El casi lo ponen aquellos efímeros instantes en los que el complejo financiero y militar tiene que ceder en su hegemonía, como cuando la Convención, o en la Italia del Risorgimento o… en la España de la Transición, es decir, cuando generales y banqueros se asustan de la que puede venírseles encima. Un punto, este último, sobre el que tendremos que volver.

Si en esta atropellada explicación de la génesis de la democracia moderna algo suena a paranoia es porque la hay, y mucha. Al menos tres razones invalidan la tesis de la conspiración universal de banqueros y espadones. La primera y principal es que la tal no puede existir de forma continuada. Es difícil poner en duda el peso del dinero y de las armas en las democracias modernas pero, dicho como lo dice Azúa, desaparecen las obvias diferencias de bandería ante el qué hacer, es decir, ante un futuro que se caracteriza por estar permanentemente abierto, lo que suele empujar a la pretendida casta dominante a dividirse y competir. Los llamados intereses oligárquicos, haberlos, haylos, pero son bastante menos coherentes de cuanto se dice y existe suficiente evidencia histórica para probarlo. La segunda, si la hipótesis fuera válida, indicaría que la historia no hace sino repetirse y siempre de la misma manera. Si todos los políticos, incluidos los de partidos opuestos, son poco más que los curritos con que los poderes fácticos nos encandilan, no se entiende bien el enfado de Azúa con aquellos a quienes acusa de haberle defraudado. Con sus premisas, ¿acaso podía ignorar que se estaba jugando los cuartos con unos trujimanes? Finalmente, las diferentes variantes de la conspiración universal suelen servir para ningunear los avances de la libertad en las sociedades abiertas; tampoco ellas se libran del pecado original, porque la democracia, tal y como se practica en la vida real, es a menudo deficiente. Así se ha dicho desde los Protocolos de los Sabios de Sión hasta las variaciones sobre la hegemonía imperial de Estados Unidos à la mode de Chomsky o las meditaciones sobre el Espíritu Santo que hoy pasea el guiñol de maese Žižek entre las huestes indignadas (por cierto, pocas cosas tan divertidas en los últimos tiempos como la riña de verduleras entre ambos por ver cuál de sus marcas logra hacerse con el reducido nicho de adictos a la venganza divina).

La democracia paranoide ha llegado a su culmen con lo que Azúa asciende a la categoría de democracia total. Nietzsche, así lo cuenta, fue el primero en advertir que, en el futuro, la verdad no iba a definirla el análisis lógico, sino la opinión pública. Ya no hay verdad ni mentira; sólo lo que quiere creer una opinión manipulada por los medios de comunicación. Todos nos hemos convertido en terminales mediáticos, es decir, que repetimos lo que nos dictan los medios que, como es de suponer, son parte muy principal del tinglado bélico-financiero. Esta nueva aporía del cretense mentiroso, hasta aquí, tampoco aporta nada que no se haya repetido hasta la saciedad y reclama ser tratada con el mismo desparpajo que la anterior. En la democracia a secas no hay una opinión pública, sino muchas corrientes de opinión, a menudo contrapuestas, que compiten entre sí y eso es lo mejor a lo que podemos aspirar. Por mucho que lo intenten, ninguna de ellas acaba por alzarse perdurablemente con el santo y la limosna. No es cosa baladí, empero, porque en otros regímenes políticos, en cuanto que a uno se le ocurre abrir la boca para decir una inconveniencia, se la cierran de un mandoble.

Se ha dicho muchas veces que todos nos apoyamos sobre los hombros de los gigantes que nos precedieron. Es verdad, pero no lo es menos que hay que poner gran cuidado al elegir con quién queremos ejercer de castellers. En cuanto uno se descuida acaba por encaramarse sobre los de unos cuantos desnortados y se da el trompazo. En uno de los trabajos recogidos en Contra Jeremías, Azúa enumera a sus mentores y, la verdad, sus nombres no contribuyen a sosegarme. Ahí está su póquer de ases: Nietzsche, Heidegger, Benjamin y Ferlosio. A mi entender, ninguno de ellos ha aportado nada de interés al debate sobre política y modernidad, más bien lo han embrollado a conciencia. Nietzsche era un señorito imaginativo, irascible y caprichoso que, para su desgracia, nació demasiado pronto; de haberlo hecho un siglo más tarde seguro que hoy trabajaría de creativo en WPP (Wire and Plastic Products plc parece ser, a pesar de su nombre, la mayor agencia global de publicidad, con sede en Londres) y con un sueldo estrepitoso; se habría hecho psicodinamizar por un psiquiatra lacaniano; y viviría tan contento en su casoplón de los Cotswolds. De Heidegger, un nazi lapso y relapso, aún estamos esperando que nos explique si aquello del Dasein-para-la-muerte le sirvió de inspiración al Führer para su brillante solución de la cuestión judía. De no haber sido tan atroz su suerte, y de haber conseguido llegarse a Estados Unidos, muy posiblemente Benjamin hubiera acabado profesando en la New School neoyorquina junto a otros francfurtianos de alcurnia de los que sólo difería en la curiosidad que le inspiraba la cultura de masas; su adhesión a la causa obrera, como la de Adorno, siempre había dependido de que los proletas se aviniesen a usar desodorante. Y Sánchez Ferlosio ahí sigue, en su furiosa empresa de arrebatarle el cetro del casticismo a don Miguel de Unamuno, que ya es tarea. Todos ellos pecios del parnaso intelectual de esa Mitteleuropa cicatera y triste que se resiste pugnazmente a enterarse de que su tiempo ha pasado. Tal que Norma Desmond. No deja de ser llamativo que, pese a haber cursado estudios en Oxford, Azúa no considere oportuno, para bien o para mal, invocar los muchos argumentos diferentes de tantos pensadores anglosajones, ni que parezca importarle que, para la más que media humanidad que vive en el Sur y en el Este de Asia (hágase aquí algún gesto eficaz para exorcizar lo que sigue), esa vieja Europa suya no interesa nada.

Pasemos ahora de las musas al teatro… nacional. Azúa es catalán y en Cataluña ha vivido la mayoría de los años de su edad, antes de que, hace dos, decidiera, como él dice, exiliarse en MadridEsta expresión la ha utilizado en diversos lugares. La recojo aquí de una entrevista publicada en La Opinión de La Coruña.. No quería seguir viviendo en un lugar en el que su hija recién nacida fuera a ser educada en el odio a los españoles, su padre entre otros. ¿Hasta ahí ha llegado la marea? Para Azúa no hay duda. Y ahora se inicia su escritura más lúcida, a contrapelo de sus mentores intelectuales y tantos editoriales comprensivos para con los nacionalismos locales del periódico en que suele colaborar. No me refiero sólo a su crítica del nacionalnacionalismo catalán (lo peligroso, dice, cargado de razón, no es el hecho de la independencia en sí, sino lo que vendría después: los neonacionalismos sueñan con el pasado, con una sociedad tradicional que no podría volver sino a golpes; son excluyentes, intolerantes y autoritarios), sino a otras cosas igualmente sensatas, como recordar el valor del trabajo bien hecho; la seriedad en los compromisos; la gestión honesta de los recursos públicos; un uso del lenguaje que prescriba la zafiedad; la crítica al botellón; en fin, esos valores cívicos que siempre ha defendido la gente decente y que deberían ser previos a la división entre izquierda y derecha.

La prosa de Azúa, digo, es lúcida, pero no necesariamente convincente. ¿Por qué? Porque a sus buenos sentimientos, por el momento, no los templa la frialdad del análisis; porque sigue anclado en la nostalgia de una izquierda que, ésa sí, no va a volver, si es que alguna vez vino. Y por ahí asoma la oreja su regeneracionismo. De repente, sin saber cómo, de manos a boca, nos encontramos con que se ha evaporado la magia de la Transición. «Qué nostalgia de Suárez y de González»Contra Jeremías, posición 196.; de aquellos tiempos en que había «jefes de Gobierno adultos como Suárez, González o Aznar»Ibídem, posición 1370. (¡glup!); de 1982, cuando, con González, había llegado, por fin, el capitalismo, es decir, la democraciaIbídem, posición 917.; y así sucesivamente. Las fechas y la generosidad son, como se ve, variables, pero también inequívocas; tanto como lo es el siroco africano que, Fabio, ay dolor, ha vuelto a agostar los mustios collados. ¿Desde cuándo? No está claro. Pongamos que la cosa empezó en serio hacia 2003 con la firma del Pacto del Tinell y fue agravándose con Zapatero y la conversión de los socialistas catalanes (¿sólo los catalanes?) al nacionalismo, «una frivolidad moral que ha otorgado fuerza inesperada a las oligarquías regionales sin obtener absolutamente nada a cambio»Ibídem, posición 1214.. Reflexión tan oportuna como insuficiente, porque aquello y lo que siguió y aún sigue no fue la decisión de cuatro conspiradores. A Zapatero lo hizo presidente del Gobierno, y por dos veces, una mayoría de los votantes españoles que, hasta que se desnucó, veía en sus pasmosas cabriolas una genialidad preternatural. De no ser por la crisis, muy posiblemente hubiera triplicado su desgraciada presidencia.

Ya sé que es de mala educación recordarlo, pero, a mi entender, hay que ir más allá de las fantasías regeneracionistas: al busilis de la cuestión que son las muchas hipotecas con que vino la Transición y que, hoy lo sabemos, nos han llevado a la insolvencia. En aquellos tiempos, una mayoría de los antifranquistas, que cubría tanto a los democristianos como a los maoístas, creía que eran los gajes a pagar por librarse de la dictadura; sólo unos pocos las atribuían a la falta de determinación de socialistas, eurocomunistas y pro-chinos deseosos de encorbatarse en la defensa de una democracia más firme, menos maniatadaDiré pro domo mea que no me apunto a criticar la Transición porque hoy esté de moda. Ya lo hice, sin ninguna fortuna, en 1979 (Julio Rodríguez Aramberri, «The Political Transition in Spain: An Interpretation», The Socialist Register, vol. 16 (1979), pp. 172-203). Mucho han cambiado mis ideas desde entonces (también a mi me ha atracado la realidad), pero en lo básico, en negarme a creer que tó er mundo é güeno, señorito, mi juicio sigue berroqueño.. Ni unos ni otros, ni posiblemente tampoco los mismos que luego fueron sus principales beneficiarios (caudillos nacionalistas, caciques autonómicos, partidos subvencionados, sindicatos a sueldo, patronales mantenidas, «trabajadores de la cultura» paniaguados), sabían que aquello iría a dar en el tinglado corporativista que hoy tenemos, tan imposible de mantener como endemoniado de desmontar. Y ahí seguimos atorados y sin saber hacia dónde tirar, posiblemente durante bastante tiempo.

Cuidado, pues, la nostalgia de los regeneracionistas. A falta de un examen más serio de lo que nos ha traído hasta aquí, la suya se pasea por un jardín de senderos que se bifurcan. Por muy sinceros, valientes y admirables que sean algunos de ellos. Como lo es, sin duda, Félix de Azúa.

Julio Aramberri es profesor visitante en DUFE (Dongbei University of Finance & Economics), en Dalian (China).

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