Buscar

Historia de un salto al vacío

Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914.

Philipp Blom

Barcelona, Anagrama, 2013

Trad. de Daniel Najmías

680 pp. 29,50 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Se alcanzan a oír ya los ecos de bombo y platillos. Este año se cumplirá el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña ha preparado una página web donde se recogen todos los actos culturales relacionados con la conmemoración, en la que participan hasta ahora casi setecientas cincuenta instituciones, veintidós de ellas internacionales. Francia, por su parte, ha creado un espacio web minucioso y ordenado que es en sí mismo un museo virtual sobre la Gran Guerra. Y también en Alemania, el principal país derrotado, se recordará la efeméride con diversos actos y una gran exposición en el Deutsches Historisches Museum de Berlín a partir del 6 de junio. Se prevé una campaña editorial acorde con la magnitud de los preparativos. En España la editorial Crítica ha publicado 1914: el año de la catástrofe, de Max Hastings; Debate, por su lado, 1914-1918: la historia de la Primera Guerra Mundial, de David Stevenson; y Turner, el libro de Margaret MacMillan 1914: de la paz a la guerra.

En los rastros y mercadillos alemanes es habitual, desde siempre, encontrarse con fotografías de soldados que participaron en la Gran Guerra. Muestran grupos de hombres con mostachos esculpidos (así los lucía Hitler en aquella época), con aspecto grave y hierático unos, otros con más facha de olvidar el frente en las tabernas, risueños e irónicos como un soldado Schwejk cualquiera. Y, junto a las fotografías, también pueden comprarse sus cartas, escritas normalmente con la característica y ahora ilegible Kurrentschrift, la caligrafía propia de la época en Alemania. Si hay suerte, incluso, dibujos de algún soldado que anduvo por las trincheras y que dejó apuntes a lápiz de escenas cotidianas; o algún cuaderno de la editorial Oskar Eulitz, de la entonces ciudad de Lissa (hoy Leszno, en Polonia), pensado como diario de la guerra para que los habitantes de Prusia hicieran su propia crónica de los acontecimientos. Y, por qué no, una reedición de 1973 de un catálogo ilustrado de la casa August Stukenbrok Einbeck de 1912. Se trataba de una empresa que vendía por correo los productos más variopintos imaginables. Es un fiel reflejo de la vida cotidiana de la época y de cómo confluyeron las tradiciones del viejo mundo con los impulsos vertiginosos de la nueva era. Junto a las lámparas de acetileno o antorchas de magnesio para las bicicletas, se vendían las bujías para los automóviles o las bombillas con portalámparas de marca Edison, además de armas de todo tipo, proyectores cinematográficos, petardos y fustas para espantar a los perros que pudieran hacer caer a los ciclistas, teléfonos para el hogar… No obstante, aún era demasiado pronto para que se extendieran comercialmente algunos aparatos eléctricos, como la lavadora y la plancha (ambas patentadas en 1909), y de las que sólo se ofrecen sus versiones manuales o de uso con gas. Tradición y modernidad se aunaban en las frondosas páginas de un catálogo, y quedaban dos años para que el mundo cambiara tan radicalmente que ya es lugar común asegurar que el siglo XX comenzó en 1914.

Philipp Blom (Hamburgo, 1970), historiador formado en Viena e Inglaterra, pretende que echemos la vista atrás para contemplar cómo aquel «ritmo de nuevas velocidades», como dijo Stefan Zweig en sus memorias, había iniciado su carrera tiempo atrás. Blom sostiene en este libro, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, que la modernidad «no nació virgen de las trincheras del Somme» y que la guerra no habría actuado de «creadora», sino de «catalizadora». Propone Blom que para comprender la urgencia de esos años, el nacimiento del espíritu maquinístico de la época, el vértigo y la velocidad y, muy especialmente, para poder compararla con la euforia y la angustia actuales, conviene aproximarse a ellos olvidando por completo que ese esprint terminaría con un salto al vacío. No deja de ser inquietante, pues otra de las propuestas de Blom es que comparemos las grandes líneas que plantea en su libro con los sucesos contemporáneos, también pródigos en la velocidad y el vértigo. En muchos momentos de la lectura trasciende ese paralelismo sin que se explicite: las nuevas formas de la masculinidad, la profusión de avances técnicos, la rapidez con la que éstos se suceden y la posible falta de adaptación a esa velocidad… Lamentablemente, Blom no incide en este punto y no retoma en ningún momento su planteamiento.

La metáfora de que se sirve para plantear su primera propuesta es afortunada. La basa en una fotografía que Jacques Henri Lartigue tomó en el Grand Prix francés de 1912 (y que, curiosamente, no se ha utilizado para ilustrar la cubierta del libro, como ocurre con la edición original). La velocidad del coche número seis le impidió retratarlo entero y sólo aparece la mitad, con la rueda trasera deformada, igual que el fondo, algo borroso, donde unos espectadores parecen inclinarse hacia el lado contrario. Blom pide al lector que imagine los años que va a contar como si fueran esa fotografía. «Hemos de mirarlos con la urgencia y la inmediatez del joven Lartigue cuando enfocó con la cámara el coche número seis del Grand Prix», aun a riesgo de obviar «una parte de la realidad». Sólo así, sostiene Blom, se podrá «plasmar la velocidad, el frenesí, la urgencia de la experiencia vital durante aquella época». Nos propone, pues, «desentrañar la época desde dentro, interpretándola no retroactivamente, sino como la vieron quienes la vivieron»; en definitiva, Blom pretende hacernos partícipes de aquella cinética con una especie de travelling narrativo veloz pero en absoluto atropellado. Para ello organiza el andamiaje de su libro de una forma en apariencia simple, pero extraordinariamente eficaz: quince capítulos, uno para cada año.

Así, en 1900 nos presenta la Exposición Universal de París y la estatua alegórica de la ciudad, una figura de seis metros obra de Paul Moreau-Vauthier que coronaba la entrada del recinto. Blom la enfrenta, en una suerte de contraposición entre tradición y modernidad, a las dinamos que movían los monstruosos ingenios de las salas de máquinas de la misma exposición. Habla también de la decadencia de Francia, de la magnificencia del mundo viejo (ilustrada con la descripción de la fastuosa cena que la République ofreció a sus veinte mil alcaldes), del caso Dreyfus, del antisemitismo en Francia y de las dudas acerca de la virilidad de la población masculina.

En 1901 aborda los fastos celebrados tras la muerte de la reina Victoria de Inglaterra, señalada por Blom como la muerte de una época. También del antisemitismo en Inglaterra, del colonialismo y de las nuevas costumbres de la aristocracia. 1902 se abre con la Babel de lenguas existente en el imperio austrohúngaro y con la irrupción de las tesis de Sigmund Freud y de cómo plantea éste la dicotomía entre el principio moral y la realidad social: «El funcionamiento de la sociedad misma descansaba en la represión individual, en una negación del placer»; describe las obras de Adolf Loos o Egon Schiele y de cómo fueron recibidas con gran escándalo.

En 1903 expone cómo las artes y las ciencias comenzaron a fracturar el mundo anterior. Habla, y con qué elegancia, de por qué fueron cruciales los descubrimientos de Marie Curie o de Ernest Rutherford sobre la radioactividad, y de las perspectivas que Fritz Mauthner o Ernst Mach aportaron al estudio del lenguaje. «La modernidad nació entre el hastío de la realidad y la verdad y las dudas sobre el propio lenguaje y las múltiples perspectivas de la experiencia». Trata la evolución de la ciencia ficción (que, no deja de ser interesante, apenas tuvo éxito en Alemania, más pendiente de los libros de indios y vaqueros escritos por Karl May), de los distópicos (los antiutópicos) y de cómo el optimismo de esos inicios comenzó a quedar arrinconado por una visión pesimista y siniestra del futuro.

En el capítulo dedicado a 1904 se muestra especialmente incisivo en su crítica al colonialismo belga y a las atrocidades cometidas en el Congo. Ensalza la labor de quienes lo denunciaron –Roger Casement y Edmund Dene Morel–, lo que le sirve para explicar los nuevos mecanismos de expansión de la prensa. Sigue Blom, con ese travelling sobre la decadencia del mundo anterior que inició en el primer capítulo, exponiendo cómo las colonias no eran rentables económicamente y cómo la opinión pública comenzaba a rechazar las prácticas abusivas de los imperios. 1905, por su parte, está dedicado a Rusia y al fermento revolucionario surgido tras el «Domingo Sangriento», la represión zarista, el antisemitismo en el país y la importancia de las reformas del ministro Serguéi Witte. Blom expone en este capítulo las condiciones miserables de vida en Rusia con una especie de patchwork muy sugerente y, sin duda, la convulsión violenta del país contrasta con la idea de seguridad que Stefan Zweig muestra en sus memorias –una imprescindible lectura paralela a esta obra– como exponente de la época. Angustia, vanguardias, desesperanza. «Era obvio que las cosas no podían terminar bien. Cómo y cuándo se produciría la catástrofe seguía siendo incierto, pero como dicen entre ellos los estudiantes de Los siete ahorcados [obra de Leonid Andréiev]: “¡Ya no falta mucho!”».

Trata en 1906 del dominio de los mares y de la carrera armamentística de los diferentes países europeos, lo que le lleva a reflexionar sobre el ejército y sobre la hombría, un tema recurrente en este libro. Aparecen Proust y el profesor descarriado protagonista de El ángel azul, de Heinrich Mann; el Mensur, los duelos barbáricos que provocaban entre sí los estudiantes prusianos; los prejuicios sociales sobre el uranismo y la masculinidad, el ideal de los judíos musculosos de Max Nordau; Nietzsche y de cómo se tergiversaron sus escritos sobre el superhombre; la virilidad y las nuevas perspectivas de la misoginia, especialmente en Jean Paul Möbius y Otto Weininger.

Sigue Blom con su vertiginosa y entretenida carrera con el año 1907 y la Conferencia de Paz en La Haya, paz de la que nadie parecía estar convencido. La respuesta de las feministas está meticulosamente analizada, así como la proliferación de movimientos alternativos, que Blom describe con una galería de naturistas y excéntricos entre los que no faltan Tolstói o Madame Blavatski: «Las estructuras heredadas ya no podían dar respuestas adecuadas al frenesí de la vida moderna, a las nuevas realidades sociales creadas por las sociedades urbanas e industriales, al consumismo y, mucho menos, a la nueva seguridad en sí mismas que empezaron a manifestar las mujeres». Y del sufragio al feminismo, tema estudiado en el capítulo dedicado a 1908. Ese año se reunieron medio millón de personas en Hyde Park para pedir el voto para las mujeres, y fue importantísimo el papel de sufragistas como Mary Gawthorpe, Christabel Pankhurst, Annie Kenney, Leonora Cohen, Lilian Lenton… Fueron arrestadas, iniciaron huelgas de hambre y sus ataques a diputados los hacían con paraguas (aunque Blom se refiere, sin detallar, a un ataque con una carta bomba). Blom sostiene que los movimientos feministas sí consiguieron sus objetivos antes de la guerra, en contra de lo que dice «la historia oficial». Trata de las teorías feministas sobre el papel del hombre y sobre la prostitución, de la trenza que hizo el feminismo ruso con el anarquismo y el terrorismo, de las diferencias entre las corrientes feministas en Francia, más tenues, de la división entre activistas y socialistas en el feminismo de los dos imperios de lengua alemana, y se detiene especialmente en el papel de Rosa Mayreder. Vuelve a la carga contra la misoginia de Möbius, de Karl Kraus (aunque para ello utilice citas y anécdotas del vitriólico vienés especialmente divertidas) y de Otto Weininger, cuya breve vida le sirve para analizar las relaciones entre antifeminismo y antisemitismo.

1909 es el año de la velocidad de las nuevas máquinas. Aparece el primer vuelo sobre el canal de la Mancha, de Louis Blériot, quien ha tenido tantos accidentes que el sastre le hace los trajes a medida según sus deformidades; la lucha por conseguir la mayor velocidad punta de las locomotoras de la Siemens y de la AEG, el automatismo de los obreros, Taylor y Ford; la cadena de montaje, de 1908, que se instauró en Europa tras la guerra; la importancia que tuvo Estados Unidos para los europeos, algunos de los cuales querían visitar y aprender de una sociedad libre de las ataduras de la tradición. El tiempo cobra nuevas dimensiones (es en 1900 cuando aparecen los primeros relojes con manecillas para marcar las décimas de segundo). Proliferan las bicicletas y los automóviles. En el capítulo del vértigo por antonomasia reconoce que la velocidad era algo relativo visto desde hoy en día: lo normal es que se prohibieran las velocidades superiores a los 25 kilómetros por hora en las grandes ciudades (Blom ironiza a menudo y trata muchos temas con un reconfortante sentido del humor). La fotografía llega a las masas gracias a las instantáneas, que pretendían «capturar el mundo en movimiento», todo un estímulo que se plasmó en el arte y en el retorcimiento y la reconfiguración de los motivos pictóricos. Aparecen Italia y el futurismo, Marinetti y su deriva hacia el fascismo («El arte no puede ser sino violencia, crueldad e injusticia»). Si en los primeros capítulos mostraba en especial cómo se descomponía el mundo anterior, paulatinamente va señalando los avisos del salto al vacío: los alemanes (Käthe Kollwitz, Gerhardt Hauptmann, Frank Wedekind) preferían la crítica social a las proclamas estéticas de Marinetti. Musil inicia su obra El hombre sin cualidades con un accidente de tráfico; El súbdito, obra de Heinrich Mann, con un hombre que corre junto al automóvil del káiser gritando «Heil, Heil!», y que cae presa la histeria. Entran en escena la enfermedad de los nervios destrozados, descrita por primera vez en 1869; la neurastenia, relacionada con el exceso de actividad sexual, que afectaba ahora a los hombres. El sexo era más accesible, pero se convirtió en una amenaza: la sífilis, por un lado, y las supuestas consecuencias funestas de la masturbación. La masculinidad se cuestionaba continuamente: «La batalla por el alma del siglo XX se alimentaba de técnica, pero se libraba con el sexo».

1910. Blom analiza el cambio de las relaciones entre hombres y mujeres, amos y criados… Habla de los usos de un nuevo lenguaje, también del musical, de una revolución artística. «En 1910 el papa Pío X llegó al extremo de introducir, para todos los sacerdotes, un juramento obligatorio en virtud del cual renunciaban a la modernidad y sus valores». El retorno al mito: el primitivismo se convierte en un tema artístico: la bestialidad erótica del baile de Stravinsky, las máscaras africanas en Picasso y el cubismo, la búsqueda de experiencias estéticas y sexuales lejos de los países de origen… y en su misma patria. El nacionalismo cobra una fuerza inusitada como respuesta a los tiempos modernos. Aquí comienza todo el desastre del siglo XX, el verdadero impulso, en plena carrera, del salto al vacío.

1911 lo dedica a los «palacios del pueblo», los grandes centros comerciales. El consumismo, la expansión de los cines populares y, de nuevo, las cámaras de fotos instantáneas.

El primer Congreso Internacional de Eugenesia, que se celebró en 1912, le sirve a Blom para tratar cómo fueron imponiéndose ciertas ideas sobre la raza, el aborto y la aniquilación del débil. Aparecen Francis Galton, Jack London y su reportaje sobre los suburbios de Londres, la diferenciación entre nature y nurture. Se acumulan los nombres y las historias: Ernst Hackel, Alfred Ploetz, la nueva masculinidad, la eugenesia en Rusia, Pávlov, Kropotkin, los racistas, Guido von List.

La degeneración provocada por el vértigo y la velocidad de los nuevos tiempos es el tema del año 1913. Los crímenes de Ernst August Wagner y Daniel Paul Schreber. Crimen y sexualidad. Tanto Wagner como Schreber «creyeron que el fin del mundo era el resultado de dos males gemelos: el nerviosismo y la degeneración moral». Aparecen los «apaches» franceses, los gamberros, la violencia y lo que se deriva de ello: «la ciencia del crimen», Lombroso, la fascinación de lo violento en la literatura, Alfred Kubin y sus visiones pesadillescas, Sherlock Holmes y los héroes canallas como Arsenio Lupin. Y llegamos a 1914: un asesinato político. No es el del heredero al trono que desencadenó la guerra. A Blom le interesa captar la esencia de una época a través de estampas concretas. El crimen que conmocionó Francia es el cometido por Henriette Caillaux. Sus circunstancias –la intriga política, el descrédito por cuestiones morales, el hecho de que la asesina fuera una mujer y el protagonismo de la prensa– «eran un intenso eco de las preocupaciones y las angustias de la época».

Decenas y decenas de anécdotas, sucesos en apariencia nimios o esquinados, hechos que rara vez aparecerían en los libros de Historia, son de los que se sirve el autor para, pieza a pieza, crear su magno puzle. Blom emplea en esencia los métodos que usa Bill Bryson en sus obras, y no sólo por el hecho de que no haya ni una sola nota, aunque al final recopila las fuentes con un método limpio y pulcro (el mismo que en España han utilizado en algunos libros Arcadi Espada y, posteriormente, Ignacio Martínez de Pisón).

Se le ha criticado a Blom que se centre en unos países muy concretos: el Imperio Austrohúngaro, Alemania, Francia, Rusia y Estados Unidos, y que haya dejado de lado otros, entre ellos España. Cita en las primeras páginas a Unamuno y a Ortega, pero nada más. Quizás una de las anécdotas relacionadas con el país ilustre los motivos de este esquinamiento. En 1901, durante los funerales de la reina Victoria de Inglaterra, todos los países europeos enviaron barcos como escolta del féretro: «los españoles, sin embargo, no pudieron cumplir con su decoroso deber; su barco no llegó a tiempo, y una nave más pequeña, propiedad del príncipe de Mónaco, tuvo que sustituirlo». España no parecía tener un papel brillante en Europa. La anécdota, no obstante, conviene matizarla. El buque español era el Carlos V, el mejor de la armada, y la realidad no es que no llegara a tiempo por negligencias operativas, como parece desprenderse de la aseveración de Blom, sino porque, ya camino de Inglaterra, sufrió una avería en ocho de sus doce calderas. El suceso fue muy comentado en la prensa española, causó gran consternación y se criticó acerbamente a los responsables que enviaron sólo un barco sin tener en cuenta una posible sustitución. El matiz, insignificante, no altera en sustancia lo que Blom quería explicitar con su anécdota; no obstante, revela lo poco rigurosa que podría llegar a ser esta técnica de collage en caso de emplearse de forma inadecuada. Más, incluso, si un libro así no estuviera dotado de un aparato crítico exigente y minucioso. Nada puede reprochársele a este Años de vértigo, cuya edición española está bien cuidada, pese a que las numerosas imágenes en blanco y negro que acompañan al texto estén muy mal impresas.

El libro es muy estimulante, entretenido y apenas pretende imponer tesis inamovibles. Si el historiador marxista Eric Hobsbawm –que también señalaba 1914 como el año inicial del siglo XX– sostenía que fue el capitalismo el inductor de los patrones de la vida vertiginosa en la sociedad, Blom se aparta de los análisis económicos o de las perspectivas políticas. Para él impera más un punto de vista nuclear y cotidiano que se utiliza para explicar que los mecanismos cinéticos de la vida fueron los grandes avances culturales, científicos e intelectuales. Blom tiene el arte de descascarillar toda complejidad de ciertos hechos que narra y los muestra simples y comprensibles. Asimismo, hace gala de una ironía y de un humor que estimulan la lectura y aclaran la algarabía de sus más de seiscientas páginas. Apunta, además, lecturas interesantes, divertidas o emocionantes, y establece relaciones muy sugerentes entre hechos que aparentemente no están relacionados. Su gusto por el detalle aguza el interés por profundizar en muchos de los temas que plantea a través de pequeñas anécdotas o de libros que cita y comenta en pocas líneas.

En sus últimas páginas sintetiza las ideas principales del libro e insiste en que conviene leerlo olvidando por completo los sucesos desencadenados a partir de 1914. Reconoce que es tarea casi imposible. El reto es interesante, pero se hace sumamente difícil ya desde las primeras páginas, cuando el mismo Blom salpica el texto con referencias directas o indirectas al horror en que se sumió Europa. No sólo el antisemitismo, del que describe situaciones anecdóticas al referirse a países como Inglaterra y Francia, sino que también las referencias al «arte degenerado» (p. 35), el atentado contra Hitler de 1944 (pp. 61 y 62), el uso por vez primera de los «campos de concentración», las referencias a la catástrofe (p. 229), la influencia de Nietzsche y su superhombre en el capítulo dedicado a 1906 y, muy especialmente, cuando trata de la primera Conferencia de Paz de La Haya y las políticas militares de los principales países europeos, desfilan por estas páginas. Si en una primera parte está más pendiente de describir la muerte de un mundo viejo y caduco, posteriormente la narración de crímenes alienantes, la angustia, la represión sexual y la incapacidad para amoldarse a los cambios brutales y veloces, permiten ya vislumbrar el desastre. Un desastre que quedó anticipado en las páginas del Diario de un estudiante, de Gaziel, en su entrada del 1 de agosto de 1914: «Hoy también hemos sabido que Alemania le declara la guerra a Rusia. Ya no queda ninguna esperanza».

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_270

Ficha técnica

13 '
0

Compartir

También de interés.

La edad de hierro

De la tibieza

Autor de obras que sus editores denominan «novelas de no ficción», Emmanuel Carrère parece…