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Conceptos (II)

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Los niños japoneses no van al colegio tanto a aprender como a formarse. No importan los conocimientos que adquieran, lo que importa es con-formarse, no sólo como personas sino, sobre todo, como japoneses. El sistema escolar los adoctrina desde niños y produce jóvenes programados para ceñirse a esa manera suya tan propia de estar en el mundo. Además de kanji, desde pequeños se les enseña a comportarse al unísono. Desde la guardería se promueve que hagan todos lo mismo, en el mismo momento y de la misma manera; y así continuará en el colegio. Se espera que vistan igual, que actúen de maneras similares, hasta que lleven el pelo de un color determinado. Ya les contaba del colegio en Osaka que exigió no sé cuántas veces a una alumna que se tiñera de negro su pelo castaño.

Más que a pensar y a decidir por sí mismos, en el colegio se enseña a los niños a interiorizar las muchas reglas que rigen la vida japonesa, no escritas en ninguna parte pero que todo el mundo acepta sin embargo y cumple por encima de todo. Una vez interiorizadas, no hará falta obedecerlas: se cumplen porque nadie sabría actuar de otra manera. Normas y rutinas son herramientas más de instrucción y adoctrinamiento que de educación y enseñanza. El contenido importa menos que la finalidad: acostumbrar al japonés a actuar en consonancia con los demás y plegar su voluntad individual a la armonía colectiva.

Ser japonés significa comportarse de esa manera que les han enseñado y de ninguna otra. El mundo exterior les resulta extraño y somos los extranjeros, los demás habitantes del planeta, quienes, según ellos, no hacemos las cosas como deben hacerse.

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Al empezar el colegio se asigna a cada niño a un kumi, el grupo con el que tendrá que permanecer hasta que acabe. Con ese grupo jugará, estudiará, comerá el bento. Así aprenden ya desde pequeños que ser japonés es formar parte y funcionar con sentido grupal. Toda su vida serán parte de alguno, ese kumi de pequeños, los clubes en secundaria o la universidad, la empresa o institución a la que «pertenezcan» una vez comiencen su vida laboral, un nido más acogedor muchas veces que la familia que conformen, un vínculo más fuerte. La individualidad no sólo no se promueve, se disuade.

A ningún niño le gusta verse diferente de sus compañeros, menos aún sentirse excluido. En esta sociedad comunitaria, sin embargo, donde el grupo prima tanto sobre el individuo, ese sentimiento resulta aún más fuerte. Ser parte es imperante; que te dejen fuera, un estigma. Nakama hazure, ser excluido, es lo peor que puede pasarle a un japonés.

El miedo a ser diferente continuará a lo largo de su vida. Es el engranaje que hace funcionar la figura, tan propia, del salaryman, eje vertebral de la economía y la sociedad niponas: el hombre que trabaja, lleva dinero a casa y produce hijos que perpetuarán una sociedad de salaryman que seguirán debiendo comportarse de la misma manera. He ahí lo que se espera de un buen japonés. La disensión se desincentiva, el pensamiento propio se mira mal, a los niños se les enseña que «el clavo que destaca se lleva el martillazo», quizás el primer refrán japonés que aprende el extranjero al llegar: no hay que destacar, ni por arriba ni por abajo, no es bueno ser el mejor de la clase, llamar la atención. Asahi Shimbun publicaba un artículo a principios de abril recalcando cómo los cuatro mil estudiantes de la ceremonia de entrada que la Universidad Meiji había celebrado el día 1 iban vestidos igual, con los mismos trajes negros o azul marino oscuro: «No me gusta destacar», explicaba al periódico una de esas adolescentes.

No destacar, no sobresalir, como el clavo, es algo que el japonés lleva grabado. Aquí ni siquiera los ricos son ostentosos: Japón es de lo países donde menos diferencia hay entre lo que ganan los jefes de la empresa y un empleado medio, y cuando vas por ahí te preguntas a veces dónde vive la gente con dinero, qué hacen, dónde van los fines de semana.

No se espera que los niños sugieran cosas, no se espera que el trabajador aporte soluciones diferentes, no se espera que, si alguien ve un fallo en la empresa, lo señale, aunque sea a costa de hundirse todos juntos. Quien hace algo de eso queda excluido del grupo. Nakama hazure.

Mucha relación con esto tiene el ijime, el cruel acoso escolar tan frecuente y característico en la escuela japonesa. Se acosa al que es diferente, físicamente o con comportamientos distintos, al que no es japonés del todo: los extranjeros, los h?fu de que ya escribía hace un tiempo, los kikokushijo o «regresados», hijos de expatriados japoneses que han estudiado fuera por causa del destino laboral de su padre (casi siempre del padre, casi nunca de la madre) y tienen la mala suerte de volver. A menudo tendrán que ir a colegios especiales que los ayuden a «reinsertarse» en la sociedad.

El acoso escolar es un problema nacional que ahora, por fin, en este último año, las autoridades están empezando a abordar. Hasta ahora se consideraba más bien problema de la víctima, incluso culpa suya: ser diferente, no acoplarse, no ser tan japonés como se espera. Nakama hazure.

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Escribía al principio que los niños japoneses van al colegio a conformarse. A conformarse en los dos sentidos de la palabra: formarse como parte de algo colectivo superior a la individualidad de cada uno, y conformarse con las cosas tal como son. Podrán no gustarte, pero no puedes hacer nada. Shikata ga nai (o Sh? ga nai) son expresiones muy habituales en japonés: no se puede hacer nada. «Es lo que hay», diríamos hoy.

Una muestra de entereza frente a las adversidades, de resiliencia (esa horrible palabreja de moda), de aguante frente a las muchas adversidades a que tienen que hacer frente los japoneses (la guerra que perdieron, los terremotos frecuentes, temporales, tsunamis). Pero un reflejo a la vez de ese conformismo que tanto sorprende al extranjero que llega y que a mí me parece creciente.

Alex Kerr se refiere a la noción de gambare, perseverar, aguantar, más que disfrutar la vida. He ahí cómo vive el salaryman, y los japoneses en general: aguantando, conformándose con vidas que a la mayoría de los demás nos parecerían de baja calidad, con viviendas minúsculas, horarios imposibles, transporte en trenes abarrotados y vacaciones, si acaso, de una semana al año.

El japonés soporta su vida más que disfrutarla. «Esto es lo que nos toca», pensarán. Es lo que hay. Sh? ga nai.

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