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Ciudadano Gregorio Ordoñez: heroísmo y política

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Sin ejemplos de integridad, coraje y compromiso, la política se convierte en una estrategia banal orientada a conseguir el poder. Gregorio Ordoñez fue un ejemplo y todos perderemos mucho si permitimos que su sacrificio se diluya en un inmerecido olvido. Ordoñez fue concejal y teniente de alcalde del Ayuntamiento de San Sebastián por el Partido Popular. Valiente, carismático y honesto, se enfrentó al terrorismo de ETA con gran firmeza, lo cual le costó la vida. Un pistolero le pegó un tiro en la nuca mientras comía en el bar La Cepa de la Parte Vieja de San Sebastián. Fue un 23 de enero de 1995. El atentado se produjo mientras comía con María San Gil y otros compañeros de partido. Sus asesinos fueron Valentín Lasarte, Francisco Javier García Gaztelu «Txapote», y Juan Ramón Carazatorre «Zapata» (probablemente el ejecutor material).  «Txapote» y «Zapata» se encuentran en la cárcel, con largas condenas, pero Lasarte ya ha quedado en libertad. Desgraciadamente, la izquierda abertzale sigue homenajeando a los terroristas excarcelados y los herederos ideológicos de ETA están en las instituciones, ejerciendo un papel decisivo. Gracias a su apoyo prosperó una moción de censura y, recientemente, se han aprobado los Presupuestos Generales del Estado del gobierno de Sánchez.

El veinticinco aniversario del asesinato de Gregorio Ordoñez se ha conmemorado con una exposición que ha permanecido abierta tres meses en el Centro del Palacio de Cibeles de Madrid y que la próxima primavera se expondrá en el Parlamento Europeo. Desde hacía tiempo, mantengo contacto con Consuelo Ordoñez, hermana de Gregorio y portavoz de COVITE. Amable, extrovertida y cercana, me sugirió que visitara la exposición con una guía extraordinaria: Ana Iríbar, la viuda de Goyo. No lo dudé un momento. La exposición finalizaba el domingo y se esperaba una nevada, pero no tan copiosa como la que más tarde se desataría. Quedamos el jueves, sin saber que un día después sería imposible acceder a Madrid, pues la nieve colapsaría la capital, convirtiendo las carreteras en trampas de frío y hielo. Yo vivo en un pueblo de las afueras. Afortunadamente, pude recorrer en coche los cincuenta kilómetros que me separan de la Plaza de Cibeles. Mientras bajaba por el Paseo de la Castellana, ya caían tímidos copos y el azul del cielo había adquirido una tonalidad lechosa. Dejé el coche en un parking ubicado cerca del Congreso y cuando salí al exterior, los jardines ya se habían cubierto de un blanco que despertaba la nostalgia de la Navidad, recién concluida. Tras pasar un control de seguridad, subí a la quinta planta del antiguo Palacio de Telecomunicaciones, adonde yo acudía de niño para comprar las primeras tiradas de las nuevas colecciones de sellos. Recordarlo me hizo sonreír. Gregorio Ordoñez nació en 1958. Yo en 1963. Me pregunté si habría coleccionado sellos en su infancia, como hicimos casi todos los niños de esa generación. Por entonces, todo el mundo pensaba que una niñez sin una colección de sellos era una triste niñez. Pensar que nos separaban cinco años me hizo reparar en que Gregorio había sido asesinado a los treinta y siete, una edad donde ya con la madurez adquirida, los proyectos empiezan a hacerse realidad. A los treinta y siete yo era profesor de filosofía e iniciaba mi colaboración con El Cultural y Revista de Libros, que se ha prolongado hasta hoy. Matar a un hombre a esa edad significa abortar una vida en el inicio de su plenitud. Comparar mi trayectoria con la de Goyo, como le llamaban afectuosamente sus amigos, me dejó una cosa muy clara. Yo no habría sido capaz de enfrentarme a ETA. No me considero especialmente cobarde, pero desde luego no soy un héroe.

Ana me recibió a la salida del ascensor. No pudimos vernos las caras, pues la plaga medieval que recorre el mundo ha impuesto el uso de mascarillas. Esta medida nos ha recordado la importancia de contemplar el rostro ajeno. Según Emmanuel Lévinas, el rostro nos revela que nuestros semejantes no son el decorado de fondo de nuestras vidas, sino el lugar donde se manifiesta el primer mandato de la moral: no matarás. El otro es el tú que nos humaniza, permitiéndonos trascender lo puramente instintivo. Para Lévinas, la «situación originaria» del hombre es la preocupación por el otro, que se revela como prójimo, como fragilidad que demanda nuestra atención y lo hace por medio de la mirada. La elocuencia de los ojos supera a cualquier combinación de palabras. ETA casi siempre ha matado por la espalda, quizás para no experimentar el clamor de la mirada, exigiendo respeto. Ana y yo nos miramos a los ojos desde el primer momento y eso permitió que surgiera de inmediato el entendimiento y la cordialidad. Ana es una mujer alta y con una enorme dignidad. Estudió filología francesa y ha dedicado parte de su vida a la enseñanza. Desde el primer momento, noté su delicadeza interior, su inteligencia, su serenidad. Los dos coincidimos en la preocupación por el clima de crispación que se vive en España.  «Los jóvenes empiezan a hablar de dos bandos», me comentó preocupada. Cuando mataron a Gregorio, su hijo Javier tenía catorce meses. Ana tuvo que educarlo sola, esforzándose en que asumiera lo que les había pasado sin caer en el odio y el rencor. Eso no significa que haya perdonado a sus asesinos. No solo porque el perdón debe concederlo la víctima, sino porque es un sentimiento reservado a las personas con las que hemos establecido un vínculo afectivo. No puede haber reconciliación cuando no ha existido una conciliación previa. Además, los asesinos de Gregorio no se han arrepentido. Por el contrario, han acudido a los juicios con una actitud desafiante y provocadora. Ana reconoce que los juicios le han proporcionado consuelo. Solo queda por juzgar a  Juan Ramón Carazatorre, «Zapata», que cumple condena por otros asesinatos. Le comento que los crímenes de ETA deberían ser juzgados como crímenes de lesa humanidad y, por lo tanto, sin plazo de prescripción. Me comenta que es complicado, fundamentalmente por tecnicismos legales, no porque moralmente los asesinatos de ETA no estén al mismo nivel que los de Hitler y Stalin.

Ana y yo comenzamos a recorrer la exposición tras unos minutos de charla. El primer espacio está dedicado al 23 de enero de 1995, el día en que asesinaron a Goyo. En una vitrina se hallan expuestos sus objetos personales: su maletín de trabajo, la cartera con una foto de Ana y Javier –por entonces, un bebé-, un móvil, y un tebeo que había comprado para su hijo: La historia de la tamborrada. Y cerca, una de las balas que le introducían en su casillero de concejal del Ayuntamiento de San Sebastián, probablemente un detalle de sus compañeros de Herri Batasuna, el brazo político de ETA. Un cuadro de José Ibarrola completa este primer tramo, que deja el alma sobrecogida. El cuadro combina blancos, grises y negros. Es una composición de cuatro sillas vacías con tres paraguas negros, que evocan el paraguas rojo de López de Lacalle, el periodista asesinado el 7 de mayo de 2000. Ibarrola ha escogido el negro como señal de luto, quizás como contraste a ese rojo que ya se ha grabado en la memoria colectiva como símbolo de la barbarie de ETA.

Ana y yo hablamos de las causas de la violencia en el País Vasco. Yo me niego a utilizar la expresión «conflicto», pues se trató de una guerra unilateral contra la democracia. Buscamos un por qué. Mencionamos las guerras carlistas, la dictadura franquista, la represión del euskera, pero todas las explicaciones nos parecen insuficientes. Durante los años sesenta, San Sebastián era una de las ciudades más tranquilas y seguras de España. ¿Qué sucedió entonces? Conviene recordar que el primer crimen de ETA se produce en 1968, el año del Mayo francés. Creo que ahí está la clave. En esas fechas, el fantasma del terrorismo de extrema izquierda recorrió el mundo. En nombre de la utopía de un mundo sin propiedad privada ni clases sociales, surgieron bandas como la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas, ETA. Es la misma dinámica que la del nazismo, el fascismo y el bolchevismo: identificar a un enemigo real o imaginario, deshumanizarlo, acosarlo y matarlo, asegurando que es un obstáculo insalvable para la consecución de fines tan nobles como la hegemonía de la sangre alemana o la dictadura del proletariado. En el caso del País Vasco, se fundió el nacionalismo con la mística revolucionaria, algo semejante a lo sucedido en la Alemania nazi. Se alumbró la ficción de un pueblo oprimido y ocupado para presentar la violencia como legítima resistencia. Imagino que los odios larvados de la guerra civil también influyeron, lo cual permitió que se justificaran las bombas en centros comerciales como una respuesta al bombardeo de Guernica en 1937. El PNV se subió al carro, pues descubrió la posibilidad de realizar sus objetivos históricos. Eso sí, dejó claro que discrepaba en el método, pero no en la meta. No atribuyo ningún valor moral a este matiz, pues Xabier Arzalluz, presidente del PNV, declaró que unos agitaban el árbol y otros recogían las nueces. El independentismo vasco se ha fortalecido con las ochocientas cincuenta y nueve víctimas de ETA.

Cuando se deshumaniza al adversario, rebajándolo a la categoría de enemigo, la violencia se convierte en una espiral imparable. Ana Iríbar abandonó el País Vasco, huyendo del acoso que sufría por parte de la izquierda abertzale. Frialdad de sus vecinos, insultos a su hijo en la escuela, pintadas en la fachada de su casa, profanaciones de la tumba de su marido. Aunque las manifestaciones de duelo por el asesinato de Gregorio Ordoñez fueron masivas e infinidad de ciudadanos y personajes públicos enviaron cartas de pésame, el hostigamiento nunca se interrumpió. La miserable estrategia de la «socialización del sufrimiento» -sería más exacto decir la «socialización del terror»- continuó. A partir del asesinato de Goyo, los objetivos de la banda se ampliaron a concejales –nunca del PNV-, periodistas, profesores, artistas. La «kale borroka» incendió las calles y los pistoleros siguieron matando, con un importante apoyo social. Desde el diario Egin, se señalaban nuevos blancos. Ana me contó que varios editoriales de Egin fueron decisivos en el asesinato de su marido. Gregorio entró en política por «rebeldía», porque consideraba inaceptable que no se pudiera hablar con libertad en el País Vasco y porque quería para su ciudad y su tierra un clima de paz, concordia y prosperidad. Siempre repitió que con los terroristas solo había que negociar el color de los barrotes de su celda y que ceder –aunque solo fuera un milímetro- significaba legitimar la violencia como estrategia política, admitiendo que coger una escopeta podría ser más útil que depositar una papeleta en una urna. Aunque Ordoñez militó en el Partido Popular, su figura pertenece a todos los demócratas. Aportó ideas sobre gestión y administración de la cosa pública, apoyando iniciativas urbanísticas, medidas sociales y actividades que podían atraer al turismo, mejorando las condiciones de vida de todos sus vecinos, pero su contribución esencial se produjo en el terreno de los valores.

ETA mataba en nombre del pueblo vasco trabajador, pero lo cierto es que Gregorio era hijo de trabajadores y había estudiado gracias al esfuerzo de sus padres, dueños de una lavandería que funcionaba los trescientos sesenta y cinco días del año. Gregorio trabajó desde niño, sin descuidar sus estudios. Según su hermana Consuelo, fue un empollón de cuidado. Sus padres habían emigrado por separado a Venezuela, realizando trabajos muy duros para sobrevivir, pero siempre con optimismo y alegría. Gregorio Ordoñez Millán, padre de Goyo, emigró sin papeles, tal vez de polizón en un barco. En cambio, Consuelo Fenollar Bataller, la madre, siguió los cauces legales, inscribiéndose en el consulado español. La aventura del padre pertenece al terreno de lo habitual en esos años de penurias, pero el caso de la madre es francamente insólito. Mecanógrafa de profesión, ya tenía treinta y un años cuando decidió abandonar España para prosperar y poder ayudar a su familia. Después de un breve noviazgo, se casaron, tuvieron dos hijos y prosperaron con un taller de mecánica que  también servía de estacionamiento. En 1963, el matrimonio decidió volver a España y, por razones de trabajo, se instalaron en San Sebastián. Por entonces, era una ciudad con una gran actividad cultural y sin problemas de convivencia.

Gregorio Ordoñez entró en política por razones morales, no por cálculo electoral. En los años ochenta, el dilema en España no era tanto izquierda o derecha, sino democracia o terrorismo, libertad o violencia. Trabajador, inquieto y con una rara valentía, se lanzó a la arena pública como una especie de John Wayne, su actor favorito, dispuesto a luchar sin tregua contra un grupo de matones que se habían apoderado de la ciudad e imponían su ley a base de pistolas y bravuconadas. Hablando con Ana Iríbar descubro que Goyo y yo compartíamos pasiones: el western, John Wayne, los Blues Brothers, Tolkien. Conocer estas afinidades me hace sentirlo como alguien muy cercano y lamentar aún más su muerte. No era un político más, sino un hombre, como escribe Ana, con «auténtica vocación de servicio». No conocía los horarios. Su compromiso con los ciudadanos abarcaba las veinticuatros horas del día. De ahí que en 1991 posara para el Diario Vasco con el uniforme de portero del Hotel María Cristina para manifestar su disposición de trabajar por todos los donostiarras desde la humildad más estricta.

Me conmovieron muchas fotografías de la exposición, pero especialmente las que mostraban a Goyo de niño. A veces, con una pelota; otras con su hermana Consuelo, cogidos de la mano y sonriendo. O con una pajarita, transmitiendo la imagen de niño serio, pero con cierta picardía. En las fotografías de adolescente, ya se aprecia su determinación e inconformismo. También se nota que tiene sentido del humor, como lo acreditan dos imágenes tomadas en un fotomatón, donde gesticula, quizás inspirado por una de sus películas favoritas, Granujas a todo ritmo. En algunas fotografías aparece con un perro o un gato, mostrando su lado más humano. Indudablemente, las más emotivas son aquellas en las que aparece con Ana y su hijo Javier. Al matar a Goyo, sus asesinos mutilaron las vidas de su mujer y su hijo, arrebatándoles el porvenir que les correspondía compartir con él. Javier creció sin padre. Puedo entender su dolor, pero de forma incompleta, pues yo perdí a mi padre a los ocho años a causa de un infarto. Conservo recuerdos de él y me consuela saber que no murió por culpa de unos pistoleros sin entrañas. Una muerte injusta siempre implica un duelo más complicado que una muerte por causas naturales.

Goyo y Ana acudieron a misa el domingo anterior al asesinato. Ordoñez tenía un crucifijo en su mesa de trabajo. En la exposición, podemos contemplarlo. Es una sencilla y austera pieza metálica. A su lado, hay un Catecismo muy gastado, una estampa de san Francisco de Asís y una fotografía de Goyo cuando era un escolar, con la expresión muy seria y un lápiz en la mano, realizando sus deberes. ETA mataba en nombre del pueblo trabajador vasco, pero esa pretensión solo era una obscena farsa, pues la mayoría de sus víctimas eran trabajadores: policías, guardias civiles, taxistas, estanqueros, políticos como Goyo, que estudiaba mientras doblaba sábanas y servilletas.

La exposición finaliza con una serie de viñetas que homenajean a Ordoñez. Con su mata de pelo y su nariz prominente, se prestaba con facilidad a las caricaturas. La mayoría de las viñetas destacan su amor a la paz y al País Vasco. Algunas desprenden una gran ternura. Forges dibujó al pequeño Javier mirando al cielo, buscando a su padre. En otra viñeta aparecen madre e hijo cogidos de la mano y señalando a una bandada de pájaros que dibujan el nombre de Goyo en el firmamento. Personalmente, la que más me impactó fue una viñeta de Mingote, donde Ordoñez aparece crucificado en la T de ETA. Me pareció un dibujo que recordaba los grabados de Goya sobre la guerra de independencia contra los franceses.

Por culpa de la pandemia, me despedí de Ana sin poder darle el abrazo que me hubiera gustado. Durante el camino de vuelta a casa, la nieve ya caía con fuerza, pero el frío que sentía en el alma no procedía del brusco descenso de la temperatura, sino del olvido en que han caído las víctimas del terrorismo de ETA y los GRAPO. La violencia se ha revelado muy rentable, pues ahora los herederos ideológicos de ETA están en las instituciones, contribuyendo a desmontar España y logrando que los pistoleros encarcelados obtengan los beneficios que ellos les negaron a sus víctimas. Después de la Segunda Guerra Mundial, nadie quería oír hablar de las víctimas de la Shoah, pues su recuerdo incomodaba y ponía de manifiesto la tibieza de las democracias a la hora de frenar las políticas genocidas de Hitler. Por suerte, Alain Resnais estrenó en 1956 un documental titulado  Nuit et Brouillard (Noche y niebla), donde se exhibía por primera vez el material cinematográfico y fotográfico incautado a los nazis. El documental causó una profunda impresión y, desde entonces, la Shoah cobró más visibilidad. Pienso que Patria, de Fernando Aramburu, ha logrado algo parecido, pero si la sociedad no sostiene esa iniciativa, el Gulag vasco se irá difuminando con los años, mientras avanza el relato de una lucha épica por la independencia del País Vasco. Si eso sucede, la última palabra será de los verdugos y las víctimas habrán muerto para nada. Gregorio Ordoñez fue un ciudadano ejemplar, un héroe con un temperamento apasionado y un alma templada, una especie de Will Kane (Gary Cooper) que no tembló cuando le tocó estar solo ante el peligro. Nos hacen falta políticos de su categoría moral, capaces de comprometerse hasta el final, oponiendo a la violencia la palabra y el ejemplo de una vida basada en la honradez, la solidaridad y la vocación de servicio. El ejemplo de Goyo es tan iluminador como el de Sophie Scholl, que no se dejó doblegar por el nazismo y perdió la vida para que los enemigos de la libertad no escribieran la última página de la historia.

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