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Las costillas de Rocinante. Las nueve vidas (o así) de Che Guevara

Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo

PIERRE KALFON

Plaza y Janés, Barcelona, 1997

Trad. Manuel Serrat Crespo Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán

675 págs.

Memorias de un soldado cubano

DANIEL ALARCÓN RAMÍREZ «BENIGNO»

Tusquets, Barcelona, 1997

360 págs.

La vida en rojo

JORGE CASTAÑEDA

Alfaguara, Madrid, 1997

624 págs.

Ernesto Guevara, también conocido como el Che

PACO IGNACIO TAIBO II

Planeta, Barcelona, 1997

864 págs.

Che Guevara: una vida revolucionaria

JON LEE ANDERSON

Emecé Editores, Barcelona, 1997

Trad. Daniel Zaduhaisky

704 págs.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El periodista británico Richard Gott conoció a Ernesto «Che» Guevara en Cuba y fue uno de los primeros en ver su cadáver expuesto en la aldea boliviana de Vallegrande y en confirmar su identidad a los reporteros, como también reveló la implicación de la CIA en la ejecución del guerrillero argentino.

Conocí a Che Guevara en noviembre de 1963 en una recepción en los jardines de la embajada soviética en La Habana, una de aquellas ocasiones diplomáticas con que se celebraba el aniversario de la Revolución de Octubre. Irrumpió allí después de medianoche, acompañado por un cortejo de amigos, guardaespaldas y parásitos, con su característica boina negra y la camisa abierta hasta la cintura. Era increíblemente bello. La gente dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se quedaba mirando a la Revolución hecha carne. «Tenía un incalculable encanto que resultaba completamente natural», le dijo la periodista argentina Julia Costenla a Jon Lee Anderson cuando éste investigaba para su biografía de Guevara. «Si entraba en una habitación, todo empezaba a girar en torno a él.»

Aquella noche encontró asiento en un rincón de los jardines de la embajada y todos se reunieron alrededor. No recuerdo bien de qué se hablaba. Yo era un joven neófito con poco conocimiento y menos español, atraído hacia Cuba –con otros centenares de rebeldes, aventureros, saltimbanquis y descontentos de Europa y América del Norte y del Sur – como una polilla hacia la llama de la Revolución.

En aquellos días, el vuelo de Europa a Cuba duraba veinticuatro horas, pues el Viscount de Iberia hacía escala en todas las islas del Atlántico en su ruta. Yo llevaba en mi maleta dos volúmenes de las obras escogidas de Thomas Balogh, lectura obligada para economistas progresistas latinoamericanos, y un pequeño queso Stilton en un jarro de porcelana. Lo había comprado en Fortnum and Mason, por recomendación de mi amigo chileno Claudio Véliz, el especialista latinoamericano de Chatham House. Él pensaba que sería un regalo adecuado para Carlos Rafael Rodríguez, la eminencia gris del Partido Comunista cubano. Los comunistas latinoamericanos de aquella generación apreciaban las cosas finas de la vida. Más tarde descubrí que a Pablo Neruda le gustaba ser agasajado con cajas de whisky y latas de caviar.

Los funcionarios del aeropuerto de La Habana pincharon el Stilton con agujas de tejer, por si resultaba ser una bomba. Es verdad que por entonces acababa de ser abandonada, como sabemos ahora, la «Operación Moongoose», la campaña de cincuenta millones de dólares de los Estados Unidos para desestabilizar Cuba tras la abortada invasión de Bahía de Cochinos. Un informe secreto de la CIA de aquella época (y después publicado), revela cómo un agente pasó una plumajeringa a un contacto cubano en París, para matar a Castro, el mismo día de noviembre de 1963 en que el presidente Kennedy fue asesinado. Los cubanos eran comprensiblemente precavidos con los visitantes inesperados que traían regalos. Al final de mi viaje pude regalarle a Carlos Rafael el Stilton un poco sudoso, antes de que entrásemos a discutir la «segunda» reforma agraria en Cuba –el tema vibrante del momento-– sobre la cual él y Guevara habían estado en marcado desacuerdo.

Nunca volví a ver a Che Guevara de nuevo, aunque cuatro años después tuve una cita casi accidental con su cadáver apenas frío. A las cinco de la tarde del lunes 9 de octubre de 1967, a las cinco de la tarde*, el cuerpo de Guevara, sobre una camilla atada a los raíles de aterrizaje de un helicóptero, llegaba al pueblo boliviano de Vallegrande, sobre una colina. Había sido ejecutado unas cuatro horas antes, por orden –íbamos a descubrirlo mucho más tarde – del alto mando del Ejército boliviano.

Yo había pasado el sábado anterior, con otros dos periodistas, visitando el cuartel general de la misión de entrenamiento militar norteamericana en el molino de azúcar de La Esperanza, a unas cuarenta millas de la ciudad petrolera oriental de Santa Cruz de la Sierra. (Granada Television me había enrolado como asesor de Brian Moser en un documental de World in Action). En La Esperanza encontramos al comandante, Mayor Ralph «Pappy» Shelton, un veterano de Corea, de muy buen humor. Con un puñado de oficiales norteamericanos veteranos celebraba el final del curso intensivo de seis meses que habían organizado para el ejército boliviano. Un equipo de 16 «entrenadores» hispanoparlantes habían iniciado a un batallón de seiscientos hombres en las nuevas técnicas de la guerra contrarrevolucionaria y les habían enviado al campo la semana anterior. Al día siguiente por la tarde, en un café de la plaza central de Santa Cruz, uno de estos oficiales norteamericanos nos dijo que habían oído en su radio de onda corta que Guevara había sido capturado. «Está herido», nos dijo, «y puede que no pase de esta noche.»

Llevaba su característica boina negra y la camisa abierta hasta la cintura.
Era increíblemente bello. La gente dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se quedaba mirando a la Revolución hecha carne

Condujimos durante muchas horas en la oscuridad hasta Vallegrande, el puesto avanzado del ejército boliviano en su campaña contra la guerrilla, y llegamos a las nueve de la mañana del lunes. El comandante militar, muy nervioso, nos negó el permiso para viajar hasta La Higuera, la aldea a treinta millas de distancia donde tenían a Guevara. Sin permisos militares era imposible moverse aquel año en Bolivia.

Toda la mañana estuvimos mano sobre mano. Luego, a la hora del almuerzo, el coronel Joaquín Zenteno Anaya, el comandante de la octava división del ejército boliviano, concedió una rueda de prensa informal. Él mismo me había dicho diez días antes que los guerrilleros del Che estaban rodeados y que no tenían esperanza de huida. Ahora nos informó de que Guevara había sido capturado y estaba muerto. Muchos miembros del alto mando del ejército, incluyendo al general Alfredo Ovando Candía, el vicepresidente boliviano, volaron hasta allí desde La Paz aquella tarde en un viejo DC6.

Al atardecer, toda la población de Vallegrande estaba reunida junto al aeródromo de hierba. Cuando llegó el helicóptero, el cuerpo que transportaba fue llevado en una pequeña furgoneta Chevrolet a la casita-hospital, donde lo echaron sobre las pilas del lavadero. Todo esto se hizo bajo la supervisión de un hombre de la CIA cubano-americano, conocido para nosotros como Eduardo González, uno de los dos agentes que operaban en la zona de la guerrilla. «¿De dónde viene?», le pregunté. «De ninguna parte», respondió. Él y yo éramos los únicos entre los presentes que habíamos visto a Guevara vivo, y que podíamos atestiguar que aquel era su cuerpo.

El corresponsal de la agencia Reuters, Christopher Roper informó sobre la implicación de la CIA en la crónica que envió aquel día, pero el párrafo crucial fue eliminado con tacto de la versión impresa por el New York Times. Mi propio relato en el Guardian, que normalmente habría sido reimpreso por el Washington Post, resultó ignorado. Sólo cuando hube escrito un informe detallado para The Nation, un año después, admitió finalmente la mayoría de la prensa norteamericana que los agentes de la CIA habían estado en Bolivia el último día de la vida de Guevara.

Durante media hora o así miramos fijamente a los ojos abiertos del cadáver, que dos médicos intentaban preservar con fluido de embalsamar. Una multitud de aldeanos se agolpaban en el patio del lavadero para echar un vistazo al guerrillero muerto, otro más. Brian Moser tomó varias fotografías mientras la luz se desvanecía, que más tarde se usaron con gran efecto en su documental para el canal Granada. Luego emprendimos el viaje de ocho horas de regreso a Santa Cruz, para intentar encontrar un modo de comunicarnos con el mundo exterior.

Al día siguiente, el gobierno boliviano se trajo a los periodistas desde La Paz para ver el cuerpo, y se tomaron las famosas fotografías que John Berger compararía más tarde con el Cristo muerto de Mantegna y la Lección de anatomía de Rembrandt. Aquella tarde, cuando los periodistas se fueron, los dos médicos locales realizaron una autopsia que mostraba sin lugar a dudas que a Guevara le habían disparado mucho después de su captura, aunque esto sólo se supo más tarde.

Tres supervivientes entre los participantes en el episodio boliviano han publicado recientemente material que arroja nueva luz sobre lo que sucedió, aunque sale bastante más de las entrevistas que han concedido a una serie de biógrafos. Harry Villegas –«Pombo»– fue uno de los más estrechos colaboradores de Guevara: sus diarios bolivianos y reflexiones subsiguientes sobre la campaña han aparecido en una bella traducción inglesa con excelentes mapas y fotografías. Junto con los diarios del propio Guevara, ofrecen un sobrio comentario sobre la caída de la banda guerrillera. Pombo, que también había estado con Guevara en el Congo, se convirtió más tarde en general y pasó varios años con las fuerzas cubanas en Angola.

Dariel Alarcón, alias «Benigno», otro veterano oficial cubano, que «desertó» en 1995, vive hoy en el exilio en París. Ya había escrito un relato anterior de la campaña boliviana y sus consecuencias (Les Survivants du Che, 1995), que cuenta una historia parecida a la de Pombo, pero desde su marcha a París ha escrito otro libro (Vie et mort de la révolution cubaine ) que es más revelador y franco. En sus entrevistas con Castañeda, aunque todavía leal a la memoria de Guevara, habla más de su desilusión con el régimen cubano, y pone en cuestión el apoyo que Guevara recibió de La Habana durante la campaña de Bolivia.

El tercer superviviente es, por supuesto, Régis Debray. Debray visitó el campamento de Guevara, y a su regreso fue capturado, juzgado y sentenciado a 30 años de prisión. Su reciente volumen de memorias, Loués soient nos seigneurs, no es tanto una autobiografía como una disquisición filosófica que intenta dar sentido a las diversas peripecias de su carrera. Dibuja su servicio a cuatro amos –Castro, Guevara, Allende y Mitterrand– y explica por qué, con el paso de los años, ha llegado a rechazarlos a todos ellos.

Guevara había sido capturado. «Está herido», nos dijo,
«y puede que no pase
de esta noche»

Puse los ojos por primera vez sobre Debray en agosto de 1967, en una conferencia de prensa informal en una prisión de una sola planta en Camiri, pequeña ciudad petrolera en el calor asfixiante de la Bolivia oriental desde la cual Guevara y su banda habían partido para la jungla nueve meses antes. La guerrilla estaba activa todavía aquel mes de agosto, y los militares bolivianos parecían comprensiblemente nerviosos.

Debray había sido capturado en abril, cuando abandonaba la zona de guerrilla, y llevaba en prisión cuatro meses. Estaba a punto de ser juzgado y –desde que el general De Gaulle había escrito al presidente boliviano, general René Barrientos, pidiendo clemencia– el asunto se había convertido en blanco de la atención de la prensa internacional. Debray negó con vehemencia cualquier conexión con la guerrilla de Guevara que no fuera la puramente periodística. «Hice lo que debía hacer cualquier periodista», dijo, «lo que todos ustedes deberían hacer ahora. Es decir, ir a las montañas y hablar directamente con los guerrilleros. Creo que ese es el trabajo de todos los periodistas, y si está usted en la izquierda, monsieur, es su deber». Para un joven de 27 años, que afrontaba una posible pena de muerte, fue una actuación estelar.

Lo que Debray dijo aquel día, y yo transmití fielmente a los lectores del Guardian, resulta haber sido una completa patraña. En sus memorias, Debray revela que había recibido entrenamiento militar en campamentos guerrilleros en Cuba, había llevado mensajes de Guevara a Castro y se proponía llevar las respuestas de Guevara a La Habana. Incluso había comprobado e informado a los cubanos sobre lo adecuado de ciertas regiones de Bolivia para la guerra de guerrillas.

Lo fascinante de su memoria, sin embargo, no es tanto lo que revela sobre aspectos particulares del pasado como lo que dice de las piruetas políticas de un intelectual de la posguerra en Francia. En su conferencia de prensa, Debray había citado un verso de Corneille: «si c'était à refaire, je le ferais encore». Hoy Debray considera casi con horror tal entusiasmo juvenil. En Loués soient nos seigneurs, Castro es un monstruo, Guevara un proyectil mortal, Allende apenas merece el tiempo de un día, y Mitterrand es un amargo recuerdo. El único entusiasmo político duradero de Debray como nacionalista de izquierda, es por De Gaulle, cuya intercesión probablemente salvó su vida.

Ahora se dispone de una enorme cantidad de material nuevo a partir del cual los lectores interesados pueden reconstruir el Guevara que prefieran. La biografía de Jon Lee Anderson podría subtitularse razonablemente «La versión de la viuda». En el curso de su investigación, Anderson se fue a vivir durante casi tres años a La Habana y estableció una estrecha relación con la cubana Aleida March, la segunda esposa de Guevara. Aleida se había unido a Guevara durante la guerra revolucionaria en 1958, y él se la describió a su familia como una guajira, como una chica campesina. En los años noventa, Aleida evidentemente llegó a confiar en Anderson, como nunca antes en otros investigadores. Ella le presentó a muchos del entorno del Che –«los amigos del Che»– a los que él en otro caso no habría conocido. También le proporcionó una buena cantidad de documentación inédita, incluyendo el texto original de los diarios de Guevara de la guerra revolucionaria cubana de 1956-58, su versión de los sucesos del Congo en 1965, y los diarios de su segundo viaje latinoamericano (1953). Anderson ha usado el nuevo material con brío.

Paseando con Aleida March por La Habana, 1960.

El rival cercano de Anderson, la biografía más delgada de Castañeda, que también ha rastreado los archivos y buscado a los supervivientes, no es muy popular entre las autoridades de Cuba. Podría subtitularse «La versión del disidente». Castañeda es autor de La utopía desarmada (1995), una brillante historia de la izquierda latinoamericana en los años ochenta. Si las experiencias revolucionarias de aquella época terminaron en el desastre, como sucedió, ¿por qué sucedió –pregunta Castañeda – y quién tuvo la culpa? Su desolada conclusión, escrita tras la caída del comunismo en 1989, era que la revolución cubana había llevado a un entusiasmo irreflexivo por la lucha armada que cegó a la izquierda latinoamericana para la posibilidad de otras estrategias menos violentas.

Castañeda considera la carrera de Guevara bajo esa misma luz fría. No duda que la influencia y el ejemplo de Guevara condujeron a muchos miles de jóvenes latinoamericanos a una muerte temprana e inútil en los años sesenta y setenta, y quiere saber por qué. Si las fuentes principales de Anderson son cubanos leales al Che y a Castro, Castañeda se basa en gran parte en viejos fidelistas convertidos en disidentes. En particular, se apoya en los testimonios de Carlos Franqui y Dariel Alarcón y revela las tensiones del primer período revolucionario, que el régimen cubano se ha esforzado por olvidar en los años desde la muerte de Guevara. El exilio de Franqui a finales de los sesenta fue el desenlace de una larga batalla con los comunistas cubanos; Alarcón se marchó mucho después, tras el proceso y ejecución del general Ochoa, por presunto tráfico de drogas, en 1989. Castañeda ha sondeado sus recuerdos y estudiado sus libros con buenos resultados. Los recelos de ellos hacia el proyecto de inspiración cubana de la izquierda latinoamericana en los últimos cuarenta años coinciden con los de Castañeda y confirman el tono crítico de su biografía. Pero igual que Anderson, Castañeda ha hecho un inmenso trabajo de campo.

Paco Ignacio Taibo II es el maestro de casi todo lo que se ha escrito sobre Guevara en Latinoamérica. También es el autor de novelas policíacas más distinguido de México y su biografía de Guevara deja pocas pistas sin investigar. Taibo y Castañeda se han afanado, en La Habana y en otros lugares, durante la última década o más. Con admirable e improbable solidaridad mexicana, acordaron al parecer intercambiar las transcripciones de sus entrevistas, con la valiente afirmación de que «nadie posee documentos, sólo su interpretación». La interpretación de Taibo resulta ser mucho más próxima que la de Castañeda a la de la izquierda guevarista tradicional.

Ninguno de los biógrafos encontró fácil su tarea
de investigación en Cuba

Ninguno de los dos biógrafos mexicanos alcanza el mismo grado de detalles íntimos que Anderson. Por otra parte, tienen más libertad para escribir sobre la vida personal de Guevara. Castañeda, por ejemplo, desvela la existencia de al menos un hijo ilegítimo. Critica la censura cubana de algunos de los primeros relatos familiares, que habrían revelado las flaquezas del individuo tras la imagen pública, algo que el régimen puritano de La Habana siempre ha encontrado difícil de aceptar.

Los dos mexicanos no han conseguido algunos de los testigos consultados por Anderson. Pero sí dieron con un puñado de estrechos colaboradores de Guevara, no disponibles para Anderson –destacadamente Emilio Aragonés, uno de los más íntimos consejeros de Fidel en las primeras negociaciones con la Unión Soviética, quien tuvo un papel en la expedición de Guevara al Congo–. Castañeda le encontró en La Habana, «un jubilado viviendo en semidesgracia».

Paco Taibo tiene más sensibilidad para la dimensión internacionalista, tercermundista, de las actividades de Guevara. Su aportación más significativa fue el trabajo pionero sobre el episodio de Guevara en el Congo, publicado por primera vez en colaboración con Froilán Escobar y Félix Guerra: El año que estuvimos en ninguna parte (1994). Me basé en gran parte en él para mi propio relato de la expedición al Congo, «Che's missing year» en la New Left Review el año pasado. Otros se han basado en él también, entre ellos Castañeda y Anderson.

También Pierre Kalfon tiene un buen sentido de la dimensión internacionalista de la carrera de Guevara. Agregado cultural francés en Latinoamérica durante muchos años, Kalfon fue atrapado por el entusiasmo guevarista de los años sesenta. Ahora ha escrito un relato bastante mesurado, un útil contrapunto a una biografía francesa anterior y más tendenciosa, la de Jean Cormier (Che Guevara, 1995). Kalfon no dispone de la riqueza de nuevo material desenterrada por los otros biógrafos, pero ha hecho buen uso de fuentes francesas poco conocidas, como las memorias de Dominique Ponchardier, el embajador francés en La Paz (La Mort du Condor, 1976). Es el único biógrafo que ha tenido el ingenio de imprimir las fotografías de Guevara muerto junto al Mantegna y el Rembrandt –una yuxtaposición que contribuye mucho a explicar el persistente y casi religioso atractivo de Che Guevara–. Como Castañeda, confía en los recuerdos de participantes desilusionados ahora en París, como Alarcón y Debray. Pero también usa su biografía para atacar lo que los soixante-huitards más críticos solían percibir como el descarrilamiento por Fidel Castro de su propia revolución.

Castro y Guevara, ya en el gobierno, en una marcha en La Habana, 1959.

Saverio Tutino, como Pierre Kalfon, es una vieja presencia europea en Latinoamérica. Corresponsal del diario del Partido Comunista italiano, L'Unità, vivió en La Habana en los años sesenta y en 1995 publicó una iluminadora memoria personal, L'Occhio del Barracuda. Tras el final de la guerra fría fue sometido (como yo mismo y otros) a calumnias derechistas según las cuales era «agente» del KGB. Durante la crisis de los misiles de octubre de 1962, Tutino intentó obtener una entrevista con el Che. Rotundamente no, fue la firme respuesta: «Porque es comunista, porque es italiano y lo peor de todo, porque es periodista».

La última de las nuevas biografías, la de Henry Ryan (The Fall of Che Guevara), tiene el mérito de ser a la vez original y breve. Consiste en gran parte en un rastreo de los archivos americanos, tras la Freedom of Information Act, para descubrir lo que varias agencias gubernamentales norteamericanas realmente sabían, pensaban y hacían sobre Guevara. Esencialmente es un libro sobre los errores de esas agencias, y sus pequeños triunfos. Brian Moser y yo tenemos papeles menores en el relato de Ryan. Sin darse cuenta, Moser destruyó la reputación de Douglas Henderson, embajador americano en La Paz en 1967, al filmarle jugando al croquet mientras Bolivia ardía. Mi propio informe sobre la implicación de la CIA en la guerra boliviana evidentemente alimentó un debate que condujo a la CIA a arrogarse demasiada importancia en la caída de Guevara. Irónicamente, Ryan concluye que la CIA estaba muy lejos de comprender lo que pasaba en Bolivia. Cualquiera que leyera los informes que llegaban a la mesa de Lyndon Johnson en 1967 habría creído que la guerrilla de Guevara producía un impacto extraordinario, cuando precisamente se enfrentaba al desastre.

Ninguno de los biógrafos encontró fácil su tarea de investigación en Cuba. Sobre la información sobre las guerras internacionalistas de Cuba en los sesenta y después pesa una norma de silencio. La naturaleza y alcance de la relación del país con la Unión Soviética es también territorio prohibido. El propio Guevara está, como Fidel, más allá de cualquier reproche. No se permite que nada interfiera en esta imagen como modelo de virtud revolucionaria. «¡Que nuestros hijos sean como el Che!», dijo Castro en su emotivo discurso en la Plaza de la Revolución tras la muerte de Guevara en octubre de 1967. Esta ha sido la concepción inalterable del régimen desde entonces. Que los hijos sean, por supuesto, como «Che el gran revolucionario»; no Che el galán, Che el verdugo, Che el ideólogo dogmático, Che el economista inexperto o Che el político* incompetente. Tales son los aspectos con que Guevara aparece en algunos de estos libros, pero esas revelaciones –que hacen el carácter más humano y más interesante– no son alentadas por el régimen cubano.

En La Habana se publicó una extensa edición en siete volúmenes de los innumerables escritos de Guevara, editada por su íntimo camarada Orlando Borrego, una de las fuentes más útiles de Anderson. Para que los pensamientos más subversivos de Guevara no anden sueltos entre la cándida población cubana, se ha dejado esta edición pudrirse en los estantes de un almacén cerrado durante los últimos treinta años. Moscú, en cambio, está lleno de gente charlatana con recuerdos de Cuba, deseosa de hablar –y a la que nadie espía–. Tanto Anderson como Castañeda han sondeado algunas excelentes fuentes rusas. El vehemente debate occidental en los sesenta sobre si Cuba fue empujada (por los americanos) o arrastrada (por los rusos) al campo soviético revivirá gracias a este nuevo material. Y aunque los historiadores americanos han hecho un gran trabajo preliminar desde 1989 sobre la crisis de los misiles, tanto Anderson como Castañeda han encontrado nueva información también aquí.

En la plaza Roja de Moscú, 1964.

Anderson ha hablado con Sergo Mikoyan, el hijo del viceprimer ministro. El respaldo personal de Mikoyan padre a Castro, desde comienzos de 1960, sentó la pauta para la estrecha relación entablada en los años Khruschev, y Sergo también jugó su papel. Influido por su propia amistad íntima con Guevara, que comenzó al mismo tiempo, Sergo visitó asiduamente La Habana y más tarde dirigió una suerte de revista guevarista disidente sobre asuntos latinoamericanos, publicada en Moscú durante muchos años.

El entusiasmo de Mikoyan padre era tal que en Moscú se le conocía como «el miembro cubano» del Comité central. Tanto él como Khruschev estaban tan intrigados y seducidos por los barbudos* cubanos como cualquiera de los ingénus que llegaban por vía aérea desde Europa occidental. El interés inicial por Cuba de aquella vieja generación soviética parece haber sido auténtico, inflamado por los recuerdos de los entusiasmos revolucionarios de su juventud. Sólo más tarde se deslizarían ideas de ventaja estratégica en el lado soviético de la relación.

Tanto Anderson como Castañeda entrevistaron a Alexandr Alexiev, un veterano de la guerra civil española, entre otras campañas. Alexiev, un especialista del KGB en Latinoamérica, llegó a La Habana por primera vez en octubre de 1959, e iba a convertirse más tarde en embajador soviético. Nacido en 1913, había trabajado en los años cincuenta en la embajada soviética en Buenos Aires. Poco después de llegar a La Habana mantuvo largas reuniones, primero con Guevara y luego con un compañero del Che, Núñez Jiménez, y con Fidel.

Núñez Jiménez sugirió que una exposición industrial soviética, promovida en México por Mikoyan padre, visitara Cuba. «Y Mikoyan tiene que venir a inaugurarla», le dijo Fidel a Alexiev. Mikoyan llegó puntual a La Habana con la exposición industrial en febrero de 1960. Este fue el origen de la estrecha relación cubano-soviética que iba a durar casi exactamente treinta años. Los primeros contactos soviéticos se habían establecido a través de Guevara. Alexiev, destinado en Cuba durante los años dramáticos de 1962 a 1967, fue exiliado después a la embajada soviética en Antananarivo. Madagascar debió de parecer como una Siberia tropical.

Los rusos, entonces, presionaron con firmeza a Fidel para impedir
que enviara a Bolivia cualquier ayuda, lo que habría
puesto en dificultades a Moscú

El mayor triunfo de Anderson ha sido localizar a Ciro Roberto Bustos, el revolucionario argentino cuya asociación con el Che se remonta a los primeros sesenta y que ha vivido muchos años en Suecia en una especie de exilio trapense. (Rehusó contestar a las llamadas telefónicas de Castañeda.) La extraordinaria historia que Bustos tiene que contar permite a Anderson llenar los detalles de la campaña guerrillera de Masetti en el norte de Argentina y mostrar lo estrechamente implicado que Guevara estuvo en su organización y planificación. Bustos, según mis propios recuerdos, tuvo un papel menor algo enigmático durante la campaña guerrillera boliviana. Al parecer había viajado hasta el campamento desde Argentina, se entrevistó con Guevara, y luego se marchó con Debray (y un tercer hombre misterioso, un anglo-chileno llamado George Andrew Roth, cuya pista se ha perdido), y ambos fueron detenidos. Cuando yo estuve en Camiri, los dos estaban en la cárcel. Bustos era reacio a hablar con periodistas, y muchos pensaban que había colaborado con la inteligencia militar. Debray le denunció después por haber acompañado a una unidad del ejército a uno de los campamentos guerrilleros abandonados.

La gente pregunta con frecuencia si La Habana no podría haber intervenido para salvar a Guevara de su destino. Pero cualquier intento de rescate guiado desde el exterior era inimaginable. El estado político del país, efectivamente bajo ley marcial, y la dificultad del terreno significan que cualquier esfuerzo habría estado condenado al fracaso.

Anderson recoge la inquietud que algunas personas en Cuba sienten todavía sobre el modo en que se llevó el asunto. «La gente de Piñeiro», escribe, «parece haberse excedido al asegurar a Fidel que se daban las condiciones para que el Che fuera a Bolivia… Pocos sugieren que hubiera traición, sino más bien trabajo chapucero y guapería* (arrogancia)». Castañeda sostiene que las autoridades cubanas tenían que haber comprendido ya en marzo de 1967 que «el movimiento guerrillero alumbrado por el Che había nacido muerto». Sabían que el Partido Comunista Boliviano rehusaba participar, que los contactos iniciales con el Ejército boliviano habían sido prematuros, que la red urbana no estaba a punto y que los Estados Unidos se encontraban al tanto de lo que sucedía. En cuyo caso, concluye Castañeda, sólo les quedaban dos opciones: o reforzar la banda guerrillera con los hombres disponibles (había en Cuba más de sesenta bolivianos ya entrenados y esperando) o llevar a cabo alguna clase de misión de rescate. En realidad, los cubanos no hicieron nada.

Castañeda cree que Mario Monje (que lo niega) y posiblemente Raúl Castro (que no ha hablado sobre el asunto) notificaron a los rusos que Guevara estaba en Bolivia. Los rusos, entonces, presionaron con firmeza a Fidel para impedir que enviara cualquier ayuda, que sólo habría puesto en dificultades a Moscú. La visita de Alexei Kosygin a La Habana a finales de julio de 1967, tras un encuentro con Johnson en Glassboro, fue, según su argumento, un indicio de la presión rusa sobre Fidel. Dariel Alarcón le contó a Castañeda que hubo en efecto un pequeño grupo dentro de la seguridad cubana que se preparaba para una misión de rescate en agosto de 1967. Incluía a Juan Carretero y media docena de veteranos de la Sierra Maestra. A menudo me he preguntado si Ralph Schoenman estaba implicado: voló a La Habana desde Bolivia en septiembre de 1967, y luego regresó al final del mes para los últimos días del proceso de Debray. Rebosaba de planes temerarios para rescatar a Guevara.

Para entonces, la posición de Guevara en Bolivia ya era irremediable; la suerte estaba contra él, como en el pasado. En marzo de 1965, poco antes de partir para el Congo, escribía a sus padres: «Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con mi adarga al brazo». Muchos le llamarían aventurero, continuaba, «y en verdad lo soy». Pero se veía a sí mismo de la rara estirpe de aquellos «que pusieron sus vidas en juego para demostrar su verdad». Eso quizá explica el persistente atractivo de un hombre que participó en una revolución triunfante y lo dejó todo para comenzar de nuevo desde la nada.

Traducción de Guillermo Solana

* En español en el original (N. del T.)

© London Review of Books, 1997.

OTROS LIBROS RECIENTES CONSULTADOS:

HENRY RYAN:The Fall of Che Guevara: A Tale of Soldiers, Spies and Diplomats. Oxford, 1998.
HARRY VILLEGAS: Pombo, a Man of Che's `Guerrilla': With Che Guevara in Bolivia 1966-8. Pathfinder.
DARIEL ALARCÓN RAMÍREZ: Vie et mortde la révolution cubaine. Fayard, París, 1996.
JEAN CORNIER (con HILDA GUEVARA y ALBERTO GRANARD ): Che Guevara. Editions du Rocher, París. 444 pp.
RÉGIS DEBRAY : Loués soient nos seigneurs: Une éducation politique.Gallimard, París. 592 pp. SAVERIO.
TURINO: L'Occhio del Barracuda: Autobiografia di un comunista. Feltrinelli, 1995. 284 pp.

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