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Charles Dickens: David Copperfield

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En los tiempos que corren, ficciones de muy baja calidad están llegando a vender millones de ejemplares. Parece que el best seller se está convirtiendo en la opción predominante entre las publicaciones de nuestros días, pero si comparamos El nombre de la rosa, de Umberto Eco, con El código Da Vinci, de Dan Brown, podemos sospechar que durante los veintitrés años que separan la aparición de ambos libros se ha producido un fuerte descenso en la formación del gusto y en el nivel de exigencia del público lector. En la última Feria de Fráncfort, una encuesta entre los lectores alemanes sobre sus libros más valorados no recogía ni a Thomas Mann ni a Thomas Bernhard, pero no olvidaba los nombres de ciertos autores, no sólo alemanes, de lo que podemos llamar literatura popular y «superventas» contemporáneos. Y algunos de esos autores están tan satisfechos con el éxito alcanzado y la masiva difusión internacional, que no es raro leer declaraciones suyas en que se burlan de los lectores de Joyce, de Proust o de Benet, y consideran la literatura «difícil» del todo superada.

A la luz dudosa de ese predominio me he acercado a la novela David Copperfield, que se publicó por entregas entre 1849 y 1850 antes de aparecer como libro, que en su época fue también un best seller, y que acaso nunca haya dejado de serlo. Aunque ya la había leído hace muchos años, cuando devoraba los libros de Dickens, no ha sido una relectura estricta, pues he descubierto que debí de hacer mi primera lectura en una de esas perniciosas «adaptaciones» para jóvenes, es decir, en una versión bastante aligerada de páginas, que aunque me había dejado el recuerdo general de las peripecias y la estampa indeleble de algún personaje, carecía de la enjundia de la versión completa que nos ofrece, en un español cuidadoso, la traducción de Marta Salís.

Parece que Dickens sentía preferencia por esta novela, que en cierto modo viene a reflejar aspectos de su propia vida. En los prólogos a sucesivas ediciones, dice que a nadie «podrá parecerle más real esta narración» que a él mismo. Y ciertamente David Copperfield es el libro donde acaso estén mejor reflejados los extremos del genio dickensiano, sus aciertos y sus errores, así como la técnica de aquellas entregas que mantenían encendida durante muchos meses la intriga del público. En David Copperfield, un acierto indiscutible para sujetar ese interés es el de la voz narrativa. La primera persona tiende a identificar al lector con el narrador, y en este caso el narrador, un narrador siempre protagonista, empieza a contar su vida desde antes de su nacimiento, con lo que los lectores tenemos con él una relación muy estrecha y de continua expectativa en relación con su peripecia vital. Otra de las claves de la intriga es el juego de la trama, que el autor procura interrumpir en cada capítulo o llevar a un punto de especial interés que deja en suspenso, de manera que el lector tenga curiosidad por conocer la continuación de los sucesos.

Nuestro autor, como todos los que escribían sus obras mediante entregas periódicas, procuraba estar al tanto de la reacción y las opiniones de sus lectores ante las sucesivas partes de su relato, para irlo componiendo con los episodios que más pudieran atraerlos. Ese peculiar sistema de entregas que se van enlazando a lo largo del tiempo le da sin duda al texto un ritmo especial, y muchos de los folletines decimonónicos siguen manteniendo vigente su peculiar cadencia narrativa gracias precisamente a esa estructura de capítulos en que el autor ha cuidado que permanezca vivo el interés del lector en el desarrollo ulterior de la trama. Tal interés se mantiene a lo largo de los sesenta y cuatro capítulos de que se compone David Copperfield. Sólo los capítulos finales pierden tensión, pero se leen en la inevitable inercia de todo lo que los antecede, lo que no está nada mal, pues el conjunto, en esta edición española, alcanza más de mil páginas.

En esta perspectiva del interés narrativo, hay dos aspectos que, desde una mirada contemporánea, parecen manejados con maestría: uno, el de las complicaciones personales y familiares del protagonista, que van creando una red amplia pero concreta de personajes-satélite, muy a menudo recurrentes a lo largo de la trama; otro, el de las muertes de personajes. Matar a un personaje es un tema de grave responsabilidad novelesca, pues la muerte, como resolvedora definitiva, tiene en el desorden natural de la vida un papel aleatorio, que no puede guardar correspondencia en la literatura, donde siempre se intenta crear un orden lógico. Por eso hay que tener mucho cuidado con las muertes novelescas, que pueden teñir la ficción correspondiente de pura voluntad autorial y efectista. En el caso de David Copperfield, la muerte más verosímil es la del padre, origen de los cambios en la vida familiar y del segundo matrimonio de la madre, y tampoco resulta inverosímil la muerte de la madre, necesaria en la trama para que la vida de David empeore radicalmente; no causa demasiadas reticencias una muerte tan artificiosa y oportunista como la del señor Spenlow, ni la escena bastante disparatada en que mueren Steerforth y Ham, en medio de la tempestad, pese a todas las exageraciones y casualidades que han sido precisas para que se produzca; incluso la muerte de Dora, tan oportuna para que David quede libre y se pueda cerrar la peripecia secundaria de su relación con Agnes, se acepta sin mucho escándalo. La abundancia del recurso resolvedor por antonomasia hasta parece propio de esa trama conducida a través de tantas intrigas sucesivas.

La facilidad en la lectura, la ligereza narrativa, una intriga llena de complicaciones para el protagonista y capaz de sujetar la atención del lector, abundancia de recursos dramáticos, de muertes y de situaciones límite, parecen ser hoy las claves de esos best sellers que los editores contemporáneos desean para sí tanto como temen de la competencia. Por todo ello, y considerando que David Copperfield, best seller decimonónico, obra de fuerte repercusión popular, es una novela aceptada ya entre los clásicos, ¿por qué escatimarle respeto literario a los best sellers que sacuden de vez en cuándo el mercado editorial, por ínfimos que puedan parecernos? ¿Por qué no considerar el formato –extrema facilidad de lectura, predominio de tramas intrigantes, abundancia de recursos efectistas– como el verdadero paradigma de la ficción, capaz además de conquistar millonarias cifras de lectores?

No hace mucho que una publicidad editorial en la televisión, para defender el producto best seller, recordaba ventajistamente la popularidad del Quijote. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre los libros «literarios» y los best sellers de puro consumo, y está –no voy a hablar ahora del uso del lenguaje o de la estructura del texto– en la sugestión de vida, en la construcción de personajes complejos, capaces de conectar con nuestro bagaje simbólico y permitirnos conocer en profundidad algo que puede afectar a nuestro modo de ser, a nuestro comportamiento como seres humanos. La verdadera literatura debe cumplir ese papel, o siquiera intentarlo. La riquísima ambigüedad de don Quijote ha llegado mucho más lejos que las carcajadas de sus contemporáneos –seguro que nuestra lectura del libro ya no tiene nada que ver con la que ellos hacían– y la genialidad de Dickens está en que, utilizando para elaborar su novela recursos de un realismo que pudiéramos llamar ramplón, y anécdotas melodramáticas, emocionantes para cualquier lector sencillo –el huérfano torturado por el infame padrastro, la joven anulada hasta la extinción por el rigor de su marido y su cuñada, la pobre doncella prometida a un honrado trabajador y seducida por un cínico señorito, la familia bondadosa engañada por el doméstico infiel…–, va inventando un mundo de personajes palpitantes, que resucitan llenos de vigor y credibilidad cuando leemos nuevamente el libro.

En David Copperfield, por encima de la peripecia melodramática, bullen esos personajes inmortales, que son los que le dan a la novela su verdadera consistencia, hasta el punto de que no es sino un bastidor bastante vulgar que sirve de soporte al brillantísimo tejido que ellos muestran: ese Micawber, eterno moroso, capaz de pasar de la desolación del deudor acosado a la exaltación del soñador seguro de su prosperidad (un personaje que tiene, por cierto, bastante aire quijotesco); su esposa, «que nunca se separará de él»; los hermanos Murdstone, cuya aparente dureza moral proyecta una sutil sombra de perversidad; Steerforth, el seductor y mimado niño bien, líder cínico en la escuela y luego joven de oscuras costumbres, que forma con su madre y con la señorita Dartle un peculiar triángulo sentimental; el viscoso, servil e implacable arribista Uriah Heep y su vieja madre, cómplice de su terrible y peligrosa humildad; el brutal educador Creakle –luego singular director de prisiones por una pirueta de la trama–; la sorprendente tía Betsey Trotwood y su amigo Dick, curioso y perspicaz «inocente»; el circunspecto procurador Spenlow, y su socio… Y añadiría a Traddles, el amigo jubiloso, al sicario Lattimer, al «disponible» Barkis, a la enana Mowcher, y a todos esos personajes episódicos, camareros, criadas, criados, patronas, que llenan de verdad tantos lugares a lo largo de los escenarios de la novela.

Es el trazado certero de tales personajes, su descripción, su forma de sentir, de expresarse, de comportarse, de relacionarse, mediante una mirada impregnada de ironía, lo que convierte a David Copperfield en verdadera literatura. El asunto no es banal, pues el valor de estos personajes vivos contrarresta firmemente el fuerte lastre de otros francamente endebles, muy importantes sin embargo en el relato. Para empezar, el propio personaje protagonista, David Copperfield, un ser cuya naturaleza casi seráfica no acaba nunca de redondearse; también su madre, que hubiera merecido mejor perfil, pero que está al puro servicio narrativo de las torturas psicológicas que los Murdstone infligen al tierno David; además, sus amadas, sobre todo Dora Spenlow, esa «mujer-niña» cuyo diseño cae decididamente en la cursilería, y cuya delicada, casi etérea condición no acaba tampoco de convencer, ni esa Agnes, de bondad también imperturbable, inasequible a mudanzas y matices, que la convierte en un mero comodín para los tejemanejes narrativos del autor. Tampoco la engañada Emily, ni Martha, «con un destino peor que la muerte», ni la abnegada esposa del doctor Strong, logran salir del tópico virtuoso y biempensante, como no lo consiguen la fiel Peggotty y su caritativo hermano, ni el ingenuo y noble doctor Strong, aunque nos resulte tan simpático. Incluso el señor Wickfield, torticeramente manipulado por el malvado Heep, cumple un papel demasiado instrumental. Y es que, como suele suceder en el mundo de Dickens, los personajes puramente benéficos, en los que no apunta ninguna vena de rareza, extravagancia o de locura, son planos, vulgares, aburridos. Hay en Dickens una gran capacidad para dar vida y fuerza a lo extraño, a lo que no transita por los carriles habituales, y ahí está su grandeza literaria. Pues esos personajes que se salen de lo normal están perfilados con convicción, inauguran incluso tipos antes nunca vistos en la literatura. Hay también en Dickens una sutil capacidad para despertar sensaciones más allá de la sentimentalidad de su época. La desdichada infancia del protagonista, su infierno familiar y escolar, su soledad indefensa, consiguen estimular en nosotros una identificación secreta que no estaría lejos de algunos peculiares registros del dolor placentero. Cuando desde cierta mirada literaria, relacionada con el mundo anglosajón –pienso en Nabokov, por ejemplo–, se denuncia la crueldad del Quijote, podría aducirse que una crueldad menos explícita y evidente, pero terriblemente eficaz, casi sadomasoquista, late con fuerza en muchas páginas de Dickens, y desde luego en gran parte de las que componen David Copperfield.

Sin duda David Copperfield, con toda su irregularidad, con tantos aspectos discutibles e incluso ya no vigentes, permanece llena de fuerza y certeza. Su condición de best seller no le ha venido dada por la facilidad de su lectura, sino por haber creado un mundo y unos personajes que siguen conmoviéndonos, que nos hablan de nosotros mismos por encima del tiempo y de las modas, y haberlo hecho mediante un lenguaje vivo, capaz de interesarnos por su propio tono de confidencia cargada de relatos atractivos. El código Da Vinci sólo se podría comparar con David Copperfield en que vende muchos ejemplares. Es una novela tosca, contada desde pretensiones de intriga para la extrema facilidad lectora, sin nada de vida, mechada de pseudoerudición esotérica y dominical, que en el mundo de los libros de lectura millonaria supone un descenso de bastantes escalones no ya desde El nombre de la rosa, sino desde libros de escritores como Stephen King, por poner un ejemplo de autor popular y masivo de nuestro tiempo. Al contrario que David Copperfield, libros como El código Da Vinci no enriquecen la imaginación, ni la sensibilidad, ni la inteligencia.


David Copperfield, de Charles Dickens, traducida por Marta Salís, ha sido publicada por Alba Editorial, 2003.

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