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Cataluña y la democracia

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¿En qué estamos pensando todos? Por supuesto, en nuestras cosas. Pero, además, estamos pensando en Cataluña. Lo último significa que Cataluña, segunda preocupación de los españoles cuando éstos se cuentan uno por uno, representa, en promedio, la gran, la principal, preocupación nacional. Et pour cause, que dirían nuestros vecinos de arriba. El episodio catalán ofrece dos caras: una política en sentido estricto, y otra que tiene más que ver con la teología política. Dentro de un momento me explicaré. Voy primero a lo sencillo o, si quieren, a lo más exterior y evidente –a lo exterior y evidente los pedantes lo llaman «exotérico»: lo mismo que «esotérico», sólo que con x en vez de s–. Exotéricamente, tenemos un 1+1. Primero, Mas ha iniciado un demarraje independentista porque las cosas no van bien en su región y necesita desplazar el acento y las pasiones hacia cualquier cosa que no sea la gobernanza en la acepción corriente de la palabra. Segundo, y sinceramente, Mas quiere la independencia. ¿Cuál, de las dos razones, pesa más? Imposible adivinarlo, y estéril hacer conjeturas. El caso es que el asunto es serio. En Madrid se contiene la respiración, a la espera de ver si CiU obtiene o no la mayoría absoluta en las autonómicas. Si sí, las propias autonómicas se interpretarían como un referéndum y Mas iría rápido, probablemente más rápido de lo que se piensa. Si no, Mas necesitaría a Esquerra para formar mayoría, y el molt honorable se convertiría en rehén de un partido que pone los pelos de punta a las bases conservadoras de su partido. Esto sería un problemón para Mas, lo que no implica que las cuestiones fueran a resolverse por arte de ensalmo. Se habría ganado, sin embargo, un poco de tiempo. Y además está Europa, y todo eso. Todo esto es esencial en el orden práctico. Pero queda la teología política, que es de lo que quiero hablar con ustedes.

Entiendo por «teología política» el sistema de principios fundamentales que nos mueven cuando hacemos política, ya desde el poder, ya como ciudadanos de a pie –olvídense, los que lo hayan leído, de Carl Schmitt: tengo otra cosa in mente–. Ahora sí que entramos en la rama esotérica –con s–. Esos principios suelen escapársenos en un sentido muy especial: no los comprendemos, no los comprendemos por cuanto nos precipitamos a pensar que son evidentes. Que son tan claros, tan de cajón, que se precisa ser un marciano para no asumirlos. Esto es una equivocación. Dedíquense un instante a hacer el inventario de lo que es indiscutible para ustedes. Salvo excepciones –entre las que no me cuento–, todos apreciamos la autonomía individual, la igualdad política y ante la ley y, claro está, ninguno de nosotros se declara racista. Todas estas cosas están relacionadas, aunque no sean idénticas y puedan mencionarse casos en que gente importante no apostó, por así decirlo, por el paquete entero. No sé si todos ustedes están al tanto de un episodio verdaderamente estremecedor. En 1787, los delegados de los diversos Estados americanos se reunieron en Filadelfia para deliberar cómo había de organizarse la representación política. Se llegó a conclusiones en lo relativo al Senado, y, también… al Congreso. Los Estados del sur consiguieron que se les reconociese una representación que no traicionara del todo su auténtico peso demográfico, muy condicionado por la abundante mano de obra esclava. La gracia consistió en que cada negro contara… por tres quintos de blanco. No es que los negros pudiesen votar ni, menos, ser congresistas. Es que el número de congresistas blancos se computaba a partir de una población en que un negro abultaba –figuradamente– lo mismo que tres quintos de un blanco. Un negro era un blanco dividido por cinco y multiplicado luego por tres. Era un poco más –solo un poco más– que la mitad de un blanco.

El caso, además de terrible, es interesante porque va en contra, directamente, del espíritu de la Constitución norteamericana y de la Declaración de Independencia. Es lícito decir que un residuo racista impidió a los estadounidenses sacar las consecuencias de su propia carta fundacional –el racismo llegaba a límites sorprendentes: Benjamin Franklin dejó escrito que los suecos o alemanes, excuso decir los italianos, no eran del todo blancos: blancos, blancos, lo eran sólo los anglosajones de tez apoplética, que, por cierto, no es la más blanca de todas–. Los convencionales, digo, estaban en contradicción con su profesión de fe constitucional. Después, con mucho trabajo, las cosas han logrado trabarse en un todo coherente, y cuando hay racismo en una democracia, no es oficial, sino inconfeso y personal. Un racismo, en fin, vergonzante. Pero, ¿por qué somos partidarios de la autonomía personal y todo eso, y, de paso, no somos racistas, o si lo somos, lo ocultamos? Una contestación posible es que el racismo repugna a la razón y el sentido común. Sigamos: ¿por qué repugna a la razón y el sentido común? Cabe argumentar que no está demostrado que la raza determine la inteligencia, o la capacidad de trabajo, o lo que quieran. OK. Cualquier científico serio se partiría de risa si volviese a oír las disquisiciones de Rosenberg, o del Mussolini degradado a racista por contaminación nazi –hacia 1938–, o, ¡ay!, de Sabino Arana. Pero no hemos llegado al final, al suelo duro de la teología política. El caso es que la ciencia, incompatible con el racismo vulgar, no es incompatible con la eugenesia, una suerte de racismo prospectivo. La eugenesia es contraria a la moral, no a la ciencia. Estoy seguro de que émulos estólidos de los que experimentaron con la oveja Dolly no tendrían inconveniente en dedicarse, por emplear un término veterinario, a la mejora de la especie humana, la cual, según qué porciones hubieran sufrido el celo de los mejoradores, se dividiría en hombres superiores y hombres primitivos o inferiores. ¿Qué oponer a la tentación eugenésica? Pues la idea de que la persona es intocable o, si quieren, que es sacrosanta. ¿Y de dónde hemos extraído esta idea? Pues no le den demasiadas vueltas: del cristianismo, que es una religión salvífica e incomprensible sin tener en cuenta las cosas de allá –whatever that may mean–. El propio Kant, el héroe de muchos demócratas archilaicos, es cristianismo apresuradamente secularizado. Así que terminamos tropezando, cómo no, con la teología, ahora en sentido literal además de figurado. Ese es nuestro suelo. Ahí tenemos puestos los pies. Sin embargo, no sólo tendemos a ignorar dónde tenemos plantados los pies. Es frecuente, incluso, que nos confundamos de suelo. Por ejemplo: se nos antoja que hemos llegado a muchas convicciones contemporáneas y altamente saludables después de haber dejado atrás la superstición, cristianismo incluido. Pues no, agua. Error total. La razón desnuda, en sí misma, no basta a defendernos de formas potencialmente espeluznantes de inmoralidad. Lo que nos ayuda de verdad son el instinto y el sentido común: una mezcla de razón, conocimiento práctico y robustos principios de origen inexplicable. Cuando los últimos salen mal, adiós muy buenas.

Se nos ha quedado en el camino Mas, vaya por Dios. ¿Cuál es la teología política de Mas? ¿Qué suelo pisa? ¿Por qué no es fácil, para un valenciano o un canario, entenderse en este momento con él? Seré generoso: los principios fundamentales de Mas son la democracia en la acepción corriente de la palabra –ejem… lean un poco más adelante– más el nacionalismo. Esto es un lío, más serio y difícil y esquivo de lo que muchos imaginan. Es imposible definir una democracia sin definir un territorio, con gente dentro. La gente que está dentro del territorio democrático es el pueblo soberano. Al decir Mas que la voluntad del pueblo catalán está por encima de la Constitución española, lo que está haciendo es redefinir el territorio y basar la soberanía sobre un subconjunto del conjunto original. Esto es, está fundando su democracia y, junto con ella, está proponiendo un nuevo Estado. Esto equivale, en la terminología clásica de la filosofía política, a romper un contrato. ¿Qué pasa cuando se rompe un contrato, ruptura que lleva consigo, necesariamente, una impugnación de la ley? Pues que el conflicto, por definición, no se resuelve dentro de la ley, sino a través de hechos, a ser posible, no violentos. Seamos realistas. Las democracias no suelen derivar de situaciones previamente democráticas. La vida democrática florece dentro de instituciones que han surgido de forma desordenada. Es un producto histórico, no el resultado de deliberaciones entre ángeles racionales que deliberan en una situación de paridad y ausencia de coacción.

Esto sentado, he de añadir que no simpatizo en absoluto con la iniciativa de Mas. Me causan inquietud las consecuencias o, por trivializar una miaja el asunto, el desgaste de energía. Cataluña estará peor, mucho peor, sin el resto de España, y España estará peor sin Cataluña. Sólo un exaltado, un arrebatado, lo pondría en duda. Bien, aún no me he puesto lo bastante teológico. Voy a otra razón, más importante. Cuando se postula una nueva soberanía, se deja fuera, o se sacrifica, a mucha gente, incluso, en ocasiones, a la mayor parte de la gente. Este hecho es independiente de que el nuevo Estado se dirija o no hacia formas democráticas. Consideremos el caso de Italia, que es ilustrativo. La unidad nacional, en el XIX, se hizo por la fuerza, y sin consultar a sus beneficiarios –o lo que sea–. Todo el Mezzogiorno, en particular, fue incorporado por el Piamonte –pongámonos técnicos, por el Reino de Cerdeña– contra la voluntad, o sin la voluntad expresa, de napolitanos o sicilianos. Esto nos suena simpaticón, porque el reino borbónico que regentaba el sur del país era una antigualla y Garibaldi, ¡qué diablos!, era un tipo atractivo y romántico, y echaba al aire unos trinos humanitarios que partían el corazón. But wait and think: no corramos demasiado. Massimo d’Azeglio, un piamontés medio político y medio escritor, acuñó una frase que no dejaría de resonar en los ámbitos patrios: «Hemos hecho Italia. Ahora tenemos que hacer a los italianos» –faltaban todavía nueve años para la toma de Roma–. Esto también suena simpaticón: el Piamonte prometía el progreso y fórmulas más o menos parlamentarias, mientras que el Reino de las Dos Sicilias era un lugarón poblado de sacristanes, nobles tronados y delatores de la policía. Ahora, la de arena. La frase de d’Azeglio, sesenta y tantos años más tarde, vino de perlas a los fascistas. Giovanni Gentile, el ministro de educación de Mussolini que murió a manos de los partisanos en los amenes del régimen, repite verbatim la consigna en el manifiesto de los intelectuales fascistas de 1926. Gentile adopta el lema porque, para él, Italia era mucho más importante que los italianos. Los italianos –y esto está ya en d’Azeglio– eran la materia prima que Italia necesitaba para ser grande y una. Italia era el anillo: y los italianos, la piedra que había que tallar para que cupiera en el chatón del anillo.

Los procesos de constitución nacional son, en fin, dolorosos, e incluso cuando –lo repito– se proyectan sobre un futuro formalmente democrático, no son, no pueden ser, en esencia, democráticos. Al cabo lo deciden todo minorías, haya o no referéndums por medio. Ya que la iniciativa del referéndum suele ser una iniciativa minoritaria, el resultado, salvo goleada total con alto índice de participación, estropea los planes de muchísima gente, y el contexto en que se hace el referéndum, y hasta su interpretación práctica, acostumbra, de nuevo, a depender de la decisión de una minoría. Todo esto no lo ve Mas, o no le importa, porque el lado nacionalista de su teología política le lleva a pensar que Cataluña –los catalanes cuentan menos– es una presencia dura e inalterable y compacta, como un diamante ya tallado. Por eso, cuando me referí a la democracia al estilo de Mas, dije «ejem». Además, están los detalles. Los nacionalistas italianos del Risorgimento perseguían hacer un país que compitiera con los grandes de Europa, que por aquellas fechas también lo eran del mundo: Francia, Inglaterra, Alemania. No me inspiran entusiasmo estas emulaciones. No cabe negar, sin embargo, que eran ambiciosas, espaciosas. Pero, ¿y Cataluña? ¿Para qué tanto dolor, tanto lío? ¿Qué tiene que ver que los catalanes del futuro se morirán menos de cáncer porque habrá más recursos –que no los habrá– para sanidad, con un proceso trágico, heroico, de construcción nacional? Hay algo aquí que no encaja. Hay algo que suena más a subidón que a revolución. Por supuesto, no persuadiremos a Mas con argumentos. Tiene un sueño y se ha echado al monte. Es un alpinista soñador, o un alpinista acometido por el sueño. Una combinación peligrosa, porque los sueños hacen menos daño cuando se pasan en la cama. En fin, que haya suerte. No digo que «Dios reparta suerte», porque ya he hablado lo suficiente de teología.

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