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Cataluña, o el paraíso en la otra esquina

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La historia se ha acelerado en Cataluña hasta el punto de convertir cualquier artículo en un ejercicio de reflexión con una exigua fecha de caducidad. Las novedades fluyen a un ritmo vertiginoso, transformando constantemente el escenario e introduciendo nuevas variables, a veces esperpénticas. La fuga a Bruselas ?¿o se trata de un viaje diplomático?? de Puigdemont y varios exconsellers del Govern introduce una nota pintoresca que evoca las intrigas de la ficticia Ruritania. La maniobra produce estupor y vértigo. ¿Se busca internacionalizar el procés, creando conflictos legales en el seno de la Unión Europea? Cualquier persona sensata anhela el restablecimiento de la legalidad y entiende que las fuerzas políticas constitucionalistas no pretenden reeditar el franquismo, sino preservar la convivencia y la estabilidad. El Gobierno ha activado el artículo 155 de la Constitución de 1978 con extraordinaria prudencia, rehuyendo la confrontación directa con los secesionistas. Muchos han criticado esta demora, pero la cautela nunca es excesiva cuando se aborda una crisis con un enorme potencial desestabilizador. Es imposible saber lo que sucederá el próximo 21 de diciembre, fecha fijada por el Gobierno para celebrar elecciones autonómicas, pero nadie ignora que los resultados de los comicios influirán decisivamente en el porvenir del conjunto del Estado. ¿Merece la pena formular hipótesis? Las especulaciones casi siempre suelen ser desmentidas por la realidad. Aún recuerdo a Paul Krugman vaticinando en 2012 la inminente salida de Grecia de la Eurozona y la imposición de un «corralito» en España para evitar el colapso del sistema financiero. Creo que las conjeturas son menos interesantes que los argumentos, particularmente cuando las urnas tienen la última palabra. Las conjeturas son volátiles; los argumentos, en cambio, nacen con voluntad de permanencia y pueden reelaborarse, sin renunciar a lo esencial.

Al igual que el populismo, el secesionismo se ha beneficiado de la crisis económica de 2008. Casi componen un binomio complementario, aunque paradójicamente se destrocen mutuamente. Conviene analizarlos por separado. Al principio, el populismo adoptó un perfil discreto. Podemos se presentó como una plataforma política cuyo objetivo era devolver el protagonismo a la «gente» por medio de «círculos» o asambleas. La prioridad de esta iniciativa era fomentar el diálogo y la unidad entre la izquierda, no «asaltar los cielos», como se dijo más tarde. Este movimiento acabó convirtiéndose en un partido político convencional que no tardó en despojarse de la retórica revolucionaria para abrazar supuestamente las tesis de la socialdemocracia. Eso sí, sin romper con el chavismo, ni renunciar a las pinceladas leninistas. Al margen de los devaneos ideológicos, nunca se abandonó el propósito inicial: liquidar el «régimen del 78» para reemplazarlo por una república popular y federal. Las encuestas indican que Pablo Iglesias ha retrocedido significativamente en la intención de voto por su postura en la crisis catalana. Me pregunto si quienes aún le dispensan su confianza conocen y respaldan su proyecto fundacional: salir del euro, devaluar la moneda nacional para favorecer las exportaciones, decretar la suspensión del pago de la deuda, nacionalizar la banca, mejorar las condiciones de trabajo, subir los salarios para estimular el consumo, nacionalizar los servicios públicos. Algunas de estas reivindicaciones producen escalofríos. Salir del euro, devaluar la moneda nacional y nacionalizar la banca nos dejaría literalmente a la intemperie, con el mismo grado de vulnerabilidad de los países tercermundistas. Suspender el pago de la deuda nos expulsaría de los mercados, eliminando cualquier posibilidad de financiación. Otras medidas ya están en la agenda de los partidos políticos y no pasan de una simple declaración de intenciones. ¿Quién no desea mejorar las condiciones de trabajo, estimular el consumo y ampliar la protección social? Sin embargo, esas medidas no pueden imponerse por decreto. Su aplicación depende de la solidez de nuestra economía, no de un loable sentimiento solidario. Las buenas intenciones son inútiles si no cuentan con la posibilidad real de llevarlas a cabo.

Carolina Bescansa ha afirmado que en Podemos se echa de menos un proyecto político para España. Sería más exacto decir que Podemos carece de un proyecto político. Su ideología se abastece de ensoñaciones adolescentes y arrebatos revolucionarios. Es evidente que, si llegara al poder, se plegaría a las reglas internacionales, como hizo Syriza, pero hasta entonces resulta más rentable explotar la demagogia. El secesionismo actúa de la misma forma. Prometer el paraíso es el camino más corto para movilizar a una sociedad insatisfecha. Sólo hace falta agitar unas cuantas consignas y deformar sistemáticamente la realidad. El procés no ha avanzado por medio de razones y hechos, sino de un discurso altamente emocional y escandalosamente simplista, según el cual Cataluña es una vieja nación y su pueblo suspira unánimemente por la independencia tras siglos de humillante ocupación. España es el imperio, la metrópoli opresora que impide su «derecho a decidir». Los catalanes que no piensan de este modo son «españolistas», «unionistas», «colaboracionistas», y sólo merecen ser señalados y segregados del proceso de construcción nacional. ¿Qué sucederá cuando Cataluña se libere de sus cadenas? Empezará «el mambo», es decir, el fin de la sociedad capitalista y patriarcal. O, según los más moderados, el florecimiento económico y cultural de un país mediterráneo con el genio de la Grecia clásica, el sentido del comercio de los fenicios y la creatividad del Renacimiento italiano. Por cierto, los anticapitalistas deberían plantearse que el capitalismo existe allí donde se producen intercambios comerciales regulados por las reglas de la oferta y la demanda. Si quieres librarte de sus garras, la única opción es recuperar el estilo de vida de los antiguos cazadores y recolectores.

El populismo y el secesionismo han identificado claramente a su enemigo: el bloque monárquico. La monarquía parlamentaria es el vástago corrupto del franquismo. Dado que no es posible descabezarla, sería deseable desmontarla. No importa que algunos de los países más avanzados del planeta (Noruega, Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Canadá, Australia y Países Bajos) conserven la monarquía parlamentaria como forma del Estado. Se olvida que las monarquías constitucionales poseen un carácter representativo y una función moderadora. Pueden asumir un liderazgo esencial durante una situación de crisis, como ha sucedido en España durante la rebelión del Govern o el golpe del coronel Tejero. La monarquía proporciona continuidad, estabilidad, solemnidad. Lo simbólico desempeña un papel esencial en la vida de un país. La limitación de poderes de la Corona neutraliza los estragos que podría causar un mal rey. En cambio, el presidente de una república no está sujeto a un control tan estricto y puede causar verdaderos estropicios. Evidentemente, la monarquía debe funcionar con transparencia y ejemplaridad para no caer en el descrédito, pero no debe confundirse lo público con lo privado. El rey es tan humano como el presidente de cualquier república. El juicio sobre su comportamiento se circunscribe a sus actos públicos. Sus problemas domésticos sólo son de su incumbencia. José María Pemán nos dejó una frase memorable sobre la monarquía: «Al lado del Carlos V de Tiziano, un presidente de República tiene un cierto aire de retorno, no diré que hacia el jefe de la tribu, pero sí hacia el alcalde pedáneo o el juez de paz». Felipe VI no es Carlos V. De hecho pertenece a otra dinastía, pero varios siglos de tradición le proporcionan una densidad histórica y simbólica que no está al alcance de un político sujeto a una transitoriedad consustancial.

El paraíso no está en la otra esquina. No se me ocurre un argumento más consistente contra las promesas utópicas del populismo y el secesionismo. La política se hace con sentido común y prudencia, no con raptos místicos que suelen conducir a la fractura social, el odio hacia el otro y el cataclismo económico. En la arena política, no hay que batallar por lo absoluto, sino por lo óptimo y posible. La crisis catalana parece desinflada, pero no resuelta. El problema persistirá durante mucho tiempo y sólo se resolverá mediante la pedagogía, el diálogo y el respeto a la ley. Mientras tanto, podemos descargar la tensión de las últimas semanas preguntándonos si Carles Puigdemont ha digerido que no se parece a Abraracúrcix, jefe de la indómita aldea gala, sino a Asurancetúrix, el bardo cuyo espantoso canto desencadena tormentas.

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