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El resentimiento en la democracia (y II)

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No parece necesario discutir la actualidad política del resentimiento: llevamos varios años conviviendo con esta ambigua emoción moral cuya apresurada exploración iniciábamos la semana pasada. Su presencia, sin embargo, no se traduce necesariamente en un adecuado conocimiento de sus matices, a menudo oscurecidos por la agresiva contundencia de sus manifestaciones. Pero no es un asunto sencillo, ni mucho menos: su mala reputación podría ser un invento de sus enemigos. Ya vimos que la interpretación de Nietzsche, o su recepción posterior, es decisiva en ese desprestigio: el resentimiento es así visto como un subproducto de la frustración, el mal perder de los perdedores. Sin embargo, no es ni mucho menos la última palabra que puede decirse al respecto.

Para empezar, el resentimiento puede también entenderse como un acto ético y político de naturaleza creativa, que contribuye al progreso de las sociedades mediante la denuncia de sus defectos estructurales. Así lo entiende la filósofa Asma Abbas, por ejemplo, para quien el resentimiento opera de una manera particular: el sujeto experimenta el sentimiento de haber sido dañado repetidamente, internaliza de manera paulatina su herida y se apoya en ella para dotar a su vida de significado, al tiempo que busca una causa externa para explicarlaAsma Abbas, «Resentment», en Michael T. Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014.. Esa búsqueda termina concluyendo que otra entidad –sea un individuo o un grupo– es a la vez causa del daño y legítimo objeto de su resentimiento. Y es en el curso de este proceso donde se generan nuevos valores políticos y morales. El resentimiento posee de este modo una dimensión creativa, porque de él emergen nuevas subjetividades y formas de percepción; es político, porque implica una interpretación, reinterpretación y recalibramiento del orden social que nos ubica en una determinada posición social: el siervo de la gleba descubre que podría ser otra cosa. En otras palabras, un daño deja de considerarse el producto natural de un determinado orden de cosas, para tenerse por lo contrario: el inaceptable resultado de una situación que nada tiene de natural.

Desde este punto de vista, pues, el resentido ofrece una interpretación del daño por él padecido que implica la denuncia de una injusticia, abriendo con ello la puerta al cambio social. Una pensadora poco sospechosa de comulgar con tesis populistas, la liberal Martha Nussbaum, piensa lo mismo: el resentimiento sería, a su juicio, una emoción moral que implica un cierto sentido de lo que es justoMartha Nussbaum, Political Emotions. Why Love Matters for Justice, Cambridge y Londres, The Belknap Press, 2013, p. 344.. Pero no vayamos tan rápido. Obsérvese que ese cambio social, a) puede verse frustrado, si los resentidos no son capaces de convertir su sentimiento de injusticia en acciones eficaces de transformación de las causas del daño padecido; b) puede llevarse a término por la vía de una reforma, bien sea en un contexto democrático o incluso en el marco de un régimen autoritario que cede a las demandas de un grupo social particular; o c) puede desembocar en una revolución con mayores o menores dosis de violencia. Más aún, en modo alguno está garantizado en ninguna parte que la injusticia experimentada por un grupo social conduzca –canalización del resentimiento mediante– a un objetivo impecable: tan injusto parece su desempleo al joven parado español como el relegamiento de la religión en las sociedades democráticas al fundamentalista religioso.

En cualquier caso, si los correspondientes impulsos coléricos que atraviesan una sociedad en un momento histórico particular tienen suficiente magnitud, probablemente terminen siendo recogidos –agregados– por movimientos o partidos que los transforman en algún tipo de «política constructiva»: una operación considerada por Peter Sloterdijk como «el opus magnum de la psicopolítica»Peter Sloterdijk, Ira y tiempo, trad. de Miguel Ángel Vega y Elena Serrano, Madrid, Siruela, 2010, p. 344.. De manera que la indignación precede a la ideología, que se arrogará el derecho a gestionar el correspondiente depósito de ira acumulado silenciosamente a lo largo del tiempo. Y distintas compañías extractoras competirán entre sí por el control del recurso bruto del resentimiento. Históricamente, el período de preguerra y entreguerras en Europa nos ofrece un ejemplo bien gráfico; ahora mismo, sin necesidad de salir de la ribera mediterránea, observamos cómo Podemos a la izquierda y el Frente Nacional a la derecha pugnan por el control de los yacimientos de cólera descubiertos durante la crisis.

No obstante, el pensador alemán está lejos de situarse en la misma posición que Abbas o Nussbaum. A sus ojos, el resentimiento colérico no es siempre una emoción cuyas consecuencias sean positivas. A ese respecto, alerta en su trabajo sobre el «inconmensurable poder del pensamiento negativo», capaz de justificar el asesinato de millones de seres humanos en nombre de las revoluciones que decían construir el paraíso sobre la tierra, adelantando a este mundo el castigo de los verdugos que la teología cristiana situaba en la vida ultraterrena. En algún caso, como la Revolución Cultural maoísta, mediante una cruel inversión de roles que expresa gráficamente la dirección del resentimiento oficial: el condenado como burgués era privado de sus gafas y enviado azada en mano a las remotas provincias del interior agrícola.

Sea como fuere, la lectura positiva del fenómeno que nos ocupa se asienta sobre la premisa de que el resentido tiene razón al experimentar resentimiento, porque se ha cometido sobre él una injusticia. Pero, ¿y si el resentido se equivoca? Más aún, ¿no es posible que los movimientos populistas apunten hacia causas inexactas y con ello estén creando más que expresando agravios definidos? Nada garantiza la buena fe de los portavoces del resentimiento. Pero, incluso asumiendo que el movimiento político en cuestión explota un resentimiento generalizado dentro de un grupo social o transversal a varios de ellos, ¿qué nos garantiza que ese resentimiento apunte hacia una causa indiscutible? Tiene razón Javier Moscoso, en el artículo citado en la entrada anterior, al señalar que el resentido no sólo siente: también discierne. Pero, ¿discierne bien todo el que discierne? ¿No es posible que un resentimiento sea imaginario, o que constituya el disfraz con que se viste un odio sin motivo, o de motivos inconfesables? En última instancia, ¿podemos otorgar la misma validez al resentimiento en un régimen democrático, por imperfecto que éste sea, que al resentimiento generado en una sociedad no democrática, injusta desde su raíz? Tal vez sería deseable andar con más cuidado en aquellos casos en que el resentimiento se expresa en regímenes democráticos.

A tal fin, se diría que es crucial establecer una distinción entre creencia y realidad: entre la convicción de que se ha padecido una injusticia y su efectiva ocurrencia. De alguna manera, esta distinción está presente, aun de manera implícita, en quienes se ocupan del resentimiento en las sociedades liberal-democráticas.  Martha Nussbaum, por ejemplo, sostiene que quien siente resentimiento a causa de las ventajas que disfrutan otros conciudadanos cree que esa situación obedece a una injusticia; John Rawls, en cuya reflexión se inspira, afirma que un sujeto «racional» no puede sentir envidia, al menos mientras las diferencias entre él y los demás no se vean como el resultado de la injustica o no excedan ciertos límitesJohn Rawls, A Theory of Justice, Oxford, Oxford University Press, 1972, p. 530.. Este último matiz es importante: si las diferencias son justas pero excesivas, el sujeto –por racional que sea– experimentará envidia. Antes que ellos, Max Scheler había apuntado ya que el sentimiento de venganza tiene mayor probabilidad de desembocar en el resentimiento cuanto más se transforma en un estado permanente sustraído a la voluntad del ofendidoMax Scheler, El resentimiento en la moral, trad. de José María Vegas, Madrid, Caparrós, 1993.. A lo que habría que añadir: sustraído efectivamente o percibido por el ofendido como tal, debido a la sensación de impotencia que lo embarga. La diferencia es importante, porque la injusticia cierta genera un derecho de reparación, mientras que de la injusticia imaginaria –por ejemplo, la que se fabula para eludir la propia responsabilidad– nada se deduce.

Pues bien, ¿cómo distinguir entre unas y otras? ¿A quién corresponde decidir? John Rawls, que discute lo que denomina «el problema de la envidia» para la construcción de una sociedad bien ordenada, soluciona hábilmente este problema mediante el recurso a la dimensión deliberativa de la democracia pluralista, es decir, poniendo la carga de la prueba del lado de los resentidos:

Si experimentamos resentimiento por tener menos que otros, puede deberse a que su mejor posición sea resultado de instituciones injustas o una conducta incorrecta por su parte. Quienes expresan resentimiento deben estar preparados para demostrar que ciertas instituciones son injustas o que otros les han infligido daño.

Dicho de otra manera: el resentido debe convencer a los demás participantes en la conversación pública de la bondad de sus razones. Si bien, evidentemente, tampoco eso garantiza la veracidad de sus afirmaciones: hay discursos que se abren paso por razones distintas a su verosimilitud. Sin embargo, no parece haber muchas otras formas de dilucidar esta cuestión. Y la dificultad de esclarecer dónde empieza la injusticia y dónde termina la responsabilidad es notable en las sociedades complejas: ¿quién es exactamente el responsable de la burbuja inmobiliaria y, por tanto, de sus consecuencias negativas? Es tal la maraña de actores públicos y privados que confluye en su formación que resulta muy difícil, más allá de sangrantes casos particulares, repartir las culpas con nitidez. De ahí que la tentación sea tirar por la calle de en medio e incurrir en groseras simplificaciones.

Hay que tener en cuenta, en este punto, la diferencia conceptual entre envidia, emulación y resentimiento. Son miembros de la misma familia moral, aquella que mantiene el ojo puesto en el bien ajeno, pero no son exactamente lo mismo. Y es importante diferenciarlas para diferenciar también la respuesta que corresponde dar a cada uno. Ya que, por ejemplo, si algo caracteriza a la pura envidia es la imposibilidad de satisfacerla. Máxime si tenemos en cuenta –como admite Nussbaum– que no sólo los bienes materiales la producen: pueden envidiarse la belleza, la inteligencia o, simplemente, la suerte ajena. Rawls distingue, así, entre una envidia general, que experimentan los desventajados hacia los aventajados, y una envidia específica, que es inherente a la rivalidad y la competición: al reparto entre ganadores y perdedores, sea cual sea la posición de partida de que cada uno haya arrancado.

Tiene su lógica que, para el pensador norteamericano, la envidia más perjudicial sea la que se manifiesta como hostilidad hacia el bien ajeno, aunque ese bien no nos perjudique. Es una envidia destructiva cuyo efecto inmediato estribará en un movimiento de defensa por parte de los envidiados. Su efecto agregado, pues, es colectivamente perjudicial: fiat invidia et pereat mundus. Ahora bien, en otro de esos perversos matices que hacen posible el inestable éxito de las sociedades capitalistas, la envidia puede ser positiva para el conjunto de la sociedad si se convierte en emulación: el deseo de llegar a donde han llegado otros. Ni que decir tiene que estas distinciones analíticas difícilmente encontrarán una traducción literal en la realidad, en la que las emociones y razonamientos de los sujetos realmente existentes conformarán una amalgama mucho más confusa y variable. Pero una cosa es reaccionar al bien ajeno montando una empresa y otra tirando piedras a un chalet.

Pues bien, para evitar las consecuencias negativas de la envidia, Rawls establece una doble línea de defensa. Por una parte, un conjunto de derechos básicos y principios redistributivos orientados a proporcionar oportunidades a todos los ciudadanos por igual; por otra, instituciones legales y políticas que hagan posible la canalización de los agravios genuinos, esto es, del resentimiento justificado. De esta manera, concluye el gran teórico del Estado Social, no lograremos erradicar la envidia, verdaderamente inerradicable, pero sus daños serán socialmente manejables.

Por ello, tal vez la distinción crucial sea la que se establece entre una envidia específica (o competitiva) de la que no se deducen derechos, y un resentimiento justificado que señala injusticias que deben ser removidas. Estas últimas son menos probables –pero, sin duda, posibles– en un marco democrático, mientras que la envidia específica será consecuencia del funcionamiento ordinario de la sociedad liberal. Ambas pueden convertirse en una herida permanente dentro del sujeto y transformarse en resentimiento; ambas, también, pueden producir discursos políticos que identifican una causa del daño: sea el entero régimen español del 78 o el clientelismo sistemático en la sociedad griega. Aunque también pueden señalarse injusticias estructurales dentro de las democracias: recordemos que la segregación racial pervivió en Estados Unidos hasta la década de los sesenta del siglo pasado.

Pero, ¿de dónde viene esa envidia específica, competitiva, estructural, cuyas consecuencias sobre nuestro ánimo hemos de soportar? Tal como dice Sloterdijk, aunque nuestras sociedades han jubilado a siervos y esclavos, han inventado al loser. Así, uno se convierte en ganador o perdedor por el solo hecho de desenvolverse en sociedades que, aun aspirando a una cierta igualdad básica, reconocen el derecho de medrar de sus miembros, que inevitablemente provocará (aun con la debida redistribución de la riqueza: también hay ricos en Noruega) trayectorias disímiles que constituirán la base de nuestra comparación con los demás:

las personas no pueden dejar de aspirar al reconocimiento específico [además del legal] que se manifiesta en prestigio, bienestar, ventajas sexuales y superioridad intelectual. Ya que tales bienes siguen siendo reducidos en todas las circunstancias, en el sistema liberal se reúne un gran depósito de envidia y mal humor entre los competidores derrotados, por no hablar de los verdaderos perjudicados y de los marginados de facto.

Recordemos la memorable escena que relata el solitario narrador de Ampliación del campo de batalla, la primera novela de Michel Houellebecq, cuando acude a comprar una cama nueva:

Si uno no quiere perder el respeto del vendedor está obligado a comprar una cama doble, aunque no le vea la utilidad y tenga o no sitio para ponerla. Comprar una cama individual es confesar públicamente que uno no tiene vida sexual, y que no cree que la tendrá en un futuro ni cercano ni lejanoMichel Houellebecq, Ampliación del campo de batalla, trad. de Encarna Castejón, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 114..

Claro que, por otro lado, ¿cómo podría una política pública arreglar un problema semejante? Esta anécdota tiene la virtud de revelar cómo la misma competición entre individuos –no exenta en absoluto de su envés colaborativo– que produce un efecto global positivo para la mejora social produce estructuralmente una división entre perdedores y ganadores, que es también diferenciación entre satisfechos y frustrados. Habrá por ello quien diga que la entera sociedad capitalista está fundada en el resentimiento, pero no olvidemos que éste se manifiesta también en las sociedades precapitalistas: ahí están Caín y Abel para demostrarlo. De hecho, las sociedades liberales podrían verse, asimismo, como una forma eficaz de reorganización de la envidia, cuya finalidad es que ésta se convierta en emulación creativa y no, precisamente, en resentimiento: que sea un incentivo en lugar de una rémora. En otras palabras: que el deseo de emulación ante la visión del bien ajeno conduzca a la (auto)construcción y no a la (auto)destrucción. En ese mismo sentido, el Sloterdijk más nietzscheano ha sugerido que la moral de los esclavos denunciada por su maestro ha dejado huella sobre la psicopolítica dominante, al convertir en sospechosos –en nombre del igualitarismo– los afectos ligados a «pasiones valorativas» como el ansia de fama, la vanidad, la ambición o el deseo de reconocimiento. Son afectos peligrosos, viene a decirnos, pero enormemente productivos para la convivencia de los seres humanos.

Si dejamos a un lado la dimensión económica y moral del resentimiento en la democracia, para prestar atención a su aspecto político, es conveniente subrayar la tendencia del votante a olvidar su propia contribución en la generación de la situación que se denuncia. Aquí reside uno de los puntos ciegos de la explotación populista del resentimiento: el escamoteo de la propia responsabilidad del sujeto como ciudadano y votante. A ese escamoteo contribuyen, desde la teoría, el énfasis en los diseños institucionales y la crítica participativista para la que el ciudadano es sistemáticamente ignorado cuando no hay elecciones de por medio. Pero no es así exactamente. Sin negar la importancia de los factores institucionales, el ciudadano, por el solo hecho de elegir a sus gobernantes entre los partidos que concurren a las elecciones, está contribuyendo decisivamente a dar forma a la oferta de los mismos. A eso hay que añadir una opinión pública que condiciona la acción de los gobiernos, aunque sólo sea porque éstos quieren ser reelegidos. Distingamos, pues, entre resentimientos justificados y resentimientos imaginarios: reparemos los primeros y denunciemos los segundos. No sea que el ciudadano se transmute en resentido para eludir su propia responsabilidad, asunto sobre el que –significativamente– nada tiene que decir nunca el populismo que vive de la movilización de este último.

Esa distinción, por desgracia, no es fácil. Máxime cuando quien juega la baza del resentimiento goza de una decisiva ventaja: la dolorosa visibilidad del daño actual neutraliza toda referencia que pueda hacerse a la historia particular del daño. Sólo importa el problema que tenemos delante, al que urge dar respuesta; sus causas originales apenas cuentan. Pero, entre esas causas, en una democracia digna de tal nombre, hay que incluir tanto el comportamiento electoral como el normal desenvolvimiento de los ciudadanos en su vida ordinaria: decisiones, actitudes, comportamientos. Así, por más que la primera tentación del frustrado sea buscar una causa externa que lo exima de toda responsabilidad en su propio destino, la obligación de una sociedad democrática será sopesar seriamente la validez de esas razones en el marco de la conversación pública y reforzar aquellos aspectos de su diseño institucional que hagan posible el equilibrio productivo entre oportunidad y competición. Sólo así predominará la sana envidia –susceptible de convertirse en emulación dinámica– sobre el ciego resentimiento: ciego, en primer lugar, a sí mismo. Y saldremos todos ganando, aunque no podamos ganar todos.

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