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Cataluña (I)

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Sobre lo que no se puede hablar, reza un conocido mandato filosófico, es mejor callar. Pero también puede suceder que el silencio sea la única prescripción posible cuando ya se ha dicho todo –o casi todo– sobre algún asunto: por ejemplo, el nacionalismo catalán. Incluso aquí nos hemos ocupado ya de un problema que alcanza este mes de septiembre una intensidad desconocida desde la «cordial proclamación» del Estado de Cataluña después de las elecciones municipales que trajeron a España la Segunda República en 1931. O, al menos, eso parece a juzgar por las declaraciones de los líderes de los partidos catalanes favorables a la independencia de la región y a la vista de las encuestas que dan a la plataforma secesionista un nada desdeñable –aunque a todas luces insuficiente– apoyo ciudadano. Sin embargo, aunque se haya dicho ya todo, es conveniente decir algo más. Y hacerlo, en nuestro caso, atendiendo menos a las justificaciones que el nacionalismo proporciona que a las explicaciones de un fenómeno cuyo renovado vigor constituye una incómoda sorpresa instalada en el corazón de la modernidad. Nos desconcierta francamente ver a ciudadanos adultos que salen a la calle ataviados con camisetas independentistas y banderas en la mano: su renuncia a las razones en beneficio de las pasiones –impermeables al desmantelamiento argumental de su mitología– resulta embarazosa para los teóricos contemporáneos. ¡Salvo que el teórico sea nacionalista!

Mi intención es alejarme en la medida de lo posible de las particularidades del caso catalán, a fin de poder discutir el problema del nacionalismo de manera más amplia, regresando después a nuestras latitudes con los deberes ya hechos. Los argumentos contrarios al nacionalismo son muchos y buenos, pero no está claro que hayamos avanzado tanto en el análisis de un problema cuya naturaleza –como acaba de sugerirse– nos disgusta. Hay una explicación estándar, desarrollada en mi anterior entrada sobre el tema, que atiende principalmente al proceso de socialización padecido por el ciudadano de la camiseta, al que contemplamos como una víctima de la propaganda nacionalista: porque no se habría puesto la camiseta si no hubiera sido movilizado previamente, es decir, si no se hubieran activado sus sentimientos nacionales a través del discurso político y demás instrumentos al servicio de los actores nacionalistas y filonacionalistas. Súmese a ello la manipulación malintencionada de la historia, la adulteración polarizadora de la conversación pública, la espiral de silencio que acompaña al castigo que padecen los desafectos en un marco social en que el poder público retiene la capacidad de repartir jugosos premios y dolorosos castigos, la ausencia hasta hace bien poco de una respuesta intelectual vigorosa por parte de los constitucionalistas dentro y fuera de (con las debidas y meritorias excepciones), la apelación a las emociones por encima de las razones y los datos (¡no nos quieren y, encima, nos roban!), así como la continua vulneración de las leyes por parte de los sucesivos gobiernos catalanes. También podemos reconstruir más o menos verosímilmente el proceso que ha conducido al prucés, empezando por el prestigio antifranquista del nacionalismo y terminando por la indulgencia de la izquierda socialdemócrata ante sus reivindicaciones. Aunque de poco sirve ya la elucubración retrospectiva: estamos donde estamos.

Sabemos también que las identidades colectivas plantean el mismo tipo de problemas que otras formas de agregación o empaquetamiento: la violenta reducción del pluralismo inherente a la realidad mediante categorías unificadoras de orden colectivo. La sola denominación de pueblo implica ya hacer violencia a una cuerpo social que se caracteriza por su diversidad. Aparte de la lengua y del hecho contingente de compartir una historia y un territorio comunes, pocos rasgos podrán predicarse como compartidos por todos o por la mayoría de los miembros de una sociedad moderna, especialmente si ésta se extiende sobre un territorio amplio y está razonablemente desarrollada. De ahí la necesidad que tiene el nacionalismo –cualquier nacionalismo– de emplear símbolos imprecisos, capaces de aglutinar al mayor número posible de individuos, al margen de sus discrepancias ideológicas o socioeconómicas; de ahí, también, su capacidad para infiltrarse transversalmente a lo largo y ancho del espectro político. Probablemente, el éxito definitivo de esta estrategia se alcanza cuando alguien dice de sí mismo que no es nacionalista, pero sostiene argumentos nacionalistas. En palabras de Montserrat Guibernau:

Es importante señalar que los símbolos son eficaces porque son imprecisos. […] La nación, al usar un conjunto particular de símbolos, encubre su diversidad interna, transforma la realidad de la diferencia en apariencia de similitud, y permite revestir a la «comunidad» de una cierta integridad ideológica; esto explica la capacidad del nacionalismo para unir a personas de niveles culturales y orígenes sociales disparesMontserrat Guibernau, Los nacionalismos, Barcelona, Ariel, 1996, p. 95..

No obstante, todas estas certezas seguirán dejándonos un punto ciego, un vacío en el centro del análisis: el ciudadano seguirá luciendo su camiseta independentista junto a otros cientos de miles de ciudadanos. Y ese hecho, acaso desesperante, seguirá demandando una explicación. Porque, guste o no, el desnudo dato que nos dice cuántos creen qué, tiene su importancia en lo que a las naciones se refiere. Algo que la definición de nación propuesta por Hugh Seton-Watson toma en consideración: «Todo lo que puedo decir es que una nación existe cuando un número significativo de personas en una comunidad se tienen a sí mismas como miembros de una nación o se comportan como si formasen una»Hugh Seton-Watson, Nation and State, Londres, Methuen & Co, 1977, p. 50.. La nación puede así entenderse como una ficción compartida. ¿Y qué hacer cuando, sea cual sea la naturaleza viciada del proceso que haya conducido a ese resultado, una amplísima mayoría social deja de sentirse parte de una nación para comprometerse con otra? ¿Por qué unos abandonan una ficción para abrazar otra, incluso cuando al hacerlo se vulneran derechos individuales?

En un trabajo todavía reciente, el filósofo político norteamericano Bernard Yack sostiene que la confusión imperante entre los teóricos a la hora de dar cuenta del nacionalismo se debe a nuestra inadecuada comprensión de la comunidad y su particular psicología moralBernard Yack, Nationalism and the Moral Psychology of Community, Chicago, The University of Chicago Press, 2012.. A pesar de que la modernidad está asociada al debilitamiento progresivo de las lealtades heredadas y las comunidades intergeneracionales en beneficio de las asociaciones voluntarias de individuos, hemos de enfrentarnos al hecho de que la nación es un tipo de comunidad que ha florecido en el mundo moderno. Desde luego, el nacionalismo es una fuerza política sobre cuya reemergencia –setenta años después de la Segunda Guerra Mundial– pueden albergarse pocas dudas. Su tesis es que tal vez estábamos equivocados a la hora de identificar tan inequívocamente la vida moderna con el predominio del contractualismo liberal y el asociacionismo voluntario. ¿Acaso no ha retornado también la religión, si es que alguna vez se fue? Yack propone, en fin, que cambiemos de gafas para observar el nacionalismo con objeto de comprenderlo mejor y combatir así más eficazmente su indiscutible peligrosidad.

Antes de explorar la alternativa teórica que propone Yack, y de señalar sus limitaciones, muchas de las cuales viene a ilustrar con especial claridad el caso catalán, es conveniente recordar cuál el estado de la cuestión en los estudios sobre el nacionalismo. Esto es, dar brevemente cuenta del modo en que el nacionalismo y la nación han venido siendo explicados por la ciencia política. No tardará el lector avisado en percatarse de que las categorías de uso académico no difieren demasiado de las que él mismo habrá tenido que emplear, con un lenguaje distinto, en cualquier discusión mínimamente informada sobre el asunto: los problemas son los mismos, los dilemas también.

Pues bien, por más que el estudio sistemático del nacionalismo empiece en las ciencias sociales, señaladamente en la Historia y la Ciencia Política, allá por las décadas de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, su desarrollo puede resumirse fácilmente atendiendo al modo en que ha respondido en cada momento a la pregunta acerca de si la nación es un artefacto o una esencia. Se han respondido las dos cosas, hasta alcanzarse, como ha sucedido en casi todos los terrenos de la ciencia social, una suerte de síntesis nacida del pluralismo. Algo que, en este caso, supone haber pasado de considerar la nación una esencia a tenerla por un artefacto, para juzgarla, últimamente, un artefacto asentado sobre alguna clase de esencia.

Así, el primordialismo que asumía que las naciones se asentaban en alguna clase de esencia, siendo, por tanto, productos naturales de una cultura, fue reemplazado por una ortodoxia modernista conforme a la cual nación y nacionalismo no son sino resultados de la modernización, es decir, construcciones que sólo pueden entenderse en el contexto del proceso político y cultural que les dan forma, pero que nada de objetivo o natural tienen. Esta perspectiva fue desafiada después por el neoperennialismo que, subrayando la historicidad de las naciones, así como su contingencia, defiende la existencia de elementos culturales que las preceden y explican. Por tanto, la principal divisoria es la que separa a los etnosimbolistas, que rechazan la noción de que las naciones sean formaciones políticas recientes, para defender su constitución a partir de mitos, recuerdos y símbolos normalmente premodernos, de los modernistas, que tienen a la nación como un producto –una necesidad sociológica, de hecho– de la modernidad, por más que enfaticen distintos factores a la hora de dar cuenta de su gestación: económicos, políticos, socioculturalesSobre esto, vénase Monserrat Guibernau y John Hutchison (eds.), Understanding Nationalism, Cambridge, Polity Press, 2001, y Umut Özkirimli, Theories of Nationalism. A Critical Introduction, Nueva York, St. Martin’s Press, 2000. Entre los etnosimbolistas destacan Anthony Smith y John Armstrong; los modernistas más relevantes serían Eric Hobsbawn, Charles Tilly, Ernst Gellner, Benedict Anderson y John Breuilly. No tiene sentido citar aquí las obras de todos ellos; alguna, no obstante, sí que es citada a lo largo del texto..

Resulta, así, imprescindible diferenciar entre comunidad étnica y nación, para poder comprender mejor la interacción entre ambas. Esta interacción, huelga decirlo, se hace aún más compleja en países como España, donde la nación política (España) contiene un conjunto de nacionalidades culturales (Cataluña, País Vasco, Galicia) a las que van sumándose gradualmente nacionalidades promovidas –con distinto éxito– sobre la base de distintas identidades regionales. ¿Cuál es, en estos casos, la comunidad étnica? ¿Y cuál es la nación?

La comunidad étnica podría definirse como una unidad de población que cuenta con mitos ancestrales comunes y elementos culturales e históricos compartidos, así como un vínculo con un territorio y cierta medida de solidaridad común, al menos entre las elites. Por el contrario, la nación moderna designaría a una población que comparte un territorio histórico, mitos comunes y recuerdos históricos, una cultura pública de masas, una economía común, así como derechos y deberes de los que son titulares todos sus miembrosSobre esta diferenciación, véase, por ejemplo, Anthony Smith, Nations and Nationalism in a Global Era, Cambridge, Polity Press, 1995.. Sólo mediante esta distinción podemos explicar la pervivencia de naciones premodernas –o pueblos– que se caracterizan ante todo por la posesión de una cultura, sean titulares a su vez, o no, de un Estado: armenios, kurdos, judíos, cosacos. Estas anomalías son las que alteran la periodización convencional, conforme a la cual la etnicidad dominaría el panorama histórico premoderno y las naciones el moderno. Parte del problema, como nos recuerda Julie Mostov, es que a menudo empleamos el término nación de manera indistinta para referirnos a la comunidad étnica y a la nación moderna:

Nación se utiliza a veces en referencia a una comunidad de personas que comparten una historia, lenguaje, cultura, etnicidad y linaje comunes. En esta acepción, una nación no tiene fronteras físicas. Sin embargo, también puede hacer referencia a personas que comparten territorio y gobierno (por ejemplo, los habitantes de un Estado soberano) con independencia de su origen étnicoJulie Mostov, «Nation and Nation-State», en Michael T. Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Londres, Wiley-Blackwell, 2014, pp. 2477-2490..

Pero también puede ser, vendrá a decirnos Yack, que la modernidad no produzca un corte tan limpio como nos gustaría creer, quizá porque no estaba en su mano producirlo.

Sea como fuere, el interés del etnosimbolismo reside en que nos permite corregir la desaforada presunción de aquellos artificialistas que ven en las naciones una mera construcción sin asidero alguno en la realidad: una comunidad imaginaria antes que imaginada. Más bien, como sugiere el propio Smith, las etnias dominantes o nucleares componen la base cultural para la formación de las naciones, proveyendo a los nacionalistas (porque el nacionalismo como tal es una ideología característicamente moderna) de los elementos necesarios para la forja de las naciones contemporáneas: lenguaje, rituales, artefactos, emblemas, música, indumentarias, recuerdos compartidos, mitos, valores, tradiciones, así como las costumbres y prácticas institucionalizadas que se derivan de los mismos. Puede decirse, a partir de aquí, que esos elementos culturales pueden combinarse de varias formas, pero no admiten variaciones ilimitadas, y que su evolución bajo la influencia de las transformaciones materiales y tecnológicas es también variable. Pero en ningún caso los componentes primordiales u originarios de una identidad nacional se trasvasan de manera automática a la identidad nacional correspondienteSamuel Eisenstadt, «Die Konstruktion nationaler Identitäten in vergleichender Perspektive», en Bernhard Giesen (ed.), Nationale und kulturelle Identität. Studien zur Entwicklung des kollektiven Bewusstseins in der Neuzeit, Fráncfort, Suhrkamp , 1991, pp. 21-38.. Hay siempre una selección, consciente o no; hay siempre, pues, un artificio.

Ahora bien, la conciencia de nación cultural no conduce necesariamente a una reivindicación nacionalista. Dicho de otro modo, la diferencia cultural no tiene por qué politizarse, ya sea porque no quiere politizarse o porque no se puede, aunque se intente. Precisamente, estos días acaba de disolverse el Partido Andalucista, fracasado en su intento por promover algo parecido a un nacionalismo andaluz. Por añadidura, las identidades suelen ser complejas y múltiples, siendo frecuente encontrar identidades «anidadas» en otras con las que conviven pacíficamente; por ejemplo, la española con la europea o la andaluza con la españolaEl concepto es de Gunthram Herb y Dabid Kaplan. Véase el volumen por ellos editado, Nested Identities. Nationalism, Territory and Scale, Oxford, Rowland & Littlefield, 1999.. La incompatibilidad de las identidades suele ser el producto de un proceso de antagonización activado por los grupos que movilizan el sentimiento nacionalista en un determinado territorio. En fin de cuentas, tal como señalara ya el mismísimo Reiner Koselleck en su historia semántica de los conceptos de nación y pueblo, la correspondencia de pueblo, nación y Estado que ha podido encontrarse tradicionalmente en un país como Francia es una envidiable excepción, pero no la normaReiner Koselleck, «Lexikalischer Rückblick», en Otto Brunner, Werner Conze y Reiner Kosselleck (eds.), Geschitliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, volumen 7, Sttutgart, Klett-Cotta, 1992, pp. 380-389.. Y basta con que un movimiento nacionalista active ese antagonismo para que el huevo de la serpiente crezca allí donde sólo parecía haber unos rastrojos.

Sin duda, una ventaja de combinar las perspectivas modernista y etnosimbolista, al tiempo que se enfatiza la dimensión psicológica del nacionalismo (la creencia de los sujetos en la nación), es relegar a un segundo plano la cuestión relativa a la autenticidad o falsedad de las creencias llamadas a fundamentar la identidad nacional o subnacional. Si bien la historia proporciona una experiencia común, símbolos y valores, no tiene por qué ser fidedigna: como apuntan Hobsbawn y Terence Ranger, la movilización nacionalista puede tener como base tradiciones e historias inventadasEric Hobsbawn y Terence Ranger (eds.), The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1993.. De modo que los relatos nacionales pueden ser más o menos verosímiles, directamente falsos o una mezcla de los dos, pero en ningún caso dejarán de ejercer violencia sobre la realidad histórica para imponer sobre ella una lectura necesariamente reduccionista.

Por ello, la perspectiva psicológica e identitaria debe combinarse con la atención hacia las tesis modernistas, porque enfatizan el conjunto de instrumentos de los que se sirven la autoridad política y las elites nacionales o subnacionales para producir la conciencia nacional. Anderson y Gellner, principalmente, han señalado cuáles fueron esos instrumentos, que siguen siendo los mismos, aun cuando su eficacia pueda haberse visto paulatinamente reducida por el efecto combinado de la globalización (que, no obstante, tiende a reforzar las identidades locales y regionales como refugio) y la digitalización (que fragmenta la esfera pública y dificulta la labor homogeneizadora de los mass media): los medios de comunicación, la educación pública, las políticas lingüísticas y culturales, el discurso políticoBenedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Verso, Londres, 1991 y Ernst Gellner Nations and Nationalism, Blackwell, Londres, 1988.. Esa tarea, que admite muchas modulaciones, se asienta en un acervo cultural preexistente, que sirve de base para la aculturación correspondiente. La viabilidad de las naciones modernas descansa en gran parte en su capacidad para apoyarse en esos sentimientos previos, esto es, en sistemas de creencias y mediaciones simbólicas de enorme fuerza, que los nacionalistas utilizan para canalizar el pasado en su beneficio, y que los teóricos modernistas habrían ignorado o malinterpretadoJohn Hutchison "Nations and Culture", en M. Guibernau y J. Hutchinson (eds.), Understanding Nationalism, Polity, Cambridge, 2001, 74-96.. Volveremos sobre esto.

Puede así decirse, empleando de nuevo el feliz concepto de Benedict Anderson, que la comunidad nacional es siempre imaginada, pero no falsa, ya que todas las comunidades amplias son imaginadas: sus miembros nunca se encontrarán personalmente. De hecho, esa comunión imaginaria no tiene por qué ser explícita: las diferencias nacionales (o regionales) pueden permanecer inarticuladas y, sin embargo, ejercer una influencia profunda sobre las conductas individualesDavid Miller, Sobre la nacionalidad. Autodeterminación y pluralismo cultural, trad. de Ángel Rivero, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997.. El sujeto puede permanecer inmerso en su cultura sin tener conciencia de ello: como el pez en el agua. Tal como apunta Anderson, la diferencia estriba entonces en el modo en que lo son –imaginadas– antes que en su falsedad o veracidad; es decir, en el tipo de nación que se construye a partir de los elementos contingentes que la historia proporciona.

Es aquí donde conviene introducir la distinción, propuesta inicialmente por Hans Kohn allá por 1944, entre las concepciones étnica (o nacionalista) y cívica (o liberal) de la naciónHans Kohn, The Idea of Nationalism. A Study in Its Origins and Background, Nueva York, Macmillan, 1944 (citado por Julie Mostov, antes citada).. Si aplicamos esos términos al caso español, la nación española sería una nación cívica y, la nación catalana, una comunidad étnica que aspira a convertirse no en una nación cívica, sino, justamente, en una nación étnica. Al menos, eso nos dice la misma teoría que tiene a Alemania y Japón por modelos de nación étnica y a Francia y los Estados Unidos como prototipos de nación cívica. Esta última, de acuerdo con la célebre definición de Ernest Renan, emana de un «plebiscito diario» entre sus miembros, que ratifican su pertenencia a la comunidad en cuestión a través de prácticas culturales e instituciones públicas comunes: una renovación consuetudinaria, inercial más que reflexiva, de los votos nacionalesErnest Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss, trad. de Andrés de Blas Guerrero, Madrid, Alianza, 1988.. Pero, como sostiene Anthony Smith, todos los nacionalismos contienen elementos cívicos y étnicos simultáneamente, en distintos grados y diferentes formas. La diferencia fundamental estriba precisamente en el predominio de unos u otros: la nación cívica se apoya en los elementos étnicos o históricos de manera débil, asumiendo el pluralismo característico de las sociedades contemporáneas y dejando espacio para el reconocimiento de las diferencias subnacionales, mientras que la nación étnica coloca esos rasgos culturales en primer plano, hasta el punto de que los «derechos» colectivos de la nación pueden prevalecer, en caso de conflicto, sobre los derechos individuales, con la correspondiente reducción artificial del pluralismo en nombre de la pervivencia de las esencias nacionales.

En suma, sería consolador encontrarnos ante una realidad más simple, que se dejara reducir más pacíficamente a términos teóricos unívocos; pero no es el caso. Lo que no quiere decir que sea imposible mantener una posición política clara y coherente ante episodios particulares en la historia del nacionalismo étnico: todo lo contrario. Dicho esto, está por existir la sociedad nacional que supiera apoyarse únicamente en una suerte de fría racionalidad cosmopolita. Por suerte o por desgracia, las contingencias del nacimiento siguen desempeñando un papel destacado en la legitimación de las unidades estatales. Y lo que viene a sugerir el auge del nacionalismo en la era de la globalización es que la modernidad ilustrada se hizo demasiadas ilusiones con la especie, cuya maleabilidad a manos de la razón es menor de la que habríamos deseado. En esa línea desencantada se sitúa Bernard Yack, para quien la nación cívica liberal es un mito y no una realidad: un deseo antes que una posibilidad. Pero de su tesis, con sus fortalezas y sus limitaciones, nos ocuparemos la semana que viene, a las puertas ya de las decisivas elecciones autonómicas cuyo carácter plebiscitario, como las naciones mismas, puede verse confirmado si el número de quienes así lo creen resulta arrollador en comparación con el de quienes se resisten a creerlo.

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