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Caspaña (y II)

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A la maquinaria propagandística del independentismo catalán no le basta con defender argumentalmente sus propuestas políticas. Necesita, junto a ello, presentar una Cataluña idealizada, primero en su pasado esplendoroso, con sus logros admirables, sus espléndidas victorias y sus derrotas trufadas de heroísmo; a continuación, en su presente vigoroso y dinámico, pero también penoso y conflictivo por culpa de los opresores foráneos; y por último, naturalmente, en un futuro prometedor, casi idílico, cuando se hagan realidad las aspiraciones seculares de todo un pueblo. El complemento indispensable de esa estampa paradisíaca es la caracterización del enemigo –España, Estado español o, simplemente, el Estado– como el envés o negativo de todas esas cualidades que se celebran como propias.

Quiero recordarles que, como les decía al final del artículo anterior, no pongo en duda la absoluta libertad de los humoristas que nos ocupan en estos comentarios para hacer lo que hacen y decir lo que dicen. No tengo por qué pensar que siguen los dictados y criterios de nadie por encima de ellos. Es más, creo firmemente que siguen única y exclusivamente sus propias convicciones. Pero esto mismo hace paradójicamente más valioso su testimonio. Porque, sin estar a sueldo de nadie, contribuyen en la medida de sus fuerzas a una causa establecida. Cuando menciono su papel como propagadores de un determinado ideario o, en este caso, para ser más concretos, aludo a su militancia antiespañola, lo hago desde el más absoluto respeto personal: considero que se enrolan en la causa antedicha con absoluta convicción. En este sentido, no sólo son representativos de un específico sector político sino, sobre todo, constituyen un exponente privilegiado de una amplia parcela de la ciudadanía catalana que suscribe y aplaude la meta de la independencia como panacea de todos los males que afligen a Cataluña.

En la consecución de este objetivo vale todo, aun saltándose las leyes y principios más elementales de la realidad histórica, de la situación política, y hasta de la lógica y el sentido común. Como España no reconoce el «derecho a decidir» de Cataluña –planteamiento ya de por sí falaz en cualquiera de sus sentidos–, podemos inferir que en España no existe el derecho a decidir ni la posibilidad de decidir en cualquier asunto trascendente. Eso es lo que expresa Ferreres en El Periódico (24 de febrero de 2012). La viñeta nos presenta a Rajoy en Londres, ante el Big Ben, al lado de Cameron. El primer ministro británico argumenta: «¿Gibraltar español? Eso tendría que preguntárselo a sus habitantes». A lo que el presidente español contesta, cínico pero seguro: «En España los asuntos serios no se consultan a la gente, está prohibido. ¡Estaríamos frescos!»

Pueden pensar que se trata de un exceso puntual. No es así. Más bien es una constante que tiene sus puntos de inflexión, como podrá comprobarse a continuación. Volvamos al mismo dibujante y otra vez al mismo rotativo (11 de febrero de 2012). Se aprovecha la separación de la judicatura del magistrado Baltasar Garzón para hacer un totum revolutum con la falta de justicia en España, la corrupción, la ausencia de democracia ¡y hasta la persistente sombra de Franco! La viñeta muestra a Garzón con una gruesa bola atada en su pierna a punto de ser arrojado a los tiburones. Frente a él, un risueño Francisco Camps –epítome de la corrupción– masculla con sorna y satisfacción: «¡Qué gran lección ha dado al mundo la justicia española! Para que luego digan que Franco no dejó nada bueno». ¿España, una democracia? ¡Vamos, no me haga reír! A lo sumo, un gran casino, con todo amañado y donde siempre gana quien tiene que ganar. Lo expresa Farruqo en El Economista (23 de febrero de 2012), a raíz de las posibles inversiones extranjeras en el sector del juego. «¿Por qué elegí España para hacer el Euro Las Vegas? ¡¡Aquí la Banca siempre gana!!»

Dejando por un momento al margen la cuestión política, estos portavoces de un estado de opinión de la sociedad catalana consideran que la mejor manera de aproximarse y entender al país opresor es atendiendo a sus esencias. Sí, ya sé que el esencialismo y la metafísica patrias están de capa caída aquí desde hace mucho tiempo, pero no para el ideario del catalanismo, que no piensa soltar esa presa, del mismo modo que, como acabamos de ver y luego seguiremos comprobando, no piensa despedir al fantasma de Franco a pesar de que lleve más de cuarenta años bajo tierra. (Entre paréntesis: cuando en este contexto se dice Franco, se nombra algo español, ajeno por completo a Cataluña. Mientras España y Franco se superponen y a menudo se confunden, Cataluña es por definición antifranquista). A lo que íbamos: el caso es que España es y seguirá siendo siempre lo mismo, así que pasen los siglos. La tierra de la siesta y la fiesta, de la tradición, la incultura y el desprecio por la modernidad, refractaria por siempre a los valores civilizados.

Manel Fontdevila/ (Público, 12 de enero de 2012) se despacha a gusto con una viñeta doble que muestra, por un lado, bajo el epígrafe de «Lo nuestro», a Rajoy sobre un toro: «Los toros. ¡Tradición de toda la vida que nos define como pueblo! ¡Hay que mantenerlos!» A la derecha, el mismo Rajoy da patadas a un anciano y un niño: «La sanidad y la educación públicas. ¡Modas pasajeras de la época de la política ye-yé! ¡Fuera, fuera!» Muy similar en su mensaje es la viñeta de Ferran Martín en lainformacion.com (11 de octubre de 2012). En la escuela el maestro está vestido de torero y ha pintado un toro en la pizarra. «Lección: El Arte. O-L-É». El maestro explica: «Ni Dalí, ni M. Caballé, ni Serrat, ni Miró, ni I. Coixet, ni el Perich, ni Tapiès, ni Gaudí… Cuando hablamos de arte español nos referimos a esto» [sic]. La alta cultura catalana, de renombre universal, frente a la casposa tradición hispana. ¿Quién da más? Es inútil darle más vueltas: España, como sugiere el mismo dibujante en otra viñeta (lainformacion.com, 1 de agosto de 2013), no ha salido todavía del ámbito zarrapastroso y cutre de ¡Bienvenido, Mr. Marshall!

Hasta en la sátira desaforada que estamos viendo hay niveles. La crítica –nos guste más o menos– puede ser certera, al menos en algunos matices. Por otro lado, hay quien sabe usar el freno para no sobrepasar determinados límites. Lo más normal, sin embargo, como estamos viendo, es que el humor de este sector político sea bastante elemental, por no decir zafio y previsible. Pues bien, también aquí hay quien desbarra hasta lo inconcebible. Juzguen ustedes mismos la inventiva y la sutileza de Toni Batllori en «Cómo “españolizar” a un alumno» (La Vanguardia, 11 de octubre de 2012). La tira, dividida en cuatro partes, presenta primero al adulto que abre el cráneo al niño; en la segunda, lo pone boca abajo para que caiga el cerebro; en el espacio de la cabeza que ha quedado vacío se embute la bandera rojigualda; en la cuarta y última, el alumno se marcha y el adulto (¿funcionario, profesor?) llama al «siguiente». Una vez más, insisto: no es un exceso, no es una excepción. Es la norma.

En otra tira del mismo Batllori en el citado rotativo (6 de noviembre de 2012), la parte izquierda está ocupada por un individuo que dice «Cataluña une». A la derecha, con una extensión tres veces mayor, aparece un mar de banderas rojigualdas y una inmensa pancarta que dice: «Todos contra el derecho a decidir de los catalanes». Por cierto, encabezando toda la página, el periódico titula: «Arrecia la cruzada antisoberanista». Como es sabido, eso de «cruzada» suena muy español y, al tiempo, naturalmente, muy franquista. Por el contrario, soberanía (voluntad popular) es lo que demanda Cataluña.

La rojigualda, con o sin toro al retortero, da mucho juego. Por ejemplo, rojo y amarillo son los colores del gran mazo que se abate sobre el juez que intenta encausar a la infanta Cristina. Es, para que nos entendamos, la «marca Espanya», según Armengol en La Mañana (6 de junio de 2013). España pinta bastos, como la cabra tira al monte. El mismo humorista presenta a España como un toro que es sabiamente toreado por un catalán con barretina y la senyera como capote (La Mañana, 20 de agosto de 2013). Como les dije, no pidan sutilezas. Esta es la tónica. Para ahorrarles más detalles concretos, les diré que una y otra vez las viñetas de estos humoristas machacan en los mismos puntos: España es el paraíso de la corrupción, el trapicheo, la justicia prostituida, la represión, la intransigencia; es el refugio de los chorizos, los aprovechados, los inútiles, los folclóricos…

Les aclaro, por si se despistan, que cuando se menciona a España, se nombra a un país que nada tiene que ver con Cataluña. La diferenciación es una constante. Se sirven para ello de diferentes recursos: el más obvio, las banderas para definir dos bandos enfrentados. También, como ya he mencionado en varias ocasiones, España se caracteriza por su esencia cañí –folclóricas, bailaoras– y por todo lo relacionado con los toros. Finalmente, los mapas, convenientemente manipulados, también dan para mucho. Normalmente, el mapa de España se caricaturiza como territorio que se hunde, que naufraga o que aparece repleto de ladrones. Napi, por ejemplo, en El Economista (6 de abril de 2013), contrapone el mapa físico de España al mapa político: el primero se pliega para dar lugar al segundo, que no es más que un sobre abierto del que sobresalen los fajos de billetes. Por su parte, Manel Fontdevila, en orgulloysatisfaccion.com, confronta el mapa de Francia (con un gran cartel que pone «Liberté, Égalité, Fraternité») a la península Ibérica (con una pancarta que dice «Impunité, Impunité, Impunité»). Junto a esta, un Rajoy chulesco les dice a los franceses «Ja, ja, ja… ¡Gilipollas!»

El catalán –político o ciudadano de a pie, tanto da– es paciente, dialogante y pacífico, pero exigente. Sabe bien lo que quiere. Tiene enfrente al español, intransigente, represor, ignorante. Lo ideal para solucionar el conflicto sería el diálogo, pero el diálogo entre dos contendientes tan disímiles se antoja casi imposible. Por culpa, naturalmente, del opresor. Ermengol, en La Mañana (15 de septiembre de 2013), expresa con claridad y contundencia este planteamiento: una silla dispuesta frente a un inmenso bloque de hormigón. El título, «L’interlocutor». El mismo dibujante es aún más cáustico en otra viñeta que representa a España como una apisonadora gigantesca conducida por Rajoy que se dirige a aplastar una solitaria urna (La Mañana, 30 de septiembre de 2014). Pero la más brutal y sangrante es la que presenta a un catalán (tocado con la barretina) en el momento en que es traspasado por la espalda por un inmenso puñal, que es una de las alas de la gaviota que sirve de emblema del PP (La Mañana, 9 de marzo de 2013). Supongo que de ahí a decir directamente «El PP mata a los catalanes» hay sólo un paso.

No he hallado ninguna mención a que España sea un país democrático con un sistema político representativo semejante al de las naciones vecinas del Occidente europeo. En España, naturalmente, hay una Constitución, es decir, un libro viejo, vacío y lleno de telarañas (mero envoltorio sin contenido), según lo caricaturiza Kap en La Vanguardia (7 de diciembre de 2013). No olvidemos, como ya dije, y Manel Fontdevila nos recuerda en eldiario.es (8 de noviembre de 2014), que Franco sigue tutelando su querida España, allá en las alturas. Así, las cosas, ¿puede resultar extraño que todo el que pueda quiera huir de este apestoso país? Napi, en El Economista (abril de 2014), bajo el título de «El presidente del Gobierno hará una consulta», presenta un Rajoy que exclama con la cara descompuesta: «¿Alguien quiere quedarse en España?» El mismo humorista insiste en esa misma línea en idéntico medio (16 de junio de 2014): España como casona que se quema y de la que todos salen en estampida por puertas y ventanas, mientras Rajoy desde el balcón proclama al lado de la bandera nacional: «España va mejor».

En última instancia, y como resultante de todo lo dicho, España es simplemente ridícula. Produce una impresión de asco y pena. Da vergüenza ser o sentirse español. Por estas vías tortuosas, el catalanismo –¡miren por dónde!– se encuentra con don Antonio Cánovas, y suscribe algo muy parecido a lo que hace ya siglo y medio decía el estadista de la Restauración: «Son españoles… los que no pueden ser otra cosa». Déjenme que termine con dos caricaturas que expresan a la perfección esos sentimientos. En la primera, Farruqo  (El Economista, 14 de junio de 2014) dibuja a dos sujetos viendo las noticias en la televisión. «INE: el PIB subirá un 4,5% gracias a droga y prostitución». Uno de los telespectadores exclama «¡¡Drogas, prostitución y fútbol!!» El otro levanta los brazos en plan festivo y canta: «¡¡Yo soy español, español!!» La segunda viñeta, obra de Napi (El Economista, 10 de octubre de 2014), nos muestra un escenario y una bandera de España como fondo o telón de una actuación musical. Leemos: «Georgie Dann podría poner letra al himno nacional». Sobre el mencionado escenario, una caricatura del citado cantante flanqueado por varias gogós y tarareando «El chiringuiiito, el chiringuiiito». Si Ortega y Gasset levantara la cabeza, podía hallar respuesta a su famoso enigma-lamento: «¡Dios mío! ¿Qué es España?» España es hortera. ¡Un chiringuiiito!, dirían estos. Volvemos así a lo que les señalaba en mi artículo anterior acerca de la importancia del humor en la difusión de una conciencia nacionalista banal. Para no marear la perdiz, lo diré ahora de forma breve y contundente: si yo pensara todo esto, también querría salir de Caspaña.

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Ficha técnica

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