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Españolas por el mundo

LAS NUEVAS MULTINACIONALES. LAS EMPRESAS ESPAÑOLAS EN EL MUNDO

Mauro F. Guillén, Esteban García-Canal

Ariel, Barcelona

Trad. de Purificación Flórez

272 pp.

19,90 €

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Si a usted se le ocurre viajar a Londres, verá que desembarca en un aeropuerto gestionado por una empresa española, quizás utilice una línea de metro también gestionada por una empresa española, podrá comprar ropa en una gran cadena española y, si precisa de servicios financieros, podrá utilizar los de un banco español establecido en el Reino Unido. E incluso, si viaja al norte, la energía que consuma posiblemente estará suministrada por una empresa española. Parecido panorama puede encontrarse en muchos países de América Latina, y aun en otros lugares del mundo. Así, encontrará parques eólicos españoles, bancos españoles y autopistas de gestión española en Estados Unidos, o líneas españolas de autobuses en China.

Para un país que anteayer era ávido receptor de inversiones extranjeras, y que no hace tantas décadas era incluso beneficiario de ayuda al desarrollo, no es mal logro. El desembarco de las empresas españolas en el mundo a partir de la década de los noventa del pasado siglo es un fenómeno que aún hoy día nos produce cierta sorpresa. Acostumbrados a criticar las carencias de nuestro país, nos parece casi incomprensible que hoy España sea el segundo inversor mundial en América Latina, y que empresas españolas controlen alrededor del 10% del sistema bancario británico, o manejen alrededor del 30% de los sistemas de control aéreo del mundo, por no citar sino dos ejemplos.

A estas nuevas multinacionales españolas que se han abierto paso en la economía global está dedicado el libro objeto de este comentario. No son muchos, por desgracia, los libros de que disponemos sobre la empresa española, aunque, en el caso de la actividad internacional de nuestras empresas, contamos al menos con el Anuario sobre internacionalización de la empresa española que vienen publicando desde 2006 el Círculo de Empresarios y la Wharton School, uno de cuyos autores es, precisamente, Mauro F. Guillén.

El fenómeno de las empresas multinacionales saltó al dominio público en los años setenta. Ciertamente, las grandes empresas de los países desarrollados, especialmente las de Estados Unidos, llevaban ya un par de décadas abriendo filiales y construyendo plantas en otros países, pero es en los años setenta cuando se acuña el término de «multinacionales», y aparecen multitud de libros sobre ellas, destacando los estudios de Charles P. Kindleberger y Stephen Hymer, y los más periodísticos (dicho sea esto sin intención peyorativa) de Louis Turner, -Raymond Vernon, Christopher Tugendhat o John H. Dunning.

La teoría elaborada sobre las multinacionales nos decía que estas empresas, titulares de un extenso entramado de plantas productivas, filiales, delegaciones y oficinas por todo el mundo, habían dejado de ser empresas con una nacionalidad determinada –norteamericanas, británicas o del país donde tuviesen su matriz–, sino auténticas «ciudadanas del mundo», empresas que ya no debían adscribirse en puridad a ninguna nación en concreto, fuese cual fuese su origen, la titularidad de su capital o la ubicación geográfica de sus centros de decisión. Se derramaron ríos de tinta para explicar en qué casos, y en cumplimiento de qué condiciones, tales empresas podían considerarse multinacionales, es decir, provistas de una auténtica ciudadanía internacional. La verdad es que la literatura de la época dedicada al tema es muy interesante e ilustró sin duda con bastante esmero la naturaleza, características y forma de actuar de estas empresas, pero realmente no cuela la pretensión de obviar su nacionalidad. Por muchas elucubraciones y argumentos que se provean, lo cierto es que Coca-Cola, IBM, Microsoft o General Motors son empresas norteamericanas, del mismo modo que Repsol, Telefónica o el Banco de Santander son empresas españolas, y ello pese a que la mayor parte del negocio esté localizado fuera de su país de origen, o que incluso su capital está en gran parte, o en su mayoría, en manos de fondos de inversión extranjeros.

El libro de Guillén y García-Canal recuerda brevemente la secuencia teórica de expansión de estas empresas por el mundo. Distingue, por un lado, la llamada «expansión vertical», que es el proceso de establecimiento en otros países para asegurarse el suministro de materias primas, componentes o insumos (expansión vertical hacia atrás), o para la distribución y venta de sus productos (distribución vertical hacia delante), todo ello cuando por diversas razones la utilización de proveedores o representantes locales no es aconsejable. Y, por otro, la llamada «expansión horizontal», que es el proceso de apertura de plantas de producción en el extranjero, ya sea para aprovechar menores costes (fundamentalmente mano de obra más barata), para reducir costes de transporte o para salvar barreras arancelarias o riesgos de tipo de cambio. En todos estos casos, recuerdan Guillén y García-Canal, se trata de empresas de países desarrollados que se instalan en países con un nivel de desarrollo menor, aprovechando las ventajas de su superior nivel tecnológico, sus mayores recursos financieros, su mejor capacidad directiva y de gestión y, en muchos casos, el valor de su marca.

No es cuestión de abundar aquí en el fenómeno de las empresas multinacionales, ni tampoco es ese el objeto del libro que comentamos, que no dedica a ello sino unas pocas páginas. Su propósito –y el nuestro– es, en cambio, explorar el fenómeno de las «nuevas multinacionales» que en época reciente han aparecido por el mundo, de las multinacionales procedentes de economías emergentes que en estos últimos años han surgido con una pujanza y rapidez sorprendentes. Empresas de Corea del Sur, Taiwán, España, India, China, Brasil o México, por no citar otros países, que se han expandido por el mundo convirtiéndose en actores globales y, en algunos casos, en líderes en su sector.

Más allá del posible estupor que ello pueda producirnos, ¿estamos ante un fenómeno nuevo? Es decir, ¿se trata de empresas similares a las multinacionales clásicas, con las mismas características, fortalezas y estrategias de expansión? ¿O se trata de casos distintos, en cuyo caso deberíamos elaborar una nueva teoría de la empresa multinacional aplicable a estas recién llegadas?

El libro que comentamos apunta algunas diferencias entre las viejas y las nuevas multinacionales. Observa, ante todo, que, a diferencia de las multinacionales clásicas, estas nuevas no disponen en general de una tecnología propia especialmente avanzada, ni de una marca de renombre. Ello significa que sus fortalezas, las que les han permitido expandirse fuera de sus fronteras, son otras. Alguna tendrán, evidentemente, pues de otra forma no se explicaría su éxito. Y menos cuando, al tratarse de recién llegadas, han tenido que competir no solo con las empresas locales, sino también, en muchos casos, con las multinacionales clásicas allí implantadas. De forma un tanto genérica, Guillén y García-Canal señalan, como ventaja competitiva de estas nuevas multinacionales, su capacidad para organizar, dirigir, ejecutar proyectos y establecer redes organizativas y de relaciones. Amén, en muchos casos, de una especial habilidad «política». Esto último apunta a que, al estar habituadas en su país de origen a relacionarse con gobiernos discrecionales, y a marcos regulatorios inestables y con fuertes dosis de intervencionismo, están más preparadas que las multinacionales clásicas para desenvolverse en países extranjeros en situación similar.

Los autores aprecian otra diferencia importante en las estrategias de expansión de estas empresas. Las multinacionales clásicas, procedentes de países desarrollados con economías y niveles tecnológicos superiores, se expandieron generalmente en países con niveles de desarrollo menor, en los que pudieron explotar estas superiores capacidades y lograr diversificación y mayor volumen de negocio. Por el contrario, las nuevas multinacionales emergentes, carentes de especiales fortalezas tecnológicas, han iniciado (aunque no siempre) su expansión exterior en países más desarrollados a fin de mejorar sus capacidades y adquirir, mediante alianzas y adquisiciones, unas bases tecnológicas y unas habilidades de gestión superiores; y solo más tarde se han dirigido hacia países con niveles de desarrollo inferiores para obtener un mayor volumen de negocio global.

Está claro que estas generalizaciones no tienen quizá más que un mero valor académico. Cada caso es distinto, como advierten claramente los propios autores, de forma que la elaboración de una Teoría de la Nueva Empresa Multinacional tiene tanta importancia como la Teoría de la Empresa Multinacional Clásica, en ambos casos escasa.

Lo verdaderamente interesante del libro que comentamos es el recorrido que nos ofrece por las multinacionales españolas. Con datos de 2008, censa en 2.064 las multinacionales con base en nuestro país, cifra que se amplía a 2.495 si incluimos todas las empresas con presencia estable en el exterior. Y añade que, en el período 1986-2008, estas empresas llevaron a cabo unas nueve mil adquisiciones, inversiones, alianzas o procesos de ofertas para contratos públicos en el extranjero. De estas empresas destaca algunas peculiaridades: primero, que el grueso de su expansión internacional no se basó en la posesión de activos intangibles tecnológicos, sino más bien en otro tipo de cualidades; segundo, que su expansión estuvo y está bastante concentrada geográficamente; y tercero, que las alianzas y las adquisiciones han sido la forma más importante de expandirse. De todo ello nos ocuparemos a continuación.

De la importancia del fenómeno de la expansión empresarial española en el mundo dan idea las cifras: a finales de 2010 (datos correspondientes al tercer trimestre), el valor de las inversiones españolas directas en el exterior ascendía a 490.500 millones de euros, de los que 458.693 correspondían a acciones y otras participaciones de capital, y 31.781 a financiación entre empresas relacionadas (los datos proceden del informe del Banco de España Posición de inversión internacional de España frente a otros residentes en la zona del euro y al resto del mundo).

Este volumen es superior al de las inversiones extranjeras directas en España en igual momento (451.700 millones), de forma que el saldo neto de nuestro país frente al mundo (posición neta activos-pasivos) es positivo; es decir, España es inversora neta en el mundo (otra cosa es, por supuesto, la inversión de cartera, en la que nuestro saldo es negativo). Es de destacar, asimismo, que la inversión directa española en el exterior ha venido aumentando de forma persistente a lo largo de todos estos años, incluso en medio de la severa crisis que viene padeciendo nuestra economía desde 2007-2008. En 2002, el volumen de nuestra inversión extranjera directa en el exterior era de 156.000 millones de euros, muy inferior al de las inversiones extranjeras directas en España. En 2007 era ya de 395.400 millones de euros, prácticamente igual al de las inversiones extranjeras directas en nuestro país. Para 2008 había alcanzado los 424.000 millones, cifra superior a la de las inversiones extranjeras directas en España, y en 2009 ascendía a 447.700 millones, situándose en 2010 en los citados 490.500.

Son cifras impresionantes: estamos hablando de prácticamente el 50% del PIB (el porcentaje ilustra sobre la importancia del fenómeno, aunque no sea muy ortodoxo comparar cifras flujo con stock). En lo que respecta a su distribución geográfica, el grueso de estas inversiones (más del 80%) se concentra en América Latina y Europa por razones fáciles de entender, y solo más recientemente el interés de nuestras empresas se ha orientado hacia otras zonas.

Casi podríamos poner fecha al inicio de este proceso de expansión de las empresas españolas en el mundo. Comenzó a principios de la década de los noventa y estuvo protagonizado fundamentalmente por empresas de los sectores de infraestructuras, utilities y servicios financieros. Muchas de las empresas protagonistas, nacidas y crecidas en marcos fuertemente regulados, y que en bastantes casos habían experimentado recientes procesos de privatización en España, se encontraron con una excepcional ventana de oportunidad ante los procesos de apertura y privatización iniciados en algunos países latinoamericanos, como Argentina a finales de los años ochenta. La ocasión la pintan calva. Nuestras empresas, cuyas posibilidades de crecimiento en el mercado doméstico eran limitadas, se planteaban la necesidad de crecer en otros lugares, no ya para ganar cuota de mercado y aumentar su volumen de ingresos y beneficios, sino para protegerse del riesgo de ser absorbidos por algún competidor europeo más grande: comer o ser comido. Pocas dudas hay de que si Repsol o Telefónica, por poner dos ejemplos, se hubieran mantenido dentro de las fronteras de su mercado doméstico y no hubieran crecido hasta convertirse en actores globales, hoy serían meras filiales de algún grupo extranjero. En esta encrucijada estratégica, las oportunidades de entrar en los mercados latinoamericanos pudieron ser aprovechadas, primero porque las empresas españolas a las que nos referimos disponían de recursos y de capacidad de obtener financiación en los mercados, y segundo, porque la política jugó a su favor. No solo porque, como antes se apuntó, tuviesen experiencia en relacionarse con gobiernos de talante discrecional y marcos administrativos inestables (al final, proceder de un país tan intervencionista como el nuestro resultaría una ventaja), sino porque el clima de las relaciones entre España y esos países les facilitó indudablemente la tarea.

En estos años se produjo un fuerte movimiento inversor por parte de empresas españolas en Argentina (Telefónica, Endesa, Unión Fenosa, Repsol, Santander, BBVA, Agbar…), e igualmente estas empresas y otras más se implantaron en otros países como Chile, Brasil, Perú, México, Colombia o Venezuela. Estos inicios de la aventura exterior española, intensos y brillantes, parecen desmentir alguna de las generalizaciones que Guillén y García-Canal proponen acerca de la estrategia de expansión de las multinacionales emergentes (aunque ambos insisten en el valor relativo de estas generalizaciones). La expansión exterior de estas empresas no se dirigió en sus inicios hacia países desarrollados, sino a países con un nivel de desarrollo inferior al nuestro. No es que tuvieran capacidades tecnológicas excepcionales, pero sí mejores que las de las empresas absorbidas y, desde luego, disponían de mejores capacidades organizativas y de gestión. Telefónica fue capaz en no demasiado tiempo de mejorar espectacularmente el servicio a los clientes de la Telefónica argentina. Lo mismo pudieron hacer Endesa o Unión Fenosa. Y en cuanto a Santander y BBVA, contaban, desde luego, con un nivel tecnológico notable en cuanto a desarrollo de productos financieros, análisis de riesgos, gestión de tesorería, sistemas operativos, aplicaciones informáticas y gestión integral del negocio, todo lo cual les permitió consolidar los bancos adquiridos, modernizarlos, mejorar su gestión y hacerlos crecer.

Y es que la historia de la inversión extranjera no termina con la compra de una empresa o la apertura de una filial. Se requiere volcar a continuación ingentes esfuerzos de gestión en forma de personal ejecutivo y apoyos desde la central para potenciar las subsidiarias y hacerlas rentables, lo que en el caso de las adquisiciones implica en muchos casos rentabilizar la importante prima o sobreprecio pagado.

Detrás de estas operaciones vinieron otras más: de estas mismas empresas en otros mercados distintos del latinoamericano, en Europa, en Estados Unidos, en el norte de África, en Extremo Oriente después; y de otras empresas de otros sectores (alimentación, bienes de consumo duradero, infraestructuras, componentes, hostelería…) en un número creciente de países. Es un buen tema de especulación plantearse si el éxito y la notoriedad de estas operaciones iniciales en América Latina actuó como inspiración y estímulo para otras empresas a la hora de iniciar la aventura extranjera.

Obviamente, nadie se lanza a invertir en el extranjero por seguir una moda o para imitar a otros (o sí). En todos los casos, la motivación fue la necesidad de crecer en otros mercados una vez que las posibilidades de crecimiento en el mercado doméstico tocaran techo. Ello unido a la posibilidad de aprovechar unas capacidades y habilidades especiales en materia de gestión, organización, logística o manejo de redes, sin olvidar en algunos casos la habilidad de desenvolverse en sectores regulados, mercados intervenidos y administraciones discrecionales (lo que Guillén y García-Canal llaman habilidades «políticas»).

A día de hoy, el balance de las multinacionales españolas es bastante impresionante. Siete de las diez mayores empresas privadas de gestión de infraestructuras del mundo son españolas (ACS, FCC, Abertis, Ferrovial, OHL, Acciona y Sacyr). Telefónica es el mayor operador de telecomunicaciones de Europa por valor bursátil, y el tercero del mundo. Santander es el principal banco de la zona euro, también por valor bursátil, y el cuarto del mundo (con permiso de los descalabros recientes de los valores españoles en los mercados), con presencia hegemónica en América Latina, y copando el 10% del sector bancario británico. BBVA se ha convertido también en uno de los grandes bancos mundiales, con presencia en México, Argentina y muchos otros países. Zara (Inditex) es hoy la segunda marca de ropa más valiosa del mundo. Y, por citar casos quizá menos conocidos, el Grupo SOS ha logrado la primera posición mundial como productor de aceite de oliva. Ebro es la número uno en arroz y la número dos mundial en pasta. Viscofan es líder mundial en producción de revestimientos artificiales para la industria cárnica (36% de cuota del mercado mundial y 60% en envolturas de celulosa). Freixenet es la primera empresa mundial en vinos espumosos. Tavex, Pronovias, Roca, Grupo Antolín o Zanini ocupan también la primera posición en el mundo en sus respectivos sectores (tela vaquera, trajes de novia, revestimientos interiores de automóviles y embellecedores de ruedas). Y ocupan, asimismo, posiciones destacadas Iberdrola, Acciona y Gamesa en energía eólica, o Repsol en el sector de petróleo y gas. Por no citar las cadenas hoteleras (Sol Meliá, Iberostar), las editoriales (Planeta), los juguetes (Famosa), los electrodomésticos (Fagor), los espejos retrovisores para automóvil (Ficosa) o los productos de acero para la industria del automóvil y de electrodomésticos (Gestamp), sin olvidar, por otra parte, los clubes deportivos (Real Madrid y Barcelona).

Sorprenderá quizás al lector que empresas y sectores se enumeren de forma tan desordenada. Tal desorden es intencionado. Pretende mostrar la enorme variedad de áreas y negocios en que las empresas españolas están presentes hoy en el mundo, y hasta qué punto se ha ampliado aquel reducido espacio (utilities, infraestructuras y servicios financieros) en que la inversión española en el exterior se movió en sus comienzos.

Hoy las empresas españolas aparecen introducidas en casi todos los sectores y mercados. Más o menos, por supuesto. Se concentran todavía abrumadoramente en América Latina y en Europa, y su presencia es aún muy pequeña en Asia, la gran asignatura pendiente. Son especialmente fuertes en los primeros sectores antes apuntados (banca, electricidad, telefonía o infraestructuras), aunque estén ganando rápidamente posiciones en otros como ropa o alimentación. E incluso en lo que popularmente se conoce como «tecnología punta», una empresa española, INDRA, se ha convertido en uno de los líderes mundiales en control de tráfico aéreo, o control de procesos electorales.

Para explicar las razones que han permitido a tantas empresas españolas expandirse por el mundo, Guillén y García-Canal echan mano de las de carácter general que pueden predicarse de las multinacionales de países emergentes, aunque se cuidan mucho de limitarse a una explicación genérica. Se trata de empresas y sectores muy variados, y ello exige analizar cada caso concreto. Nuestros autores analizan veintiuna empresas clasificadas en cinco sectores: alimentación (Ebro Foods, Grupo SOS, Freixenet y Viscofan), bienes de consumo duradero, como ropa, juguetes, electrodomésticos y otros (Inditex, Pronovias, Famosa, Flamagas y Fagor Electrodomésticos), bienes industriales (Ficosa, Zanini, Corporación Gestamp y Gamesa), infraestructuras y servicios financieros (Telefónica, Unión Fenosa, Santander y Agbar), y otros servicios (ALSA, IESE Business School, Editorial Planeta y Duro Felguera).

Es un buen surtido, aunque se echan en falta otras empresas que han alcanzado una importante presencia internacional y que, por tanto, merecían ser objeto de análisis. Entre las ausencias, son especialmente llamativos los casos de Iberdrola (con presencia destacada en el Reino Unido y otros países, y con un notable peso en el negocio de la energía eólica), Ferrovial (ejemplo destacable de diversificación, con una importante presencia en el campo de la gestión aeroportuaria), BBVA (uno de los principales bancos del mundo), INDRA (un verdadero gigante tecnológico) o Mango (otra empresa destacada en el campo de la ropa de moda, con establecimientos en diversos países).

Para cada una de las empresas estudiadas en el libro que comentamos, se describe su trayectoria internacional, la estrategia seguida y las cualidades y fortalezas que les han permitido expandirse por el mundo. Y para no renunciar a establecer patrones, intentan en cada grupo rastrear pautas comunes de conducta. Así, en el sector de la alimentación indican que las empresas estudiadas empezaron su expansión entrando en mercados desarrollados (y con competidores más sofisticados) a fin de mejorar sus capacidades (mediante alianzas y adquisiciones) para luego expandirse en mercados menos desarrollados. En el sector de los bienes duraderos, cuando la tecnología propia no es importante ni el acceso a los mercados interiores está limitado, la clave del éxito en la expansión internacional estuvo en el desarrollo de capacidades propias en diseño, innovación del proceso o logística de distribución. En el sector de bienes industriales se trató de empresas de componentes que suministraban a las plantas españolas de multinacionales extranjeras y que, de la mano de estas, pasaron a suministrar a más plantas de esas mismas multinacionales (y luego de otras) en otros países: es decir, se hicieron globales atendiendo a clientes globales. En el de las infraestructuras y servicios financieros, el principal activo fue la experiencia acumulada en su país de origen, su capacidad de ejecución de proyectos y sus habilidades «políticas», en el sentido que ya se comentó anteriormente. El primero de estos activos, las capacidades desarrolladas en el país de origen (mejoradas mediante acuerdos y alianzas estratégicas), también se observa en el último de los grupos estudiados (otros servicios), junto con la concentración del esfuerzo en nichos de mercado y áreas geográficas bien definidas.

Todo esto está muy bien, y es muy interesante. Los autores ofrecen un buen análisis del fenómeno de las multinacionales españolas y una detallada descripción de cada caso concreto. Pero el lector quizá podría sacar alguna de estas dos conclusiones un tanto precipitadas: que la expansión empresarial española en el mundo tiene una explicación general, esto es, que estas empresas españolas tienen unas cualidades, ventajas o características comunes, y distintas a las de otros países, que explican su expansión; o bien que, a pesar de todo, sigue siendo incomprensible que un país con tantas carencias, defectos y problemas como el nuestro haya podido ser cuna de empresas de la importancia y peso en el mundo de las citadas.

En realidad, a la hora de explicar el éxito de las multinacionales españolas, lo primero que se debería decir es que no tiene nada de extraordinario. Responde con bastante lógica al también notable ritmo de desarrollo de la economía española a lo largo de las dos últimas décadas. Obviamente, la economía española tiene serios problemas (debilidad institucional, educación deficiente, marco regulatorio prolijo, marco laboral rígido, gasto público excesivo, administración pública hipertrofiada e ineficiente). Pero la constatación de nuestros defectos no debiera hacernos olvidar lo positivo (mejora espectacular de las infraestructuras, modernidad del equipo productivo, apertura a la competencia, vitalidad del sistema financiero). España escaló ya en la década anterior el puesto número 8 en el ránking de las potencias industriales (ahora rebajada al puesto número 12, que tampoco es poca cosa). Las empresas españolas gozaron, sobre todo durante el período 2000-2007, de recursos financieros y capacidad de endeudamiento para financiar su expansión exterior. Desarrollaron habilidades organizativas y de gestión tanto en el mercado español como en los nuevos mercados en los que iban estableciéndose. Disfrutaron en ocasiones de ventanas de oportunidad (ya hemos mencionado el caso de América Latina en la década de los noventa; puede añadirse el de los países de la Europa del Este, e incluso el Banco Santander aprovechó la crisis financiera reciente y los problemas del sector financiero británico para reforzar su posición en el Reino Unido y convertirse en el segundo mayor grupo bancario del país). Y otro factor no despreciable: por primera vez nuestro país pudo contar con un número suficiente de ejecutivos y profesionales que pudieran gestionar empresas en el extranjero sin complejos y sin necesidad de diccionario.

En estos desembarcos hubo de todo. Hubo grandes operaciones de miles de millones, materializadas en la compra de grandes empresas extranjeras por las grandes multinacionales españolas, con el consiguiente reflejo en la estadística de ese año (la compra de YPF por Repsol, de Scottish Power por Iberdrola, de Abbey Bank, Sovereign Bancorp, Alliance&Leicester o Bradford&Bingley por el Banco de Santander). Pero, junto a los pelotazos siempre espectaculares y que ocupan los titulares de prensa, ha venido produciéndose en paralelo una persistente lluvia fina de apertura de sucursales, delegaciones y centros de producción y distribución mediante la cual muchas empresas españolas, paso a paso, sin llamar demasiado la atención, han ido creando un tejido multinacional y escalando posiciones en el ránking mundial.

Quizás el caso más notorio en este sentido sea Inditex. Sin hacer ninguna operación espectacular, sin protagonizar ninguna gran adquisición de las que provocan titulares, ha ido construyendo una impresionante red de más de cinco mil cien tiendas en setenta y seis países (es la empresa española con mayor presencia internacional, y la única con establecimientos en los cinco continentes), que dan trabajo a más de cien mil personas. El negocio internacional de Inditex supone aproximadamente el 65% de su red de establecimientos, alrededor del 70% de sus empleados y del 60% de su facturación total.

El caso de Inditex es especialmente interesante –y un buen exponente de la vitalidad empresarial española en el mundo– por varias razones. No era al comienzo de su expansión una «gran» empresa. No, desde luego, como lo eran Telefónica, Repsol, Endesa, Santander o BBVA, dotadas de ingentes recursos financieros, respaldo político explícito o implícito, y en bastantes ocasiones de alianzas internacionales que facilitaran su implantación. Pertenecía a un sector tan maduro y convencional como el de la ropa (nada tan prosaico ni tan alejado del glamour tecnológico). No disponía de una marca de renombre internacional (ahora sí, pero al comienzo de su expansión internacional Zara apenas era conocida fuera de España). Y, sin embargo, en apenas década y media se ha convertido en una de las dos marcas de ropa más valiosas y en una de las dos cadenas establecimientos de moda (la otra es la sueca H&M) más grandes del mundo.

La clave del éxito de Zara es admirable de puro simple. Consiste en ofrecer ropa de moda a precios asequibles y con un ritmo de renovación que le permite estar permanentemente al día. La moda es, obviamente, cambiante y experimental. Los gustos de los consumidores son volátiles. Unas cosas funcionan y otras no, y es, por tanto, necesario reaccionar con rapidez y adaptarse, descartando rápidamente los modelos y tendencias que no tienen aceptación, y produciendo otros nuevos, en un continuo y veloz juego de prueba y error. Las tiendas de Zara ofrecen modelos nuevos de ropa cada semana. Todas las semanas reciben nuevas remesas (nunca se repiten) y todas las semanas, desde la central, se conoce qué modelos han tenido aceptación y cuáles no. Y con esta información llevan a cabo el diseño y la fabricación de los nuevos modelos.

Todas estas explicaciones apuntan a que la fortaleza de Zara no reside realmente en la especial brillantez de sus diseñadores (aunque no deba minimizarse), sino en su enorme capacidad de adaptación al mercado (lo que, por otra parte, es la clave del éxito o del fracaso de cualquier empresa): que la rotación de sus modelos sea tan intensa (muchísimo mayor que la de las tiendas convencionales de ropa de moda) le permite atender los gustos de la clientela con gran flexibilidad, lo que, unido a precios razonables, le asegura la pujanza de sus ventas. Pero esta agilidad de adaptación y de suministro de prendas a su red de establecimientos exige un esfuerzo de logística descomunal. Y es precisamente esta capacidad logística, que le permite fabricar y distribuir por todo el mundo en un tiempo mínimo, la clave de la fortaleza de Inditex, y un ejemplo de que en el mundo no existe sector, por tradicional que parezca, que no sea susceptible de revolucionarse con técnicas empresariales novedosas.

Inditex consolidó su posición como líder en España antes de lanzarse en serio a la expansión internacional. Y luego procedió a esta poco a poco, eligiendo los países, las ciudades y los emplazamientos (la ubicación de las tiendas no es cuestión menor). Diversificó en paralelo el producto, creando marcas específicas para diferentes tipos de clientes, e incluso entró en otras líneas de producto y en otros canales de ventas. Constituye un inmejorable ejemplo de que las armas del éxito en la economía global no se limitan al progreso tecnológico, al menos tal y como se entiende en su sentido convencional, el de bata y laboratorio. Pero las empresas expanden asimismo su negocio mediante procesos de innovación que mejoran su capacidad de gestión y aumentan su eficiencia. En tal sentido, progreso tecnológico con mayúsculas es también la logística de distribución construida por Inditex, como lo es el conjunto de técnicas de gestión, diseño de productos bancarios y sistemas operativos de la banca española, una de las más eficientes del mundo, o la tecnología de gestión de parques eólicos de Gamesa o Iberdrola, por no poner sino unos pocos ejemplos. Como, asimismo, las habilidades de construcción y gestión de infraestructuras desarrolladas por Ferrovial, FCC, OHL o ACS.

Sería interesante también analizar las consecuencias y los efectos de la internacionalización en las empresas protagonistas. Se comentó anteriormente que los propósitos de la expansión en el exterior habrían sido ganar volumen, tanto en la cifra de ingresos como en resultados (amén de mejorar las capacidades competitivas de la empresa), diversificar el negocio, para reducir su dependencia de la coyuntura doméstica y, en muchos casos, dificultar o impedir opas hostiles gracias a su mayor tamaño.

Si tales eran los propósitos (todos o alguno de ellos), lo cierto es que los resultados parecen haber respondido a lo que se esperaba. Sobre las ganancias en tamaño y sobre la protección frente al riesgo de absorción por otras empresas no es preciso abundar. Respecto a la diversificación del negocio, parece asimismo que la internacionalización ha permitido a no pocas empresas resistir la reciente crisis, y retomar la senda del beneficio, mucho mejor de lo que otras sin tal proyección exterior han logrado (y posiblemente, aunque esto no pase de ser una suposición, de lo que ellas mismas habrían conseguido en otra tesitura). Según datos de la CNMV correspondientes al primer trimestre de 2011, las empresas del Ibex habrían obtenido en el extranjero, en este período, alrededor del 50% de su negocio. Y citando empresas concretas, en el caso de Telefónica, más del 70% de su facturación, y alrededor de dos tercios de su ebitda procedían del exterior. En el del Banco Santander y el BBVA, alrededor del 87% y del 67% de su beneficio, respectivamente, se generaban en su negocio extranjero. Y pueden citarse otros casos en que se aprecia el fuerte peso del negocio extranjero en la cifra total de ingresos: 74% en el caso de Abengoa, 46% en el de FCC, 64% en el de Ferrovial o 69,5% en de OHL. Y porcentajes igualmente notables en el caso del porcentaje del beneficio procedente del exterior: 80% en el caso de Ferrovial, 97,6% en el de OHL, 51,5% en el de Abertis o 42,8% en el de Gas Natural Fenosa.

Da la impresión de que la crisis en que desde hace ya más de tres años se encuentra inmersa la economía española y, más aún, el previsible período de dificultades y pobre crecimiento que nos espera durante un período futuro indeterminado estén animando a otras empresas a expandir su negocio en otras latitudes. Y es razonable pensar que, aparte de los destinos tradicionales de América Latina y Europa occidental, este esfuerzo de expansión se dirija a otros destinos, como la Europa del Este o Asia. Quizás en un próximo futuro podamos escribir sobre eso.

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