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A vueltas con la Restauración

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Qué duda cabe que lala etapa histórica de la Restauración vuelve a estar de moda pero, evidentemente, desde unas perspectivas metodológicas bastante nuevas. Este renovado interés por la época de la Restauración, acentuado con motivo de los centenarios de Cánovas y del 98, surge en buena medida del hecho de que en ella se producen dos de los más relevantes y polémicos fenómenos de la historia política contemporánea española: la evidencia de las limitaciones del sistema liberal forjado a principios del XIX y las grandes dificultades con las que topó el proceso de democratización política.

En los dos últimos años, con motivo de los centenarios antes citados, el presentismo político, es decir la pretensión de que el presente quede legitimado por una determinada visión del pasado, ha proliferado notablemente en los medios de comunicación. Ciertas exaltaciones de Cánovas y de la Restauración realizadas por publicistas, ajenos, la mayoría de ellos, al mundo historiográfico profesional, parecen responder a una intención nada inocente que quizás podría resumirse así: el sistema creado por Cánovas inició en España un proceso de normal apertura política que habría culminado en una auténtica democratización. Pero esa posibilidad fue truncada por la irresponsable impaciencia de los políticos e intelectuales de izquierdas y por las exigencias insolidarias de los nacionalistas catalanes. Esta argumentación revisionista y conservadora pretende, en última instancia, responsabilizar a las izquierdas y a los catalanistas, primero del fracaso de la Restauración, y después de la fragilidad del régimen de la Segunda República. Frente a estas intromisiones ideologistas e interesadas, los caminos y los debates de la historiografía más profesional y rigurosa son bien otros.

No es la pretensión de este artículo hacer un balance de lo mucho publicado, en parte ya reseñado en diferentes artículos de esta revista, sino comentar algunos de los más recientes avances analíticos y los debates actuales. Por otra parte, en los últimos años se han ido publicando excelentes balances historiográficos y a ellos remito si lo que se desea es estar al día de la bibliografía más recienteLa mejor y más actual síntesis bibliográfica es la de Manuel Suárez Cortina, «La Restauración (1875-1900) y el fin del imperio colonial. Un balance historiográfico», en Manuel Suárez Cortina (ed.), La Restauración, entre el liberalismo y la democracia, Madrid, Alianza Universidad, 1997, págs. 31-107. . Para empezar, pienso que debe destacarse el espíritu de innovación que puede apreciarse tanto en ese retorno a lo político, basado en unas pautas conceptuales y una ambición metodológica nuevas, así como en muchas de las aportaciones realizadas desde la perspectiva local y regional, que no puedo tratar ahora y aquí como se merecerían.

La renovación de la historia política ha venido propiciada sin duda por la sintonización e influencia de otras historiografías, como la italiana o como la francesa. En este último caso es evidente el influjo de las propuestas de René Rémond y de lo que se ha convenido en denominar la historia social de la política o una visión comprensiva de los sucesos políticos.

Se trata, en líneas generales, de contemplar lo político como un fenómeno complejo, interrelacionado con lo social, lo económico y lo cultural, pero que se constituye por sí mismo en un elemento explicativo básico, sobre todo para poder analizar las situaciones de crisis. Se reivindica, así, la autonomía relativa de lo político, básicamente en los análisis de coyuntura, pese a que no se rechaza que lo social y lo económico ejerzan influencias condicionantes de las estrategias políticas a medio y largo plazo. Nos encontramos, por ello, con aportaciones que amplían el ámbito de lo político y que, a menudo, buscan un mejor conocimiento de su real funcionamiento partiendo de lo social, con lo cual se viene a insistir en la necesidad de utilizar aproximaciones de carácter interdisciplinar. Además, la propuesta de avanzar hacia una historia social de la política tiene la utilidad de servir no sólo para comprender mucho mejor los fenómenos estrictamente políticos sino también para apreciar con mayor rigor el alcance condicionante de lo social.

Pero puestos a empezar, lo haré por advertir una ausencia casi generalizada en la mayoría de las obras dedicadas al 98: se trata de la cuestión de los nacionalismos llamados «periféricos». Siendo, como fue, la emergencia política de los nacionalismos catalán y vasco quizá el elemento político más significativo, y con mayor trascendencia a medio y largo plazo, de la crisis finisecular, llama la atención la escasa referencia a esta cuestión en la mayoría de las obras, individuales o colectivas, aparecidas últimamente. Incluso sorprende el hecho de que en la obra de mayor amplitud publicada sobre el eventoLos 98 ibéricos y el mar, Madrid, Fundación Tabacalera, 1998, 3 volúmenes. Esta obra incluye las ponencias presentadas al Congreso Internacional del mismo nombre, celebrado en Lisboa los días 27, 28 y 29 de abril de 1998. , no figure entre las más de setenta ponencias allí incluidas ninguna sobre el nacionalismo catalán. ¿Un lamentable olvido de los organizadores? Quizás, aunque cuesta creerlo, ya que en esa misma obra se incluye una excelente ponencia que señala con claridad que el 98 significó «el punto de maduración para la transformación de los regionalismos en nacionalismos», el «punto de no retorno»Xusto G. Beramendi, «Identidad nacional e identidad regional en España entre la Guerra del Francés y la Guerra Civil», op. cit., volumen 3, págs. 187-215..

Dejando las ausencias y pasando a las presencias, no dejan de ser significativas las diferencias notables que se aprecian en la valoración que realizan algunos historiadores sobre la figura de Cánovas del Castillo y del propio régimen de la Restauración. Podemos distinguir, de forma un tanto genérica, dos percepciones distintas sobre el significado del régimen de la Restauración. Una, básicamente crítica, es la que pone énfasis en los aspectos más negativos del sistema político: la exclusión política de los discrepantes, la marginación de las clases medias y populares, el enorme fraude electoral, el predominio del caciquismo o la acentuación del uniformismo político, jurídico y administrativo. La otra tesis es mucho más benevolente con el sistema ideado por Cánovas, ya que destaca su notable estabilidad, el amplio consenso burgués logrado, la convivencia pacífica entre las elites políticas conseguida por el turno dinástico, el papel arbitral de la corona, o el desarrollo económico producido.

La visión que se ofrece en Cánovas y la RestauraciónCánovas y la Restauración, Centro Cultural del Conde Duque, catálogo de la exposición, Madrid, diciembre 1997-febrero 1998. pertenece claramente al género estrictamente conmemorativo –de hecho es el catálogo de una exposición– y su tono es ciertamente apologético. Predominan en esta obra breves aproximaciones a la figura y la obra de Cánovas y a algunos aspectos más generales de la época de la Restauración (economía, política exterior, vida cultural, etc.). Quizá el artículo más emblemático sea el de Carlos Seco Serrano, titulado «Cánovas y la Restauración», por el interés que en él se manifiesta por vindicar al político malagueño de «las injusticias» y «desfiguraciones» que, al parecer, han cometido con él algunos historiadores. Pese al deseo del autor de «devolverle la valoración objetiva», presentando con claridad las luces y las sombras existentes en la obra política de Cánovas, creo que mi antiguo profesor pone mucho más énfasis en las primeras que en las segundas. Seco señala entre los logros políticos de don Antonio la solidez del sistema que construyó gracias a imponer el civilismo sobre el militarismo, la concordia transaccional entre los partidos después llamados dinásticos, el progreso económico y el renacimiento cultural y científico. Y entre los deméritos o sombras de su gestión, cita la centralización a ultranza y su escasa sensibilidad social.

Reitero que, en mi opinión, es esta una visión notablemente benévola de la obra política de Cánovas, aunque, es cierto que, a menudo, algunas visiones contrapuestas son tan exageradas que parecen pretender presentar al «monstruo» galdosiano como un político funesto. Pienso que ni lo uno, ni lo otro. Qué duda cabe que Cánovas era un político excepcional, notablemente superior como hombre de estado a sus coetáneos, pero eso no nos debe privar de observar la pesada herencia política que legó. Realmente no es sencillo hacer un balance de su obra, pero a menuso se omite que Cánovas dejó notablemente hipotecada la vida política española. Porque Cánovas no sólo fue uno de los principales, quizás el mayor, responsable del desastre del 98 (de la humillante derrota militar, de la pérdida de las colonias y del desprestigio internacional de España), sino también el constructor de un sistema político inmovilista y blindado, que era difícilmente transformable.

Con demasiada y sospechosa frecuencia, buena parte de los análisis históricos olvidan constatar que el régimen político de la Restauración fue el que menos evolucionó de Europa occidental y que su inmovilismo no resiste la comparación con los progresivos cambios democratizadores que, durante ese casi medio siglo que va de 1875 a 1923, se introducen en la legislación y en el sistema de auténticas representaciones políticas de países como Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Bélgica, etc. De hecho, la gran pregunta que deberíamos plantearnos los historiadores es cuáles fueron las causas de la frustración del proceso de modernización de los comportamientos políticos en España. ¿Por qué no hubo a principios del siglo XX un avance en la democratización semejante al de otros países de nuestro entorno europeo? Y no es fácil responder con precisión a eso, ante todo debido a la escasa tradición de estudios comparados existente en nuestra historiografía, cosa que nos impide detectar con precisión cuáles son nuestras diferencias más sustanciales. Los procesos de aprendizaje democrático fueron largos y complejos, y tanto la representatividad del voto como la auténtica extensión del ejercicio de los derechos civiles, la creación de una opinión pública y la movilización ciudadana, no fue en ningún país un logro rápido ni fácil. La evolución desde el liberalismo oligárquico a la democracia política en todas partes estuvo sometida a múltiples tensiones y se produjeron no pocas vacilaciones, e incluso notables involuciones, como resultado de las resistencias generadas entre los que tenían mucho que perder con los cambios. A menudo, la esclerosis de un marco institucional restrictivo fue alargada y agravada con mecanismos legales que obstaculizaban o neutralizaban, por ejemplo, los efectos producidos por la propia ampliación del sufragio. Los primeros, y aun limitados, estudios comparados existentes con países como Francia, Italia, Gran Bretaña, Bélgica o Portugal vienen a sustentar, en buena parte, la tesis de la relativa singularidad del caso españolUn primer intento de estudio comparado de los comportamientos electorales de algunos países europeos y de España es el de Salvador Forner (coord.), Democracia, elecciones y modernización en Europa. Siglos XIXy XX, Madrid, Editorial Cátedra, 1997..

Una segunda cuestión a tener presente es que, a diferencia de los estudios sobre la primera etapa de la Restauración, en el análisis de la crisis política de su etapa final parecen predominar las aproximaciones hechas «desde arriba», es decir las centradas en el estudio del funcionamiento del régimen parlamentario, del comportamiento de los grandes líderes, de las elites, de los partidos y del enfrentamiento ideológico entre los proyectos. Y, en cambio, son escasas las aportaciones al mejor conocimiento de la crisis del sistema realizadas «desde abajo», desde la propia perspectiva local-regional, por ejemplo. Y esta apreciación no es baladí, ya que si analizamos las causas de la frustración del proceso de democratización española adoptando una perspectiva analítica «desde abajo» nos encontramos con algunas investigaciones que nos permiten observar claramente cómo el sistema político de la Restauración, en las dos primeras décadas del siglo XX , no evolucionó al mismo ritmo que lo hacía la propia sociedadEsta realidad puede apreciarse tanto en los múltiples estudios locales y provinciales incluidos en el libro de Salvador Forner antes citado, así como en el de A. Robles Egea (comp.), Política en penumbra. Patronazgo y clientelismos políticos en la España contemporánea, Madrid, Siglo XXI, 1996, y en María Sierra, La política del pacto: el sistema de la Restauración a través del partido conservador sevillano (1875-1923), Sevilla, Diputación Provincial, 1996..

Por otra parte, y volviendo a la perspectiva «desde arriba», los estudios sobre la figura de Antonio Maura y el maurismo realizados por Javier Tusell y María Jesús GonzálezJavier Tusell, Antonio Maura, una biografía política, Madrid, Alianza Editorial, 1994, y María Jesús González, El universo conservador de Antonio Maura. Biografía y proyecto de Estado, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997. , han permitido desarrollar un interesante debate historiográfico sobre la frustración de ese proyecto político que pretendía recurrir a «las clases medias conservadoras» como principal motor de un eventual cambio político. De todas formas, no deja de ser bastante discutible la tesis que pretende presentar el maurismo como un intento sincero surgido del dinastismo para modernizar la política en el sistema de la Restauración y para crear un partido de opinión ciudadana. Teresa Carnero ha puesto en cuarentena el supuesto carácter democratizador del proyecto político de Antonio Maura al considerar que la ley electoral de 1907 fue un instrumento básico para impedir una mayor participación ciudadana y para dificultar la democratización de los procesos electorales, ya que reforzó los procedimientos para excluir candidatos, puso obstáculos a la libre competencia, aumentó el número de diputados surgidos sin elección (art. 29), incrementó notablemente las actas impugnadas, consolidó el poder caciquil y perpetuó el fraudeTeresa Carnero, «Democratización limitada y deterioro político en España, 1874-1930», en Salvador Forner (coord.), op. cit., págs. 203-239. . Esta historiadora defiende la tesis de que la frustración democrática del sistema de la Restauración debe atribuirse básicamente a la actitud inmovilista de las elites políticas dinásticas que se mostraron incapaces de adaptarse a nivel de modernización social y económica que empezaba a alcanzar el país. Porque, a diferencia de lo que pasaba en la Europa más próxima, el sistema electoral español, ante las presiones sociales en favor de una apertura democratizante, no sólo no se abrió sino que acabó por blindarse.

Por su parte, José Varela Ortega, en un largo y sugestivo artículoJosé Varela Ortega, «Orígenes y desarrollo de la democracia: algunas reflexiones comparativas», en Teresa Carnero Arbat (ed.), «El reinado de Alfonso XIII», Ayer, n.º 28, Madrid, Marcial Pons, 1997, págs. 29-60. Igualmente del mismo autor debe destacarse los artículos «De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923», en Salvador Forner (coord.), op. cit., págs. 129-201, y «La España política de fin de siglo», en «1898: ¿Desastre nacional e impulso modernizador?», Revista de Occidente, n. os 202-203, Madrid, marzo de 1998, págs. 43-77., no sólo ha intentado situar en una perspectiva comparada las deficiencias del sistema de la Restauración sino que ha señalado también los aspectos fundamentales de su crisis final. Según Varela, no sólo se trataba de un problema referido a la efectividad de las políticas gubernamentales, es decir basado en la escasa eficacia del poder ejecutivo, sino básicamente de la relación entre este poder y el legislativo. En efecto, desde 1914, aproximadamente, el Congreso de los diputados fue cada vez menos dócil a los gobiernos. Y con ello se alteró uno de los principios centrales de la estabilidad diseñada por Cánovas: que el ejecutivo controlase al legislativo, es decir que «los votos dependieran del gobierno» y no al revés. Desde entonces, los diferentes gobiernos, tanto si eran presididos por un liberal como por un conservador, tuvieron cada vez más dificultades para controlar realmente a los parlamentarios. Este fenómeno había surgido no sólo como consecuencia de la división interna de los partidos dinásticos en fracciones rivales o por la ausencia de liderazgos sólidos, sino que también había sido provocado por la presencia, minoritaria pero cada vez más significativa, de diputados que representaban a las fuerzas políticas de fuera del turno: republicanos, reformistas, nacionalistas catalanes y vascos, y socialistas. Y buena parte de esos diputados provenían de distritos en los que se estaba produciendo una notable modernización de los comportamientos políticos y por ello tenían una representatividad y una legitimación democrática muy superior a los diputados dinásticos, la mayoría de los cuales eran fruto del fraude, del caciquismo, del encasillado o del artículo 29. Y es conveniente recordar que eso ya no pasaba ni en Gran Bretaña, ni en Francia, ni en Italia, ni en Bélgica, ni en Alemania, ni en los países nórdicos, donde la representatividad democrática del legislativo era cada vez mayor.

Sin duda, la mayoría de los líderes dinásticos fueron conscientes de los riesgos políticos que para ellos significaba favorecer un proceso de auténtica democratización del sistema político. Porque ello implicaba, en primer lugar, que hubiera una auténtica competencia electoral y que desapareciese la intervención partidista del ejecutivo en las elecciones (fin del encasillado y de los cuneros, de las coacciones y presiones de los gobernadores civiles, etc.). Además, la democratización significaba garantizar la libre concurrencia de todo tipo de candidaturas, que éstas pudieran desarrollar sin trabas sus campañas electorales, que se garantizase la libre participación del «auténtico» –y no del ficticio– electorado y que no hubiera fraude en el escruti nio final de los votos. Y que, evidentemente, todo ello se realizara con unos distritos electorales de mayores dimensiones y con representación proporcional. Evidentemente los líderes dinásticos no estaban dispuestos a correr los riesgos que todo esto significaba y por ello no aceptaron el reto democrático de la incertidumbre de los resultados de unas elecciones libres. Incapaces de crear y dirigir unos partidos de masas que obtuviesen un apoyo real de la ciudadanía, se aferraron a la seguridad del turno que les garantizaba estar periódicamente en el gobierno. Por esto, como certeramente ha señalado José Varela Ortega, el elemento clave de la crisis del sistema de la Restauración fue que, al final, «alternancia y democracia eran elementos excluyentes». Esta actitud incrementó la sensación de déficit de democracia e incluso debilitó el ya de por sí frágil consenso burgués de que gozaba el sistema. Al impedir su transformación, los políticos dinásticos llevaron al sistema de la Restauración a una profunda crisis de legitimidad y a su colapso, ante la cual algunos de ellos no encontraron otra terapia que la opción militarista y autoritaria de 1923. Y eso significaba echar por la borda la apuesta civilista tan tenazmente forjada por Cánovas casi medio siglo antes.

De este modo la persistente obstaculización a la democracia practicada por los partidos dinásticos acabó significando que la política de masas fuera sólo impulsada por las fuerzas políticas que estaban fuera del turno y que, por tanto, la causa de la democratización quedase en manos de los antidinásticos. Mientras que en Gran Bretaña, Italia y Francia las opciones conservadoras aceptaron el reto de la democracia y las izquierdas (radicales, laboristas, socialistas, etc.), encontraron acomodo en la vida política oficial e incluso pudieron acceder al gobierno, en España la actitud excluyente de las derechas, de los dinásticos, lanzó a las fuerzas democratizadoras a la lucha directa contra el sistema político de la Restauración y contra la propia monarquía. La tesis de Teresa Carnero es tan concluyente como difícilmente rebatible: el blindaje del sistema de la Restauración, la persistencia en preservar el artificial turno y el corrupto sistema electoral, mostraba la incapacidad de los herederos de Cánovas para avanzar hacia los proyectos de futuro que la sociedad española demandaba tras el desastre del 98. Y pienso que esta cuestión tiene tal trascendencia como para no sustraerla de las hipotecas políticas dejadas por don Antonio.

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