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Cánones heredados: la pasión melancólica en el Siglo de Oro español

Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del siglo de Oro

ROGER BARTRA

Anagrama, Barcelona, 272 págs.

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No es la primera vez que Roger Bartra se adentra en lo que tiene todo el aspecto de convertirse en una larga estación de la melancolía. El escritor, ensayista y antropólogo mexicano había publicado El siglo de oro de la melancolía. Textos españoles y novohispanos sobre las enfermedades del alma (UNAM, 1998), primera entrega del libro que ahora nos ocupa. Y, de hecho, no es difícil adivinar en trabajos anteriores que su recorrido bajo el daimon del Mediodía, en forma de salvajes artificiales, de jaulas, soledades, democracias mexicanas y otras ausencias (él mismo es hijo de exiliados catalanes), no es una excursión caprichosa, sino más bien una expedición meditada y sostenida, fruto de un proyecto intelectual bien armado en el que resuenan Octavio Paz, Starobinski y Kristeva, antropología cultural francesa aderezada con místicos, poetas y médicos de ambas mesetas.

Detrás del libro, por tanto, hay una verdadera búsqueda. La indagación histórica, como todas las que merecen la pena, tiene un punto biográfico y un horizonte actual. O, si se prefiere, viceversa: la presencia e identificación de la melancolía como asunto propio de nuestro tiempo, como sombra que vuelve a reinar sobre nuestra modernidad cansina, inconclusa o liquidada (el diagnóstico dependerá como siempre del doctor o de la iglesia), abocan a Bartra a zambullirse por las raíces del árbol negro de la melancolía hispánica. Su propósito es desenterrarlas, ponerlas a flote, saber de ese tronco común regado con aguas clásicas y humores hipocráticos.

Sostiene que en estos páramos católicos y barrocos, yermos e ingeniosos, el árbol prendió con más firmeza, hasta cubrir con sus ramas los frutos más variados de nuestra cultura. Melancolía, pues, como canon heredado, de hecho, como cultura misma, fórmula donde parecen precipitarse antiguas acedias o modernas depresiones, declinaciones imperiales y otras patologías patrias. Bartra persigue huellas y posos de la bilis negra. Y las encuentra en lo culto y lo mundano, en lo sagrado y lo profano. Estamos ante una paradójica vindicación del pasado hispano y su contribución a la modernidad. No por la vía institucional o heroica, sino a través de esta condición o temperamento del hombre occidental, un atributo sucesivamente asociado al pecado, al genio, a la locura, a la enfermedad, al amor y a otros rasgos constitutivos del individuo moderno, el mismo que Foucault decía estar prácticamente extinguido. Así, a la celebrada alegoría de Durero, a la anatomía de Burton, incluso al descubrimiento de la fragilidad de lo humano que hizo Montaigne encerrado en su castillo (y valga la redundancia), Bartra incorpora ahora la ponderable lista de estudiosos y melancólicos ficticios o reales que han deambulado por estos pagos.

El libro consta de tres ensayos, género melancólico donde los haya por cuanto de humanista, experimental, tentativo e inestable tiene lo que no en vano fue forjado por Montaigne. El primero arranca desde la figura y obra de su conocido y editado Andrés Velásquez, médico de Arcos de la Frontera y autor del Libro de la Melancolía (1585). Recoge sus diferencias con Huarte de San Juan en una de las numerosas escaramuzas en torno al legado galénico y al problema XXX, 1, la pieza aristotélica fundacional del largo debate sobre la relación entre el hombre de genio y el temperamento melancólico. Revisa el tópico en Avicena y en Vallés, tradiciones arabizantes y desarabizantes de la herencia clásica donde la verdad de las cosas residía en la fidelidad entre el original y sus copias. Y recogiendo la pregunta de Américo Castro y Bataillon, desmenuza la matriz renacentista y/o judía de la melancolía. Cardoso, el propio Huarte, Lusitano y muchos otros adujeron poderosas razones para probar cómo el maná del desierto, traducido en cólera retostada, había hecho del pueblo hebreo una nación dominada por el humor negro. La extensa taxonomía de la melancolía tiene celdas para frenéticos latinoparlantes o para el magnífico Böheme de Koyré, aquel hombre atribulado por la insensata mezcla de bestias, piedras y estrellas. Tienen lugar preferente místicos y poetas: Teresa de Jesús, sor Juana Inés, Juan de la Cruz y fray Luis de León. Pero también hay sitio para lo prosaico: para el Corbacho y La Celestina , testimonios donde Bartra distingue el tejido negro de las modernas relaciones sentimentales. Y, por supuesto, para endemoniados, brujas y demás poseídos por Saturno y Satán, los actores del gran drama religioso, político y científico retratado en el monumental libro de Stuart Clark, Thinking with Demons. The Idea of Witchcraft in Early Modern Europe (Oxford, 1997).

El segundo ensayo se centra en la triste figura por antonomasia. La tesis es clara: la melancolía es un fruto exótico (pagano) que logró injertarse en la genealogía del cristianismo. Siguiendo las influyentes páginas de Klibansky, Panofsky y Saxl (Saturno y la melancolía , Londres, 1964) nuestro autor vuelve sobre san Pablo, la tristeza del mundo y la revalorización humanista de la acedia medieval. Sobra decir que gente de la talla de Weber ya se fijaron en el pesimismo individualista del puritanismo. Pero fue aquí, en el Mediodía, donde cuajó la combinación más exitosa, la reivindicación médica de la bilis negra efectuada por el Examen de ingenios para las ciencias (1575), el tratado de Huarte de San Juan que –tal y como apuntó Unamuno y demostró Mauricio de Iriarte– sirvió de modelo para inspirar el perfil psicológico del melancólico-colérico más emblemático de los nuevos tiempos, el héroe que niega la soberanía omnipotente de lo real mediante un decreto de lo imaginario –Foucault dixit– y que resuelve hacerse no santo ni predicador, sino caballero andante. La del Quijote, sostiene Bartra, es una melancolía ficticia, mimética. No elogia la locura, como el de Rotterdam. La cumple, la encarna de una manera artificiosa e imaginativa, novelesca, distante y cómica: tan rabiosamente moderna como profundamente barroca. Arquetipo para Ramiro de Maeztu o para Lukács, también el Quijote de Bartra es el máximo exponente de ese corte epistemológico entre lo antiguo y lo moderno, el desengaño mismo del curso de la historia, pariente cercano de Hamlet, pero entregado y no resignado, activo y no contemplativo, sumido no ya en la meditación y en el estudio, sino en la península barataria de la voluntad y la libertad.

El tercer ensayo trata los mitos de la melancolía y los paradigmas de la ciencia. Vuelve sobre Velásquez y Huarte, explorando ahora toda la rica gama de teorías humorales, pneumas vitales, síntomas preternaturales y el inagotable mundo de imágenes lleno de vejigas interconectadas y cocciones vaporosas de esa extraña cosa (ahora y entonces) llamada psique. La melancolía en el Siglo de Oro logra articularse como un sistema autorreferencial dotado de una gran carga explicativa. Bartra se acoge a Kristeva y a Jean-Didier Vincent para girar por fin su argumento hacia donde el lector sospechaba que le iban a llevar: ¿cuál es la diferencia entre la teoría humoral de entonces y la psiquiatría postfreudiana? ¿Qué distingue la cultura de la melancolía de la del yo y el ello? ¿No son la libido, las inhibiciones y demás desplazamientos del inconsciente trasuntos igualmente inmateriales, alegorías tan poderosas como la bilis negra y el humor seco y frío? Y así, en algo que parece un rescate de Galeno, nuestro autor –en un gesto verdaderamente melancólico– lamenta la pérdida del poder metafórico de la terminología antigua, la «soberanía omnipotente de lo real», cristalizada ahora en sustancias neurotransmisoras, en meras dopaminas y serotoninas. El libro cierra su círculo presentando la supervivencia del canon melancólico mediante su consideración como algo más que un mito. Sus funciones mediadoras, su poder generador de réplicas, su conexión con rituales mágicos no explican del todo un reinado tan prolongado. Última pirueta: Dawkins, Dennett y los nuevos replicadores del evolucionismo cultural, equivalentes a los genes biológicos, acuden prestos al argumento central para tildar la cultura de la melancolía como una unidad mnémica de transmisión. Los memes: la maraña de ideas, frases, modas o técnicas dotadas de vida propia que se sirven de los individuos o los pueblos para sobrevivir ellos mismos. Hans Blumenberg también habló de la constancia icónica de los mitos, de su depuración darwiniana y de su función terapéutica para salvar la angustia procedente del absolutismo de la realidad. ¿Carecemos de un nicho biológico preciso? ¿Esta desadaptación natural genera un déficit de instintos que malrellenamos como podemos?

Libro ancho y bien escrito, erudito y ameno, sus páginas están llenas de lecturas cruzadas sobre un tema de singular interés para historiadores de toda estirpe y para cualquier lector curioso, culto o melancólico. Discutible en numerosas interpretaciones, no parece tampoco que el absolutismo de la realidad histórica haya preocupado mucho a su autor, volcado hacia asuntos tan vaporosos y evocadores como los propios humores de los que habla. Es un alarde mantener que la melancolía es un mal de frontera para después sostener su raigambre cortesana. Difícil resulta medir si lo barroco o lo hispano es más melancólico que lo puritano o lo inglés. Pensándolo bien, pocos de los que han escrito, curado, pensado y soñado, aquí o allá, ahora o entonces, han podido librarse de un mal que –como dijeron Horacio primero y Montaigne después– reside en el interior de nuestra alma, la que no puede huir de sí misma. 

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