Buscar

Conversación con Julián Rodríguez: «Algo en los textos hace que siempre contengan la representación del mundo político»

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Elegido Nuevo talento FNAC en 2004 y ganador del Premio Ojo Crítico por Ninguna necesidad en 2006, Julián Rodríguez (1968) ha publicado también Lo improbable (2001), La sombra y la penumbra (2002) y Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (2004). Además, más recientemente (en el que parece haber sido un año muy prolífico para el autor), Antecedentes, Cultivos, Tríptico y Santos que yo te pinté (2010). Rodríguez es director artístico de la galería de arte Casa sin fin y responsable, junto con Paca Flores, de la editorial Periférica. Este diálogo forma parte del ciclo «Antología en movimiento», una serie de conversaciones públicas entre el escritor Patricio Pron y una selección de artistas de la escena madrileña contemporánea en la librería La Buena Vida.

1

A raíz del hecho de que has nacido en una pequeña población rural española (Ceclavín, en Cáceres) y que esto es, aparentemente, bastante singular en el contexto de los escritores españoles de tu promoción, me gustaría comenzar preguntándote acerca de la relación que tienes con el campo.

¿Con los animales del campo? [Risas] ¿Con el campo en general?

Bueno, si tienes alguna experiencia personal con los animales del campo que quieras contarnos, desde luego, será muy bien recibida.

Lo digo porque Fogwill siempre me decía: «¿Cuántas ovejas te tiraste esta semana?» [Risas] Me mandaba mensajes de dos líneas para preguntarme qué tal iba la zoofilia, porque creía que todos éramos rurales de ese paño.

¿No lo sois? [Risas]

No, somos más convencionales. En realidad, en alguna parte de los libros que he escrito y he publicado hay un aliento importante, una línea de fuerza, y también de resistencia, que sería precisamente esa, la que trata de lo rural. En parte porque uno detesta ese territorio a una cierta edad y luego, cuando aparentemente le ha llegado el momento de ser cosmopolita, acaba dándose cuenta de que es muy provinciano. Cada uno de mis libros se ha ido haciendo, precisamente, en el pensamiento de ese territorio. Digamos que ese espacio ni siquiera es un espacio mítico ni ése adorable y paradisíaco de la infancia, sino un espacio en contradicción también.

Decía que, en este aspecto, no me consta que tengas equivalentes en el contexto de la literatura española contemporánea (a excepción de tu hermano, desde luego, que es poeta), y me preguntaba si por esa razón te sientes al margen de ella, si encuentras algún equivalente entre los escritores españoles de tu generación debido a tu interés por el espacio rural.

No, y ese interés despertó desde muy pronto el interés de algunos editores (como Constantino Bértolo, que es mi editor) y de algunos amigos escritores a los que les interesó especialmente como una visión periférica del campo que lo muestra no como una Arcadia feliz, sino como contraposición a la modernidad. Félix Romeo (que es una de esas personas que siempre celebró mis libros, que siempre me habló de ellos) se empeñó con su gran energía y bondad en presentarlos en Zaragoza, por ejemplo, quizá por esa visión, que venía de un lugar que no era central en la literatura contemporánea. Sin embargo, España sigue siendo un país rural; o sea, aunque el gran número de la población viva en las grandes ciudades, hay una parte importantísima de esa población, y sobre todo de la construcción del mundo y del imaginario colectivo, que es rural, y esto es algo en lo que pienso a menudo y de lo que hablo incluso con mi familia. De hecho, lo que me molesta de muchísimos partidos políticos es que no haya una mirada hacia ese lugar que podría ser también un espacio para vivir de otro modo: todavía, a pesar de que hay una mezquindad latente muchas veces en las relaciones del campo, precisamente porque la gente se conoce de generación en generación, hay también un encuentro con lo esencial que está despojado de necesidades (creo que en cierto sentido) superfluas. Evidentemente, esas necesidades han ido llegando, pero pienso que todavía hay allí un espacio, y que habría que pensar ese lugar e, incluso, poblarlo de nuevo de otra manera, quizás en el sentido del terroir francés y de un modo que no sea únicamente, por así decirlo, preconstitucional. Especialmente en este momento en que sabemos que el consumo no ha conducido absolutamente a nada.

En tu trabajo hay un interés por un espacio rural que, como dices, no presentas como una especie de lugar idílico. Naturalmente, esto me recuerda el libro de Raymond Williams El campo y la ciudad, y de cómo Williams demuestra allí que la visión idílica del campo en la literatura inglesa surgió tan solo cuando, digamos, quienes escribían acerca del campo no tenían ya la obligación de trabajarlo. Existe también en tu obra un importante sentimiento de estar fuera de lugar y me pregunto si este estar fuera de lugar tiene que ver con haber mirado en algún momento de tu vida el campo desde la ciudad y la ciudad desde el campo.

Sí, y esto es porque, en definitiva, soy un desclasado. Soy muy consciente de a qué clase social pertenezco, por supuesto (a varias generaciones de agricultores humildes, no de grandes agricultores, sino de pequeños agricultores), pero soy el primero de ellos que fue a la universidad y eso quiere decir que por eso estoy en otro lugar. Nosotros (y con esto me refiero también a mi hermano) siempre hemos preferido el campo como paisaje y no como campo, mientras que para mi familia es un lugar para cultivar y si no se cultiva está pusío, es decir, es negativo, ha perdido parte de su valor. Nosotros pensamos que cuando los matojos y las hierbas invaden el campo éste adquiere otro tipo de belleza, y, evidentemente, esa mirada ya no es la de alguien que vive de ese campo, sino la de quien salió de allí y lo mira de otro modo. En ese sentido, existe un cierto «yo estoy fuera de lugar» a pesar de que, vitalmente, es un espacio muy importante para mí. De hecho, el del campo es un trabajo tan duro que comprendo que nadie quiera hacerlo. Es decir, es terrible, pero, al mismo tiempo, no creo en la mecanización extensiva del campo, porque ésta también fue impuesta durante una época por la Unión Europea y porque pienso que parte de esta crisis no sólo es una crisis inmobiliaria, sino que es también una crisis ligada a un exceso de subvenciones en el campo. Creo que éste también necesita otra forma de sobrevivir, que haga que la labor rural no sea tan terrible como lo ha sido para muchas generaciones, pero que, al mismo tiempo, tampoco lo convierta en un espacio sólo de fin de semana para los ciudadanos.

2

Además de destacar tu interés en el campo, la crítica ha elogiado tus elipsis y el laconismo de tus obras, que las dota de una especie de dimensión poética muy singular. Algunos han querido ver en ello una adhesión a las tendencias del minimalismo en literatura, pero me pregunto si, siendo tú también galerista, esa especie de laconismo no está más bien vinculada al arte conceptual y a su propuesta de vaciar la obra artística.

Bueno, en realidad, el laconismo es de familia; en general, una gran parte del mundo rural de Extremadura es lacónico per se. Hay un poema que me gusta mucho de José Luis Piquero (que es asturiano, no extremeño), que dice: «En mi casa nunca se dijo “te quiero”». Digamos que yo he nacido y he crecido en un ambiente así, donde los padres y las madres crían a sus hijos, pero no existe esa expresión que los que nos criamos en un pueblo hemos aprendido de la televisión y de las películas norteamericanas. Allí existe un laconismo en la expresión de los afectos, una especie de elipsis que está, incluso, en parte de los relatos de mi propia familia que yo conozco (en los relatos que escuché de mis tíos y de mis abuelos para referirse a mis propios parientes) y que he ido recomponiendo al rellenar los espacios vacíos.

No creo, pues, que esto tenga que ver exactamente con el minimalismo norteamericano, sino, más bien, con un tipo de expresión que a mí me interesa mucho y que está presente, por ejemplo, en autores como Cesare Pavese, Natalia Ginzburg y Marguerite Duras. Digamos que en esa especie de pudor familiar está ese pudor que yo encontré y con el que me sentí identificado cuando leí a Pavese hablando de los campesinos en La luna y las hogueras y, en general, en todos sus libros, en los que cuenta cómo se produce una especie de esencialismo primitivista en el encuentro con la era y con el paisaje; una visión que luego vamos a encontrar mucho más politizada en [Pier Paolo] Pasolini, por ejemplo: Pasolini escribe sus primeros textos en el dialecto de su región, el friuliano, y luego encuentra que aquello que está diciendo también representa a una clase social.

De alguna manera, si tú mantienes esa conciencia de clase, obligatoriamente prestas atención a cómo habla tu clase social, que en mi caso es la de los campesinos extremeños. Por otra parte, a mí me interesa algo que llamaría «conceptismo español», que es una forma de pensar vinculada con el bodegón cristológico: una naturaleza muerta con piezas que están contando lo que no está allí, están contando al muerto que es el Cristo, a todos que están en el monte de los Olivos, etcétera. Esas representaciones populares que cuentan algo y, al mismo tiempo, no lo cuentan me interesan formalmente; creo, incluso, que es fácil rastrear en la literatura española a lo largo del tiempo propuestas que también son minimalistas en ese sentido, pero que yo prefiero llamar «conceptistas».

También hay un cierto laconismo y un uso muy interesante de la elipsis allí donde tratas el tema del amor, algo que los críticos han mencionado en varias ocasiones y que yo veo particularmente marcado en Tríptico y Santos que yo te pinté, los dos últimos libros que has publicado. ¿Cuál es tu acercamiento a ese tema, que muchos escritores evitan (o evitamos) en la medida de lo posible?

En esos textos, en Santos que yo te pinté o en Tríptico, que remite lejanamente a una imagen casi medieval, lo que quiero contar es esa especie de idea del amor que viene de la cárcel de amor. Ese tipo de relación entre dos personas que está en el dolce stil novo, que está luego en el modo de referirse a la amada o al amado de la literatura medieval, que está en la poesía mística española, que está en Juan de la Cruz y, sobre todo, en Teresa de Ávila, y que a mí me parece que interpela de un modo fundamental; de un modo que, curiosamente, he encontrado tanto en este último tipo de poesía mística como en mucha música pop. También he aprendido esa relación con el amor en artistas posconceptuales que habían tomado eso de Michel Foucault, como Federico González Torres y, sobre todo, de una gran tradición francesa, la de referirse al amor, o de la poesía de W. H. Auden. En realidad, hay una parte de la literatura contemporánea que ha obviado esa parte del relato, y lo hacen muchísimos autores que me interesan especialmente, pero esto no es una crítica.

3

Es muy interesante lo que dices acerca de tus referencias clásicas, porque se vincula con dos supuestas constantes en tu trabajo. En primer lugar, el uso del hibridismo, la escritura de libros que operan en diferentes niveles y funcionan como imanes que se apropian de estilos y procedimientos, y, en segundo lugar, la reescritura. Buena parte de tus libros tiene una importante labor de reescritura y me pregunto si esta reescritura opera por reducción o por ampliación y, en general, cómo te enfrentas a los textos.

Sobre todo funciona por reducción, pero por una reducción que no se ha producido en el papel sino en la idea original, en el proyecto original, en la sensación original, e incluso en el impulso original, que han ido transformándose con el tiempo y así los he reescrito. En el lugar rural del que procedo hay una reescritura de la modernidad, una reescritura de los grandes mitos, de los grandes temas de Occidente y de la alta cultura, y también una reescritura de fenómenos que estarían en el procedimiento, que es algo que encontramos en pleno siglo, algo entre Marcel Duchamp y Jorge Luis Borges, por decirlo así.

Estos dos creadores, pero también muchísimos otros (que trabajaron con materiales aparentemente pequeños e híbridos), no eran escritores de novelas, no eran artistas del cuadro, del gran cuadro, de la gran pieza, sino que estaban en los intersticios de un mundo creativo donde confluían muchas cosas y todo consistía en cómo aprender a hacer, que es algo que siempre me ha interesado como lector y que he intentado imitar cuando me he sentado a escribir un libro, el aprender a hacer el libro. Aprender y no generar un mecanismo que produce libros, sino más bien podar, por usar una imagen también rural: podar para que lo reescrito germine de otra manera y para dirigir o para llevar el árbol o el libro hacia el lugar que quieres.


4

La resistencia parece ser un término muy importante en tu trabajo; de hecho, Piezas de resistencia es el título de un ciclo de libros autobiográficos integrado por Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás y Cultivos, un ciclo desconcertante para los lectores tradicionales que esperan, de forma tradicional, que quien repase su vida sea aquel que se encuentra al final de ella, no al comienzo o en el medio de ella. ¿Qué te llevó a escribir esas piezas en primera instancia? ¿Son parte de un ciclo que continúa? ¿Se valen de algún tipo de mecanismo documental como el diario?

No, es un poco como lo que te decía antes acerca de que yo siempre he creído que la prosa, así dicho a lo Bécquer, piensa en la propia prosa. Las Piezas pretenden ser una resistencia incluso política y social frente a aquello que no me gusta, lo que detesto o lo que necesita ser puesto en entredicho incluso en mí, porque todos estamos llenos de contradicciones, pero, también, porque la pieza de resistencia es aquella que mejor sabe tocar un músico. Digamos que son libros que han ido haciéndose al sentarse a escribir y tratar de responder a la pregunta de qué puedo significar yo en la realidad que me ha tocado vivir con otras personas. Por eso, son libros que a veces están preñados de intimidad y, al mismo tiempo, se alejan de esa intimidad para contar problemas, como decía, políticos.

Entonces, para mí, cada uno de esos libros ha significado un modo de enfrentarme a ciertas cuestiones no sólo desde la soledad del escritor, sino en la discusión con los demás, así que han pasado de ser monólogos a convertirse en diálogos y me he sentido feliz. Feliz porque pensaba que sólo podía hacer libros o novelas o cuentos que fueran monólogos, expresiones mías más o menos pedestres y más o menos brillantes si algún día llegaba a una altura o a una edad provecta en que pudiese hacerlo así. Con sus imperfecciones, estos textos me han permitido establecer diálogos, y el diálogo es algo que a mí me interesa mucho en la literatura.

Este ejercicio autobiográfico tuyo parece carecer de equivalentes entre los escritores de tu generación, ¿verdad?

Es cierto que en mi generación no hay escritores interesados en esto, pero en la generación anterior hay muchísimos autores que han escrito diarios desde muy jóvenes: Andrés Trapiello, Miguel Sánchez-Ostiz, José Carlos Llop y otros. Son autores que empezaron a escribir sus diarios con alrededor de treinta años. Ellos, evidentemente, se miraron en un modelo muy español que era Pío Baroja, pero, de alguna manera, la de los diarios era una tradición francesa que tomaron para conformar un corpus que tenía que durar mucho en el tiempo. Quizás estos textos míos son mucho más precarios y menos ambiciosos e interesantes que los de ellos. Sin embargo, creo que los temas que trato en esos libros son temas que han podido tratar otros escritores de mi generación en la novela o en la poesía.

Algunos lectores creen que no puede haber una vinculación entre el relato autobiográfico y la dimensión política de los textos; sin embargo, yo encuentro allí una fuerte impronta política y me gustaría mencionar un fragmento del prólogo de Lo improbable, en el que dices lo siguiente: «Primero creemos que escribimos una novela autobiográfica, luego suponemos que la novela es también generacional. Al fin comprendemos que la novela se ha vuelto, de repente, histórica. Porque el tiempo ha hecho de ella un documento. Otro documento más». Me preguntaba si esta es la solución que propones al problema de cómo narrar el presente sin ser redundante, sin querer ocupar el sitio de los periódicos y, desde luego, sin adoptar el tono del panfleto.

El hecho de que mis libros sean ficciones hace que a la hora de expresar lo que trato de expresar disponga de una libertad que me permite no tener en cuenta ninguna otra consigna que la de ese «yo» político que está dentro de mí y que va contando al mismo tiempo lo político, lo amoroso, lo que tiene que ver con lo laboral o lo que tiene que ver con los proyectos de futuro de los personajes. Ese prólogo no lo escribí cuando escribí la novela, sino cuando Debolsillo la recogió junto con otras dos novelas más. María Casas (que es nuestra editora en Debolsillo) me pidió un prólogo y yo comprendí que la ficción ya se había convertido en documento. En realidad, había pasado muy poco tiempo desde que había escrito aquellos libros, una década o algo así, pero mucho de lo que contaba en ellos, esos personajes que salían de España, los que estaban viviendo en Inglaterra o salían hacia Portugal, es decir, lo que le estaba sucediendo a mi generación, era ya el documento de nuestra clase social de desclasados, era el documento de nuestros amores o desamores y era también el antecedente de lo que ha venido sucediendo luego política, social y económicamente. Diez años después de haber escrito aquellas novelas, éstas estaban diciendo algo que yo al principio no pensé, como si en los textos que pretenden acceder a una verdad siempre hay algo así como el aliento del documento.

A mí me interesa también la idea de Walter Benjamin de que en cualquier registro, en el de un paseo de [Charles] Baudelaire por ejemplo, se cuenta toda la política del momento. Que en esa especie de paseo del flâneur no sólo hay una impronta de belleza y de poesía, sino algo muy importante que es el Primer Imperio, después de la Revolución, y el Segundo Imperio, que se está produciendo en ese momento. Claro que allí también hay un problema y un fracaso, y quizá por eso me dediqué a escribir esos otros textos que firmaba y que eran autobiográficos en el sentido estricto: en los primeros había un ansia de verosimilitud que quizá yo no lograba, pero en los segundos bastaba con la verdad. Bastaba con decir: «Bueno, vamos a hablar de la verdad, no de lo verosímil», que es lo que siempre le exigen los lectores a los escritores. En ese paso de la verosimilitud a la verdad me di cuenta de que había algo que hacía que los textos siempre contuvieran la representación del mundo, y del mundo político sobre todo.

5

Me pregunto si la forma en que piensas como autor en los vínculos entre literatura y presente alcanza también a tu labor como editor. Como tal tienes, por fuerza, que concebir libros que intervengan en el presente, pero me gustaría que profundizaras en esta cuestión.

La editorial tiene que ver también con un proyecto personal y social de dos personas que lo que quieren es encontrar un lugar en el que ser sus propios jefes, sus propios propietarios y también contar con la colaboración de personas que piensan igual que ellos, ya que todo eso acaba formando parte del catálogo de la editorial. El proyecto lo puse en marcha con Paca Flores, mi socia y una de las personas más importantes en mi vida. Ambos procedemos del mismo espacio social y, por esa razón, aunque nos expresemos en distintos términos y nuestra formación sea distinta (y nuestros intereses, a veces, sean distintos también), hay algo entre nosotros que no necesita ser dicho, digamos, con palabras. Por una parte, tenemos una necesidad de expresar aquello que no tiene expresión, es decir, de publicar aquellos textos que otros no publicarían, y, por otro lado, de mirar los que otros publicarían de un modo distinto. Por encima de eso habría un lema grabado en grandes caracteres que sería aquella idea de la «edición sí» de Einaudi frente a la «edición no»; es decir, la edición que propone sin tener en cuenta los resultados en vez de la edición que se entrega al mercado.

No hay tanto una busca de, por así decirlo, un acuerdo entre aquello que tiene sentido como moda y aquello que lo tiene como propuesta literaria renovadora, sino de una mirada (y los dos primeros títulos de la editorial trataban de decirlo) en la cual los jóvenes son tratados como clásicos. Esa es la ambición. En su día todos los clásicos fueron (evidentemente) jóvenes mirándose en el espejo de los clásicos, así que para nosotros fue muy importante desde el primer momento que cualquier autor, por muy joven que fuera, se enfrentara a los otros autores del catálogo como si ya fuera un clásico. Esa es la propuesta. A veces se da de golpes contra la pared en términos económicos, pero no importa.

No sorprende a tus lectores el hecho que seas editor, ya que en tus libros hay una gran cantidad de citas que permiten esbozar el lector que eres. Pero, ¿cuál es la vinculación entre el escritor en cuanto lector y el editor? A la hora de pensar en títulos para la editorial, ¿priman tus –vuestros– gustos como lectores o se impone una visión estratégica del catálogo?

Priman los gustos porque (y este es un chiste, pero también es la verdad) los pequeños editores actuales hemos pasado de explotar a los demás a explotarnos a nosotros mismos: dedicamos mucho tiempo y muchas energías a todo esto, pero siempre sabiendo que la retribución económica sólo ocupa la cuarta o quinta etapa en todo este proceso. Y eso afecta al catálogo también. Porque entre la idea de conformar un catálogo que responda estratégicamente a qué debe ser un catálogo y dé beneficios, prima sobre todo el gusto. Pero el gusto (que se ha construido entre el fin de la Revolución Francesa y el lector que ésta produce, y la Revolución Industrial y el lector producido por ella) es un gusto, por así decirlo. Nuestro catálogo está hecho para un lector proletario, pero también para ese lector cuya literatura es la del momento de inflexión que supone la aparición de Los cantos de Maldoror y surge un cierto irrealismo en literatura. Para nosotros hay una línea de fuerza en la que están tanto Jules Vallès (que es el primer autor que publicamos) como autores realistas del presente, pero también el segundo libro del portugués Fialho De Almeida (que fue un protosurrealista), así como muchos otros autores que no diríamos surrealistas, pero en los que hay un irrealismo importante: Ana Blandiana, Carlos Labbé y Gordon Lish, por ejemplo.

Parece haber tres líneas en la editorial (tú me dirás si estoy equivocado): una línea de rescate de autores muy específicos del siglo XIX, una de autores contemporáneos (en buena medida latinoamericanos) y una de artistas en la que se encuentran Joan Fontcuberta, José Emilio Burucúa, Javier Codesal e Iván de la Nuez, que no es precisamente artista, pero que habla de lo artístico. ¿Este mapa, esta simplificación del catálogo, responde a vuestras intenciones o es una simplificación completamente errada?

No, la has hecho bien; pero, por ejemplo, el rescate de algunos autores del XIX (siempre periféricos o peculiares) tiene que ponerse en discusión con los textos de autores nuevos. Fogwill, por ejemplo (y esta es la razón por la que accedió a publicar con Periférica), era alguien que tenía muy claro esto: cuando él o Rita Indiana recibían o reciben alguno de estos textos clásicos siempre los leen con una especie de fervor especial, porque entienden que hemos elegido una lectura que está muy cercana a ellos de algún modo. Es como si les dijeras: «Este es un clásico y tú te estás mirando en este espejo». Digamos entonces que en el catálogo de Periférica hay narrativa recuperada de los siglos XVIII al XX junto con una narrativa contemporánea en la que confluyen autores italianos, franceses, rumanos y anglosajones, y donde hay una veta latinoamericana muy importante porque consideramos que en la lengua de la narrativa latinoamericana hay un voltaje que no tiene la española y un alto grado de intensidad y de excelencia.

Además, esa parte latinoamericana del catálogo consta de tres secciones: una para los autores «sénior», otra para los jóvenes o muy jóvenes y sus primeros textos, y otra para aquellos escritores en la edad madura con los que nuestra política general de autor se rompe, porque de lo que trata es de reflejar aquellos textos suyos que nos parecen más relevantes. Así como hacemos un seguimiento muy importante con los jóvenes y también con los «sénior», también hacemos un esfuerzo por tratar de representar la obra de Fogwill y de Elvio Gandolfo en el caso argentino, de los chilenos Diamela Eltit y Carlos Labbé, del boliviano Maximiliano Barrientos, del peruano Mirko Lauer, del mexicano Yuri Herrera o de la dominicana Rita Indiana, de la que este año publicaremos una novela inédita. Si uno mira este catálogo latinoamericano, se da cuenta de que hay distancias entre todos ellos, al mismo tiempo que alientos distintos. Elvio Gandolfo formaría parte, por ejemplo, de ese irrealismo del que hablaba, que está muy ligado también a una especie de evolución de la novela gótica del siglo XIX que, en su caso, entronca con la alta cultura para generar un texto que a mí me parece bellísimo y que produce una inquietud especial. La obra de Fogwill también es así. Por su parte, Mirko Lauer se interesa por el postsurrealismo y, sin embargo, cuando se acerca a la literatura lo hace apuntando a la de género, es decir, a la novela negra, en la que vulnera todas las reglas habituales con un toque perverso que es parte [Luis] Buñuel y parte [André] Breton. Muchos de estos escritores son escritores del lenguaje y escritores de avanzada: tratan de adelantarse de algún modo y el lenguaje para ellos es esencial, como para nosotros.

La parte final de textos relacionados con el arte tiene que ver con una preocupación nuestra por los procedimientos. A veces el arte contemporáneo está muy pagado de sí mismo, a veces es endogámico, a veces hace su revolución en circuito cerrado; pero, sin embargo, a la hora de generar procedimientos, siempre es mucho más atrevido y siempre está por delante de su época. Hay que pensar que muchos artistas que hoy leemos como poetas eran críticos de arte. Baudelaire, por ejemplo, necesitó una generación para ser valorado, y muchos otros escritores que nos interesan han sido leídos como críticos de arte y como críticos literarios antes que como escritores. Esta es también una forma de resistencia, en el sentido de que a nosotros nos interesan aquellos textos que no encajan en el espacio habitual.

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_177

Ficha técnica

16 '
0

Compartir

También de interés.

Pushkin, héroe y mártir