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Keynes. La biografía definitiva

John Maynard Keynes. Fighting for Britain, 1937-1946

ROBERT SKIDELSKY

Macmillan, Londres

John Maynard Keynes. The Economist as Saviour, 1920-1937

ROBERT SKYDELSKY

Macmillan, Londres

John Maynard Keynes. Esperanzas frustradas, 1833-1920

ROBERT SKIDELSKY

Alianza, Madrid, 456 págs.

Trad. de Juan Carlos Zapatero

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Más de veinte años ha necesitado Robert Skidelsky para completar su monumental biografía de uno de los personajes que más influencia ejercieron en el pasado siglo XX : John Maynard Keynes. El resultado de tantos miles de horas de trabajo, que se recoge en tres gruesos volúmenes, con un total de más de mil setecientas páginas, ha merecido la pena.

La vida de Keynes experimentó muchas variaciones a lo largo de los años y nunca se centró en un solo ambiente. Sería, por tanto, un gran error pensar que estamos ante la biografía de un economista dedicado por completo al cultivo de su ciencia en el ámbito universitario. En realidad, Keynes empezó a estudiar economía bastante tarde y tuvo una formación en esta ciencia relativamente limitada, lo que algunos de sus críticos no dejarían de recordar en numerosas ocasiones. Cuando era estudiante, sus intereses intelectuales iban más por el lado de materias como la filosofía o el cálculo de probabilidades que por la economía. Y, años después, estuvo inmerso en mundos tan diversos como los de la política y el arte, en especial del teatro y del ballet, del que llegó a ser un mecenas destacado.

En esta biografía – como seguramente en todas las buenas biografías– se establece una interesante relación entre autor y personaje. Y como la obra ha tenido un período tan largo de maduración, el lector atento puede seguir en ella no sólo la evolución del biografiado, sino también la del propio autor. El primer volumen, que se dedica al período 18831920, es, en mi opinión, el más ameno de los tres, y el que más interesará, sin duda, a quienes no sean economistas. El Keynes que aparece en estas páginas es el joven intelectual, brillante e iconoclasta al mismo tiempo, que se aparta bastante del Keynes «oficial» que nos había dado la Vida de John Maynard Keynes, escrita por el economista Roy Harrod y publicada en 1951. Los ambientes descritos son, ciertamente, los mismos en ambas obras. Pero la visión es diferente. Skidelsky se interesa, en buena medida, en este primer tomo por la formación y el carácter de su personaje. Y esto hace que en sus páginas la homosexualidad de Keynes –a la que no se hace, por cierto, una sola referencia en el libro de Harrod– desempeñe un papel protagonista. Parece que Hayek –buen amigo personal de Keynes, aunque no comulgara con muchas de sus ideas– comentó más de una vez que Keynes no era estrictamente un hombre, ni desde el punto de vista físico ni desde el intelectual. Por ello la preocupación que Skidelsky muestra por este tema va mucho más allá de un simple cotilleo irrelevante.

Tampoco oculta el autor las opiniones radicales de Keynes en política, especialmente en los años de la Primera Guerra Mundial, en la que se opuso con fuerza al servicio militar obligatorio y defendió la objeción de conciencia. Su opinión sobre Lloyd George, al que consideraba un bribón, culpable de las desgracias de Inglaterra, es muy significativa de su posición en aquella época. Si bien habría que añadir que, siguiendo su costumbre de cambiar de opinión rápidamente, años después hablaría de forma mucho más favorable del mismo político.

El segundo volumen se ocupa del Keynes economista en su mejores años de creatividad intelectual, el período 1920-1937, en el que escribió sus obras teóricas más importantes, por las que pasaría a la posteridad, en especial su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, el libro de economía más influyente de todo el siglo XX, cuya primera edición vio la luz en 1936. El subtítulo de este segundo tomo es ilustrativo de su contenido: «El economista como salvador». Poca duda cabe de que el propio Keynes se vio a sí mismo como tal; y para algunos de sus discípulos se convirtió en un nuevo mesías. La economía pasaba así a ser como la Biblia, en la que existía un «antiguo» y un «nuevo» testamento, con la obra de Keynes como punto de ruptura. Todavía resulta fascinante leer el brevísimo primer capítulo de la Teoría general, en el que su autor divide prácticamente a los economistas en dos grupos, uno integrado por cuantos defendían la vieja teoría clásica –equivocada, naturalmente– y el otro constituido por el propio Keynes.

En este segundo volumen la estructura de la obra experimenta algunos cambios significativos, y el análisis de las ideas económicas de Keynes pasa a desempeñar un papel protagonista. Creo que la razón de esta diferencia de enfoque es doble. Por una parte, no cabe duda de que la teoría económica ocupó un lugar mucho más importante en la vida del protagonista. Pero cabe también una segunda explicación. Skidelsky, que no es un economista profesional, fue estudiando economía a medida que redactaba su libro y tenía ya una base bastante más sólida cuando escribió este volumen, que se publicó en 1992, nueve años después de la aparición del primero. Pese a ello, creo que son también los aspectos puramente biográficos lo más destacado de esta segunda parte, ya que es en ellos en donde se encuentran las principales aportaciones originales de Skidelsky. Y esto resulta bastante lógico. Es ya tan enorme la literatura que ha tratado de explicar y desarrollar las ideas de Keynes que resulta muy difícil aportar algo nuevo en este campo.

Aunque fue la Teoría general el libro que garantizó su entrada en la historia, ya antes de la publicación de esta obra Keynes se había convertido en un personaje muy conocido en Inglaterra. Como economista, no sólo era profesor en Cambridge y director de la revista más prestigiosa de la profesión –el Economic Journal–, sino también un experto reconocido en el mundo de las finanzas; y esto parece indudable a pesar de la opinión irónica de un hombre tan relevante en la City de Londres como Montagu Norman –gobernador del Banco de Inglaterra durante más de veinte años– quien, a la muerte de nuestro personaje, dijo abiertamente: «Debe de haber sido un buen economista; pero fue un mal banquero». Keynes se convirtió así en una persona «respetable», lo que lo alejó un poco de sus viejos amigos del círculo de Bloomsbury. Distancia que creció aún más como consecuencia de su abandono de la homosexualidad y su matrimonio con la bailarina rusa Lidia Lopokova, hacia la que los miembros del grupo de Bloomsbury mantuvieron siempre una actitud despectiva rayana en la grosería. Pero, por muchos motivos, el matrimonio supuso un cambio muy positivo en su vida, ya que le abrió nuevos horizontes, entre los cuales no fue el menor establecer un contacto directo con el mundo del ballet clásico, que pronto le fascinaría y al que acabaría dedicando mucho tiempo y dinero. Este es el Keynes que, en 1937, ingresa en el exclusivo sanatorio de Ruthin para tratar, durante seis semanas, la grave enfermedad coronaria que lo acompañaría el resto de su vida. Y con este episodio empieza el tercer tomo de la biografía.

Una circunstancia trágica domina, de forma indiscutible, las páginas de este último volumen: la Segunda Guerra Mundial. A la economía de guerra y a garantizar el papel internacional de Gran Bretaña una vez terminado el conflicto dedicó Keynes casi todas sus energías a lo largo de varios años, lo que supuso un esfuerzo excesivo para un corazón tan débil como el suyo que, sin duda, aceleró su muerte, que tuvo lugar en 1946, cuando sólo contaba sesenta y tres años de edad. Keynes tuvo, en efecto, que viajar en varias ocasiones a los Estados Unidos con proyectos complejos y propuestas difíciles de defender. Nuestro personaje representaba a una potencia ya de segundo orden frente al país más importante del mundo, tanto en el aspecto político como en el económico. Era Gran Bretaña la que necesitaba los recursos financieros, mientras los norteamericanos eran los prestamistas. Y no es extraño, por tanto, que en el diseño de la gran institución que debería velar por la existencia de un sistema monetario internacional estable, el Fondo Monetario Internacional, fuera el plan norteamericano, y no el británico, el que finalmente prevaleciera. A este respecto resultará, sin duda, interesante para los lectores el apéndice que Skidelsky dedica al director de la delegación norteamericana en las negociaciones de Bretton Woods, Harry Dexter White. El acceso a los archivos del KGB ha permitido confirmar una vieja idea, que había sido desmentida muchas veces: White, el verdadero artífice del FMI, ese organismo atacado ferozmente desde la izquierda durante décadas, tenía claras simpatías por la Unión Soviética y los rusos lo consideraban como una de sus fuentes de información más valiosas. Es verdad que White nunca envió información directamente a Moscú ni fue miembro del Partido Comunista norteamericano, pero tuvo amistad directa con miembros de ese partido, que además espiaban para la Unión Soviética, y les suministró información que necesariamente tenía que saber para qué sería utilizada. El hecho no es anecdótico, ya que su preocupación máxima fue siempre la integración de la Unión Soviética en el nuevo sistema económico internacional como potencia de primera fila, lo que necesariamente dejaba a la vieja Gran Bretaña representada por Keynes en un lugar secundario.

Y esto tuvo que afectar profundamente a un hombre como Keynes, que amaba realmente a su país y luchó por él con todas sus fuerzas. Un economista que no simpatizaba especialmente con Keynes, Joseph Schumpeter, no dejó de llamar la atención sobre lo profundo de su carácter insular, típicamente inglés. Su patriotismo –señalaba el gran economista austríaco– era tan profundo que, seguramente, nuestro personaje no era tan siquiera consciente de él. Y lo mismo podría decirse del ambiente cultural en el que se movía y de su visión de las relaciones internacionales. Pero, ¿también de las ideas económicas?

Una de las cuestiones que más han atraído a los economistas –y que, hace ya algunos años, llegó a constituir un tema recurrente en la literatura macroeconómica– es la relación entre Keynes y los clásicos ingleses, especialmente su maestro Alfred Marshall. En muchas interpretaciones de la historia de las ideas económicas, Keynes aparece como el protagonista de una auténtica revolución científica, que dejaba a un lado la vieja tradición clásica para construir un modelo innovador. Este es, sin duda, el mensaje del famoso capítulo primero de la Teoría general, antes mencionado. Y el enfrentamiento con los clásicos se acentuaría en los años siguientes en las obras de sus discípulos y seguidores. De acuerdo con esta interpretación, con la Teoría general no sólo surgía un nuevo modelo, en el que el análisis de los clásicos tenía validez únicamente en un caso particular; parecía nacer también una visión distinta de la política económica, en la que el equilibrio presupuestario y la política monetaria ortodoxa quedaban arrumbados en el baúl de los recuerdos y se otorgaba al Estado el papel de protagonista de la gestión de la actividad económica. Pero parece que, en sus últimos años, Keynes no dudó en replantearse la relevancia de muchas de las ideas económicas más convencionales, llegando a afirmar que era preciso «recordar a los economistas contemporáneos que las enseñanzas de los clásicos contenían verdades de gran importancia, que somos culpables de haber olvidado porque las asociamos con otras ideas que sólo podemos aceptar con muchas matizaciones». Y más llamativas aún son las palabras con las que Hayek cerraba su reseña de la antes mencionada Vida de John Maynard Keynes, de Roy Harrod. Recordaba Hayek una conversación en la que él mismo le había preguntado a Keynes si no estaba preocupado por la interpretación radical que algunos de sus discípulos estaban haciendo de sus teorías. La respuesta de Keynes define a nuestro protagonista. «No se preocupe», fue su contestación. Y añadió que, si las cosas evolucionaran realmente en tal sentido, él mismo volvería a entrar en escena para orientar de nuevo a la opinión pública, esta vez en sentido contrario. Pero –concluía Hayek– tres meses después Keynes había muerto.

Dada la relevancia histórica y científica del personaje, es muy probable que, en el futuro, sigan escribiéndose biografías de Keynes, en las que se destaque algún aspecto concreto de su vida o se saque a la luz algún documento nuevo, de importancia secundaria seguramente, que hasta entonces hubiera pasado inadvertido. Pero sospecho que el profesor Skidelsky ha dejado poco que hacer a los futuros biógrafos. Cabe discutir, ciertamente, las interpretaciones de algunos hechos y, desde luego, la valoración que Skidelsky hace de determinadas actuaciones públicas de su protagonista. Poca duda cabe, sin embargo, de que en esta obra se analizan con precisión casi todos los aspectos de la vida y carácter de Keynes. Su teoría económica podrá ser objeto de nuevos estudios y reelaboraciones. Pero estoy convencido de que ese complejo personaje que fue John Maynard Keynes vive realmente en las páginas de esta biografía.

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