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Bibliofobia

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En mi niñez, adolescencia y juventud no asistí a la quema de ningún libro –solo recuerdo la destrucción entusiasta de los tebeos que caían en manos de mis profesores, religiosos a quienes la lectura de aquellas historietas les parecía muy nociva–, pero tengo colegas poco mayores que yo que han dejado testimonio de las piras librescas. Por ejemplo, Antonio Martínez Menchén tiene un cuento ejemplar, Inquisidores, en el que se relata cómo, influidos por el adoctrinamiento de sus mentores, unos muchachos queman libros con entusiasmo, arrojando a la hoguera hasta los textos que tales mentores respetaban, y parece que el cuento se sustenta en una experiencia personal del autor. Sin embargo, conozco de buena fuente la persecución que en la posguerra sufrieron muchos libros –hasta Corazón, de Edmundo de Amicis, fue en algunos ámbitos un libro considerado peligroso– y muy pronto supe que mi buen padre, amante de los libros y coleccionista de una estimable biblioteca, tenía ciertos amigos libreros que guardaban, más allá de los anaqueles, en las zonas reservadas de la librería, textos que nos llevábamos a casa de manera furtiva. No habían sido quemados, pero podían serlo, rigurosamente rechazados por un difuso anatema en el que se mezclaban la moral, la religión, el patriotismo y las costumbres decentes.

En la biblioteca de mi colegio –ellos lo llamaban biblioteca, pero a mí me daba la risa, porque apenas ofrecía tres docenas de libros, todos muy poco estimulantes– estaba el texto Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral, del padre jesuita Antonio Garmendia de Otaola, cuyos juicios sobre los libros que había en mi casa me dejaban perplejo. Según el autor, Pío Baroja era «antiespañol, anticatólico, antihumano»; las rimas de Bécquer eran «peligrosas para las jovencitas»; en los libros de Guillermo Brown, líder de Los Proscritos, cuyas aventuras conservo como joyas bibliográficas, «la parte religiosa deja bastante que desear», y así sucesivamente. También por aquellos tiempos tenía difusión un folleto de otro jesuita, el padre Ugarte, titulado Nueve tesoros que se pierden con la lectura de novelas –con el tiempo he descubierto el mismo texto firmado por otro jesuita, el padre Ladrón de Guevara–, en el que se señalaba, con muy expresivas y curiosas razones, que leyendo novelas se pierde, primero, el tiempo; segundo, el dinero; tercero, la laboriosidad; cuarto, la pureza; quinto, la rectitud de conciencia; sexto, el corazón (ni más ni menos); séptimo, el sentido común; octavo, la paz, y, por último, que, con tales lecturas, la piedad «naufraga por completo». Menos mal que mi padre, cuando yo le comentaba preocupado tales juicios y le informaba de que Los tres mosqueteros estaba incluido en el Índice de Libros Prohibidos, y que leerlo era pecado, me miraba con cierta intensidad jubilosa, y separando las manos como en el cumplimiento de un gesto ritual, pronunciaba, con voz muy lenta y sonora, las palabras «nihil obstat», como animándome con ello a que leyese lo que me diese la gana.

La prohibición, la censura, la destrucción de los libros son antiguas como la escritura –y me imagino que en los tiempos de la mera oralidad habría ficciones y asuntos que estarían también vetados por los poderosos– y la gracia de este libro de Fernando Báez es ofrecernos un panorama minucioso, completo, de la historia de esos tan familiares como lamentables fenómenos. Una primera edición del libro fue publicada hace unos años, y esta, subtitulada De las tablillas a la era digital, incorpora nuevos aspectos de esa tan tenebrosa como interminable historia. En principio, que la destrucción de los documentos escritos es tan vieja como su existencia no resulta sorprendente, y hasta parece que no es preciso profundizar demasiado en el asunto para que seamos conscientes de lo que supone. Me atrevería a decir que eliminar un libro que nos desagrada parece natural: todavía recuerdo el desparpajo con que Francisco Umbral decía que tiraba a su piscina tal o cual libro despreciable para él, y si no hablaba de quemarlos, pienso que era porque su declaración sugería una actitud de confortable reposo en alguna tumbona y, por supuesto, la posesión de una piscina, imágenes ambas significativas entonces de una privilegiada vida cotidiana. Mas lo que confiere a este libro un interés particular, inscribiéndolo en un género que cuenta con pocos pero selectos ejemplos, como el propio Báez nos expone en uno de los capítulos –él mismo dice que «se ha hablado mucho de la creación de libros, pero no de su destrucción»–, es su voluntad exhaustiva, me atrevería a decir enciclopédica, no solo sobre la aniquilación de toda clase de soportes escritos, sino sobre su propia historia, pues al hilo de su destrucción asistimos a la aparición de las tablillas, del papiro, del pergamino, del papel, de la imprenta, de las diferentes encuadernaciones. En un momento del libro, al citar a uno de esos raros estudiosos, antecesores suyos en la investigación del asunto, Báez cita a William Blades, que en su obra Enemies of Books, publicada en 1821, relacionaba entre tales enemigos «fuego, agua, gas y calor, polvo, negligencia, ignorancia, maldad» y, además, «los coleccionistas, los libreros, los gusanos, los insectos, los niños y la servidumbre». Puede afirmarse que en el libro de Báez hay un panorama tan exhaustivo de la destrucción de libros que no existe ningún elemento adverso a ellos que no haya sido recogido y estudiado desde una visión cronológica del tema.

Dividido en tres partes, la primera analiza el mundo antiguo, la segunda desde la era de Bizancio hasta el siglo XIX, y la tercera el siglo xx y los inicios del siglo xxi. En la primera parte, la destrucción de libros, o de textos escritos, «comienza en Súmer», y se lleva a cabo con fervorosa dedicación a lo largo del auge y decadencia de los diferentes imperios y de las sucesivas invasiones y conquistas. Las antiguas bibliotecas arruinadas de Siria, de Babilonia, la gran biblioteca de Asurbanipal, la Persépolis que incendió Alejandro Magno, irán sirviendo de introducción a una historia que no podemos leer sin sentir cierto horror progresivo, al comprender todas las crónicas, los saberes y la imaginación escrita que ya solo pertenecen al polvo. De la tablilla al papiro, llegaremos a Egipto. «Akenatón, como buen monoteísta, fue uno de los primeros en quemar libros», nos dice Báez, al señalar esa actividad purificadora, intolerante con las ideas consideradas reprobables o funestas, precedente de la que los cristianos desarrollarían más adelante contra los propios papiros egipcios y que ha heredado el islam. En un despliegue tan detallado como vertiginoso de secuencias destructivas, el libro de Báez nos mostrará las censuras y quemas griegas, sin que deje por ello de descubrirnos revelaciones sobre la historia del libro, como que Anaxágoras fue el primero que publicó un libro con dibujos. Asimismo, serán citados muchos autores de los que no queda ni rastro y asistiremos a la eliminación de los poemas de Empédocles, a la censura de las obras de Protágoras, y sabremos que el propio Platón no veía con desagrado la destrucción de libros, aunque, con otros biclioclastas –neologismo que aporta el autor– uno que merece recuerdo por su triste hazaña es Eróstrato, quien para pasar a la Historia incendió el templo de Ártemis, con una biblioteca que conservaba ejemplares únicos, por ejemplo las obras completas de Heráclito de Éfeso. Báez nos recuerda que este ya había escrito, con cierta visión premonitoria: «Todas las cosas juzgará el fuego al llegar y condenará a todos».

Un capítulo especial merecen el «auge y final de la biblioteca de Alejandría», un episodio que se ha convertido en arquetípico en la imaginación occidental, aunque sin que se hayan matizado sus verdaderas circunstancias, desarrollado como otros capítulos con un estilo que parece mezclar la erudición y lo novelesco, pues en él va describiéndose no solo la historia de la biblioteca y de sus directores, sino la de la «sucesión interminable de ataques», a ella o a sus almacenes y centros de suministro, que comenzarían con las tropas de Julio César y que culminarían con la destrucción dirigida por el patriarca cristiano Teófilo, cuyos piadosos sicarios, de paso, torturarían y asesinarían a la famosa Hipatia, aunque cierta leyenda manipulada haya querido atribuir a los árabes la exclusiva responsabilidad del desastre. La biblioteca de Alejandría inaugura la saga desastrosa de una serie de bibliotecas destruidas: la de Pérgamo, la de Aristóteles, la de Atenas, la que construyó Arquímedes de Siracusa para el tirano Herión en un barco de lujo denominado «Alejandrina». Esta rememoración de bibliotecas relacionadas con el mundo griego y desaparecidas más o menos violentamente precederá a la descripción de las bibliotecas destruidas en otras culturas: las famosas Tablas de la Ley hebreas, guardadas en el Arca de la Alianza, cuyo destino misterioso ha encendido la imaginación de los cineastas, incluido el «crucigrama siniestro» que suponen los famosos «Rollos del Mar Muerto»; la quema de toda clase de documentos que, «en su lucha por imponer la uniformidad», llevó a cabo el primer emperador chino Shi Huandi –más conocido en Internet como Shi Huang–, demostrando cómo despotismo y biblioclastia van siempre firmemente unidos, en una reveladora historia que llega a la destrucción de los textos budistas, muchos años antes de los tiempos contemporáneos; la censura y persecución de libros en el imperio romano –de cuya responsabilidad no se libra ni el mismísimo Augusto, tan admirador de Virgilio–, con la destrucción de libros que llevó consigo la erupción del Vesubio en el año 79; más adelante, lo que el autor denomina «los orígenes radicales del cristianismo», con ejemplos del aborrecimiento de Pablo de Tarso hacia los libros mágicos, de la persecución de los libros de los gnósticos, del asesinato de Hipatia al que antes he hecho alusión y de la prohibición de la representación de comedias en el año 691, por su carácter de peligroso ejemplo, una actitud hostil que se ha mantenido a lo largo de toda la Historia.

En la segunda parte, «desde la era de Bizancio hasta el siglo xix», el libro continúa desarrollando su meticuloso repertorio de desastres: la decisiva toma de Constantinopla por los turcos en 1453, que culmina catastróficamente tantos siglos de esplendor, pero también la oscuridad medieval, donde solo resplandeció alguna luminaria, como la de Isidoro de Sevilla, y cómo apareció el palimpsesto como nueva forma de hacer desaparecer los documentos antiguos sin destruirlos físicamente, o las destrucciones y persecuciones del Talmud y del Corán, con los nuevos fanatismos iconoclastas que perseguían las obras de Maimónides o de Dante, y la aparición de sorprendentes iluminados, como Savonarola, inspiradores de las primeras «hogueras de las vanidades».

Sería absurdo relacionar al pormenor todos los aspectos de la persecución de los libros que en este de Fernando Báez tienen puntual crónica, pero quiero matizar algunos. Primero, que al hablar de la lamentable destrucción de los códices prehispánicos por parte de los españoles, no puede olvidarse que los aztecas tenían dos glifos para significar la conquista de una ciudad: uno representaba la destrucción del templo y el otro, la quema de los libros; con esto no quiero paliar ninguna responsabilidad cultural, sino señalar hasta qué punto la idea de destrucción de las ideas del adversario está implantada en determinadas actitudes humanas. En cuanto a la alusión a la famosa afirmación de Antonio de Nebrija, «la lengua es compañera del Imperio», hace unos años que en los Anejos del Boletín de la Real Academia Española se publicó el libro Aislados en su lengua, de Antonio Blanco Sánchez, en el que se demuestra documentalmente que la mayoría de los frailes que adoctrinaron a los indios americanos prefirieron hacerlo en su propio idioma antes que enseñarles el castellano, posible vehículo de ideas perniciosas. Si tantas lenguas precolombinas se mantienen vivas y vigentes en América, es gracias a esa inoperancia del Imperio, que no logró consolidar su lengua. Fueron los líderes de la independencia quienes la impusieron, para establecer un lenguaje común a todas las naciones, que permitiese la comunicación entre los pueblos que se habían liberado del yugo español.

Otro aspecto que sería interesante matizar es el referente a la Inquisición y a ese Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum al que antes aludí y que se cita en el apartado correspondiente. Yo sugeriría al autor que, en sucesivas ediciones de su interesantísimo libro, no deje de señalar que el citado Índice –donde se incluía prácticamente la mayor parte de lo que consideramos Literatura Universal– nunca desapareció del todo, sino que «quedó en suspenso» en 1966, en lo que pudiéramos llamar inercia del movimiento renovador que, para la Iglesia católica, supuso el Concilio Vaticano II. Todavía en 1948 había aparecido la trigésimo segunda edición del Index, que afectaba a incontables obras, aparte de las que no se incluían porque estaban prohibidas ipso facto. En cualquier caso, en esta segunda parte se recuerda aquella afirmación de Pascal: «Los hombres nunca obran mal de una manera tan perfecta y aclamada como cuando lo hacen movidos por la convicción religiosa», y se incluyen también aspectos muy relevantes de la destrucción de los libros en el Renacimiento, con la condena de los astrólogos y otras operaciones político-religiosas, así como las vicisitudes de los enciclopedistas, la Comuna con el incendio del Louvre en 1871, o el caso de la pudibunda esposa de Richard Burton y sus afanes purificadores de los escritos de su marido.

La tercera parte nos traslada a los siglos XX y XXI, con los libros destruidos durante la Guerra Civil; lo que el autor llama el «bibliocausto» nazi –capítulo especialmente relevante por la reconstrucción de una barbarie moderna que resulta muy significativa de cómo podemos llegar a comportarnos–; las bibliotecas bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial; la actitud de las diversas dictaduras mundiales frente a los libros y la cultura, y otros aspectos sobre la destrucción de los libros por parte de «enemigos naturales y legales». El autor estuvo en Irak formando parte de la comisión internacional que, en mayo de 2003, evaluó los daños en la Biblioteca Nacional de Bagdad, y nos ofrece una visión desoladora de saqueos y destrucciones estrictamente contemporáneos. El libro termina hablando de los libros electrónicos, ese panorama virtual, esa misteriosa nube frente a cuyo desarrollo solo podemos mantener una curiosa perplejidad.

 

Nueva historia universal de la destrucción de los libros. De las tablillas sumerias a la era digital, de Fernando Báez. Barcelona, Destino, 2011.

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Ficha técnica

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