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Bajo el imperio de las sombras (y III)

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Durante muchos años, la ortodoxia cinematográfica consideró El acorazado Potemkin una de las mejores películas jamás realizadas, distinción que, algo debilitada en el campo crítico, no ha perdido en el imaginario popular: cualquier iniciación al cine incluye un paseo por las escalinatas de Odessa, un prodigio de montaje que ejemplifica a la perfección las tesis de Serguéi Eisenstein sobre la importancia de esa herramienta decisiva. Ahora bien, no hubo ninguna masacre en las escalinatas de Odessa. Pero, como señala David Thomson en The Big ScreenDavid Thomson, The Big Screen. The Story of the Movies and What They Did to Us, Londres, Penguin, 2012., ¿cuánta gente estaría dispuesta a creerlo hoy en día?

Curiosamente, G. K. Chesterton suscribiría esa misma pregunta. En 1936, el escritor británico desarrolló un argumento peculiar sobre los peligros que un arte democrático con las características del cine plantea para la percepción colectiva de los asuntos públicos. Decía Chesterton que no le preocupaban las películas inmorales, vale decir, aquellas con un contenido erótico, sino las morales: las que tratan sobre la historia y las figuras públicas. Por ejemplo, aduce, la verdad sobre Benjamin Disraeli, exprimer ministro británico, sólo había emergido lentamente por medio del matizado trabajo de periodistas y escritores; un trabajo neutralizado de un plumazo por el estreno de una película hagiográfica sobre él. Para Chesterton, espectáculos como el cine y el teatro disfrutan de una suerte de monopolio sobre la opinión pública, en la medida en que «en un sentido más profundo que el metafórico, llenan el escenario; dominan la escena; crean el paisaje». Y añade:

En consecuencia, existe un riesgo real de que la inexactitud histórica se popularice a través del cine, porque no suele darse la posibilidad de que una película sea corregida por otro. […] No habrá oportunidad de enfrentarse a tales obras con sus mismas armas, con su imponente puesta en escena y su repetición multitudinaria. […] Una película engañosa podría ser atacada en cientos de libros sin afectar en absoluto a los millones de incautos que nunca han leído los libros, pero sí han visto la películaG. K. Chesterton, «Hablando de películas», en Harry M. Geduld, Authors on Film, Bloomington, Indiana University Press, 1972. Tomo las traducciones de Isabel Villena en su edición española, Los escritores y el cine, Madrid, Fundamentos, 1997..

Por ejemplo, Odessa. Pero Odessa sólo es uno de los ejemplos que para Thomson ponen de manifiesto la dudosa influencia del cine –que nuestro autor ama sobre todas las cosas, sólo que con un amor reflexivo que no excluye la crítica– sobre la sociedad. Una influencia de la que apenas somos conscientes, lo que, faltaría más, multiplica su impacto:

Naturalmente, hay poca evidencia histórica de que las masas hayan ido al cine a educarse, pero existe la posibilidad de que, ciegos a la educación formal, hayan sido moldeados por la luz en la oscuridad en formas difícilmente apreciables.

Thomson es consciente de que resulta muy difícil verificar esta proposición, con la que, sin embargo, nos sentimos espontáneamente de acuerdo, aunque sólo sea porque nos parece imposible que el cine haya dejado de influirnos:

Que sea tan difícil medir cuantitativamente el impacto del cine no significa que ese impacto sea un mito. […] La posibilidad de observar pasivamente tales cosas [La naranja mecánica], o de hacerlo como espectadores antes que como participantes, posee una profunda influencia. Consideremos lo siguiente: si sugiriésemos que las películas de los años treinta y cuarenta nos enseñaron cómo fumar e hicieron que fumar fuese cool y atractivo, ¿quién discreparía? […] ¿No nos afecta, entonces, el cine? ¿No queremos que nos conmueva? ¿No hablamos de uno de los más hondos llamamientos al deseo jamás creados de la nada por la raza humana?

Su apelación a la especie no anda desencaminada, porque parece claro ya, a estas alturas, que somos seres psicobiológicos permanentemente sometidos a la influencia de nuestras propias representaciones culturales, lo que incluye, de manera significativa, nuestras ficciones: las historias que nos contamos. Si esas historias están servidas por un medio que goza de una inigualable capacidad para la recreación de la realidad, funcionando como un espejo infiel que da forma a su objeto mientras también lo refleja, gozando además del entusiasmo popular, su capacidad de influencia queda fuera de duda. Naturalmente, esa influencia no alcanzará a quien viva al margen del cine, ya sea por razones geográficas o falta completa de afición; pero el número de los excluidos –que no inmunizados– es insignificante, o al menos lo era antes de la proliferación de las minipantallas y la fragmentación de la oferta de ocio.

Sea como fuere, el papel de nuestros artefactos culturales en la historia de la conciencia no es algo desconocido, sino que constituye una intuición permanente de los observadores sociales. En La invención de los derechos humanos, Lynn Hunt defendía la tesis de que las novelas epistolares del siglo XVIII enseñaron a sus lectores una nueva psicología y, con ello, cimentaron un nuevo orden social y político, al reforzar unos sentimientos de empatía que dependen, en último término, de la identificación con el prójimoLynn Hunt, La invención de los derechos humanos, trad. de Jordi Beltrán, Tusquets, Barcelona, 2009. Escribí una reseña del libro para Letras Libres.. Hunt habla de una «empatía imaginada» que la novela epistolar produce con los medios propios de la literatura, a saber, el acceso a la conciencia interior de los protagonistas.

Stanley Cavell, acaso el filósofo contemporáneo que haya prestado una atención más específica al medio cinematográfico, plantea un argumento análogo en relación con la comedia hollywoodense de los años dorados, que es aquella que se desarrolla mayormente durante los años treinta. Para Cavell, se trata de un género cuyo éxito requiere de la creación –mediante la identificación, primero, y la mímesis, después– de una nueva mujer, de manera que

esta fase de la historia del cine está ligada a una fase en la historia de la conciencia femenina. Podría incluso decirse que estas fases de estas historias son parte de la creación de cada unaStanley Cavell, Pursuits of Happiness. The Hollywood Comedy of Remarriage, Cambridge, Harvard University Press, 1981, p. 16..

Hay así una influencia recíproca entre la imaginación cinematográfica que, a partir de algunos apuntes proporcionados por la realidad, propone nuevos modelos de subjetividad y conducta, y esa misma realidad, así influida por el cine, que convierte aquellos apuntes en orientaciones decididas que terminan por convertirse en inercias sociales. Porque no hay duda de que mujeres como las representadas por Katharine Hepburn, Carole Lombard, Irene Dunne o Claudette Colbert en las películas de, entre otros, Mitchell Leisen, Howard Hawks, Preston Sturges, Gregory La Cava o Leo McCarey existían sólo germinalmente en su tiempo, constituyendo así su sobrerrepresentación fílmica un estímulo decidido a su producción en el cuerpo social. Si soy joven y voy al cine y me gusta Hepburn, ¿por qué voy a quedarme en Doris Day? Y lo mismo puede decirse sobre la percepción social general de ese nuevo tipo de mujer, porque naturalmente se hace referencia tanto a la conciencia sobre la mujer, por parte de mujeres y hombres, como a la conciencia femenina misma. Esta misma reflexión puede ampliarse sin mayores riesgos para cubrir también al adolescente norteamericano de los años cincuenta y a los jóvenes europeos de ambos sexos en los años sesenta. De ahí que Cavell diga bien cuando dice que las películas de cierta magnitud son «datos primarios» para lo que propone denominar «la agenda interna de la cultura». Más sombríamente, Lotte Eisner explora estos vínculos en su célebre La pantalla diabólicaLotte Eisner, La pantalla diabólica, trad. de Luis Federico Coco, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010., sobre la relación entre el expresionismo y el nazismo, algo parecido a lo que propone Jean-Luc Godard, tirando por elevación, en su formidable Historia(s) del cine.

Pero volvamos a Thomson, centrándonos ahora en las principales derivaciones de su tesis general, esto es, en formas particulares de esa influencia: las contaminaciones cinematográficas de la conciencia.

Para empezar, nos encontramos con la relación entre cine y violencia, tantas veces discutida (recordemos las polémicas que solían rodear a las películas de Sam Peckinpah, quien estos días habría cumplido noventa años, a cuenta de su estetización de la violencia, que llevó a la crítica filomarxista de su época a llamarlo «fascista»). A juicio de Thomson, cien años de cine habrían disuelto nuestra resistencia al asesinato, sin que el mismo cine que ha hecho cotidianas esas imágenes de violencia nos haya ayudado a comprender mejor a sus ejecutores. Sostiene así que M, el vampiro de Düsseldorf, la admirable película de Lang, objeto de un memorable estudio contextualizador de Anton Kaes, abrió la posibilidad de generalizar las películas sobre criminales en serieAnton Kaes, M, BFI Film Classics, Londres, Palgrave, 2001.. Es interesante, a este respecto, traer a colación la gran metáfora sobre la complicidad con el crimen que el mismo Fritz Lang desarrollara en su particular contribución al western, aquel Rancho Notorious donde Marlene Dietrich da cobijo a forajidos huidos de la justicia. Arthur Kennedy, que interpreta a un vaquero que busca venganza para su esposa asesinada infiltrándose en el rancho, lanza un alegato final contra el encubrimiento que puede entenderse sin esfuerzo como una crítica de otro encubrimiento: el que un género como el western habría llevado a cabo poetizando en pantalla una era de violencia y exterminio. Para Thomson, lo mismo puede decirse de la guerra: «Una de las más perversas consecuencias de la guerra es qué fácilmente queda bien en pantalla: sentimos la excitación y la acción más que el daño». Incluso, podríamos decir, en aquellas películas que, de Fuller a Mann, tratan con más denuedo de ofrecernos la cara B de la guerra, no necesariamente moderna: la secuencia de la batalla medieval en Campanadas a medianoche es justamente famosa por su crudeza.

No obstante, incurre aquí Thomson en una cierta contradicción, por cuanto plantea abiertamente la posibilidad de un modo de hacer cine que, en lugar de estetizar la violencia, convirtiéndola en algo irreal, subraye la turbadora cotidianidad de su ejercicio. Su ejemplo predilecto es la secuencia de la botella de Coca-Cola en El largo adiós, la adaptación de Raymond Chandler que hiciera Robert Altman en 1973, donde Marlowe es un Elliott Gould preocupado por dar de comer a su gato que, en el curso de una conversación aparentemente tranquila con un mafioso menor, ve cómo este rompe sin previo aviso una botella de cristal en la cara de su novia; una violencia inesperada y no ritualizada que agrede al espectador en lugar de complacerlo. Para Thomson, el método general de Altman, propio de un cierto Nuevo Cine Americano que abandona la pulcritud formal para abrazar la confusión, abre un camino prometedor para el cine:

Aunque pueda parecer perverso, una película donde mirar y oír es confuso o se ve dificultado bien puede estar más próximo a nuestra experiencia de la vida que la enfática precisión de la era dorada, en la que cualquier plano o encuadre era completamente informativo y «correcto».

Más aún, el significado general del cine negro al que se adscribe, ya en su fase revisionista, la magnífica película de Altman, estriba para Thomson en el modo en que deja ver el malestar en el cine: malestar por el modo en que el cine nos separa del mundo. Sólo un cine sin happy endings puede considerarse maduro. Desde este punto de vista, por supuesto, el noir es una categoría que trasciende su género, para alcanzar películas tan improbables como Breve encuentro, película negrísima en una resolución que deja a la protagonista femenina sin futuro alguno. Al hilo de la misma, Thomson comenta otro aspecto de la influencia social del cine: su sibilina promoción de la infidelidad sexual por la vía de la fantasía voyeurista: «Ir al cine, por definición, es perseguir una fantasía en la que de alguna manera se anima a los miembros de ambos sexos a enamorarse de diferentes personas cada semana». Acaba de decirlo la actriz francesa Charlotte Gainsbourg: «Ser deseada forma parte de mi oficio». ¡Y tanto!

Mucho se ha escrito sobre la relación entre la oscuridad de la sala de cine, el onirismo y el voyeurismo. Es innegable que la mirada del espectador, anticipada por el cineasta que crea realidades para él, con objeto de subyugarlo, es un elemento central a la experiencia cinematográfica. Algo que, por cierto, como escribiera en cierta ocasión el malogrado Ángel Fernández-Santos, pierde mucha fuerza si vemos la película en casa con la luz encendida y el jarrón al lado del televisor donde aparece –pongamos– Kim Novak en Vértigo. «Mira esto» es, señala Thomson, el mensaje primigenio que el cine no puede abandonar. Y nadie comprendió el subsiguiente esclavismo del espectador mejor que Alfred Hitchcock, quien en esta obra cumbre de 1958 sugiere, entre otras muchas cosas, que «el voyeurismo puede socavarte» y que «actuar es una metáfora para el conjunto de la vida». Tampoco es casualidad que debamos a Hitchcock esa suprema reflexión sobre los peligros del voyeurismo que es La ventana indiscreta, cuyo punto de partida, sin embargo, estaría para Thomson presente ya en Josef von Sternberg a lo largo de su rica asociación con Marlene Dietrich: «Quizá sea el mejor ejemplo de un director para quien una película consiste en observar algo que deseas pero no puedes tocar». Algo que el James Stewart de La ventana indiscreta comprueba dolorosamente cuando su novia, una esplendorosa Grace Kelly, entra en la casa del presunto asesino del bloque de enfrente: dejar de mirar para pasar a entrometerse con el objeto de la mirada es –resulta ser– un juego peligroso.

Se plantea aquí, colateralmente, una pregunta tan extraña como pertinente, que la crítica de los últimos años trata insistentemente de responder: ¿desde dónde se cuentan las películas? En realidad, se trata de un interrogante que permanecía latente desde los orígenes del medio. Por ejemplo, en Las tres noches de Eva, la comedia de Preston Sturges, la vengativa Barbara Stanwyck comienza a relatar a uno de sus amigos rufianes cómo planea inducir al millonario Henry Fonda a casarse con él, momento en el cual pasamos a verlos a ambos en pantalla mientras ella sigue contando en off aquello que iba a pasar, pero que ya está pasando: una sutil metáfora de la narración a través de imágenes que sólo el cine puede proporcionar. Sin embargo, si hay una película que ha explorado este asunto de manera original en los últimos años es Burn after reading, la comedia de espías de los desiguales hermanos Coen, aquí en estado de gracia al presentarnos una narración cuyo tema permanece en off en todo momento, y que no es otro que la perversa inocencia del espectador. En ella, varias líneas narrativas aparentemente inconexas, conectadas de manera azarosa e improbable, permanecen en todo momento fuera del conocimiento no ya de los protagonistas, sino del alto cargo de la CIA que trata sin éxito de desenredar la madeja correspondiente. Sólo los espectadores saben lo que ha pasado; sólo ellos disponen de todas las piezas del puzle. Naturalmente, en la vida nos parecemos más al desorientado alto cargo que al observador que el cine nos deja ser durante el tiempo que dura la película.

Del mismo modo, esa mirada, acostumbrada al iter particular del relato cinematográfico, revierte sobre nuestra observación de los fenómenos sociales. Thomson cita a la escritora norteamericana Joan Didion, quien apunta que hay rasgos de la dramaturgia cinematográfica que, paradójicamente, simplifican –más que iluminan– la forma en que vemos la realidad:

Las cosas «pasan» en el cine. Siempre hay un desenlace, siempre hay una línea dramática basada en una sólida relación causa-efecto. Y percibir el mundo en esos términos es asumir que todo escenario social tiene un final.

Digamos entonces que el cine reforzaría nuestras de por sí habituales falacias retrospectivas y nuestra tendencia a sustituir la correlación por la causación, no digamos nuestra propensión a adjudicar los papeles de buenos y malos en los distintos procesos políticos y sociales. Es también digno de mención, a este respecto, que hay también algo falaz en nuestra propia percepción del producto cinematográfico, especialmente cuando abrazamos plenamente la así llamada política de los autores y no solamente olvidamos la autoría colectiva del cine, sino también el singular proceso de producción que lleva hasta el estreno. El difícil maridaje de arte e industria supone un auténtico martirio para muchos directores, no pocos de los cuales han reflejado ese proceso en su obra, a veces explícitamente (State and Main, de David Mamet, por poner un ejemplo de los últimos años), a veces elípticamente (Quiero la cabeza de Alfredo García, de Sam Peckinpah). El medio no puede evitar hacer un constante comentario de sí mismo.

En fin, a pesar de las siempre inteligentes advertencias de Thomson –menos pesimista de lo que deja ver, como cualquier vistazo a su monumental diccionario demuestra a las primeras de cambio– resulta difícil concebir un mundo sin cine, o pensar que ese mundo alternativo pudiera ser mejor que este. Por momentos, se diría que Thomson suscribe un único final posible para el quijotismo cinematográfico: tomar conciencia de la ilusión padecida y morir desengañado. Sin embargo, cualquier psicoanalista suscribiría la función reparadora que una fantasía moderada cumple en el equilibrio vital de sus pacientes. En el caso del cine, participamos de una gigantesca fantasía colectiva que, no sin distorsionar ligeramente nuestra percepción de la realidad, constituye una ejemplar herramienta para la transmisión de significados y emociones. Además de ser, como el propio Thomson reconoce, el medio más capacitado para abordar el tema por excelencia de la experiencia humana: el paso del tiempo. Es una poderosa razón, pero sólo una entre muchas, para tomarse en serio un arte que ha dejado de ser joven: exactamente igual que nosotros. Y para repetir, ahora irónicamente, el verso de Alberti, himno oficioso de la afición.

«Yo nací –¡respetadme!– con el cine».

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