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Bailando sobre las ruinas

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Para Walter Benjamin, el Angelus Novus de Paul Klee, que no es otro que el ángel de la historia, es irresistiblemente impulsado por el huracán hacia el futuro, pero su rostro –ojos desencajados, boca abierta– permanece por siempre vuelto hacia el pasado: «donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona sin cesar ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies». Ese huracán –añade Benjamin– es lo que llamamos progreso.

12 de septiembre de 2001. En medio de la hecatombe de los muertos, hay quien ya puede leer las aún humeantes ruinas del World Trade Center como una vanitas barroca. O como una manifestación de lo inefable. Stockhausen –que no será comprendido– se apresura a manifestar que la catástrofe es «la obra de arte más sublime que el hombre haya realizado jamás». Sublime en el sentido que dio Burke al término (fragor, oscuridad –la nube de ceniza–, grandeza), pero diseñada y llevada a cabo por unos terroristas que, a su vez, podrían ser «leídos» como efectos secundarios de nuestra modernidad.

A diferencia de las ruinas del pasado –las que contemplamos con arrobo porque, tras haber perdido la presencia del sentido, todavía se manifiestan sugestivamente–, las nuestras ostentan el inconfundible hedor de la masacre. Las del terremoto del Hindu Kush, en Cachemira (octubre de 2005), ya no precisan de ningún philosophe que despotrique contra los optimistas ilustrados, como hizo Voltaire en su impresionante poema (1756) sobre el de Lisboa: «Filósofos engañados que gritan "todo está bien" / vengan y contemplen estas ruinas espantosas! / esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas, / esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados / debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados». Nada que ver, aunque con expresiones semejantes, con el lamento de Rodrigo Caro ante Itálica: «Fabio, si tú no lloras, pon atenta / la vista en luengas calles destruidas,/ mira mármoles y arcos destrozados, / mira estatuas soberbias, que violenta / Némesis derribó, yacer tendidas, / y ya en alto silencio sepultados / sus dueños celebrados».

Si en las ruinas del pasado la muerte está presente como epifenómeno, las nuestras denotan la masacre. O, en el mejor de los casos, como en las efímeras ruinas del Windsor de Madrid –menos de un año en pie, tras el fuego aniquilador–, su estructura fantasmal funciona como una especie de vanitas que fascina al que las contempla. Quizá las ruinas sean también aviso, en una época en la que la catástrofe provocada por el hombre se cierne sobre la naturaleza. Georg Simmel (1881-1918) pensaba que las ruinas de su tiempo –y le dio tiempo a conocer las provocadas por la Gran Guerra– encarnaban la justicia de la destrucción: la ruina devolvía la obra humana, soberbia, egoísta, a la naturaleza. La ruina era el triunfo de la venganza.

Una modesta exposición, «El esplendor de la ruina» (Fundació Caixa Catalunya; comisario, Antoni Marí), nos ha permitido trazar la línea divisoria entre nuestras ruinas y las del pasado.Y, por supuesto, ya sabemos que pueden decir más sobre el contemplador que acerca de lo que representan (Freud dijo que el inconsciente es una ruina que es preciso excavar). La historia de nuestra veneración por las ruinas nos muestra sus diferentes connotaciones. En la pintura religiosa del primer Renacimiento, por ejemplo, cuando la Natividad, que tiene lugar en un recinto en ruinas, simbolizaba el Nuevo Templo triunfante sobre el viejo. O como vanitas en el Barroco: cuando la ruina entera se apodera del cuadro y se convierte en sujeto mismo de la pintura. Ruinas de imperios universales, meditación sobre lo efímero. Pero también vestigios melancólicos (nada permanece, pero nada hay nuevo) de Claudio de Lorena. Ruinas para la meditación y también para el juego intelectual, como las ruinas inventadas, «pintorescas», de los que firmaban como Monsú Desiderio y eran dos: un especialista en caprichos arquitectónicos (François de Nommé) y un experto en vedute, Didier Barra.

La ilustración radical convierte a la ruina en «resto» y descubre la arqueología. Legiones de dibujantes y científicos proceden a levantar en pocas décadas el mayor inventario jamás realizado acerca de lo que fue y todavía permanece como mudo (o estrepitoso) vestigio. En el catalogar se olvida la poesía de la ruina y, de paso, la excepcionalidad del canon «clásico»: para los estudiosos de los museos, los restos no tienen ya valor sentimental, sino son puros síntomas de lo que un día fue, y aún puede ser conocido. Otros, como Hubert Robert (1733-1808), ven todavía en la ruina grandiosidad perdida para siempre, paradoja del devenir –por eso pinta diminutas lavanderas enanizadas en un escenario arquitectónico gigantesco, sospechosamente parecido a la Gran Galería del Louvre–. Más tarde, los románticos se pondrán a amar las ruinas con la pasión del converso: ruinas exóticas de mundos lejanos o de un pasado medieval cuyos valores y certidumbres dicen añorar, pero cuyo orden social (aristocracia, Iglesia) combaten paradójicamente en la calle.

Si las ruinas contemporáneas hablan de nosotros –y de nuestra parte más oscura–, entonces lo único que les cuadra es el silencio. Coqueteamos con nuestras ruinas, sin embargo, hasta el punto de que hemos creado un nuevo subgénero literario y cinematográfico: la ciencia ficción postapocalíptica. La estatua de la Libertad enterrada en la arena (El planeta de los simios, Schaffner, 1968) nos pone en contacto con un futuro catastrófico que pretendemos conjurar y que nunca ha estado tan cerca de nuestro alcance. Las distopías con ruinas –no necesariamente destruidas, basta con que estén ominosamente deshabitadas y desprovistas de función instrumental– han alimentado lo postapocalíptico. Desde La hora final (Stanley Kramer, 1959) o Mad Max (George Miller, 1979) a El día de mañana (Roland Emmerich, 2004), en la que la catástrofe es ecológica, el cine de nuestro tiempo nos ha enfrentado a nuestras ruinas antes de que se produzcan. Quizá muy poco antes.

Puesto que nuestras ruinas hablarán de nosotros a las generaciones posteriores (y eventualmente a los supervivientes de una catástrofe posnuclear) puede que sea preciso prestarles más atención. Planificar ruinas bellas. Ese fue el fundamento de la llamada teoría del valor de las ruinas (Theorie vom Ruinenwert), esbozada por Albert Speer, el arquitecto favorito de Hitler, que, siguiendo a Ruskin, propugnaba la utilización de materiales tradicionales y nobles para construir hermosos edificios que, llegado el caso, produjeran también ruinas estéticamente aceptables: «Nuestros edificios deberán también hablar a la conciencia de las futuras generaciones de alemanes». En mayo de 1945 esas ruinas hicieron algo más que hablar: bramaron. Sebald nos habla de ellas –y de cómo se produjeron– en su imprescindible libro Sobre la historia natural de la destrucción. El adolescente solitario y suicida que juega a la pata coja entre los cascotes del centro de Berlín en Germania, anno zero (1947, Rossellini) es una imagen de ahora mismo que se ha repetido en cada una de las masacres del siglo. Bailar sobre nuestras ruinas para intentar inútilmente comprenderlas.

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Ficha técnica

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