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La escritofilia

Escribir y leer en el siglo de Cervantes

ANTONIO CASTILLO (COMP.)

Gedisa, Barcelona

362 págs.

4.390 ptas.

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El dominio en que se asienta esta serie de artículos es el vasto campo de la producción y recepción del escrito, ello contado estratégicamente en el momento climático que alcanzó una cultura que se mostraba por entonces, en el centro virtual de su Siglo de Oro, como, literalmente, «atestada de letrados» y de plumíferos de toda laya. «República de las letras» (Saavedra Fajardo), en que la escritofilia parece poseer a los ingenios y pone al país en riesgo inminente de que, en él, las librerías comiencen a encontrarse peligrosamente más atestadas que las armerías. Cosa que denunciará, entre otros, un Baños de Velasco en su Ayo, y maestro de príncipes (1674).

A fines del siglo XVI, la escritofilia hace que la tinta comience a correr más que la sangre por las venas del cuerpo político de una monarquía de pretensiones universales. Lo cual, dicho sea de paso, no dejará de ser un problema que pide ser abordado desde el pensamiento arbitrista, en donde más de un proyectista de lo social deseará que las «manos muertas» de los letrados y pajizos autores licenciados se transformen en energías materiales dedicadas al cambio y a la transformación activa de la realidad. Llegándose a proponer en ese momento algo que desde nuestra posilustración suena inaudito: la supresión de las escuelas de letras, para favorecer así las dedicaciones menestrales y satisfacer la incesante demanda de empleos bajos o viles que puedan abastecer la máquina material del imperio.

Y es que ese «tiempo de Cervantes», en que nuestro volumen se instala, fue tanto un tiempo de expansión de la imprenta, como también, de creer a Chartier, de crisis real de muchas de las vidas que, entregándose con pasión en brazos de las imprentas, cosecharon un alto grado de frustración cuando comprobaron en sus carnes que el país estaba en realidad sobredimensionado en lo que a su clase intelectual, letrada, se refiere (literalmente: «hundido a doctos»), y que esa descompensación podía ser, en sí misma, una de las causas de la decadencia de un imperio, entonces en trance de perderse, precisamente también por la proliferación de, como llamaba Malón de Chaide a ciertos libros, escritores y lectores, «armas y cuchillos en manos de locos» (La conversión de la Magdalena).

Pero si soslayamos esta reflexión de estirpe «biblioclástica», nos encontramos de lleno con la necesidad cierta de explorar el campo, todavía virgen, del escrito español áureo, y ello justo en el momento, fines del siglo XVI y principios del XVII, en que se produce una crisis violenta de la representación del mundo; momento en que la peculiar idiosincrasia hispana y la lógica misma de su organización monárquico-confesional necesitará de una superproducción material de escritos que abastezcan su imaginario. Ello se traduce siempre en la era moderna con el aumento consecuente de aquello, el papel, que alimenta y «fatiga» los tórculos.

El mundo entonces se presentaba como susceptible, en efecto, de ser transferido simbólicamente «sobre el papel», para aludir al célebre estudio de Olson, pues podemos suponer en buena lógica que fue la necesidad misma de proveer a los «traslados» de información textualizada que acuciaba al vasto ámbito de lo hispano, lo que por entonces hizo aumentar la dimensión cuantitativa y, también, la autoridad y aura alcanzada por el llamado móvil inmutable, el libro. La inscripción, el registro, el archivo y, al fin, también la consulta, la lectura, se despliegan constituyendo el vasto espacio de dominio de lo escriturario, y cubren con su total autoridad el conocido entre nosotros como «siglo» o época de Cervantes.

En ello radica pues, la importancia nueva que tiene este volumen; volumen cuya abertura instrumentaliza quien, como Petrucci, viene a representar, junto con Chartier, lo más brillante del pensamiento y la investigación europea sobre la razón o lógica de la escritura. Investigador el primero a quien cabe atribuir la empresa de haber retomado el pulso de los estudios sobre el escrito, habiéndolos conducido hacia su modernidad hermenéutica, y ello al sacarlos del estancamiento en que se encontraban cuando eran exclusivo pasto de la temible hueste de los paleógrafos, estudiosos de la diplomática y otras variedades de eruditos narcisos.

Petrucci, en efecto, ha inyectado en el estudio del continente de la letra todo lo que antes parecía ajeno a él, singularmente la política, la ideología. El texto seminal del analista italiano, La scrittura. Ideologia e rappresentazione, es el marco expreso y punto real de partida en el que operan la práctica totalidad de quienes son en este volumen, me atrevería a decir, porque esto no puede ofender, discípulos suyos.

La imaginaria línea del horizonte que el volumen propone está situada en esa comprensión de la escritura como tecnología nuclearmente constitutiva del Estado moderno. De ese gran principio, desde el que la política, foucaultianamente entendida, gobierna los mundos y se capilariza hasta permeabilizar y, en cierto modo, «construir» el sujeto moderno occidental, se deducen todos los ámbitos peculiares de estudio concreto en que el volumen penetra. Una coherencia mayúscula, superior, una afinidad en lo ideológico, ha unido aquí a lo estudiosos que, sin formar propiamente una escuela o «frente», al modo americano, están ofreciendo en los últimos años, con sus aportaciones particulares, las pruebas que terminarán por obligar a reconstruir desde su raíz –es decir, desde el hecho de la inscripción– la historia misma de los procesos de cultura en que se vio embarcada la Edad Moderna.

Para empezar la casa desde sus cimientos, quizá sea preciso remontarse a los primeros orígenes (falsamente humildes) de donde toma su poder la escritura. Ello se manifiesta en la alfabetización primaria, y tiene sus primeros documentos en los catones y cartillas de leer, y su espacio natural en una compleja red de lo escolar, fuertemente diversificada entre el conjunto de las instituciones que en el Antiguo Régimen se encuentran legitimadas para emprender la enseñanza. Viñao Frago traza el mapa de este primer zócalo en la construcción del sujeto civil, del súbdito (ocasionalmente también del fiel) y, andando el tiempo, del futuro y posible pilar ideológico de un mundo, el cual, a través de esta primera enseñanza y encuadramiento de las conciencias, desea conservarse y perpetuarse.

Y, sin embargo, se puede decir que donde las praxis escriturarias y lectoras muestran con más fuerza su virtud preformadora de lo real es en el otro punto del recorrido espacial que lleva desde las escuelas de enseñanza a los grandes laboratorios del poder. El espacio áulico de la escritura es el objeto de estudio de uno de nuestros mejores especialistas en los grandes centros emisores de ideología del Antiguo Régimen, Fernando Bouza. Y es que la escritura ostenta su propia topología, sus prácticas están dimensionadas en lo espacial; cuajan en un repertorio de loci, dentro de los cuales el gabinete y el despacho van a alcanzar la máxima condensación de energías transformativas, constituyéndose en las sedes auténticas de un poder del escrito. Poderes que necesitan una difusión y que cuajan en España en unos sistemas gráficos que Gimeno Blay ha estudiado como pertenecientes a dos grandes áreas territoriales, a dos coronas: la de Aragón y la de Castilla. Desde ellas las trazas e inscripciones revelarán sus cualidades operativas en la realidad.

Hasta las posibles virtudes magicas y taumaturgas de lo escrito en el seno de una sociedad cuasi analfabeta son aquí revisadas, dando lugar a proyecciones de las que hasta hace poco no se podía dar cuenta. Sucede que los escritos son a veces tan eficaces que se sitúan por encima de su significado hasta objetualizarse en la forma de fetiches, que actúan poderosamente sobre las capas indefensas de una población, por entonces realmente sometida a toda suerte de procesos de orden sacral y metafísico.

Expansiones de la letra que ocupa casi «militarmente» el territorio, pues, como analiza Castillo, ésta no sólo es instrumento de una centralización autoritaria, sino que, bajo la forma arcaica de «pasquín» y literatura mural, puede dar cauce también a la primera expresión rebelde organizada en el mundo moderno. La escritura expuesta, pública, mural y urbana es un dominio inestable, marginal, que los grupos sociales deben, literalmente, tomar en un usufructo siempre discutido. Pues la memoria de la ciudad se reescribe y su archivo no sólo es susceptible de incrementos y expansiones, sino que también se somete a lógicas de borrado, a estrategias de olvido. Así, la escritura es, siempre, palimpsesto, y su resultado final sólo llega a nosotros en la forma de re-escritura.

La amplitud de miras y la voluntad enciclopédica ha animado también en esta ocasión al coordinador de Leer y escribir en el siglo de Cervantes a dialogar con la iconología, la disciplina de una «lectura de la imagen». Un reconocido experto en los puentes que las imágenes cubren en un imperio multicontinental, Víctor Mínguez, revela cómo la necesidad de mostración de los objetos es también inherente al gigantesco proceso de traslado de trazas en que está embarcado el mundo occidental en la Edad Moderna. Lo legible necesita de la evidencia de un visible, que retóricamente le refuerza, prestándole una auctoritas (digamos, una «evidencia a los ojos») incontrovertible. El escrito, en definitiva, producido por una lógica de dominio y expansión infinita y articulado en un sistema de razón gráfica, busca también el dotarse de una «consistencia óptica» que refuerce su pretensión de verdad (o de belleza).

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Ficha técnica

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