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Del diario a la memoria: la reinvención del yo

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Es lugar común, no por común menos cierto, el de la clamorosa falta de libros de memoria en nuestra secular tradición intelectual, propiedad o carencia, o quizás ambas cosas, que últimamente pretendió atemperarse, o algo así, con un fugaz señuelo de dietarios, habitual centón de anotaciones con apariencia de urgentes, en general meramente descriptivas pero calculadas al milímetro, más propicio al autobombo por elevación e indirecto que al rigor del análisis a través de la memoria: la facultad de revivir ideas o impresiones del pasado que requiere –o exige, al menos en ocasiones-un proceso bien consciente de reconstrucción implacable, apoyado en el cuentahilos de los recuerdos, que utiliza de material de trabajo cartas y fotografías, agendas, diarios y el sinfín de objetos, papeles o conversaciones susceptibles de actuar, en gráfica expresión del mismo Carlos Castilla del Pino, como «tiradores». Para entendernos, pues aunque escaso en obras el género memorialista se muestra diverso, Pretérito imperfecto (magnífico título, elocuente y cargado de significación, pero original de Rafael Conte, quien lo acuñó hace años para las jugosas memorias por entregas que viene publicando en la revista El Crítico) guarda hondas diferencias de planteamiento con libros tan conocidos como La arboleda perdida de Rafael Alberti, en la primera parte, sobre todo, una apasionada elegía casi poética de la bahía de Cádiz y, en las siguientes, un mosaico de escenas dispersas de su vida, con pocas ráfagas iluminadoras del complejo mundo interior del poeta, y Memoria de la melancolía de María Teresa León, desde luego más volcado hacia dentro que la obra de su compañero pero demasiado parcial, pues la autora, como ha sabido apreciar Rosa María Grillo (Elúltimo exilio español en América, obra colectiva, coordinada por Luis de Llera, Madrid, Mapfre, 1996) adopta abierto partido por «la mujer combativa de la guerra», clave reinterpretadora de sus sucesivas imágenes. Por supuesto, las diferencias se acentúan con los libros de memorias dictadas, reelaborados desde fuera, al estilo de las Memorias armadas, memorias habladas de Concha Méndez o Mi último suspiro de Luis Buñuel, respectivamente ensamblados por Paloma Ulacia y Jean Claude Carrière, alejándose también mucho de los lúcidos Recuerdos y olvidos de Francisco Ayala, que reconoce a la desmemoria, consciente o inconsciente, rango de categoría. Castilla del Pino, por el contrario, busca y hasta persigue la reconstrucción implacable del yo, al margen de interesadas omisiones y gratuitos ejercicios de autocomplacencia, mediante un riguroso ejercicio de investigación por la memoria, sometido luego al análisis y, en último término, objeto de una reflexión de carácter moral, apurada sin concesiones, sobre un tiempo, a la vez grotesco y dramático, y unas gentes mayoritariamente apagadas y sombrías, entre quienes las excepciones adquieren valor de rarísimas perlas. El libro abarca desde los primeros años de San Roque (Cádiz, 1922) hasta el día de la llegada a Córdoba, en 1949, para instalarse como psiquiatra. En el medio se suceden, a lo largo de quinientas páginas que nunca resultan prolijas, terribles estampas, en una gama que recorre y apura todas las gradaciones de la vileza: a la ruindad del tenebroso colegio salesiano de Ronda continúa el apocalipsis de la guerra, con los dos bandos lanzados a un frenesí de atrocidades y crímenes, sigue la sordidez del Madrid de la victoria, con las otrora brillantes cátedras de la Facultad de Medicina literalmente asaltadas y ocupadas por naderías de la investigación y aventureros de la docencia, y culmina, haciendo cabal el dicho de «paciencia, que todo puede esperar», en el aterrador manicomio del doctor Esquerdo, dirigido por López Ibor, donde Castilla del Pino salió del hambre (el primer año trabajó, durísimamente, por la mantención y la estancia) a cambio de perder el sueño y tocar «fondo en algunas facetas de la existencia humana», juicio que adquiere especial relieve a la tétrica luz del continuo de horrores relatados antes, en el que por comparación resultan divertidas anécdotas episodios tan inútilmente humillantes como el de los campamentos de milicias de Segovia, eficaz cantera de acrisolados antimilitarismos. Aunque naturalmente haya capítulos que sobresalen, se debe insistir en que el libro constituye un friso completo, cabalmente medido y muy logrado, que página a página revela un perfil aplastante: de aquellos colegios y aquel ambiente –¿educativo?– salieron las gentes que ganaron la guerra y administraron la victoria, fruto de tales extremos fue lo que vino luego, y así se forjó, contra ello, el conocido psiquiatra que literariamente ha desembocado en este espléndido libro, a mi juicio, una de las más lúcidas memorias de un tiempo y unas gentes que, aunque hoy –por fortuna– parezca mentira, pertenecen a nuestra época. Sobre Pretérito imperfecto habrá que volver muchas veces.

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Ficha técnica

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