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Auto de fe

The Great Deformation. The Corruption
of Capitalism in America

David A. Stockman

Nueva York, Public Affairs, 2013

742 pp. $35

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1. El proceso

El esforzado lector que emprenda la lectura de este voluminoso libro –718 páginas de texto más veinticuatro de Índice– puede hacerlo con muy diversos enfoques. Personalmente, me atrevería a sugerirle el por mí utilizado y que encabeza esta reseña: a saber, considerarlo como un auto de fe en el cual el autor se reviste de inquisidor, denunciando primero los errores cometidos contra los sagrados principios de dinero sano, equilibrio de las cuentas públicas y libre mercado para, después, señalar a los culpables y aportar de forma detallada los pecados cometidos a lo largo de algo más de ochenta años, proponiendo en su sentencia una «abjuración de vehementi» mediante la cual los encausados deberían comprometerse a alejarse de todo tipo de herejía económica y denunciar, además, a quienes de palabra o de obra actuasen contra la santa trinidad antes mencionada.

Cierto es que se trata de un enfoque entre varios, pero confío en que le ayudará a mantenerse despierto en la pesada tarea de leer más de setecientas páginas ordenadas en treinta y cinco capítulos que se agrupan en cinco partes cuyos encabezamientos son indicativos del contenido de los primeros: «El pánico de las Blackberry en 2008»; «La vuelta a la era Reagan. Falsas narraciones de nuestros tiempos»; «Las leyendas del New Deal y el ocaso del dinero sano»; «La era de las burbujas financieras» y, por último, «La puesta de sol en Estados Unidos: el final de los mercados libres y de la democracia».

El Inquisidor –David A. Stockman– ha sido congresista por el Partido Republicano; director de la Oficina de Presupuestos durante la presidencia de Reagan, enfrentándose durante esos años al peligroso hereje demócrata Tip O’Neill, portavoz de la Cámara de Representantes; crítico acerbo de una serie de decisiones que, según él, apartaron a la Administración y al Partido Republicano de la senda del equilibrio fiscal; directivo de uno de los grandes bancos de inversión de Wall Street, hoy desaparecido; inversor privado con menos que mediano éxito que, además, fue objeto de una investigación por parte de la Securities and Exchanges Commission, que la Fiscalía Federal acabó archivando. Escritor prolífico, en 1981 y 1986 publicó dos libros (The Reagan Economic Plan y The Triumph of Politics: Why the Reagan Revolution Failed) cuyos títulos lo dicen todo sobre su contenido. Además es autor de numerosos artículos y entrevistas en los que defiende ardorosamente sus posturas económicas; posturas que su archienemigo, el conocido predicador de la confesión keynesiana Paul Krugman, asegura que nos retrotraen en el tiempo a los años treinta de la pasada centuria y justifican su apelativo de «viejo chiflado»Veáse este enlace.

La Introducción (pp. xi-xviii) ofrece un resumen completo del acta de acusación. Su propósito es demostrar que los acuerdos a que demócratas y republicanos llegaron a principios de este año 2013 para evitar el calificado como «abismo fiscal», y que añadirá cinco billones –en adelante, en la acepción española del término, 1012– a los déficits federales a lo largo de la década 2013-2023, es, sencillamente, la confirmación «de la captura del Estado, especialmente de su banco central […] por las fuerzas del capitalismo clientelar, profundamente enemigas de la libertad de mercado y de la democracia” (p. xi). El inquisidor Stockman intenta desvelar la historia de cómo quienes supuestamente defendían un «gobierno reducido», presupuestos equilibrados y políticas monetarias y fiscales prudentes arrojaron por la borda creencias en las que decían comulgar, corrompiendo la salud financiera del país mediante la intervención en guerras exteriores dispendiosas, recortes de impuestos e incrementos del Estado del bienestar. Así se llevó a cabo un saqueo rampante del bolsillo público y la sede de la Reserva Federal en Washington (en adelante, la FED) se convirtió en un casino financiero (p. xvii).

Los herejes y villanos de esta historia (veintiún personajes, entre ellos los presidentes Franklin D. Roosevelt, Richard Nixon, Jimmy Carter, George W. Bush y Barack Obama; los presidentes de la FED, Arthur Burns, Alan Greenspan y Ben Bernanke; los secretarios del Tesoro John Connally, Robert Rubin, Hank Paulson y Tim Geithner) incurrieron en los nefandos pecados de aceptar políticas estatistas que combinaban las tres confesiones viciadas del keynesianismo, el monetarismo y las tesis de la oferta que, conjuntamente con las políticas del New Deal en 1932 y el abandono del patrón oro por «Tricky» Dick Nixon en agosto de 1971, alimentaron el fuego que destruyó el rigor fiscal y dio alas al Estado del bienestar y al costoso belicismo intervencionista que, junto con la protección de las prácticas aventureras de Wall Street, concluyeron en la crisis de 2008. Y lo peor es que esta Gran Deformación del capitalismo estadounidense para adaptarse a las recetas de los grandes sacerdotes de la confesión keynesiana –entre ellos, los señores Greenspan, Bernanke y «el profesor Krugman» (p. 712)– conduce a un abismo fiscal y a un capitalismo clientelar o de amiguetes que acabará arruinando al país.

Stockman es un inquisidor competente y sabe que en el sistema inquisitorial la probatio ha de basarse en datos ciertos y probados, y no en simples indicios, para disipar toda sospecha de que está estableciéndose una presunción de culpabilidad u opinio malis injustificada. He aquí algunos de los datos por él manejados: en los cien años previos a 1980, la deuda total (pública y privada) estadounidense raramente superaba 1,6 veces su PIB; en 2007 y poco después, cuando la crisis financiera alcanzó su apogeo, el endeudamiento nacional rondaba los 52 billones de dólares, es decir, algo más de 3,6 veces la renta nacional, cuando, de haberse mantenido el patrón histórico, a finales de 2008 se habría cifrado en 22 billones de dólares. A tal desenfreno del endeudamiento contribuyeron, por ejemplo, decisiones como la intervención para estabilizar el peso mexicano en 1994 (20 millardos de dólares), la propuesta del presidente Bush, en septiembre de 2008, de financiar con 700 millardos de dólares el conocido como Troubled Asset Relief Program, o TARP, concebido para salvar a los grandes bancos de inversiones. Se explica así que, a precios de mercado, el endeudamiento público y privado creciese entre 2002 y 2007 en 18 billones de dólares, esto es, cinco veces más que el incremento en 3,5 billones de su PNB. Pero el sucesor de Bush en la Casa Blanca, el demócrata Obama, no tomó medida alguna para remediar tan desenfrenada carrera, sino todo lo contrario.

Ese nuevo acusado se lanzó a una «política de estímulos» que añadió 800 millardos de dólares a los 700 aprobados mediante el TARP, a lo cual se sumaba la política de tipos de interés bajos y provisión generosa de liquidez facilitada por la FED de Greenspan, cuya actuación adquirió, señala Stockman, ribetes escandalosos, como el rescate del fondo de riesgo Long-Term Capital Management (LTCM), al cual se hará referencia más adelante. Ahora bien, el conocido como «Greenspan put» no se limitó a casos como los mencionados, sino que extendió su manto protector a grandes bancos de inversión, como Goldman Sachs y Morgan Stanley, a los cuales su sucesor en el cargo, Ben Bernanke, aplicó la doctrina del «demasiado grande para dejarlo caer», merced a la cual, y adjudicándoles la función de piezas claves en la transmisión de la política monetaria, se evitó en septiembre de 2008 su bancarrota. Este es uno de los diversos ejemplos de capitalismo de amiguetes que escandaliza, aparentemente con razón, a nuestro inquisidor. Pero no el único: ahí están los 30 millardos de dólares que General Electric recibió en calidad de créditos fiscales y otras garantías ante las posibles y modestas pérdidas derivadas de su arriesgada adquisición de activos tóxicos, o los 180 millardos en ayudas a la aseguradora AIG con el pretexto, dramáticamente argumentado por el entonces Secretario del Tesoro, Hank Paulson –antiguo alto ejecutivo de Goldman Sachs–, como una decisión inevitable, habida cuenta del papel central que dicha compañía desempeñaba en todos los sectores del sistema financiero y que afectaba por igual a empresas y consumidores. La realidad, nos cuenta Stockman, era muy distinta, pues su balance era perfectamente sano, excepto unas partidas poco relevantes en activos de alto riesgo, casualmente contratadas con un selecto grupo de bancos (Goldman Sachs en cabeza, pero también Société Générale, Deutsche Bank, Bank of America, Merrill Lynch y Barclays), todos ellos bien conectados con el departamento del Tesoro. ¡Y una vez más el capitalismo de amiguetes dio los frutos esperados!Con el prometedor título Misunderstanding Financial Crisis. Why We Don’t See Them Coming, Nueva York, Oxford University Press, 2012, Gary B. Gorton, profesor en la escuela de negocios de la Universidad de Yale, recoge en su libro el comentario de Kathleen McBride, la periodista y editora jefe de una página web de asesoramiento financiero y de inversiones muy conocida en Wall Street, a propósito de una reunión celebrada en el despacho de la entonces Portavoz (Speaker) de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, inmediatamente después de la quiebra de Lehman, en la que participaron el Secretario del Tesoro (Hank Paulson), el presidente de la Reserva Federal (Ben Bernanke) y los principales dirigentes demócratas y republicanos de ambas cámaras del Congreso. Pues bien, según el senador demócrata Christopher Dodd, Bernanke afirmó lo siguiente: «A menos que ustedes tomen decisiones en los próximos días, el sistema financiero en Estados Unidos y en el resto del mundo se derrumbará», añadiendo: «La habitación se quedó sin aire, fueron unos minutos eternos de silencio». La pregunta es: ¿con qué base contaba el gobernador de un banco central para formular tan apocalíptica afirmación? El libro de Gorton –concretamente su capítulo XII– intenta explicar esa base de forma resumida, aunque cuatro años antes la expuso en una extensa ponencia, presentada con el título «The Panic of 2007», en el simposio organizado por el Banco de la Reserva Federal de Kansas City en agosto de 2008. En todo caso, al lector del libro o de la ponencia de Gorton puede interesarle saber que este profesor de Yale (que había escrito un voluminoso trabajo sobre la historia de los mercados de futuros de mercancías financiado por AIG), diseñó durante doce años como consultor los modelos utilizados por la división de productos financieros de la gigantesca aseguradora para calcular, mediante credit default swaps (CDS), el coste de las coberturas en las titulaciones de préstamos hipotecarios garantizados, que originaron las pérdidas multimillonarias mencionadas por Stockman en su libro. Cierto es, también, que en una nota final a su ponencia en el simposio del Banco Federal de Kansas City, Gorton reveló esta circunstancia.

Los contumaces reos interrogados por el Inquisidor deben comparecer para escuchar la extensa acusación, cuyo resumen podría ser el siguiente: «a comienzos del nuevo siglo [el XX], el intervencionismo tipo New Deal y la expansión del Estado del bienestar se conjuraron con el despilfarro fiscal de Reagan: la reducción de impuestos implícita en la teoría de la oferta se convirtió en el opio keynesiano de las clases prósperas. Pero lo que facilitó esta desgraciada unión fue la Gran Deformación del banco central, facilitando dinero y crédito, iniciada por Franklin D. Roosevelt (FDR) y consolidada por la gran abominación de Camp David en agosto de 1971 […]. Richard Nixon inauguró una era global de desequilibrios comerciales, de manipulación de los tipos de cambio de las divisas dentro de bandas de fluctuación, creación masiva de deuda y especulación financiera sin precedentes. Llegó la era de la burbuja financiera […]. De esta forma, los rescates de 2008 confirmaron el capitalismo clientelar […]. El resultado es […] una deformación monstruosa que corrompe fatalmente el libre mercado y la democracia»David A. Stockman, The Great Deformation, p. 52..

El procedimiento inquisitorial adolece de un fallo esencial en los tiempos que corren: a saber, los papeles de juez y fiscal se confunden en una sola persona. Por ello el lector tiene derecho a que un relator imparcial resuma la argumentación de Stockman de manera algo más detallada y neutral, y a ello vamos.

El Estado podía crear prosperidad engatusando a la gente para que se considerasen más ricos e induciéndoles a endeudarse y consumir más

La parte primera cubre tres capítulos dedicados a narrar las vicisitudes que rodearon el estallido de la crisis financiera en septiembre de 2008 al día siguiente de la quiebra de Lehman. La llegada de Hank Paulson –un alto ejecutivo de Goldman Sachs– puede contemplarse como la entrada del zorro en el gallinero, puesto que su principal preocupación –costase lo que costase, y sin examinar ni balances ni soluciones alternativas– consistió en argumentar con falsas justificaciones la urgencia en evitar el desplome del sistema bancario y consentir un pillaje organizado del dinero público por el capitalismo clientelar, del cual ya se han citado algunos ejemplos.

Con la llegada a la presidencia de la FED en 1978 de un supuesto apóstol del libre mercado, Alan Greenspan, la erosión de las tradicionales reglas de disciplina de los mercados aumentaron. Su primera demostración consistió en inundar el mercado con dinero barato ante la crisis bursátil de octubre de ese año, actuando como si el S&P 500El Standard & Poor´s 500 es un índice bursátil creado en 1923 con información de 233 empresas y ampliado en 1957 para incluir las quinientas mayores compañías de Estados Unidos, ponderando los datos por su capitalización a precios de mercado. fuese uno de los objetivos de la política monetaria. Nació de esa forma la «peligrosa noción según la cual el banco central podía espolear el crecimiento económico por medio del “efecto riqueza” derivado del alza de los precios de los valores»Stockman, op. cit., p. 13.. Dicho de otra forma, el Estado podía crear prosperidad engatusando a la gente para que se considerasen más ricos e induciéndoles a endeudarse y consumir más. Lo que después se bautizaría como el «Greenspan put»Se designan de esta forma las inyecciones de liquidez que, mediante la reducción del tipo de interés de los Fondos Federales, puso en práctica la FED presidida por Greenspan con motivo de la crisis bursátil de 1987 y que, con un instrumental más amplio, ha utilizado su sucesor, Ben Bernanke, razón por la cual también se habla hoy en día del Bernanke put. tuvo dos consecuencias extremadamente peligrosas: a) que el banco central podía «orquestar» los mercados financieros, los índices bursátiles, el tipo de cambio del dólar, la balanza comercial, el crédito a la vivienda, la curva de tipos de interés de la deuda del Tesoro, etc., y b) que de esta forma tenía en su mano acabar con los ciclos económicos y asegurar el PNB potencial de la economía, olvidando que tan excepcional estabilidad se basaba, ni más ni menos, en un equilibrio financiero y en un alza constante de los precios de los activos. Para su desgracia, cuando en agosto de 1998 la deuda rusa suspendió el pago de sus intereses, la perla de los fondos de riesgo más agresivos, el LTCM, se encontró en serias dificultades. Greenspan ordenó a la FED de Nueva York que arreglase el entuerto, pasando la bandeja entre los intermediarios de Wall Street para reunir tres mil millones de dólares y, simultáneamente, redujo los tipos de interés e inyectó liquidez en los mercados.

En opinión de Stockman, esos errores provenían de una moral laxa, que hundía sus raíces en la Gran Depresión de los años treinta y que, con breves períodos de arrepentimiento (las presidencias de Dwight Eisenhower en la Casa Blanca y de William McChesney en la FED, así como la de John Kennedy con William Simon en el Tesoro) se resumen en «la creencia según la cual Washington podía asegurar el crecimiento económico y la riqueza endeudándose y transfiriendo esos fondos a los consumidores para que compraran más zapatos y botellitas de soda»Stockman, op. cit., p. xiv..

Diseñado el marco general, Stockman entra en el análisis de cómo pudo llegarse a ese extremo, y aquí comienzan los sudores para el lector debido a la montaña rusa a que le somete la lectura de los diez capítulos que integran las partes II y III del libro. La cronología no se respeta y el hilo argumental está plagado de reiteraciones, que llegan a aburrir incluso al más proclive a los argumentos del autor. Por lo tanto, recomiendo una lectura diferente: a saber, comenzar con las tesis expuestas en los capítulos 8, 9 y 11 en la parte III para enlazar a continuación con los cuatro capítulos que conforman la parte II y volver finalmente a los restantes de la parte III, es decir, 12 y 13.

Nuestro Inquisidor particular comienza atacando los «mitos» del «New Deal», que califica como un nacionalismo económico y autárquico (p. 137) y un error conceptual al no apercibirse el presidente Roosevelt y sus asesores de que «los Estados Unidos están en una profunda depresión debido a que sus mercados exportadores se habían desplomado» y la demanda doméstica no podía absorber ese exceso de oferta (p. 137). A ello se añadía una grave contradicción heredada de su antecesor, un republicano que creía simultáneamente en el patrón oro y en el proteccionismo comercial en unos tiempos en que la espiral destructiva en el comercio internacional terminaba por paralizar los mercados de capitales y llevar al caos en los de divisas durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial.

Los ataques de Stockman se centran en el banco central y en sus dos presidentes: Alan Greenspan y Ben Bernanke

Roosevelt, un diletante en materias económicas, según Stockman, que la única ocasión que habló con Keynes no entendió nada, creyó que la Gran Depresión se debía a la existencia de unos precios demasiado bajos y que todo se solucionaría mediante políticas reflacionistas que apoyaran, por ejemplo, los precios del algodón, el trigo y el acero. Su New Deal fue un menú chino sin orden ni concierto que «incluía esquemas cuasifascistas para reglamentar la industria y la agricultura; obras públicas y gasto clientelar en ámbitos regionales para recompensar la coalición que apoyaba el New Deal […] ayuda al empleo y programas sociales para paliar el inmenso sufrimiento y pobreza de los parados; así como una inacabable legislación promovida por los sindicatos, la industria de la construcción y otros grupos de presión organizados» (p. 140Una visión interesante y diferente es la del historiador político Ira Katznelson en su reciente obra Fear Itself: The New Deal and the Origins of Our Time (Nueva York, Norton, 2013), en su opinión la importancia del New Deal residió en haber impedido el posible derrumbe de la democracia en Estados Unidos ante los asaltos de tentaciones autoritarias tales como el fascismo, el nacionalsocialismo o incluso el comunismo. Desde otro punto de vista, David Runciman, el historiador y politólogo de la Universidad de Cambridge acaba de publicar en Princeton University Press un interesante estudio titulado The Confidence Trap. A History of Democracy in Crisis from World War I to the Present, en una cuyas partes analiza el que califica de «Unexpected Slump (1933)» como un episodio de profunda crisis que puso en peligro la democracia en Estados Unidos.. En resumen, los programas intervencionistas agrupados en la National Recovery Act y el capitalismo de amiguetes poco tuvieron que ver con la modesta recuperación de la economía estadounidense, debida ante todo a un aumento de las existencias industriales, al que siguió la mayor demanda de bienes de consumo duradero y, finalmente, la inversión fija por parte del sector privado. Lo que Stockman califica como poderes regenerativos del capitalismo fueron los responsables de la recuperación y deja claro que «la noción según la cual el New Deal fue un adelantado que diseñó el mapa de la recuperación gracias a una política fiscal contracíclica es sobre todo una leyenda académica de la posguerra» (p. 168). Para nuestro autor, el triple legado envenenado del New Deal fue la creación de Fannie Mae y las hipotecas a treinta años y a tipos de interés bajos; ese esquema Ponzi que es la Seguridad Social; y la ley Glass-Steagall, con el fondo de garantía de depósitos bancarios y la regulación Q, estableciendo límites al tipo de interés que los bancos pagaban por sus depósitos (lo que se tradujo en una fuga de depósitos bancarios hacia los fondos monetarios poco regulados durante la presidencia de Nixon).

Sigamos. El gran logro de Eisenhower, el único militar profesional que ha ocupado la Casa Blanca, consistió en reducir en términos reales el presupuesto federal en los ocho años que ocupó la presidencia de la nación. La clave del éxito fueron los considerables recortes que impuso en los presupuestos del Pentágono y su sencillo lema: «No puede haber presupuestos de guerra sin impuestos de guerra». Y todo ello a pesar de las advertencias en contrario de su asesor económico –y posteriormente presidente de la FED–, Arthur Burns, y de Walter Heller, que años después dirigiría el Consejo de Asesores Económicos de Kennedy.

En ese zigzagueante recorrido, Truman y Kennedy reciben escuetos parabienes, si bien este último no se libra de alguna que otra severa admonición de carácter doctrinal, recogidas en el capítulo 12 con el título «El Imperio Americano y el final del dinero sano», por seguir las recomendaciones del dúo keynesiano Heller-Tobin, contrarias al patrón oro y favorables al olvido de las políticas fiscales equilibradas y su comunión con un «manejo» de la economía que asegurase la «abolición» de los ciclos y la consecución de un crecimiento constante, estable y no inflacionario. Por el contrario, William McChesney Martin –que dirigió la FED entre 1951 y 1970– recoge todas las alabanzas –capítulo 10, titulado «Las finanzas de la Guerra»– por haber sabido comprender y aplicar la lección según la cual debía evitarse a toda costa la especulación bursátil basada en el endeudamiento, resumiendo su experiencia en la archiconocida frase: «La tarea de la FED consiste en retirar la jarra del ponche justo cuando comienza la fiesta».

Crash del 29: agitación ante la bolsa de Nueva York.

El hilo argumental de Stockman impone al lector una vuelta a la segunda parte, cuyos capítulos 4 a 6 pueden considerarse un ajuste de cuentas con el presidente Reagan y, sobre todo, con sus correligionarios del Partido Republicano. En efecto, tal y como se ha indicado más arriba, el autor fue director de la Oficina de Presupuesto y partidario ferviente de la revolución reaganita; es decir, la creencia en la prosperidad privada y en un gobierno frugal cuyas metas serían unas reducciones simultáneas de los impuestos y de los gastos, así como la demonización definitiva del déficit. Ese era el espíritu del llamado «Presupuesto de Reagan», pero los hechos no se ajustaron a las ideas inspiradas por nuestro inquisidor y éste no pudo remediar la expresión de su disgusto en unas entrevistas reunidas en un largo artículo publicado por la revista Atlantic Monthly y en el cual calificaba a la ley Kemp-Roth como el caballo de Troya destinado a reducir los tipos impositivos de los ricos y el intento de hacer pasar esa maniobra como un «efecto goteo» que acabaría filtrándose y beneficiando a las clases menos afortunadas. Su alarma se disparó al observar la imparable tendencia hacia unos déficits federales cada vez más abultados y una deuda pública que crecía como la espuma. Y los hechos parecían darle la razón: entre septiembre de 1981 y 1985, la deuda pública pasó de un billón de dólares a 1,8 y, un año después, se situaba en 2,1 billones. La batalla se perdió en dos frentes: primero, cuando el presidente Reagan firmó un cheque en blanco al Pentágono que le aseguraba un crecimiento en los fondos presupuestarios del 7% en términos reales, lo cual supuso que, en un intervalo de seis años, pasó de 140 a 370 millardos de dólares anualmente. La segunda derrota tuvo lugar cuando, después de diseñar un escenario macroeconómico para el quinquenio siguiente (1982-1986), que incurría en un error de nada menos que 2 billones de dólaresStockman, op. cit., pp. 91-92., la presidencia intentó moderar el sistema de actualización de las pensiones, aprobado finalmente por Nixon. El intento fracasó en el Congreso cuando el presidente se retiró entre bambalinas al observar las resistencias opuestas por los legisladores, pero el resultado, señala decepcionado Stockman, fue que el gasto conjunto de la Seguridad Social y las prestaciones por desempleo, que suponía el 6% del PNB en 1981, es hoy día del 10% y se encamina hacia el 15% a finales de esta décadaStockman, op. cit., p. 102..

Esta enrevesada tercera parte del libro acaba con un furibundo ataque a Milton Friedman («La locura de Milton Friedman» se titula el capítulo 13), en el cual combina su crítica a la recomendación del profesor de Chicago al banco central de mantener una oferta monetaria constante (olvidando, dice, que lo único que la FED puede controlar mal que bien son las reservas bancarias), con un despacho sumario de su principal obra (la Historia monetaria de los Estados Unidos) por incurrir en el craso error de creer que, en los años de la Gran Depresión, la reducción en la oferta monetaria fue la causa de la caída de la producción y el gasto cuando, en realidad, la causación fue en sentido inverso: el recorte en la cartera crediticia de los bancos padecida durante la crisis de 1929 se tradujo en una reducción paralela de los depósitos y ello acabó contrayendo la oferta monetaria. Al final, Friedman fue un keynesiano libertario que apadrinó fervorosamente la ampliación del papel del gobierno en la economía, y esto es una imperdonable herejía a ojos de Stockman.

La Parte IV es la más extensa y acaso caótica de la obra. Costa de trece capítulos y 267 páginas, y en ella destacan cuatro herejes: George W. Bush (ya mencionado por sus alocados gastos militares en las guerras de Oriente Medio); Alan Greenspan, por permitir y alentar la ingeniería financiera que originó la gran crisis de 2008; Wall Street, encarnada en sus poderosos bancos de inversión, cuyas nefastas operaciones causaron tantas ruinas, que luego pagaron los sufridos contribuyentes mientras sus altos ejecutivos salían indemnes de la catástrofe; y, por último, Ben Bernanke –el sucesor de Greenspan al frente de la FED–, cuya ceguera de profesor universitario le llevó a creer que estaba ante una repetición de la Gran Depresión de 1929 y a inventar la perniciosa doctrina bancaria de  «demasiado grande para caer».

Me resulta imposible resumir con un mínimo de detalle las opiniones, ataques personales, anécdotasEn las páginas 286-314 Stockman narra con cierto gracejo cómo un entonces modesto intermediario del Chicago Mercantil Exchange, especializado en el negocio del beicon, invitó a comer a Milton Friedman en noviembre de 1971 y le convenció para que por 7.500 dólares le escribiera un opúsculo de once páginas, titulado «La necesidad de un mercado de futuros en divisas», que luego exhibiría como el «Santo Grial» que le abrió todas la puertas, incluidas las de los más altos organismos de la Administración y, por supuesto, la de la FED, cuyo presidente, Arthur Burns, aseguró que la evolución en los precios de los contratos a futuro de la Deuda del Tesoro podrían ser «una señal» respecto a la marcha de los tipos de interés. La historia no acaba ahí, por supuesto, pero una nota a pie de página no es lugar adecuado para resumir la explicación del autor respecto a las maniobras que ligaron los intereses de los cárteles agrícolas al Mercado de Chicago. y los pormenores de increíbles tejemanejes financieros. Todo ello alargaría desmesuradamente esta reseña, ya de por sí extensa, por lo cual vuelvo a proponer al lector una lectura por agrupación temática de capítulos. De acuerdo con este criterio, los números 14, 16, 18, 21, 23, 24 y 25 explican cómo, partiendo del abandono del patrón oro decidido por Nixon en agosto de 1971, nacen las finanzas especulativas con la consiguiente captura del Gobierno, el banco central y otros reguladores por parte de Wall Street. Este capítulo enlaza con el 19, dedicado a la hipertrofia de las GSE, o empresas patrocinadas por el Gobierno, como Fannie Mae y Freddie Mac. Los errores de Greenspan en la dirección de la política monetaria y su responsabilidad en la formación de las burbujas que comenzaron a explotar en agosto de 2007 se examinan en los capítulos 15 y 17.

Stockman apela al retorno a los dogmas del dinero sano y el rigor fiscal

Entre esos errores se incluye la especulación (gracias a los «mortgage equity withdrawal», o MEW, el propietario de una vivienda previamente hipotecada con un valor inferior y una relación préstamo/valor del inmueble más baja, podía, previa cancelación del préstamo antiguo, renegociar uno nuevo a precios más altos de la vivienda, obteniendo unos beneficios sustanciales caídos del cielo que le hacían creerse más rico al obtener efectivo de un activo habitualmente poco líquido, pero olvidando que si, después, el valor del inmueble bajaba, la nueva deuda hipotecaria podía superar el valor de éste) permitida a los propietarios de viviendas (capítulo 20), la borrachera empresarial de compras apalancadas o los torticeros usos de los aumentos de las autocarteras (capítulo 22) y la entrada en tropel, bajo el mando de Bernanke ya en 2008, de la FED desparramando liquidez cual moderno maná, narrada en el último capítulo, el 26, de esta parte del libro.

Incumpliría mis deberes de reseñista si no ofreciese al menos un ligero hilo argumental para que el lector siguiera las opiniones doctrinales más relevantes del autor a la hora de criticar estos episodios de la historia financiera de Estados Unidos, que, por cierto, tanta responsabilidad tienen en la crisis económica que todavía aplasta a no pocos países del mundo occidental.

Pues bien, los distintos capítulos de esta Parte IV son piezas que explican una crisis, conocida hasta la saciedad, cuyas primeras señales aparecieron en el verano de 2007 y que estallaría en septiembre del año siguiente con la caída de Lehman Brothers y los errores de un banco central que, en lugar de concentrar su política monetaria en fomentar la prosperidad económica, en realidad propició la formación de burbujas financieras y asentó el convencimiento de que la especulación era un medio seguro para obtener ganancias fabulosas –los casos de Dell, Cisco Systems, empresas de telecomunicaciones como Lucent, Nortel, WorldCom, la aseguradora AIG, Microsoft o Intel–, al tiempo que predicaba que, con una inflación baja, «made in China», los principios del libre mercado podían sustituirse por la cultura de los mercados especulativos dictada desde las salas de negociación de los gigantes de Wall Street. Greenspan creía que la acumulación de deuda carecía de importancia, porque el valor de los activos inmobiliarios crecía a un ritmo mayor que la deuda hipotecaria, con lo cual la relación deuda/activos disminuía.

Ante este panorama, resulta comprensible que los ataques de Stockman se centren en el banco central y en sus dos presidentes: Alan Greenspan y Ben Bernanke. Ya se han comentado sus críticas a primero; en el caso de Bernanke, zahiere su obsesivo temor a que la economía estadounidense recayese en la deflación y la depresión que caracterizó los años treinta del siglo pasado. Ello le condujo no sólo a aumentar el balance del banco central en 1,3 billones de dólares en treinta semanas, sino a caer en situaciones tan ridículas como garantizar un préstamo de 200 millones de dólares que las esposas de dos altos ejecutivos de Morgan Stanley habían invertido en la adquisición de créditos titularizados relacionados con el negocio de compras de coches que, además, les era absolutamente desconocidoStockman, op. cit., p. 444..

El error de Bernanke residía en sobrevalorar la amenaza de una segunda Gran Depresión y no conceder la importancia debida al comportamiento alarmante de dos indicadores claves: un modesto crecimiento del PNB en términos reales –un 2,3%– en el período 2000-2007 y un aumento enorme del endeudamiento de la economía, que en esos mismos años pasó de 23 a 50 billones de dólares. A ello se unió que el motor de tan parco crecimiento no fueran ni la inversión ni unas mayores rentas del trabajo, sino un consumo financiado a crédito. La otra fuente de la falsa prosperidad, Stockman dixit, durante el reinado de Greenspan fue el gigantesco déficit por cuenta corriente –750 millardos de dólares–, equivalente al 6% del PNB. Esta falsa prosperidad fue el resultado de una ingeniería financiera facilitada por la generosa inundación de liquidez otorgada por un banco central que vivía tranquilo siempre que el índice de la Bolsa de Nueva York siguiese subiendo y que calificaba de fluctuaciones aleatorias los breves períodos de implosión de las cotizaciones, sin recordar que en la crisis bursátil de 1987 ya se habían puesto de manifiesto los primeros peligros de esta clase de ingeniería financiera.

Cuando todo ese castillo de naipes de ingeniería empresarial se vino abajo, Stockman se apresura a recordar que, en lugar de permitir al libre mercado mandar a estos especuladores a su merecida ruina, Krugman recomendaba un estímulo masivo para permitirles continuar sus respectivos negocios y, añade, «Greenspan siguió ese fatuo consejo y millones de familias de clase media están por ello arruinadas»Stockman, op. cit., p. 536..

¿Es certero su análisis del capitalismo estadounidense, ese enfermo crónico según Stockman?

La Parte V, con sus ocho capítulos, cierra el libro, y aquí también se obtiene una imagen más exacta del tono crítico utilizado por el autor si, por un lado, se leen agrupados los capítulos 27, 29 y 30, y, por otro, el 28, 31 y 32, en los cuales redobla, personificándolos en el sucesor de Greenspan, sus invectivas contra una política monetaria que estima suicida y cuyo origen identifica en el tremendo error de análisis de un exprofesor universitario obnubilado por sus estudios sobre la Gran Depresión de los años treinta. Los dos últimos (33 y 34) serían la conclusión de este largo proceso inquisitorial en el cual algunos herejes son condenados in absentia –George W. Bush, Alan Greenspan, Hank Paulson–, mientras que los reos encausados por la actual situación –Barak Obama, Tim Geithner y, sobre todo, Ben Bernanke– son emplazados a escuchar su sentencia condenatoria. El Inquisidor Stockman pretende, además, que el proceso tenga un carácter ejemplarizante y sirva para restaurar la verdadera doctrina y propone, por ello, las profundas medidas necesarias para alcanzar tal fin. Vayamos, pues, a un resumen rápido del contenido esencial de estas páginas.

Stockman inicia su acusación centrándose en la elección presidencial del año 2012, que marcó, en su opinión, el comienzo del ocaso estadounidense, y ello no sólo porque resultó vencedor «un estatista despilfarrador», sino también porque el candidato republicano demostró con su programa que había dejado de existir un partido conservador en Estados Unidos, defensor de la trinidad formada por el dinero sano, los mercados libres y el rigor fiscal. A todo ello se une (capítulo 30) el llamativo caso del «cinturón del automóvil», es decir, el rescate de Chrysler y General Motors, defendido por el entonces Secretario del Tesoro, Hank Paulson, como imprescindible para salvar «millones» de empleos (750.000, de acuerdo con la Oficina Estadística de Trabajo, como maliciosamente puntualiza el autor), cuando en realidad era una cuestión de desplazamiento de las plantas desde los llamados «Estados azules» hacía el centro y sureste del país. El paradójico resultado fue «una corrupción fatal de la democracia política. El presidente Obama no ganó la reelección de 2012; compró un segundo mandato en los colegios electorales de Ohio, Michigan y Wisconsin con los dólares del contribuyente»Stockman, op. cit., p. 614..

Las acusaciones reunidas en los capítulos 28, 31 y 32 se condensan en un único personaje, el presidente de la FED, Ben Bernanke, un «doctrinario» obsesionado por la situación de la economía en 2008 que olvidó las enseñanzas que dejaron las dos crisis más recientes (1987 y 2000-2001), a saber, que ninguna de ellas originó una recesión significativa. Se explica así la adhesión incondicional al programa de estímulo que el presidente Obama y su equipo económico pusieron en marcha: 800 millardos de dólares, casi el 6% del PNB. El resultado fue, en opinión de Stockman, servir en bandeja un suculento botín a los poderosos grupos de interés y exacerbar la crisis fiscal de la nación. La «burbuja Bernanke» no fomentó una auténtica recuperación de la «Main Street» y sí una subida en los precios de los activos financieros de la cual, a mediados de 2012, se habían beneficiado no las clases medias, sino el 10-20% de las familias más ricas, al tiempo que la evolución del mercado de trabajo confirmó que la economía productiva no recobraba el pulso, pues casi tres cuartas partes de los puestos de trabajo creados correspondieron al sector público.

El Inquisidor termina su largo alegato en contra de la herética deformación del capitalismo en Estados Unidos apelando al retorno a los dogmas del dinero sano y el rigor fiscal. El Estado debe evitar inmiscuirse en el funcionamiento de la economía de mercado, renunciando al capitalismo clientelar y abjurando de la perniciosa doctrina en que se apoya: el keynesianismo en cualquiera de sus versiones. Entre otras consecuencias de esa vuelta al estado de gracia, destacan claramente dos: primera, el Estado ha de renunciar a todo género de compromisos que impliquen su actuación como aseguradora de cualquier tipo de necesidad social para centrarse exclusivamente en la gestión y financiación de una red de seguridad efectiva y financiable independientemente de las fluctuaciones del PNB o de si el paro sube o baja. Restaurar la solvencia y la prosperidad del libre mercado requeriría igualmente una reducción drástica de la maquinaria bélica, olvidando la actual política exterior intervencionista y, a la par, un cambio del enfoque del papel de la FED y de la instrumentación de su política monetaria, olvidándose de la maldición que constituye el casino de Wall Street a favor de la recuperación del papel de los tipos de interés libres como medio de exploración efectiva de los precios en los mercados de valores. Ahora bien, no parece que Stockman se engañe respecto a lo dificultoso de alcanzar esos objetivos en «el corrupto marco de la constitución hoy en día vigente»Stockman, op. cit., p. 672..

Ello justifica el último capítulo de la obra –apropiadamente titulado «Otro camino que puede tomarse»– y cuyo núcleo es una propuesta de amplia reforma constitucional que afectaría al sistema político (cambios en la duración de los cargos públicos elegidos, elección directa del presidente, restricciones a la financiación de las campañas electorales); al presupuestario e impositivo (tanto en lo que respeta al presupuesto federal, que debería estar equilibrado, como a la creación de nuevos impuestos destinados a reducir la insoportable deuda viva y algunos cambios más que se detallan en nota a pie de página); reformas laborales ; modificaciones en los principios generales de política económica (abandonando tentaciones keynesianas y recuperando el principio de separación entre Estado y mercados); y, por último, reformulación de las directrices básicas de las políticas monetarias y bancarias (nuevas definiciones de los objetivos y los instrumentos a disposición del banco central y una separación tajante entre bancos industriales y los estrictamente comerciales, cuyas respectivas actividades y fuentes de financiación se delimitarían claramente, al tiempo que se suprimía el seguro de depósitos bancarios)A continuación se resumen las reformas propuestas por Stockman.

a) Reformas constitucionales de carácter político: 1) los mandatos presidenciales, así como los de los miembros de ambas cámaras del Congreso, serían de seis años, con elecciones parciales cada dos años para los parlamentarios. Todos, incluido el presidente, serían inelegibles al concluir su mandato; 2) El presidente se elegiría mediante votación directa de los ciudadanos y no por un colegio electoral; 3) Todas las campañas electorales se financiarían exclusivamente con fondos públicos y su duración se limitaría a dos meses; 4) Ninguna persona que hubiera desempeñado un cargo público podría formar parte de un  «lobby».

b) Reformas de carácter presupuestario y fiscal: 1) El presupuesto federal deberá estar equilibrado cada dos años, salvo en caso de declaración de guerra; 2) Mensualmente, el Secretario de Tesoro debería certificar que el ritmo de ingresos y gastos no se desvía de la trayectoria prevista para alcanzar su equilibrio. En caso de no presentarse esa certificación, los gastos se recortarían automáticamente y con carácter general para adecuarse a la evolución de los ingresos. La certificación se firmaría por el presidente y los altos cargos del Tesoro, que incurrirían en delito si firmasen a sabiendas un documento no ajustado a los hechos o incurrieran en negligencia deliberada; 3) Con el fin de reducir la deuda federal viva –que alcanzaba en el momento de escribir el libro la exorbitante cifra de 20 billones de dólares, y habida cuenta de la posible dinámica de los tipos de interés y del deseable objetivo de estabilizarla en un 30% del PNB, es decir, 6 billones en el transcurso de una década–, se establecería un impuesto con un tipo del 30% sobre el patrimonio de las grandes fortunas a pagar en diez años; 4) Habida cuenta que, en los actuales impuestos sobre la renta personal y societaria, constituye un conglomerado basado en excepciones, créditos fiscales y definiciones engañosas de ingresos imponibles hábilmente explotado por el capitalismo clientelar, se sustituiría por un impuesto uniforme al consumo que debería pagarse universalmente, incluidos aquellos que recibiesen cualquier tipo de transferencia social pública; 5) Los gastos militares deberían experimentar una fuerte reducción hasta alcanzar un máximo del 2,5% del PNB; 6) Según los cálculos del autor, estas medidas reducirían el presupuesto del Welfare State del 17,5% del PNB a un 15% permanente; 7) La policía y la seguridad nacional, las infraestructuras, la educación y los gastos de carácter cultural pasarían a ser de competencia estatal y local; 8) La Seguridad Social –un «robo intergeneracional» según el autor–, los rescates y otros tipos de intervención federal de carácter económico –«atracos interregionales»– estarían prohibidos; 9) El gobierno federal suprimiría una buena parte de sus actuales departamentos –Energía, Educación, Trabajo, Agricultura y Seguridad Nacional, así como agencias estatales tales como Fannie Mae o el Banco para la Exportación e Importación– y también todo tipo actual de subsidios de los que se benefician empresas privadas como General Electric, Caterpillar, o Amtrack y el transporte metropolitano de Nueva York; 10) Los sistemas sanitarios Medicare y Medicaid se reemplazarían por transferencias directas en metálico y se aboliría el sistema recientemente implantado por Obama de subsidios a las empresas para financiar los gastos sanitarios de sus empleados. Únicamente subsistiría un sistema federal de seguro contra riesgos catastróficos.

c) Reformas laborales: Aceptando la premisa según la cual las competencias del Estado Federal deberían ceñirse a asegurar la defensa nacional y gestionar las relaciones exteriores su responsabilidad se limitaría a proporcionar a sus ciudadanos una red de seguridad que les facilitaría caso por caso una rentas económicas básicas, al tiempo que se suprimiría el salario mínimo y los subsidios sociales se graduarían en función del tiempo trabajado así como de la conversión de los actuales programas de ayuda – subsidio vivienda o vales comida- y asistencia médica.

d) Reformas generales de política económica: Las reformas anteriormente citadas, especialmente las de carácter fiscal, supondrían el olvido del actual predicamento de las doctrinas keynesianas y la radical separación del Estado y de los mercados libres, de tal modo que serían estos –y no Washington y sus bandas de amiguetes capitalistas– quienes, a través de las decisiones de consumidores, productores, ahorradores e inversores, determinarían la evolución de la riqueza y de las restantes variables macroeconómicas.

e) Principios de política monetaria y bancaria: 1) Se anularían los actuales objetivos de la FED y, en consecuencia, las operaciones de mercado abierto y de estabilidad de los tipos de interés a favor de un tipo de descuento al que se añadiría una penalización fija calculada en relación con los tipos del mercado monetario. Su propósito sería asegurar la liquidez del sistema bancario, de forma que fuesen los mercados quienes restablecieran los tipos de interés como eje del funcionamiento del sistema bancario. Esos cambios permitirían aligerar la estructura del Sistema de la Reserva, suprimiendo los doce bancos regionales y el Comité de Mercado Abierto; 2) Se eliminaría el seguro de depósitos bancarios, y la ventanilla de descuento de la FED estaría abierta únicamente a los bancos nacionales autorizados. Estas entidades, que habrían de mantener una ratio de capital mínima del 20%, centrarían su actividad en la gestión de depósitos y concesión de créditos, teniendo prohibidas, entre otras actividades, las de intermediación de valores, aseguramiento de emisiones, gestión de carteras, operaciones con productos derivados, mercancías y toda clase de activos que ellos no hubieran creado. Para aquellos ahorradores modestos reacios a todo tipo de riesgo, existiría un banco postal cuyos depósitos se remunerarían a un tipo inferior al de los bancos autorizados, compensando así los gastos de gestión incurridos por el Gobierno y la garantía que su patrocinio supone en el mercado; 3) Los grandes bancos de inversión de Wall Street no podrían financiarse con depósitos que gozasen de cualquier tipo de seguro –los mantenidos actualmente deberían ser reembolsados– y sus balances quedarían limitados a un 1% del PNB durante un plazo de diez años con el fin de permitir la regeneración de unos mercados financieros honestos y competitivos, reduciendo las posibilidades de reincidir en un capitalismo clientelar..

Antes de intentar responder a esa pregunta, conviene resumir algunas impresiones que transmite la lectura del libro de Stockman. No es necesario reiterar algunas críticas ya formuladas sobre el estilo –que oscila entre lo antipático, lo dogmático, lo innecesario de sus múltiples ataques ad hominem: en una palabra, lo inquisitorial–, a lo cual se une la desordenada exposición de los temas claves y las constantes reiteraciones. Pero vayamos a lo sustancial: ¿es certero su análisis del enfermo crónico que dice ser el capitalismo estadounidense y puede confiarse su salvación a las terapias que él ofrece?

Hay mucho de verdad en la pérdida de confianza en el Estado y numerosas instituciones públicas que nos dibuja. La reciente crisis financiera y económica ha dejado la impresión a los dos lados del Atlántico de la incapacidad de ambos –Estado e instituciones públicas– para resistirse a influencias perjudiciales e interesadas, ya sea por consideraciones estrictamente políticas y electorales, ya sea por permitir que a los intereses públicos se antepongan los particulares de sectores económicos concretos y a grupos de presión de todo género bien organizados. Y, si se quiere mayor concreción, resulta difícil no compartir las críticas inmisericordes que el autor dedica al Tesoro, la Reserva Federal en Washington o a su banco regional en Nueva York, unas críticas que fueron resaltadas por la Comisión Nacional para el análisis de las causas de la crisis financiera y económica en Estados Unidos (FCIC en sus siglas en inglés)The Financial Crisis. Inquiry Report, Nueva York, Public Affairs, 2011, p. xxi y el capítulo 1, titulado “Ante nuestros propios ojos”, pp. 3-24.. Pero sobre el análisis de Stockman pesa una inmensa losa: su inclinación desmesurada hacía un tradicionalismo apologético de escuelas doctrinales económicas del pasado que él encubre como verdades dogmáticas todavía vigentes. A ello se añade su exagerada confianza en el funcionamiento de los mercados –ocultando sus fallos–, tendencia que podría calificarse en parte como pereza intelectual y que no cuadra bien, por otro lado, con sus acerbas críticas al capitalismo clientelar. En cuanto a su confianza en el funcionamiento de un Estado reducido y «puro», más bien parece una fascinación romántica que casi puede calificarse como utopía de difícil encaje en el paradigma de nuestras modernas economías.

2. ¿Es posible otro camino?

The Great Deformation, a pesar de centrarse exclusivamente en los problemas estadounidenses, ofrece una gran ventaja: a saber, incita a discutir sobre las terapias más adecuadas para sanar a un enfermo que, si no moribundo, se encuentra grave: el capitalismo de mercado, sin más. Y esto permite ocuparse de algunas cuestiones que plantea, unas explícitamente y otras al socaire de su discusión de otros problemas particularmente estadounidenses: la gravedad de los desequilibrios fiscales y del déficit presupuestario, la conveniencia –y en qué grado– de las medidas de austeridad presupuestaria y sus efectos de posible retroalimentación de la crisis que pretende evitarse, la sostenibilidad de la deuda a la vista de los peligros de incurrir en una dinámica de endeudamiento imparable. Estas son las cuestiones que me propongo analizar de forma general y con el doble telón de fondo de la Unión Económica y Monetaria europea (en adelante, UEM) y de la económica española. Comencemos por los rasgos de la crisis, mencionando los más generales, pero deteniéndonos en aquellos que caracterizaron a la UEM y a España.

El sobreendeudamiento del sector privado, junto a la ingeniería bancaria, provocaron turbulencias sin precedentes que socavaron la confianza en la capacidad de los gobiernos para, al tiempo que ponían en marcha las habituales políticas económicas para superar el deterioro del ritmo de crecimiento y reducir el endeudamiento privado, cortar de raíz el peligro de un colapso del funcionamiento de los mercados financieros y de medios de pago. El intento se saldó con un medio fracaso: el último objetivo se consiguió únicamente a costa de un aumento, desigual según los países, de los apoyos públicosStockman ofrece cifras sobre la magnitud de esas ayudas en Estados Unidos; en España, las ayudas financieras ascendieron en términos de porcentajes del PIB al 0,5 en 2011 y al 3,7 en 2012, equivalentes a un incremento del déficit público de 3,7 puntos del producto y de 4,3 puntos del PIB sobre la ratio de deuda pública (Informe Anual 2012 del Banco de España, p. 107). Dada su magnitud, cabe preguntarse si, en lugar de sostener ciertas entidades crediticias, no hubiera sido preferible permitir su desaparición, empleando esos fondos para, por ejemplo, convertir el ICO en un auténtico banco que, con criterios de mercado, los emplease para facilitar crédito a familias y empresas. Una vez conseguidos sus objetivos de arrancar el flujo crediticio, se cerraría, dejando que las entidades privadas volvieran a cumplir su principal misión económica., mientras que el primero fue complicándose por errores y vacilaciones –entre los cuales los cometidos por la UEM y por el Gobierno español fueron notables– y dio pie al convencimiento posterior de que sólo una extraordinaria austeridad fiscal ofrecía una solución a problemas aparentemente encontrados: recuperar la confianza (principio ineludible para que los agentes económicos adoptasen decisiones orientadas al crecimiento y los inversores financiasen las crecidas demandas de fondos de unos gobiernos cada vez más endeudados) y sentar las bases de una recuperación económica.

Del abanico de actuaciones adoptadas por los gobiernos y por la UEM destacan dos, tanto por el papel preponderante que han desempeñado como por las apasionadas discusiones provocadas: por un lado, ¿ha sido la austeridad fiscal, mediante los efectos de la confianza que suele despertar, la respuesta adecuada para, primero, contener la pérdida de ritmo de la actividad económica y, después, potenciar su recuperación, o existía alguna alternativa más eficaz? Y, por otro, la obsesión por el rápido crecimiento de la deuda pública, ¿no se ha debido a una interpretación exagerada de los peligros atribuidos a la relación entre deuda elevada y crecimiento económico?

Cuando se examina la primera cuestión deben rechazarse soluciones simplistas a lo Stockman, descartando apresuradamente políticas extraordinarias de reanimación y confiando tan solo en la capacidad automática de los mecanismos económicos habituales para encontrar el nuevo equilibrio a partir del cual el gasto corriente y la inversión comienzan a crecer espontáneamente, como también resulta ingenuo –y la actual crisis es prueba de ello– esperar que cuando los tipos de interés lleguen incluso a ser negativos en términos reales el crédito se recuperará inmediatamente. Por lo tanto, ante el agravamiento de la crisis financiera y el deterioro en la confianza de los agentes no cabía más remedio que poner en funcionamiento un plan de estímulos fiscales bien calculados junto con una política monetaria que facilitase abundante liquidez a tipos muy reducidos. Estas dos condiciones no se cumplieron: primero, porque en nuestro caso el plan del Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero encomendó buena parte del gasto a las instituciones más despilfarradoras del marco administrativo nacional y tuvo escasos efectosConcretamente, las medidas supusieron una reducción en los impuestos y un aumento en los gastos y provocaron un empeoramiento del saldo público de unos 24.000 millones de euros y de 25.500 millones en deuda pública, a lo cual se añadió una dotación de 43.100 millones de euros al ICO para distintas finalidades, entre las que destacaban, por su volumen, los fondos destinados a facilitar liquidez a pymes y autónomos., a lo que se unió el hecho de que, en cuanto miembros de la UEM, estábamos atados de pies y manos ante las decisiones del Banco Central Europeo (BCE), que, dicho sea de paso, fueron de una pasividad incomprensible.

El recorte del gasto público y la elevación de los ingresos no contuvieron el debilitamiento de la actividad y del empleo

La crisis griega de finales de la primavera de 2010 cortó de raíz las expectativas de éxito que pudiera haber alimentado la estrategia de estímulos antes comentada y ofreció la oportunidad esperada por algunos miembros de la UEM para mirarse complacientes ante el espejo e imponer a toda costa sus recetas económicas para salir de la crisis. Esas recetas son bien conocidas: austeridad fiscal inmediata y postergación a un futuro incierto de una consolidación a medio plazo que pudiera tranquilizar a la opinión pública y a los mercados de capitales. Para nada se tuvo en cuenta que las dosis de austeridad impuestas a algunos países –España entre ellos– podían provocar una segunda recesión debida a un descenso general en todos los componentes de la demanda interna, elevando el nivel de deuda pública, y ello sin dar tiempo para implantar las necesarias medidas estructurales. El resultado fue que el recorte del gasto público y la elevación de los ingresos por mor de las alzas impositivas no consiguieron contener el debilitamiento de la actividad y del empleo. A ello se une que, hasta fechas muy recientes –agosto de 2012–, las diferentes posiciones con que los países afrontaron las deficiencias del marco institucional, y entre ellas –y de forma muy destacada– las discusiones sobre el margen de maniobra que debía concederse al BCE, han impedido a éste actuar como un auténtico banco central. Se comprenderá así que el resultado combinase las peores consecuencias previsibles: crecimiento raquítico, ausencia práctica de crédito que alimentase nuevas inversiones creadoras de empleo y alzas alarmantes de la deuda pública hasta niveles que podían provocar una reacción negativa de los mercados a seguir financiándola. En otras palabras, un panorama que acaso llegase a poner en cuestión la utilidad de participar en una unión monetaria como la eurozona.

Aparece así, estrechamente unida a la anterior, la segunda de las cuestiones claves antes mencionadas: ¿puede una deuda pública elevada ejercer un efecto negativo sobre el crecimiento económico? La teoría económica es bastante clara a la hora de afirmar que una deuda pública elevada acarrea riesgos para el crecimiento porque:

a) Al elevar los tipos de interés pagados en sus emisiones corre el peligro de contagiar los costes de las inversiones privadas o reducir los fondos destinados a éstas y, lo cual es más grave, acentuar a partir de ciertos niveles la volatilidad de los mercados de capitales.

b) Al aumentar la carga de intereses su participación en el presupuesto de gastos, acabará por imponer un alza en los impuestos –o recortes en otras partidas del gasto– con los consiguientes efectos sobre el crecimiento, al tiempo que transfiere injustamente a las futuras generaciones el pago de los excesos cometidos por las actuales.

c) A medida que el nivel de deuda crece, la capacidad de los gobiernos para refinanciarse se reduce –especialmente si ello provoca una acumulación de pasivos frente al exterior (actualmente, en torno al 35 % de nuestra deuda pública está en manos del «resto del mundo»), pues la mayor exposición al riesgo de refinanciación origina un claro factor de vulnerabilidad. En caso de que los acreedores comiencen a desconfiar de la capacidad del Estado para hacer frente a futuros pagos –¡no se olvide que casi la única garantía de las emisiones públicas son los ingresos futuros por impuestos!–, se inicia una peligrosa senda hacia la insolvencia que acaso obligue a reestructurar la deuda pendiente de amortizar –o parte de ella–, con los consiguientes problemas de redistribución de riqueza entre sus tenedores o, lo que es peor, un incumplimiento en los pagos.

Es, por tanto, obligado intentar precisar cuán elevada ha de ser la deuda para que se presenten algunas, o todas, de las consecuencias que acaban de mencionarse. Un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional (FMI)Olivier Blanchard, Giovanni Dell’Ariccia y Paulo Mauro, «Rethinking Macro Policy II: Getting Granular», IMF Staff Discusión Notes, 15 de abril de 2013, y también la ponencia de Stephen G. Cecchetti, M.S.Mohanty y Fabrizio Zampolli, «Achieving Growth Amid Fiscal Imbalances: The Real Effects of Debt», presentada en el simposio Achieving Maximum Long-Run Growth, The Federal Bank Of Kansas City, 2012. Para una visión completa de la situación española, puede consultarse el trabajo de Luis Gordo, Pablo Hernández de Cos y Javier J. Pérez, «La evolución de la Deuda Pública en España desde el inicio de la crisis», publicado en el Boletín Económico, julio-agosto de 2013, del Banco de España, y el número 105 de Perspectivas del Sistema Financiero , titulado «La crisis de la Deuda Soberana», publicado por FUNCAS. precisa que, al comienzo de la crisis (2007), la relación media Deuda Pública/PNB en las economías desarrolladas era del 60%, mientras que a finales de 2012 se acercaba al 100%, y seguía creciendo (en el caso español, las respectivas cifras son 36,3 y 84,2%, habiéndose superado el umbral del 92% en junio de 2013), señalando que, en su mayor parte, dicho incremento provenía del descenso en los ingresos originado por la propia crisis y, en menor medida, era debido a los estímulos fiscales puestos en marcha, aun cuando también ha contribuido a esa elevación la contabilización de compromisos incurridos pero que permanecían más o menos ocultos.

Llegados a este punto, no está de más hacer algunas puntualizaciones respecto a los orígenes de estos desaforados crecimientos en los déficits presupuestarios y en la deuda pública. La primera de esas precisiones se refiere al mecanismo fatal puesto en marcha por los desequilibrios financieros incurridos por el sector privado, que provocaron una recesión económica a la que el Estado respondió, primero, con el funcionamiento de los llamados estabilizadores automáticos, que originaron simultáneamente un descenso en los ingresos y un aumento en los gastos públicos. Pero, a medida que la recesión se agudizaba y los estabilizadores perdían eficacia, se hizo necesario echar mano de estímulos fiscales discrecionales. Ahora bien, ¿cuán eficaces son estas medidas? Y, más concretamente, ¿puede una política de consolidación fiscal resultar expansiva? O, por el contrario, ¿en qué medida un estímulo fiscal incrementará el PIB? Aparecen entonces en escena los discutidos multiplicadores fiscalesAdemás del documento citado en la anterior nota, pueden consultarse los trabajos de Luc Eyraud y Anke Weber, «The Challenge of Debt Reduction during Fiscal Consolidation», IMF Working Paper, 2013, y de Olivier Blanchard y Daniel Leigh, «Growth Forecast Errors and Fiscal Multipliers», IMF Working Paper, enero de 2013. Lectura más breve y amena es la que ofrece el recuadro 1.3, pp. 39-40, del Informe Anual 2008 del Banco de España..

Solía creerse que, debido a la confianza que despertaba entre los inversores, una consolidación fiscal incentivaba la recuperación. De momento, la experiencia no apoya esa tesis, sino más bien la contraria; es decir, a corto plazo origina efectos negativos en la actividad económica. Así ha sucedido en países como España y Portugal, y eso es lo lógico cuando se recorta el gasto público y se elevan los impuestos. Por el contrario, las políticas de estímulo fiscal impulsan un crecimiento, sobre todo si los tipos de interés son muy bajos y el crecimiento real es inferior al potencial de la economía en cuestión. Pero estas afirmaciones exigen inmediatamente alguna que otra matización: si el país en cuestión está soportando unos diferenciales de tipo de interés muy elevados y la refinanciación de su deuda corre riesgos porque los mercados van cerrándose a la colocación de sus emisiones, la única opción es continuar a toda costa el ajuste fiscal. De todo ello se hablará enseguida a propósito del caso de España, pero, aun en situaciones tan difíciles como la descrita, existe una posible salida: que el banco central suministre abundante liquidez y, en casos extremos, esté dispuesto a intervenir para monetizar la deuda. Stockman no menciona ni una sola vez el término «multiplicadores fiscales» en las más de setecientas páginas de su libro, pero sí arremete continuamente contra las incursiones de la FED –culpable de tantos errores, en su opinión–, consideradas por él auténticas herejías. La insinuación de intervenir para aliviar las presiones de los mercados sobre la deuda, recomendación que la mayoría de los economistas apoyaría en situaciones como las antes descrita, desata en nuestro autor ataques tan encendidos como los protagonizados por algunos celotas del otro lado del Rin. Pero, aun así, vale la pena considerar esta posibilidad.

Como ha demostrado la reciente crisis financiera y económica, los bancos centrales pueden encontrarse con que los instrumentos habituales de política monetaria resultan ineficaces en determinadas circunstancia; una de las cuales se identificó hace ya mucho tiempo con el nombre de «trampa de liquidez». Se justifica así el recurso a medidas extremas que pueden o no incrementar la oferta monetaria, cuyo control tanto cuidan nuestros banqueros centrales y los puristas de la inflación. Y como el efecto de esas intervenciones no siempre es evidente, y al banco central le interesa influir en las expectativas de los mercados, puede anunciar, por ejemplo, su intención de mantener los tipos de interés a corto a niveles muy bajos hasta que, digamos, la tasa de paro no descienda de determinado nivel, instante a partir del cual volvería a «ajustar las clavijas» de su política monetaria.

La siguiente, y delicada, cuestión es si los bancos centrales deben suministrar, directa o indirectamente, liquidez a los países en graves apuros derivados de una crisis sistémica. Antes se han mencionado los principales riesgos anejos al peso de un elevado nivel de deuda pública y cómo su servicio puede tropezar con resistencias en los mercados, resistencias que le sitúen al borde de traspasar la línea roja que separa la falta de liquidez de la insolvencia.

La existencia de la zona euro, ¿ha sido una ventaja o un obstáculo para hacer frente a estas perturbaciones?

En efecto, si el banco central mantiene los tipos de interés a un nivel muy bajo –incluso negativo–, la sostenibilidad de la deuda aumenta, pero cabe imaginar situaciones críticas en las cuales las políticas fiscales aplicadas por el gobierno no han conseguido impulsar una reactivación económica que reduzca los déficits presupuestarios, concediendo tiempo para introducir reformas estructurales y tranquilizar a los mercados respecto al futuro de las finanzas públicas en cuestión. En tan extremo caso, la única solución puede residir en la intervención del banco central, suministrando la liquidez necesaria y, llegado el caso, monetizando la deuda pública, o afirmando con suficiente seriedad que está dispuesto a hacerlo. Este ha sido el caso de Estados Unidos, Reino Unido o Japón, naciones con déficits públicos y ratios deuda/PIB tan elevados o más que ciertos países de la UEM que han estado sometidos a diferenciales de tipos de interés enormes mientras que el BCE se cruzaba de brazos. Bastó que a finales del verano de 2012 su presidente anunciara urbi et orbi que el banco estaba dispuesto a intervenir para que las presiones sobre la deuda aflojasen, y ello aun cuando el anuncio incluía condiciones bastante estrictas para activar la ayudaSobre la independencia y la credibilidad de los bancos centrales, resulta interesante el breve trabajo que Alan S. Blinder presentó, con el título «Central Bank Independence and Credibility During and After a Crisis», a comienzos de septiembre de 2012 en la reunión anual organizada por el Banco de la Reserva Federal de Kansas City bajo el lema The Changing Policy Landscape..

Esas condiciones fueron impuestas por Alemania y su Banco Central, apóstoles convencidos de la necesidad de someter a ciertos países –entre ellos el nuestro– a una estricta austeridad y un amplio catálogo de reformas, utilizando la presión de los mercados como instrumentos idóneos para disciplinar a despilfarradores rebeldes. Sirva todo lo dicho como introducción para pasar al análisis de la situación española y de cómo su pertenencia a la UEM ha podido agravar, más que paliar, las consecuencias de la crisis económica y financiera de la cual en estos meses se lucha por dejar atrás. Comenzaré con una referencia a cómo se percibía la salida de la crisis a comienzos de 2011 –es decir, cumplido casi un año desde la proclamación de la austeridad fiscal como dogma oficial, algo que a Stockman hubiera complacido–, para pasar a continuación a resumir algunas hipótesis sobre los posibles efectos de los «multiplicadores fiscales». Estaremos entonces en condiciones de formular algunas conclusiones, acaso polémicas para ciertos sectores de la opinión económica, pero que ayuden a reconciliar a este modesto reseñista con el Gran Inquisidor estadounidense.

Cuando, en la primavera de 2011, se redacta su Informe Anual, el Banco de España señalaba alarmado el elevado déficit estructural –alrededor del 8% del PIB al cerrarse el ejercicio 2010– como uno de los obstáculos más serios para el necesario ajuste fiscal que se avecinaba, y resumía así los resultados de algunos cálculos: suponiendo que en 2015 hubiera desaparecido el «output gap» (diferencia entre el PIB actual y el potencial), la deuda se estabilizaría en torno al 70% del PIB en ese año SI el saldo primario presupuestario –se entiende por tal el que excluye los pagos por intereses de la deuda pública– ajustado del ciclo se había recortado en algo más de ocho puntos porcentuales del PIB entre 2010 y 2015. En tal caso, a finales de 2013 el déficit sería del 3% y se lograría reducirlo hasta alcanzar el equilibrio presupuestario en 2015, correspondiendo a las comunidades autónomas y a las corporaciones locales la mitad de ese esfuerzo de ajuste. A modo de falsilla, me permito recordar que, en marzo de 2013, el Banco de España calculaba para este ejercicio un déficit del 6% y el Gobierno del 6,3%; indicándose en su Actualización del Programa de Estabilidad, 2013- 2016 que sólo en este último año se cumpliría el tan buscado objetivo de alcanzar el 3% y que, por tanto, el equilibrio quedaba pospuesto, como pronto, para 2017. Y, para concluir, el Gobierno reconoce en ese documento oficial que la deuda seguirá creciendo hasta finales de 2016, año en cual ascenderá al 99,8% del PIB previsto.

Sin embargo, los autores de los cálculos del Banco de España –¡que ciertamente no son infalibles!– se curaban en salud y advertían que, si los tipos de interés resultan ser más elevados, como así sucedió, que los entonces existentes –en torno a una media del 3,3%– y el crecimiento del PIB nominal en el período 2011-2020 resultaba inferior en 1 punto porcentual al 3,2% –de hecho, fue de 0,4% en 2011 y del -1,4% en 2012–, y no aumentaba hasta el 4% en 2015 para mantenerse en torno a esa tasa hasta 2020 sin acompañarse de un ajuste fiscal adicional, la deuda pública a finales de 2020 alcanzaría el 85% del PIB: pero en los comienzos de 2013 ¡había llegado ya al 84,2%!

Black Friday cartoon, 1873: DESPUÉS DEL CRASH

PosteriormenteBanco de España, Informe Anual 2012, Recuadro 1.2, «El impacto de la política fiscal sobre la actividad», pp. 23-25., el Banco ha ofrecido unas reflexiones y cifras interesantes relativas a los controvertidos «multiplicadores fiscales», o cálculos del impacto de las políticas discrecionales sobre la actividad económica. Pues bien, ha venido afirmándose que, en situaciones como la atravesada en estos últimos años por España, es decir, de recesión económica, crisis financiera y política monetaria operando en un marco de tipos de interés que rondaban su límite inferior, los multiplicadores deben ser más altos que los habituales y, por tanto, sus efectos ahondarían la atonía propia de la consolidación fiscal. Para empezar, lo que sí parecen demostrar los cálculos del Banco es que, en situaciones de recesión y dificultades financieras, los multiplicadores del gasto en consumo e inversión son más elevados, pero que sus diferencias respecto a los encontrados en etapas de expansión son más reducidas que las estimadas para Estados Unidos y, además, sus valores no son significativamente diferentes a los asignados en los modelos de previsión habitualmente utilizados entre nosotros. ¿Es todo esto motivo de preocupación y extrañeza? No del todo, porque lo que señalan estos cálculos es que, en situaciones de tensión financiera y con incrementos elevados en el nivel de deuda pública, los multiplicadores son menores o, incluso, negativos: exactamente la situación española. Ahora bien, queda una duda pendiente: la estrategia de ajuste fiscal, ¿puede o no demorar la desaparición de los riesgos que penden sobre la credibilidad de un país y de las emisiones de su deuda? O, expresado en términos más técnicos, ¿puede eliminarse el temor de que los efectos de los multiplicadores derivados de las políticas fiscales provoque un incremento de la ratio de deuda pública sobre el PIB que resulte insostenible? Las conclusiones de los trabajos del Banco de España son más bien tranquilizadoras, pues indican que, si bien esa relación puede acelerarse a corto plazo, a medio y largo la relación deuda/producto irá reduciéndose y no debemos temer la materialización de esa temida espiral. No obstante, ese optimismo no es compartido por otros analistas, que pronostican un déficit de las administraciones públicas que no bajará del 6% en el bienio 2013-2014, con un endeudamiento que rondará el 95% en el primero de esos dos años y podría superar el 101% del PIB el segundo. Si el año próximo la coyuntura no revelase signos claros de recuperación y el déficit público no se ajustara a los límites convenidos con la UEM, alcanzar un nivel de deuda pública equivalente al producto de ese ejercicio podría provocar, creo yo, reacciones muy negativas en los mercadosFUNCAS, Previsiones Económicas para España, 2013-2014, 9 de septiembre de 2013..

Aprovechemos esta ocasión para divagar en compañía del Banco de España respecto a cuál sería la magnitud del esfuerzo de consolidación fiscal en nuestro país. Recordemos que en el período 2009-2012 se ha llevado a cabo un intenso proceso de consolidación que ha permitido reducir el déficit público del 11,2% hasta el 7% en 2012, si se excluyen las ayudas al sector financiero. Dicho esfuerzo se ha logrado, además, en un entorno caracterizado por incrementos mínimos, o por descensos, en la actividad económica, así como por fuertes aumentos del coste de las emisiones de deuda pública. Dicho esto, resulta de máximo interés intentar prever –y seguimos de la mano de nuestro banco emisor– cuáles serían los resultados de una prolongación del esfuerzo de reducción del déficit en 2013 y en 2014, suponiendo que el PIB se contraiga un 1,5% en el primer año y crezca un 0,6% en el segundo y, simultáneamente, los déficits se recorten hasta un 4,5% y un 2,8% en esos años. En tal caso, a finales de 2014, el recorte del déficit según los cálculos del Banco sería de 8,4 puntos del PIB, pero ello no conseguiría estabilizar la relación deuda pública/PIB, que aumentaría en 40 puntos, básicamente como resultado de los déficits acumulados en años anteriores y del débil crecimiento económico, hasta situarse en las proximidades del 95%. Bien, una vez más, el Gobierno parece ser más pesimista, pues, en su programa de estabilizad actualizado en la primavera de 2013, apuesta por un nivel de deuda algo superior: el 96,2% al finalizar 2014.

Queda por aclarar una última, pero muy sustancial, duda que la crisis ha puesto de relieve: la existencia de la zona euro (la UEM), ¿ha sido una ventaja o un obstáculo para hacer frente a estas perturbaciones y, eventualmente, salir de ellas? Para responder a esta cuestión conviene aclarar desde el principio que la UEM no era, ni mucho menos, un área monetaria óptima. Con un encomiable optimismo, sus diseñadores confiaron en que acabaría siéndolo con el paso de tiempo y un rodaje tranquilo. Quizá por ello, y por la experiencia derivada de crisis anteriores –como la experimentada en España en los años finales del pasado siglo–, su obsesión se centraba en eliminar los desajustes entre distintas monedas y los riesgos de ellos derivados creando una moneda única. Puesto en marcha el euro, y definidas unas recomendaciones sobre las ventajas de la estabilidad fiscal y la contención de la deuda en límites prudentes, podía –pensaron– confiarse la responsabilidad para hacer frente a posibles desequilibrios futuros en los gobiernos nacionales. Además, a quienes les señalaban cuán grave era la pérdida por parte de aquellos de dos instrumentos esenciales como los tipos de interés y el tipo de cambio se les respondía que un manejo adecuado de las políticas económicas no monetarias, especialmente las fiscales, bastaría para compensar esas ausencias. Por añadidura –lo cual debió de llenar de alegría a Stockman–, se apostó porque el funcionamiento de los mercados financieros bastaría para solucionar los riesgos de estabilidad, prohibiéndose, en consecuencia, el rescate de un Estado miembro por parte de los restantes gobiernos de la zonaDe todo ello se ocupa el capítulo 2 del Informe Anual 2012 del Banco de España y, más concretamente, sus páginas 50 a 59..

Como era de esperar, más de un gobierno no hizo sus deberes y la crisis puso al descubierto que la UEM era un gigante con pies de barro y se imponía una revisión urgente y a fondo del marco institucional para: a) dotarse de los instrumentos básicos de control y coordinación fiscal; b) poner en funcionamiento mecanismos de supervisión común de los sistemas financieros; y c) crear una gestión más eficaz y común de los riesgos. Y, así, al tiempo que se luchaba –torpe y fragmentariamente, en mi opinión– contra la crisisLa que pudiéramos calificar como «estrategia Bruselas» ha consistido, esencialmente, en imponer una consolidación fiscal fortísima y, simultáneamente, exigir la implantación de reformas estructurales, lo cual reforzaba el impacto contractivo de la política fiscal, originando una recesión mayor. La aberración ha sido de tal calibre que la propia Comisión no ha tenido más remedio que suavizar sus exigencias originales e ir concediendo plazos más dilatados para el cumplimiento de unos objetivos y unos plazos que se anunciaron como innegociables., se intentaba establecer una supervisión de las políticas económicas de los Estados miembros y se redactaban y discutían propuestas –a corto, medio y largo plazo– enfocadas a la consolidación de una unión bancaria, una unión fiscal y una unión económica sin estar seguros de que los electorados de los países miembros de esa futura unión consienten en reforzar hasta esos extremos la cooperación económica entre ellos.

Hasta ahora, el resultado no ha podido ser más catastrófico y se ha demostrado que, a diferencia de Estados Unidos –a pesar de las virulentas y a veces justificadas críticas de Stockman–, a la UEM le queda mucho por hacer antes de contar con unas políticas adecuadas a la tarea de fomentar el crecimiento, reducir el paro y corregir los actuales desequilibrios entre sus países miembros. Se trata, naturalmente de una cuestión de política económica, pero es, sobre todo, una decisión política que difícilmente se vislumbra en un futuro próximo, pues, al fin y al cabo, ni la UEM es una zona monetaria óptima ni funciona como un Estado federal.

La experiencia ha demostrado que el diseño adoptado por la Eurozona para combatir la crisis ha sido un desastre

Una última cuestión: ¿hubiéramos podido resolver en España la crisis mediante el manejo de los instrumentos tradicionales –tipo de cambio y tipos de interés en manos de un banco central al estilo de Gran Bretaña o Suecia– y evitar así la amenaza de insolvencia de nuestra deuda y el estancamiento económico? Podemos recordar algunas crisis –como hace el Informe Anual 2012 del Banco de EspañaBanco de España, Informe Anual 2012, recuadro 5.1 antes citado, y período 1993-1998.– que combinaron desajustes fiscales con déficits públicos medios superiores al 5 %, y niveles elevados de deuda pública –por encima del 65%–, diferenciales superiores a cuatro puntos respecto a la deuda alemana a diez años, tasas de paro que rebasaban el 15% y un crecimiento medio de la economía débil, en torno al 1,9%. Sin embargo, con medidas internas de política económica se consiguió reducir el déficit y rebajar su importancia respecto al PIB, contener el paro y recortar los diferenciales de nuestra deuda frente a la alemana. Ha de reconocerse que la comparación no es del todo exacta: en aquellos años, el contexto económico internacional no era tan negativo como en estos últimos años ni el endeudamiento exterior de la economía española tan enorme. Pero, aun así, valía la pena hacerse la pregunta, recordar y analizar ventajas e inconvenientes a la hora de discutir las soluciones adoptadas en la UEM y en España a lo largo de este último lustro.

¿Qué aportan el libro de Stockman y las propuestas que encierra a la solución de los problemas actuales de política económica post-crisis? Muy poco, aun cuando los apuntes válidos se refieren a cuestiones básicas: las críticas al despilfarro inevitable cuando el Estado se hace demasiado grande y acapara competencias que no sabe o no puede gestionar eficazmente y que acaban siendo terreno abonado para el capitalismo de amiguetes; la determinación en defender los beneficios de la competencia, eso sí, inscrita en un marco legal regulatorio y con supervisores diligentes e imparciales; la necesidad de una vigilancia constante de las actividades del sector financiero, evitando confusiones perjudiciales para el desarrollo de su actividad principal –financiar al sector privado– y estableciendo un marco claro para, llegado el caso, una liquidación ordenada de sus entidades que evite al máximo el posible coste para el erario público.

Ahora bien, si descendemos de los principios generales a la formulación de políticas económicas concretas, el balance Stockman versus UEM se difumina. En Estados Unidos, las medidas puestas en práctica por el Gobierno federal y la FED no parecen haber tenido en cuenta buena parte del análisis y las propuestas de Stockman. El banco central mantuvo desde el principio una política de suministro de liquidez muy generosa, con tipos de interés negativos en términos reales, y no dudó en intervenir, contrariando uno de los principios sacrosantos para Stockman, para apuntalar a entidades bancarias en apuros. A ello se añadió una política fiscal que, combinando el veto del Partido Republicano a un aumento de los impuestos y el Demócrata a recortes serios en el gasto y las subvenciones, impidió un acuerdo político de consolidación fiscal. ¡Otro disgusto para nuestro riguroso Inquisidor! A pesar de todo, Estados Unidos parece caminar ya por una senda de recuperación.

Muy diferente ha sido la trayectoria seguida por la UEM, ¡y no nos olvidemos de España! Sería interesante conocer la opinión de Stockman, pero la experiencia ha demostrado que el diseño adoptado por la Eurozona para combatir la crisis ha sido un desastre. ¿Razones? A corto plazo debía haberse instrumentado una política fiscal expansiva, combinada con un calendario a medio y largo plazo de consolidación fiscal –justo lo contrario de lo que se ha hecho– para reducir los déficits y contener el ritmo de crecimiento de la deuda pública. Todo ello acompañado por una política monetaria del BCE que facilitase el proceso de reducción del endeudamiento, ofreciéndose como escudo ante posibles amenazas de los mercados de deuda pública e interbancarios. Pero todo ello no ha sido posible porque, en lugar de cumplir con los compromisos, tantas veces reiterados solemnemente, de impulsar la convergencia económica, algunos países han aprovechado la crisis para imponer políticas que favorecían sus intereses nacionales y agudizaban las divergencias existentes al estallar la crisis financiera y económica. Por añadidura, la Comisión Europea no ha funcionado como un auténtico ejecutivo de la UEM, sino que, al dictado, ha impuesto políticas de consolidación fiscal que agravaron la recesión en lugar de amortiguarla.

Por lo demás, como ha pretendido poner de relieve el análisis final relativo a la forma en que la UEM reaccionó a la crisis y el desajuste manifiesto entre políticas económicas nacionales debidas a la ausencia de un marco institucional mínimamente sensato, ha de reconocerse que el ideario de Stockman y sus propuestas no serían útiles para enfrentarse a la complejidad de la crisis económica y financiera que todavía nos inmoviliza, aun cuando, por paradójico que resulte, estoy seguro de que nuestro autor se habría sentido más cómodo como Comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la Comisión Europea que como Subsecretario del Tesoro estadounidense. En todo caso, ¡piénselo bien el curioso antes de emprender la lectura de este larguísimo alegato inquisitorial! Está avisado: viaja usted bajo su responsabilidad.

Raimundo Ortega es economista.

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