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¡Así se escribe la historia!

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Hoy voy a tirar piedras contra mi propio tejado. Mejor dicho, contra una de las cubiertas de ese tejado a dos aguas bajo el que me he cobijado toda mi vida profesional. Sobre la otra cubierta no hace falta que me ponga ahora a tirar piedras, por la sencilla razón de que ya se han encargado otros muchos desde un pasado inmemorial en lanzar proyectiles de grueso calibre hasta el punto de que lleva ya un tiempo indeterminado hecha un auténtico colador. Perdón, me dejo llevar por el hilo de esa metáfora tan trivial y, lo que es más grave, me temo que no me explico adecuadamente. Pongamos nombre a todo. Verán, una de las vertientes de mi tejado es la filosofía. Sobre el valor de la filosofía, ¿qué puedo decirles a estas alturas? Yo mismo, cuando mis alumnos más díscolos o críticos me preguntan para qué sirve la filosofía, empiezo por decirles provocadoramente con una sonrisa de oreja a oreja: ¡para nada! Es verdad que luego matizo, aclaro y preciso, pero no sin dejar de reconocer en primer término que, parodiando el famoso verso de Bartrina («Y si habla mal de España…»), si alguien lanza improperios desmesurados contra la filosofía, no lo duden, tengan por seguro ¡que es un filósofo! El último libro de filosofía que me he comprado (Sacando consecuencias , de Jesús Zamora Bonilla) dice en su primera página que los temas tradicionales del pensamiento occidental (la verdad, la existencia, la mente, etc.) son «meras ideas ficticias» o «trivialidades vacías de toda profundidad filosófica». Eso ¡para abrir boca!

Bueno, como les decía, los filósofos estamos acostumbrados a zaherirnos con toda la saña masoquista que encontramos a nuestra disposición, que normalmente no suele ser escasa. En realidad, lo que nos sorprendería más bien sería abrir un libro de contenido estrictamente filosófico que valorara o ponderara nuestra actividad intelectual. ¡La filosofía, importante! ¡Quita, quita, que me da la risa! Curiosamente, este hipercriticismo del gremio no se extiende por lo general –hay excepciones, claro? a otras parcelas del saber y la actividad humana en general. El filósofo-tipo suele admirar la ciencia (quizá, como dicen algunos malévolos, porque normalmente sabe muy poco sobre ella), envidia al artista o al fabulador de éxito, sueña con ser un personaje de acción o, en último término, está dispuesto incluso a plegarse al empirismo más pedestre –¡los hechos, los hechos!?, aunque tan solo sea por contraste con su vaporoso quehacer en las alturas celestiales. Pero, en fin, no le demos más vueltas. En definitiva, como digo, el filósofo suele mostrar una escasa consideración de su ocupación y, por tanto, no puede extrañarle que unos y otros, los de dentro y los de fuera, coincidan en cuestionarla radicalmente. Lo que ya no es tan usual es que una labor de zapa semejante se haga en el campo de la historia. Ya pueden imaginarse por dónde van a ir los tiros. Pero, déjenme, antes de entrar en harina, que me detenga un momento en algunas precisiones más, para luego dar el salto de lo particular a lo general.

A diferencia del filósofo y la filosofía, el historiador y la historia se resguardan bajo una pátina de un cierto prestigio, derivado sobre todo de la importancia que se atribuye al conocimiento del pasado. Es verdad que en el caso del historiador se trata de un prestigio relativo, que no resiste el parangón con el profesional de las ciencias duras, con el científico de laboratorio o hasta con el gerente de una gran empresa, por poner un ramillete de ejemplos casi a voleo. Pero, bueno, es innegable que la historia académica y el historiador profesional gozan de un cierto reconocimiento social e intelectual. Se supone que el historiador tiene mucho que decir en las grandes crisis, en las encrucijadas dramáticas, en momentos de incertidumbre en general. Se pide el dictamen de la Historia –así, con mayúscula? para las decisiones trascendentales y los acuerdos solemnes. Por otro lado, aunque la llamada historia científica escrita por y para los del gremio apenas interese al gran público, es indudable que este reclama sus dosis de conocimiento histórico en forma de divulgación –«Breve historia de…», «Pequeña historia de…»? o incluso en la modalidad más discutible, pero tremendamente popular, de novela histórica. Todo, pues, lleva a lo mismo. En la sociedad hay indudablemente un interés por el pasado que se traduce en una demanda sostenida de ensayos, relatos, análisis, recreaciones de todo tipo, ficciones fílmicas, documentales y hasta atracciones y centros de ocio, como parques temáticos que reconstruyen determinadas épocas (la antigua Roma, mercados medievales, etc.) Como se diría hoy, toda una «industria del pasado» que repercute, en definitiva, en una valoración de la historia como conocimiento útil y necesario.

La historia es la segunda vertiente del tejado de que les hablaba al principio. Me había acostumbrado a vivir en una casa con goteras, debido a los orificios de la techumbre filosófica, pero siempre contaba con el recurso de refugiarme en la otra parte, la que quedaba a salvo porque resistía bajo la fortaleza del entramado histórico. ¡Ah, la historia, Magistra Vitæ! ¡Cuántas frases rimbombantes en torno a la historia! ¡Cuántas veces habrán oído o leído esa sentencia de Santayana acerca de que los pueblos que olvidan o no conocen su historia están obligados a repetirla! Una frase, por cierto, que me ha parecido siempre perfectamente arbitraria, como si la historia fuese un escolar que no se sabe muy bien la lección y tiene que ir a los exámenes de septiembre y, si no, repetir curso. Aun concediendo –que ya es conceder– que conocer el pasado fuera conocer los «errores» (?) del pasado, ¿por qué extraña razón su conocimiento serviría para no incurrir en los mismos? ¿No habíamos quedado en que el hombre era el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra? (Otra frase estúpida, dicho sea de paso: ¿por qué dos veces, y no tres, cuatro o cien? ¡Como si a partir de la segunda, por ensalmo, aprendiéramos!)

Somos, en cierta manera, lo que nos vemos reflejados en los ojos de los demás. Extrapolado al campo que nos interesa, ese principio se traduciría más o menos del siguiente modo: como historiador, uno alberga serias dudas internas acerca de la consistencia de su labor, pero esto no pasa de ser una fosca desazón personal mientras los demás sigan sosteniendo pública y solemnemente la importancia de la Historia. Mis dudas se mantienen en el ámbito privado. En las tribunas públicas –cursos, conferencias, congresos, etc.?, yo, por supuesto, mantengo el tipo y digo lo que hay que decir, ¡faltaría más! Llámenme cobarde o hipócrita, si quieren. Yo diría, simplemente, pragmático. Mis colegas, por supuesto, hacen lo mismo e incluso –muchos de ellos? no vacilan en sobreactuar impartiendo lecciones de objetividad y búsqueda imparcial de la verdad. Pero, ¿qué pasaría si alguno del gremio, contraviniendo las más elementales normas de la omertà y jugándose el tipo, se atreve a desafiar todas las convenciones por las que nos regimos? Quiten el condicional, porque eso es, en efecto, lo que ha hecho un kamikaze llamado Alfonso Mateo-Sagasta (¡doble sacrilegio luciendo ese nombre y apellido!) en un librito titulado La Oposición. Un relato sobre la invención de la historia. Lo normal o, para ser más precisos, lo más inteligente, sería que yo ignorara la mencionada publicación, actuando como hacen muchas grandes corporaciones con el rival o, simplemente, quien no es de su camada: ni siquiera la crítica, el silencio, que es más eficaz. Pero ya dije al principio que iba a tirar piedras contra mi propio tejado. Ahora comprenderán bien por qué. Quizás haya tardado, pero ya está poniéndoseme perfil de héroe.

La Oposición es lo que técnicamente se llama un opúsculo, es decir, un librito pequeño de dimensiones y ligero de páginas (ochenta y seis), que puede leerse en menos de una hora. Formalmente, no es un ensayo, sino una obra de ficción. Podría ser perfectamente el libreto de una comedia, porque lo esencial son los diálogos o, casi sería mejor decir, el monólogo de un belicoso opositor a una plaza de profesor universitario de Historia ante los tres miembros del tribunal que juzga sus méritos. Aclaro para los puristas que los rasgos de verosimilitud no constituyen aquí el punto fuerte: en la realidad, los integrantes de un tribunal universitario no serían tres profesores, sino cinco, un aspirante jamás se dirigiría así a quienes van a calificarle, estos no se manifestarían en la forma dubitativa en que lo hacen, etc., etc. Lo que importa en estas páginas es simplemente la argumentación del aspirante sobre lo que ya desvela el subtítulo de la obra: cómo se inventa la historia. Y no crean que estamos hablando de invención en el sentido que decía Eric Hobsbawm de la tradición y que luego copiaron tantísimos otros. No, queridos, en este contexto, el concepto de invención adquiere sus matices más peyorativos, como cuando decimos: «¡Anda, no te inventes cuentos chinos!»

Eso es, dicho mal y pronto, para no andarnos con rodeos, lo que defiende con insolencia el opositor desde el primer momento: que la Historia –una vez más, con mayúscula? es un cuento chino (con perdón de los chinos, que en esto no tienen nada que ver). No crean que exagero. Más bien me quedo corto, porque ya también desde los primeros compases nuestro hombre se descuelga con un planteamiento todavía más rotundo: «La Historia no existe». Ante la estupefacción de los miembros del tribunal, el aspirante explicita: el pasado es inabarcable e incomprensible, el pasado ha existido, sin duda, eso nadie puede negarlo. «Lo que niego es la Historia, que es la interpretación de esos datos». El argumento es sencillo: precisamente porque la realidad ?en este caso, la realidad pasada? es caótica y confusa, surge la Historia para dar inteligibilidad a lo que realmente no la tiene. El relato histórico presenta los hechos de forma lineal y lógica, como una sucesión razonada y razonable. No por casualidad hemos utilizado el término «relato», porque es una invención, como cuando contamos un cuento o escribimos o leemos una novela. De hecho, si se fijan, todo libro de historia o, en general, todo relato del pasado, responde a la clásica estructura de cualquier ficción: planteamiento, nudo y desenlace. Ocioso es recordar algo que está al alcance de todos: nada «empieza» y «acaba», la realidad, el mundo, la vida –como queramos llamarle? es un continuo. Los comienzos y los finales son algo postizo que nosotros superponemos a ese continuo precisamente para poderlo abarcar y explicar.

Como en el vodevil clásico, si a media función descubrimos que el protagonista no es quien asegura ser, es decir, está suplantando a otro que no existe o que está muerto, entonces, ¿quién es ese realmente? Si la Historia no existe, ¿quién es esa otra que la suplanta y adopta su nombre? Bueno, en realidad es más fácil empezar por decir lo que no es. Y lo primero que no es, a pesar de sus solemnes aspavientos, en un conocimiento firme y seguro, eso que llamamos ciencia. El parecido de esa que hace llamarse Historia con la ciencia verdadera no llega siquiera al rango de coincidencia. La ciencia tiene un método, una estructura sólida, un sistema de comprobación y unas conclusiones que permiten ser refrendadas o refutadas. Nada de esto aparece en la que hace llamarse Historia. Al final, como no podía ser de otra manera, se descubre la burda simulación de esta última: una ciencia digna de tal nombre ofrece un conocimiento acumulativo. Así, un humilde médico rural sabe hoy incomparablemente más que Hipócrates, Galeno o Avicena. La llamada Historia, por el contrario, es continuamente objeto de controversias: nada hay en ella seguro y definitivo.

Y en su caso –en el de la llamada Historia? se da una paradoja espectacular. Al fin y al cabo, la tal disciplina trata del pasado y, como su mismo nombre indica, el pasado ya pasó. Es decir, el pasado, si fuéramos coherentes, sería precisamente aquello que no puede cambiar, en oposición al presente –ahora mismo puedo escribir o dejar de hacerlo; ustedes pueden no seguir leyendo, hartos de mí, o continuar la lectura? y, por supuesto, en oposición al futuro, que es siempre el reino de la posibilidad. Y, sin embargo, como han tenido que reconocer los propios historiadores académicos, esos que aparentemente se toman en serio la Historia porque creen que existe y ellos son los sumos sacerdotes, no hay nada que cambie tanto como el pasado. Cada época derruye la imagen del pasado que edificó la generación anterior y construye otra nueva. ¿No es eso un cachondeo? Seamos serios, por favor. O, vale, no lo seamos, demos por bueno que cada presente se construya la imagen del pasado que más le pete. Pero, entonces, ¿cuál es la buena? Y, sobre todo, ¿cuál es la verdadera?

¡Ah, la verdad! ¡Con la Iglesia hemos topado! La diversidad de historias, esto es, de interpretaciones del pasado, es tan sobrecogedoramente amplia que ya casi ninguna escuela histórica o historiador tiene la desfachatez de arrogarse la posesión de la verdad en detrimento de todas las demás. Además, tengamos en cuenta que las susodichas versiones del pasado no sólo difieren en matices, sino que son radicalmente distintas de una corriente historiográfica a otra y, a menudo, llegan a ser antitéticas, como si se refirieran a dos realidades irreductibles. Admitamos que eso y el caos vienen a ser algo muy parecido. ¿Cómo salimos de la aporía? El historiador oficial dirá sin duda que habrá que dejar que los hechos hablen por sí solos. El problema estriba en que los hechos no hablan y, aunque hablaran, mucho menos lo harían por sí solos. Por eso mismo hay tantos voluntarios para hablar en nombre de ellos, es decir, interpretarlos. Y toda interpretación es ya, se quiera o no, una deformación.

La conclusión del opositor es que no hay conocimiento histórico propiamente dicho. Hay tan solo interpretaciones, algunas más coherentes que otras, de la misma manera que hay novelas clásicas, canónicas y otras de puro consumo o entretenimiento. Cada cual puede elegir según sus gustos o necesidades. El problema, sin embargo, se complica, porque lo que se llama historia es siempre un relato al servicio de alguien. Quien escribe la historia goza, así, de un arma poderosa, una determinada concepción del presente para legitimar un proyecto y deslegitimar otros. Porque, por supuesto, es el presente el que elige un determinado pasado en el que reflejarse o con el que contraponerse. En términos rimbombantes, podríamos decir, pues, que no somos consecuencia del pasado –habría que decir en puridad que desconocemos si es así o no?, sino que el pasado es consecuencia del presente.

Cuando el tribunal le pregunta al aspirante si entonces, en su opinión, lo que se entiende por Historia es un saber inútil, el segundo contesta con aplomo que, en cierto sentido, no. Para alcanzar esa utilidad, aunque suene paradójico o parezca incluso una broma, tendría que dejar de mirar al pasado para otear el futuro. Es una consecuencia inevitable de todo lo dicho. La clave de eso que llamamos Historia no es lo que hemos sido, sino lo que queremos ser. Ya hemos dicho que el relato histórico se construye desde el presente, en función de nuestras necesidades actuales. De ahí que la narración histórica se oriente de modo natural hacia el futuro, como si fuera un proyecto político.

Hasta ahí, básicamente, el contenido del libro. Espero no haber distorsionado en exceso en este resumen apresurado el pensamiento del autor. En aras de la concisión he prescindido de los múltiples ejemplos que aduce en abono de sus tesis. En el último párrafo, como corolario de la ceremonia opositora, el presidente del tribunal se dirige al aspirante y le dice que va a hablarle muy claro: «Usted nunca, fíjese bien en lo que le digo, nunca, va a sacar plaza ni en esta universidad ni en ninguna otra de los que aquí presente tengamos conocimiento». ¡Por supuesto! ¡No esperábamos menos!

Alfonso Mateo-Sagasta no es, ni mucho menos, el primero que defiende esas tesis. Al contrario, poco o nada de original hay en sus planteamientos. Lo que hace es exagerar hasta límites casi grotescos lo que han señalado ya, mucho antes y muchas veces, innumerables historiadores, que han oficiado en este sentido como decía yo al principio que actuaban los filósofos: tirando piedras sobre su propio tejado. ¡Bienvenidas sean esas piedras que muestran una decidida voluntad autocrítica! Volviendo a lo que acabo de señalar, el empeño caricaturesco fuerza a Sagasta a que su obra adopte la forma de ficción cómico-burlesca en vez de una modalidad más seria. También tendría que decir en términos más concretos que las ideas, y hasta los ejemplos específicos que aduce Mateo-Sagasta, me han recordado un libro –esta vez un ensayo en toda regla: La invención del pasado? de un historiador español, Miguel-Anxo Murado, que tuve ocasión de reseñar en Revista de Libros. Allí, en esa crítica, no tuve más remedio que ponerme más serio de lo que aquí me permito. Como siempre hay algún lector que me interpreta mal –seguro que porque no me expreso adecuadamente?, aprovecho la ocasión para reiterar que La Oposición es un divertimento, y como tal hay que tomarlo.

¿Entonces, qué aporta el opúsculo que nos ocupa? Digamos que es una obrita simpática, con un soterrado y contenido humor zumbón, un tono desprejuiciado y una exposición fresca. Más aún, su talante descreído, su ironía y su catadura un tanto cínica hacen del conjunto un alegato antidogmático más que saludable en los tiempos que corren. No hay que tomarse al pie de la letra muchos de sus juicios y algunas de sus propuestas, pero tampoco despreciarlas como simples boutades o un ramillete de burlas sin fundamento. Al fin y al cabo, si tuviéramos en consideración sus críticas, a lo mejor podría dejarse atrás el carácter dogmático y la disposición cerril y sectaria que caracterizan tantos y tantos libros de historia, sobre todo de historia política reciente. Con ciertas dosis de escepticismo, podríamos escribir mejor la historia y, lo que es más importante, hacer mejor historia.

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