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Historias de médicos, de inquisidores… y mucho más

EL MÉDICO EN LA PALESTRA. DIEGO MATEO ZAPATA (1664-1745) Y LA CIENCIA MODERNA EN ESPAÑA

José Pardo Tomás

Junta de Castilla y León, Valladolid

456 pp.

25 €

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Este es un libro fascinante, de una riqueza y de un calado de los que me va a ser difícil dar cuenta en este breve espacio. Supera con mucho lo que es su objetivo primordial: la biografía vital e intelectual de un médico judeoconverso a partir de su abundante obra escrita y de sendos procesos inquisitoriales particularmente ricos en documentación, que se conservan entre los fondos del Tribunal de la Inquisición de Cuenca.A partir de este material, inédito y prácticamente desconocido hasta la fecha, Pardo ha ampliado su atención al número de personas y movimientos con los que Zapata entró en contacto, reconstruyendo su entorno, multiplicando los ejemplos de otras vidas que tuvieron convergencia o paralelismo con la suya. De este modo, revela una red de relaciones entre diversos tipos de médicos y entre éstos y sus pacientes, al tiempo que presenta la lucha entre la tradición y la renovación en la medicina española de la época, la participación del elemento judeoconverso generalmente del lado de la renovación, la estrategia de adquisición de protagonismo social y cultural entablada por los médicos a través de la publicación de escritos polémicos, los motivos ideológicos y sociales de la persecución inquisitorial, el aparato y el procedimiento del Santo Oficio…

Diego Mateo Zapata fue una figura distinguida en los círculos médicos de su época. De origen murciano y perteneciente a una familia de judeoconversos, estudió, tras un periplo italiano, medicina en Valencia y llegó en torno a 1686 a Madrid, donde fue admitido como practicante de medicina en el hospital general. Sus padres y casi todos sus parientes habían sido detenidos por la Inquisición cuando él tenía unos catorce años y él mismo fue detenido por primera vez por el Santo Oficio en 1691 a los veintisiete. Su primer proceso fue declarado suspenso. Fue médico del duque de Medinaceli y de otras personalidades importantes de la corte como los cardenales Borja y Portocarrero. Fue también un prolífico autor de obras de medicina, y un polemista: primero en defensa del galenismo, aunque más tarde se identificó con el movimiento llamado novator. Alzándose, en fin, en contra del galenismo tradicional, Zapata fue uno de los fundadores de la «Veneranda Tertulia» establecida en Sevilla en 1697 y oficialmente reconocida como «Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias» en 1700, de la cual fue presidente. A pesar de su actividad novatora, consiguió amplio respaldo de figuras poderosas, lo cual no evitó que fuera arrestado por la Inquisición en 1721. Su proceso se sitúa en el momento de la última gran represión contra la minoría judeoconversa, que suscitó una intensa actividad inquisitorial entre 1715 y 1730, represión que alcanzó su culmen entre los años 1720 y 1725. Perseguido bajo la acusación de ser criptojudío, al tiempo que requerido por su saber, Zapata es uno de los veintisiete médicos, junto con cinco barberos, tres cirujanos, un estudiante de medicina…, que fueron procesados por judaizantes en esos cinco tremendos años. Marrano por su origen social y rival de muchos por su éxito profesional, Zapata estaba en una situación de vulnerabilidad extrema frente a la Inquisición. A pesar de ello, sobrevivió a su proceso y continuó practicando la medicina hasta el final de su vida.

Durante los siglos XVI y XVII , la medicina fue una rama profesional particularmente frecuentada por judeoconversos y por moriscos. Era la única profesión que permitía, a diferencia de las leyes o la carrera eclesiástica, ser practicada con posibilidad de tener acceso a honores y a contacto con las clases privilegiadas, sin ser sometido a los expedientes de limpieza de sangre. Era también una profesión «universal», es decir, que podía practicarse en otras regiones, en otros países, lo cual era sin duda importante para sectores de población para quienes el exilio, cuando no la expulsión, constituían perspectivas verosímiles.A los ojos de las autoridades, y en particular de la Inquisición, era peligroso que un médico converso, fuera de origen judío o musulmán, siempre sospechoso de practicar en secreto su antigua religión, atendiera a pacientes cristianos. Como enemigos de éstos que eran, no sólo podían «perder los cuerpos» de sus pacientes sino, aún peor, «perder las almas», pues el médico podía ser un obstáculo para que los moribundos solicitaran la confesión y la extremaunción. Por el hecho de su origen, estos médicos se convertían en una víctima propiciatoria para médicos rivales o para pacientes insatisfechos con el tratamiento recibido. La denuncia a la Inquisición era un arma fácil y ahora constituye un documento extraordinario para trazar las rivalidades entre médicos o entre médicos, cirujanos y sanadores, así como entre éstos y sus pacientes. Este libro muestra, entre otras cosas, que, precisamente por las conexiones entre diferentes grupos de médicos, los de origen converso no fueron siempre y únicamente víctimas de la Inquisición, al tiempo que suscita cuestiones de importancia respecto a las relaciones entre la medicina y la ley, no sólo en el plano teorético, sino en el de la práctica. Matiza, sobre todo, el papel de la Inquisición como represora de todo lo que significara renovación científica y filosófica. El Santo Oficio fue, qué duda cabe, un aparato formidable de disciplina y control social, pero no pudo evitar ser instrumentalizado por otras instancias de poder, además de servir de escenario de resolución de tensiones entre diversos grupos sociales. Lo habíamos visto así en el caso de las esferas políticas del poder local (hay que recordar el estupendo Sotos contra Riquelmes de Jaime Contreras) o en las tensiones entre las minorías morisca y judeoconversa. Pardo muestra aquí cómo los renovadores intelectuales no dudaron en valerse de la Inquisición cuando se trataba de destruir a rivales profesionales.

El libro está dividido en tres partes tituladas «Marrano», «Polemista» y «Médico». Sin preámbulo o introducción alguna, sin explicación del propósito o plan de la obra, el libro comienza con los familiares del Santo Oficio llamando (aporreando, uno imagina) a la puerta de la casa de Zapata en Madrid una mañana de marzo de 1721.A través de la detención y de su procedimiento, del inventario de sus propiedades, de las testificaciones que han llevado a iniciar el proceso, nos adentramos en esta primera parte del libro, dedicada a esclarecer qué significaba y qué implicaba ser de origen judeoconverso en una España que ya llevaba un cuarto del siglo que suele llamarse de la Ilustración. Una España aún dominada por un concepto exacerbado de la honra que identificaba con la pureza del linaje, con la limpieza de sangre y obsesionada, por tanto, no con la asimilación de esos cristianos nuevos (con más de dos siglos de «novedad» y perfectamente asimilados), sino por el temor a la desaparición de la diferencia evidente y la consecuente «infiltración».
Pardo es historiador de la medicina y, por ello, adopta una óptica específica al considerar aspectos de los procesos inquisitoriales, distinta de la de los historiadores de la Inquisición, o de las minorías morisca o judeoconversa. Me refiero en particular a las magníficas páginas que dedica a la circuncisión, esa marca indeleble del cuerpo de los acusados. La circuncisión ritual había casi desaparecido en la España de finales del XVII , pero no había desaparecido ni de los libros de cirugía de la época ni del imaginario colectivo de los inquisidores, ni de los cristianos viejos ni de los nuevos. Los cirujanos expedían documentos notariales para justificar la circuncisión terapéutica, o cauterio o lesión genital, con lo cual tenían en su mano conceder el pasaporte que dejara a salvo al paciente o condenarlo al albur de la intervención inquisitorial. La literatura quirúrgica de la época analizada por Pardo se hace eco de la propaganda cristiana antijudía al defender cuestiones tales como la capacidad de los cristianos de proporcionar placer sexual a las mujeres precisamente gracias a ese trozo de piel que judíos y moros no tenían, dando de paso por segura la infidelidad conyugal de sus mujeres, que buscaban (por ejemplo, en el caso de las turcas, en cautivos cristianos) el placer que sus maridos no podían darles. La literatura quirúrgica ofrecía un soporte de prestigio a ese tipo de ideas (incluida aquella que mantenía que los hombres judíos tenían la menstruación) otorgándoles legitimidad «científica».También son específicas de la óptica de un historiador de la medicina las páginas dedicadas a las sesiones de tortura sufridas por Zapata y a su aparición en ellas de otro tipo de médicos, no aquellos que eran víctimas de la Inquisición, sino de los que participaban activamente en sus procedimientos. La Inquisición usaba de la tortura como cualquier otro tribunal contemporáneo y, en contra de lo que se piensa, de una manera menos cruel, por mucho que la lectura de las actas de las sesiones, con su minuciosa prosa burocrática, resulte intolerable. Pero es que la crueldad no radicaba tanto en lo físico como en la intención que la guiaba, es decir, en conseguir una admisión de culpa que se daba por supuesta, para poder salvar el alma del procesado de la condena eterna. La resistencia a la tortura no probaba la inocencia en ningún caso, sino la obstinación y pertinacia del encausado. Y el cuerpo de los procesados, marcado, roto, derrotado, se convertía en ingrediente fundamental de una retórica de legitimidad, a la vez que era vehículo del temor y del deseo de purificación del cuerpo social.Y, sobre todo, del control social por medio de las emociones: miedo, dolor, vergüenza. Pero, sobre todo, por medio de la infamia.

Zapata fue condenado por la Inquisición, en este segundo proceso, «abjurar de vehementi», a salir en auto de fe con sambenito, a un año de cárcel y diez de destierro de las ciudades de Madrid, Cuenca y Murcia, a la pérdida de la mitad de sus bienes. Su proceso se llevó a cabo en Cuenca para evitar el escándalo en la corte, y allí salió en procesión pública el 14 de enero de 1725 en un auto de fe en el que dos mujeres fueron quemadas por judaizantes y otros seis, acusados también de judaizar, en efigie.Y, aun así, Zapata sobrevivió como médico de la corte: le encontramos en Madrid de nuevo antes de acabarse el plazo de su destierro practicando en casas aristocráticas, asistiendo al duque de Medinaceli, participando en juntas de médicos, polemizando. Consiguió, pues, no sólo sobrevivir sino recuperar su posición, lo cual suscitó el resentimiento violento de algunos colegas que no permitieron nunca que se borrara su infamia, con la que tuvo que lidiar Zapata hasta el final de sus días, poniendo para ello todos los medios a su alcance. Esos medios (tales como invertir en las obras de la parroquia de San Nicolás en Murcia, donde había sido bautizado y en cuyo altar mayor, por él financiado, sería enterrado a su muerte) y los ataques de los que fue objeto los utiliza Pardo para hacernos comprender los mecanismos sociales por los que se regían, se instauraban o se modificaban la buena o la mala fama: están estrechamente imbricados en las formas de establecer polémica, que son objeto de la segunda parte del libro.

La historia de la medicina hace tiempo que no se limita a ser la narración historiada de las contribuciones que los médicos del pasado hicieron a la disciplina, sino que convierte en su objeto de estudio la difusión, la recepción y la asimilación de ideas nuevas. Se plantea estudiar el punto de vista del lector profano, del paciente en el caso de la literatura médica, y muy en particular, en el de la literatura médica polémica. Esta literatura polémica responde en gran medida a una estrategia de adquisición de protagonismo social y cultural por parte de los médicos autores. La polémica se entabla no tanto en defensa de una verdad considerada como tal, sino con la intención de salir a la palestra, de hacerse nombrar y, así, conseguir renombre, muy a menudo acrecentado éste en función de lo agrio del debate. En la polémica se usa del sarcasmo y el vituperio del adversario (o de la calumnia), así como de la manipulación del miedo o de la esperanza del prospectivo enfermo.Y es que el éxito de un médico, basado en que los pacientes recurrieran a él y no a otro, requería de unas expectativas suscitadas por el tipo de medicina que éste practicaba. En estas expectativas era factor importante el de la recepción y asimilación de unas determinadas doctrinas, que, en el caso que nos ocupa, se centra en el debate entre los diversos galenistas y entre éstos y los renovadores, novatores o chymicos.

En el siglo XVII , los conceptos acerca de la salud y de la enfermedad venían marcados todavía por un complejo sistema de interpretación racional basado en los tratados atribuidos a Hipócrates y a Galeno y en los textos de múltiples autores (cristianos, musulmanes, judíos) que se dedicaron a lo largo de toda la Edad Media a comentar estos textos. Es lo que se conoce con el nombre de galenismo o medicina galénica. El galenismo concebía la salud como un estado de equilibrio perfecto entre los humores del cuerpo, cuatro humores que tenían su correspondencia con los cuatro elementos constitutivos de la materia. De acuerdo con los conceptos de equilibrio y desequilibrio humoral, para la medicina galénica el principal objetivo terapéutico era la expulsión de la «materia pecante», el humor excedente, responsable de la aparición de los síntomas de una enfermedad. El humor pecante debía ser expulsado por medio de la purga o de la sangría. Hasta tal punto prescribían los médicos galenistas a sus enfermos esta técnica que acabaron por granjearse la crítica de quienes veían en el abuso de la sangría el argumento fundamental para poner en tela de juicio todo el sistema galénico.

La medicina galénica produjo en la Península, a partir del Renacimiento, un sinfín de textos a través de los cuales los médicos aspiraban a regir la vida entera de sus pacientes tanto cuando estaban sanos como cuando estaban enfermos, pretendiendo convertir la medicina en un modo de vida. La literatura médica se convierte así, como demuestra Pardo, en un territorio privilegiado para la lectura plural de los textos. Conecta mundos intelectuales con saberes y prácticas aparentemente diversos (de la filosofía a la cirugía, de la fisiología a la reflexión sobre el alma, sobre la materia y sus accidentes). Además, este tipo de literatura médica tenía una explícita voluntad de llegar a un público más amplio que el meramente médico, en particular pacientes reales o potenciales. Al mismo tiempo, la amplia difusión de los textos galénicos y sus conceptos de purga y de sangría explica, creo, una suerte de metáfora de las prácticas sociales vinculadas al concepto de limpieza de sangre y parecen traducirse casi literalmente en una sociedad empeñada en purgarse a sí misma de una supuesta «materia pecante». Se nos hace evidente la aplicación de la idea medicinal a la salud del cuerpo social.

Por su parte, los novatores fueron un grupo de eruditos y médicos que, a finales del siglo XVII , en Valencia, comenzaron a reunirse en tertulias y a publicar estudios donde se hacían eco de las novedades de la revolución científica, defendiendo los nuevos saberes físicos y experimentales y denunciando el atraso de los planes de estudio de los colegios y universidades españolas, que daban la espalda a toda innovación. Pues bien, Zapata sale a la palestra, en la primera fase de su carrera, como acendrado defensor de la tradición, es decir, del lado del galenismo, y en una segunda fase, tras seis años de silencio publicista y polemista, en defensa de la renovación: su postura debe entenderse, nos explica Pardo, en relación con sus dificultades para su ubicación profesional y para adquirir las acreditaciones necesarias para su examen ante el Protomedicato, el tribunal encargado de autorizar y controlar el ejercicio de las profesiones sanitarias. Este examen, que le abriría las puertas para ejercer libre e independiente de la medicina, era el único camino con que contaba para progresar social y económicamente.

Y es que, para entender qué era ser médico en aquella sociedad, necesitamos conocer las posibilidades de estabilidad o ascenso social que ofrecía tal oficio, las disyuntivas que había que afrentar a la hora de definir estrategias de carreras profesionales, los modos de obtener ingresos y las formas de relacionarse con los demás, ya fueran clientes o médicos competidores. Los médicos debían mantener su lugar en espacios que tenían que compartir con clérigos y juristas, en especial las aulas universitarias y los hospitales. Con ellos tenían también que disputarse el patronazgo de los poderosos. Todos esos factores son explorados ampliamente en este libro, que examina cada faceta, cada conexión, cada posibilidad, desde las amistades a las lecturas de su biblioteca o los libros pedidos en préstamo, desde los contertulios a los rivales. Lo más difícil, sobre todo cuando está intentando restituirse y comprenderse una individualidad tan compleja como la de Zapata y algunos de sus colegas, es percibir, descontando la «estrategia» (que tiene una connotación tan negativa) de adquisición de protagonismo social y cultural, la convicción, el cambio de opinión sincero, la influencia de los amigos.

Se trata, en fin, de un libro de muy recomendable lectura. Se percibe que es fruto de muy largos años de trabajo y de reflexión plasmada en una voluntad de distancia objetivista que trasluce al tiempo una cierta emotividad moral; está escrito con un grado de compromiso intelectual que lo hace sumamente atractivo. A mí me parece un libro espléndido.Tras la lectura de sus densas 456 páginas se decanta como una de las principales preocupaciones del autor (o quizá lo leo así porque en ella se refleja la mía) la cuestión del peso de la estrategia, de la planificación de las acciones necesarias para conseguir autoridad y legitimidad intelectual a los ojos de los pares y de los receptores, sobre la producción de la ciencia, tan a menudo sujeta a intereses particulares o de grupo; los modos por los cuales se construye o se destruye una reputación intelectual o científica y una idea nueva es ignorada o aceptada; el uso, en fin, de la ciencia como soporte que legitime posturas ideológicas que nada tienen que ver con ella, o para favorecer a determinados grupos en pugna por el ejercicio del poder. Es por ello, quizá, me parece a mí, por lo que Pardo ha prescindido de buena parte de las convenciones formales que se usan en la escritura de la historia: no sólo de la introducción, como ya dije, sino de las notas de referencia, a pie de página o al final de capítulo. Quedan sustituidas por uno conclusivo llamado «Para discutir: fuentes, notas y bibliografía» en el que explica que las notas al pie de página han ido excediendo los fines para los cuales aparecieron (los de referenciar lo que se afirma y proporcionar las fuentes en que uno se basa) para adquirir fines espurios, incluidos los de cumplir con compromisos personales e institucionales. Probablemente el lector no profesional se alegrará de esta falta de notas que a menudo sobrecargan un texto e intimidan al lector no especialista.Yo las he echado de menos.

 

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