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Asaltar los suelos

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Poesía eres tú, podría espetarse al Pablo Iglesias, que –cuestiones de atribución aparte– concluyó su intervención durante la asamblea general de Podemos proclamando que «¡el cielo no se toma por consenso, se toma por asalto!». Naturalmente, hasta cierto punto, cualquier eslógan partidista es pura poesía: la síntesis lírica, publicitaria, de su prosa programática. Dado que ni los mítines electorales ni las entrevistas televisivas están concebidas para dar cuenta de los detalles de una futura legislación, tiene plena lógica que la oferta electoral de cada partido se exprese en un puñado de frases: se movilizan emociones, no raciocinios. ¡Toda seducción es un populismo! Sin embargo, la frase de Iglesias, nuestro mesías tropicalista, nos pone en la pista de un conflicto más profundo y en absoluto limitado a su naciente partido, aun cuando éste parezca reflejarlo inmejorablemente. Se trata del conflicto entre la razón poética y la razón administrativa.

No se alude aquí tanto a la legítima expresión del descontento social, que puede estar más o menos justificado según las circunstancias, sino a una forma particular del mismo: la que deriva de la ideología romántica como reacción contra el progresivo desencantamiento del mundo. Dicho de otra manera, la protesta de una conciencia individual cercada por la colectivización administrativa. Sus portavoces suelen ser sujetos inclinados, por carácter u oficio, a la libre exploración espiritual, pero el atractivo de su discurso –reforzado por las lógicas publicitarias de nuestro tiempo– lo hace extremadamente poroso. Y ello hasta el punto de que seguramente constituye la narrativa oficiosa de todo el arte moderno.

Recordemos aquel pasaje de El idiota en el que Lebedev lanza una filípica contra los ferrocarriles, por aquel entonces en plena expansión, y acaba por elevar su argumento al entero espíritu del siglo, «científico y práctico», al que acusa de envenenar «los manantiales de la vida», maldiciéndolo sin contemplacionesFiódor Dostoievski, El idiota, trad. de Juan López-Morillas, Madrid, Alianza, 1996, p. 531.. O el desenlace de Vampyr, la prodigiosa película de terror que Carl Theodor Dreyer filmara en 1932, donde el médico del pueblo, cómplice del vampiro que mantiene a localidad sometida y símbolo del aspecto mágico del mundo, muere ahogado por la harina que un molino arroja –mecánica, sistemáticamente– sobre el silo en que ha quedado atrapado. Fiat lux!

A menudo, pues, este contraste trágico entre la conciencia romántica –en cualquiera de sus formas– y la racionalización de la vida social se manifiesta mediante una mezcla de ejemplo y discurso: una vida que se aparta de la corriente general y una crítica de las instituciones vigentes. Ahí está la definición de escuela de Leopoldo María Panero: «Una institución penal destinada a hacernos olvidar la infancia». Es una brillantez algo superficial: porque la infancia no dura siempre y de alguna forma hay que procurar la socialización de los recién llegados. Pero acaso no sea exactamente superficialidad, sino una protesta que renuncia a pensar en la viabilidad de las alternativas que habría de ofrecer a lo existente; una pura negatividad. Pensemos en las formidables diatribas de Thomas Bernhard, en el gozoso anarquismo de Chicho Sánchez Ferlosio, en la súbita desaparición de Arthur Rimbaud: individuos solitarios, aunque no necesariamente desgarrados, que se rebelan de distinta forma contra la uniformización democrática. O lo que ellos perciben como tal.

Ahora bien, no hace falta ser poeta para adoptar esa posición, por más que el poeta –el verdadero poeta– simbolice esa disyunción de la manera más pura. En realidad, la razón poética antimundana permea el discurso público y nadie está libre de su influencia. Se manifestará allí donde un sujeto eleve una crítica contra los medios racionales que –de manera siempre imperfecta, pero también razonablemente eficaz– sirven para la organización de la vida social. ¡No se monta una Seguridad Social a golpe de endecasílabo! Y obsérvese que esa conciencia crítica no tiene por qué ser original, ni ser tampoco, en puridad, conciencia: el atractivo de la enmienda romántica a la totalidad es tal que muchos de sus partidarios se han limitado a mimetizar sus tropos sin reflexionar demasiado al respecto: por contagio ambiental.

¿Quién no ha despotricado en alguna ocasión contra la burocracia, soñando con un procedimiento expedito, libre de las cargas y retrasos que comporta la organización administrativa de la existencia? ¿Cuántas veces no nos revolvemos contra la tiranía del PIB como medida de todas las cosas, cuando, como se repite con frecuencia, hay aspectos de la vida individual y colectiva que sus indicadores no miden? ¿Por qué no ocuparnos de promover la felicidad en lugar del crecimiento? Más aún, ¿quién no se queja amargamente, durante un viaje contratado bajo los auspicios del turismo de masas, del turismo de masas que ha hecho del viaje, entendido como aventura espiritual, algo imposible? ¿No nos parece intolerable ser tratados como ganado en los controles de seguridad, conducidos lentamente al arco detector de metales, siendo ocasionalmente obligados a quitarnos los zapatos o dar explicaciones a un agente fronterizo? ¡Nosotros!

Naturalmente, el espíritu aristocrático querría que se pusiera un jet privado al servicio de su curiosidad intelectual, o, cuando menos, que se le dispensara de la obligación de pasar el control de seguridad aeroportuaria. Más sorprendente sería que ese mismo viajero aceptase subir a un avión la totalidad de cuyos pasajeros hubieran sido igualmente eximidos de esa inspección. Igualmente, la crítica a la burocracia se compadece con nuestro deseo de disfrutar de los servicios públicos o cobrar puntualmente el subsidio al que podamos tener derecho, de manera parecida a como nuestro rechazo al PIB coexiste con la expectativa de encontrar los bienes básicos a precios razonables en el supermercado del barrio. La razón poética no hace concesiones, pero tampoco acepta preguntas.

La dificultad de traducir esta razón lírica a un programa coherente de cambio político viable resultaba patente en la entrevista con Russell Brand, célebre cómico británico que se desempeña últimamente como activista político, que publicara Financial Times hace unos días. Su debut ensayístico se titula Revolution, defensa de una sociedad «más inclusiva, más sexy» [sic], siendo el camino hacia ella algo parecido a esto:

¡Sugiero la completa desobediencia, el absoluto inconformismo, y también la organización total! ¡No te limites a dejar de pagar tus impuestos y tu hipoteca, encuentra a otros que hagan lo mismo!

Ante la objeción de la periodista de que esa presunta solución sólo serviría para crear el caos, Brand se revuelve:

En este planeta hay un cierto número de personas y hay un cierto número de recursos; tenemos que asegurarnos de que las personas consiguen los recursos. ¿Por qué no es así? La respuesta es esa ideología que usted apoya.

Por supuesto, no hay detalles acerca del día después; tampoco explicación alguna sobre las instituciones o normas necesarias para dar forma al orden social subsiguiente. ¡La razón poética no tiene paciencia para semejantes menudencias! Asaltar el cielo es más atractivo que arrojarse sobre el suelo. Pero es en el suelo donde se sientan las bases que permiten al anacoreta –auténtico o impostado– formular su ideal. Un ideal que en modo alguno podría universalizarse, a pesar de los llamamientos a tal fin: por definición, no todos podemos ser anacoretas.

Tomemos, por ejemplo, las grandes palabras: libertad, igualdad, democracia. Debajo de cada uno de esos conceptos –en sí mismos también eslóganes que se convierten en creencias– no hay una realidad objetiva que pueda traducirse en arreglos sociales y económicos automáticos. Para cualquiera que, por curiosidad personal u obligación profesional, se adentre en los debates especializados sobre su significado, se hace enseguida evidente que nada resulta más difícil que precisar qué son exactamente la libertad, la igualdad y la democracia; esto es, cómo podemos definirlos y qué medios cabría establecer para su siempre parcial realización. Es una tarea prosaica, no poética.

Sucede que todos nos sentimos tentados alguna vez por ese espacio tan cómodo: querríamos vivir en los salones dorados de las grandes palabras sin que la realidad venga a molestarnos. Pero, ¿cómo olvidar que alguien tiene que pagar las pensiones o levantar los hospitales? La crítica romántica siempre es agradecida: nadie da las gracias al oscuro escriba ministerial. Pero es éste quien guarda las espaldas a sus críticos. Circunstancia de la que no se deduce en absoluto que una organización social dada no pueda someterse a crítica ni deba ser aceptada tal como es. ¡Faltaría más! Simplemente, esa crítica no debe refugiarse en la abstracción lírica más de lo que sea necesario para llamar la atención; tiene que ofrecer una respuesta constructiva a los defectos que encuentra en aquélla. No basta –no debería bastar– con la mera queja.

Distinto es que esta protesta sea contemplada como una rama de la retórica y como una válvula de escape emocional sin mayores consecuencias políticas. ¡De alguna manera hay que canalizar la tendencia humana a desear aquello que no tiene y estar donde no está! En este caso, es indudable que la racionalización de la vida social puede disgustar fácilmente a los espíritus sensibles, porque habría privado presuntamente al mundo de una esfera de la experiencia –libérrima, mágica, irracional– que creemos añorar. Podríamos decir que estos espíritus habrán madurado cuando acepten la necesidad del aparato administrativo y se resignen ante sus incordios. Igual que hacemos los demás.

Bien mirado, sin embargo, el conflicto aquí subyacente es más amplio: es la brecha trágica que atraviesa la entera vida política, enfrentando al individuo y su comunidad, al yo contra el nosotros. ¿Por qué hemos de someternos a la autoridad ajena? ¿Por qué, si se predica constitucionalmente nuestra autonomía personal, tenemos que aceptar decisiones colectivas que atentan contra nuestras convicciones más íntimas? Y así sucesivamente. Se trata de una brecha trágica, porque es insalvable: no hay orden social que pueda evitarlo, aunque va de suyo que la cesura será mayor o menor según el tipo de régimen político existente. Curiosamente, no siempre el régimen más opresivo es el que produce mayor insatisfacción; dependerá de la capacidad de éste para reducir, con las técnicas de domesticación disponibles, las expectativas de sus súbditos.

Sea como fuere, la ironía de la razón poética estriba precisamente en que desprecia una razón administrativa que le permite existir. Russell Brand despotrica contra el capitalismo que lo ha hecho rico, Leopoldo María Panero contra las escuelas donde aprendemos a leerlo, Thomas Bernhard contra la burguesía vienesa que acude a sus estrenos teatrales. ¡Y así debe ser! Esa razón disidente es necesaria en la conversación pública y en los imaginarios privados: la existencia no cabe en un formulario administrativo. Es en su envés donde florece el romántico, como el intercambio informal es parte de la economía y el aburrimiento del amor. Digamos entonces que puede escribirse el opúsculo contra la burocracia, a condición de presentarlo debidamente en el Registro de la Propiedad Intelectual.

El problema sobreviene cuando la razón poética se hace programa político y conquista un territorio cuya soberanía no está preparada para ejercer. Y que no lo está resulta visible en el contraste entre la precisión de su aparato crítico y la vaguedad de sus propuestas alternativas. Puede apreciarse aquí la cautela táctica que Raymond Aron apreciase en Marx: «El espíritu revolucionario se nutre de la ignorancia del porvenir. Marx tuvo mucho cuidado en no describir, ni esbozar siquiera, la sociedad socialista»Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades, trad. de Ricardo Ciudad, Madrid, Alianza, 1969, p. 78.. Tal es la ventaja del futuro: todo cabe dentro.

Es preciso así un equilibrio difícil de guardar. Entre un lirismo romántico muy tentador, que agita las grandes palabras para movilizar ilusiones, pero de dudosa capacidad organizativa e imposible traducción colectiva en una sociedad, y una lógica administrativa tediosa, pero necesaria para la organización cabal de un orden complejo. Así que la razón poética no puede gobernar, aunque pueda servir ocasionalmente para hacerlo: porque no es su función. Más bien, se trata de una fe. Pero cuidado con la Iglesia que viene detrás.

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