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Sombras sobre las democracias

Ruling the void. The Hollowing-Out of Western Democracies

Peter Mair

Londres, Verso, 2013

160 pp. £14.99

Democracy in Retreat. The Revolt of the Middle Class and the Worlwide Decline of the Representative Government

Joshua Kurlantzick

New Haven y Londres, Yale University Press, 2013

304 pp. $30.00

The Confidence Trap. A History of Democracy in Crisis from World War I to the Present

David Runciman

Princeton, Princeton University Press, 2013

408 pp. $29.95

Political Order and Political Decay. From the Industrial Revolution to the Globalisation of Democracy

Francis Fukuyama

Londres, Profile Books, 2013

464 pp. £25.00

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Desde que existe algo parecido a las ciencias sociales, es decir, desde 1750, cuando en París y en Glasgow, dos hombres jóvenes, Jacques Turgot y Adam Smith –veintitrés años el primero, veintisiete el segundo–, enunciaron la teoría de los cuatro estadios por los que habría pasado la humanidad entera desde sus orígenes cazadores hasta su presente mercantil, pocos han sido los cultivadores de esos nuevos saberes que no hayan penado en busca de una ley que rija el desarrollo o evolución de las sociedades humanas. Siempre con la vista puesta en algún punto del horizonte en el que hombres y mujeres disfrutaran de una sociedad próspera, segura y bien gobernada, tanto la ley del progreso universal de la libertad de la tradición whig, como la ley de desarrollo de la historia humana que Engels atribuía a Marx, como la teoría de la modernización que hizo las delicias del funcional-estructuralismo a mediados del siglo XX, llevaban en sus entrañas el anuncio de un fin de la historia, nueva forma de la utopía que soñaron todos los filósofos, humanistas e ilustrados que precedieron a los científicos sociales en su preocupación por descubrir las leyes que rigen el devenir de la sociedad.

Francis Fukuyama, que ya enunció un fin de la historia cuando el Muro de Berlín se vino abajo, no renuncia a imaginar una sociedad en la que la prosperidad, la democracia, la seguridad, el buen gobierno y el bajo nivel de corrupción sean el patrimonio común de sus ciudadanos. Lo nuevo es su atrevimiento a ponerle un nombre: Dinamarca; el nombre de la última utopía es Dinamarca, entendida como sociedad imaginada. Getting to Denmark es la tarea que nos propone en su último y monumental volumen, Political Order and Political Decay, secuela y coronación de un anterior y largo viaje, desde la aparición del hombre hasta la Revolución Francesa, en busca de los orígenes del orden políticoFrancis Fukuyama, The Origins of Political Order. From Prehuman Times to the French Revolution, Londres, Profile Books, 2011.. Final de este viaje, «Dinamarca» –entre comillas– dispone de los tres conjuntos de instituciones políticas que definen a una democracia en perfecto equilibro: Estado competente, fuerte imperio de la ley y rendición democrática de cuentasNo es sorprendente que esta original propuesta haya sido destacada en varias reseñas o comentarios del libro de Fukuyama, como, por ejemplo, las de John Gray, «Destination Denmarck», y Luis Fernández-Galiano, «Dirección: Dinamarca».. Tal vez no sea una casualidad que Dinamarca, ahora sin comillas, alterne con Suecia, desde hace ya medio siglo, en los dos primeros puestos de la clasificación mundial de estados según ingresos fiscales como porcentaje del PIB: siempre por encima del 45% y, en ocasiones, pasando del 50%, un detalle que no parecen tener en cuenta nuestra pléyade de neoarbitristas cuando proponen a los españoles ser como los daneses, aunque sometiendo al Estado a una severa dieta de adelgazamiento. Fukuyama se guarda también de establecer una relación teórica entre este dato –del que deja, sin embargo, constancia gráfica– y todos los demás, como si Estado competente, imperio de la ley y rendición de cuentas no tuvieran nada que ver con el volumen de recaudación fiscal y de gasto público y, en definitiva, de tamaño del Estado.

Pero si el anuncio del fin de la historia, fruto del derrumbe del comunismo o único socialismo realmente existente, podía entenderse como prenda de un inexorable triunfo mundial de la democracia, el volumen que acaba de culminar ha dejado paso a una más serena contemplación de la larga marcha de la humanidad sobre la tierra, en la que no están excluidos períodos ni amenazas de declive o decadencia. El propósito que le anima, sin embargo, no ha cambiado: encontrar la clave que desentrañe el magno problema de por qué, habiendo llegado la humanidad a cierto fin de la historia, el triunfo de las democracias sobre cualquier otra forma de orden político no sólo no es aceptado por todos, sino que, para colmo, allí donde sí goza de legitimidad no siempre puede decirse que la sociedad sea próspera, accountable, segura, bien gobernada y con niveles aceptables de corrupción, y allí donde la democracia sólo es un marbete que oculta sistemas corruptos, sus dirigentes no parecen mostrar demasiado interés en emprender el viaje a Dinamarca. Más aún, allí donde nunca ha existido un orden político no democrático, como es el caso de Estados Unidos, resulta –y esto es lo más original del libro– que la democracia sufre cierto colapso institucional que anuncia, si no se pone remedio, una inevitable decadencia.

No todas las democracias son prósperas, seguras, están bien gobernadas o han podido vencer la corrupción

Ahora bien, al analizar el declive del orden político de Estados Unidos, Fukuyama no recurre a ese argumento circular que reduce la crisis de la democracia a lo que Runciman define como una trampa de confianza. En esta visión, atravesada por un ingenuo optimismo que los hechos han negado una y otra vez, tanto en los años veinte y treinta como en los noventa y en lo que llevamos de nuevo siglo, las crisis de las democracias son necesarias, inevitables, pero lo son por idénticas razones y en la misma medida en que es necesaria e inevitable su solución. Runciman no se cansa –aunque pueda fatigar algo a sus lectores– de reiterar una y otra vez que durante los últimos cien años de historia, en 1918 como en 2008, con paradas en 1933, 1947, 1962, 1974 y 1989, las democracias repiten una pauta que va desde el error, la confusión, el riesgo y la experimentación, hasta una indefectible recuperación. Es como si la trampa de confianza que impide percibir la inmediatez del desastre que se avecina, y reaccionar a tiempo, dispusiera en alguna esquina de una escalera para salir a la superficie una vez que el desastre ha inundado sus diversas estancias: en democracia, las crisis funcionarían al modo de un reloj despertador, que espabila a los adormecidos dirigentes y les empuja a poner remedio al desastre que no quisieron ver cuando lo tenían ya delante de los ojos. La confidence trap es, por tanto, una trampa con trampa, porque en realidad existe siempre una salida que, para colmo de venturas, refuerza a la misma democracia. Siempre, claro está, que se hayan superado los siete mil dólares de renta per cápita, única condición para salir de la crisis con idéntica seguridad que se cae en ella, lo cual devuelve otra vez a esos gobiernos la confianza que estará en el origen de la siguiente crisis, y así sucesivamente: la democracia es el único orden político conocido que convierte la victoria en derrota con la misma facilidad con que convierte la derrota en victoria. Y esa sería la razón por la que la historia de la democracia, a la vez que acumulativa, es cíclica. Su triunfo es la razón de su fracaso y su fracaso es la razón de su siguiente triunfo. Y así la historia, termina Runciman, goes on.

Que la historia sigue es, a estas alturas, un axioma que ni siquiera Francis Fukuyama se atrevería a poner en duda y del que ya había dejado algunas muestras en sus artículos del Journal of Democracy, en los que ha ido adelantando algunas de las principales tesis que constituyen el entramado de su último libro y que podrían resumirse en una afirmación que el recientemente fallecido Juan José Linz expresó de manera sintética cuando en 1996, con motivo de la recepción del premio Johan Skytte de Ciencia Política, dijo: «Sin Estado no hay democracia», a la vez que llamaba la atención sobre el olvido de lo importante que es la existencia de un Estado razonablemente moderno como precondición para el funcionamiento de las instituciones democráticasJuan José Linz, «La democracia hoy: una agenda para estudiosos de la democracia» [1996], en Juan José Linz, Obras escogidas, vol. 4. Democracias: quiebras, transiciones y retos, José Ramón Montero y Thomas Jeffrey Miley (eds.), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, pp. 557-574.. «No state, no democracy», resumió poco después el mismo Linz con Alfred Stepan, en lo que podría entenderse como eco y a la vez rectificación de la celebérrima síntesis que Barrington Moore ofreció de uno de sus principales hallazgos sobre los orígenes sociales de la democracia al sentenciar: «No bourgeois, no democracy»Juan José Linz y Alfred Stepan, «Toward Consolidated Democracies», The Journal of Democracy, vol. 7, núm. 2 (abril de 1996), p. 14. Barrington Moore, Social Origins of Dictatorship and Democracy. Lord and Peasant in the Making of the Modern World, Boston, Beacon Press, 1966, p. 418. Este pasaje se ha citado muchas veces como «No bourgeoisie, no democracy», aunque Moore escribe como queda citado.. Al situar el Estado donde Moore colocaba al burgués, es claro que Linz, solo o con Stepan, se refería a las precondiciones políticas de la democracia, entre las que ambos señalaban que todos los actores políticos, especialmente el gobierno, estuvieran eficazmente sometidos al imperio de la ley y que existiera una burocracia de Estado además de un suficiente desarrollo de la sociedad civil y de una sociedad económica institucionalizada, de tal manera que si los gobiernos elegidos libremente infringieran la Constitución, violaran los derechos de los individuos y la minorías, invadieran las funciones legítimas del legislativo y no gobernaran dentro de los límites de un Estado de derecho, sus regímenes no podrían llamarse democracias.

Francis FukuyamaFukuyama, que no cita este claro antecedente de sus principales tesis, limita los prerrequisitos de la democracia a tres instituciones del orden político: Estado cum burocracia, imperio de la ley y rendición de cuentas, aunque luego aparecerá en escena la expansión de la clase media y de grupos de intereses económicos. De momento, en la lenta construcción del moderno Estado democrático, el punto de no retorno se produce, según Fukuyama, cuando el orden político construido sobre redes familiares y clientelares, o sobre relaciones de parentesco y amistad, es sustituido por el Estado, el imperio de la ley y la autonomía de la Administración. Pero la impersonalidad del poder y la neutralidad de la Administración no son todavía la democracia, que consiste en un permanente rendimiento de cuentas ante los ciudadanos y la institución por ellos elegida, el Parlamento, y en un control y equilibrio de poderes que limiten o anulen la política propia del Antiguo Régimen. Y aquí, de nuevo, el claro antecedente es Linz, cuando afirmaba en la misma lección de Upsala que «la democracia no será posible sin que los gobiernos sean responsables», tercera institución que Fukuyama considera como constitutiva del Estado democrático. En culminar esa evolución hacia el Estado, la ley y la rendición de cuentas es en lo que consistiría todo el desarrollo político, impulsado en definitiva, según Fukuyama, por una cada vez más amplia clase media que, en la medida en que aumenta su riqueza y contribuye con sus impuestos, exige el sometimiento del Estado al imperio de la ley como único medio para proteger la seguridad de su propiedad y garantizar su participación en la política. El pago de impuestos, acompañado de la exigencia de representación, se presenta, pues, como la nueva ley de progreso o desarrollo político que conduce a esa imaginada Dinamarca, culminación de una larga marcha en la que unos determinados actores se sienten impulsados por el incremento de sus rentas a reclamar su participación en el juego político y no ser tratados como súbditos de un poder despótico.

Esta visión de la democracia como destino o puerto de llegada de un largo viaje se vio reforzada a mediados de los años setenta del pasado siglo por el desencadenamiento de lo que Huntington denominó la tercera ola, iniciada en 1974 en Portugal. Entre ese año y 1995, el número de Estados que podían clasificarse como democracias, según los cómputos de Freedom House, se triplicó con creces, pasando de 36 a 117, un éxito sin precedentes que extendió la convicción de que la democracia había superado todos los obstáculos y triunfado sobre todos sus enemigos y se había convertido en destino de toda la humanidad, a pesar de que ya entonces no faltó quien llamara la atención sobre el hecho de que, de esos 117 Estados, tan solo 76 merecían ser definidos como democracias políticas efectivasLarry Diamond, «Is the Third Wave Over?», Journal of Democracy, vol. 7, núm. 3 (julio de 1996), pp. 20-37, afirma que el número de democracias en 1996 se sitúa entre 76 y 117, «dependiendo de cómo se cuente»., constatación que no tardará en introducir en el análisis la evidencia de que un buen número de Estados que decían ser democracias porque en ellos se celebraban elecciones, en realidad no lo eran, o lo eran únicamente de manera defectuosa. La euforia, pues, duró poco: en el primer año del nuevo milenio, el número de democracias alcanzó su máximo, 121, para caer de nuevo en 2003 hasta las 117 de ocho años antes. En su informe anual de 2011, Freedom House afirmaba que el número de países calificados como democracias electorales había bajado a 115, lejos de las 123 de 2005 y que, además, regímenes autoritarios como los de China, Egipto, Irán, Rusia y Venezuela, seguían adoptando medidas represivas con escasa resistencia por parte del mundo democrático. La era de las transiciones había terminado y todo indicaba que había comenzado la era de las dificultades en los procesos de consolidación.

Las dificultades se referían a las democracias recién instauradas, en muchas de las cuales fue perceptible desde los primeros momentos que, aunque mantuvieran las elecciones libres y aceptablemente limpias, sus dirigentes estaban bien lejos de cuidarse de la protección de los derechos individuales y no brillaban especialmente en lo que al respeto del imperio de la ley se refiere. Fareed Zakaria, un reconocido elitista, según Larry Diamond, habló en 1997 del auge de las «democracias iliberales», o meramente electorales, que combinaban elecciones libres con restricciones de derechos y libertades y ausencia de una estructura constitucional que pusiera límites al gobierno y garantizara la supremacía del poder judicialLarry Diamond, «The Illusion of Liberal Autocracy», Journal of Democracy, vol. 14, núm. 4 (octubre de 2003), pp. 167-171.; Estados fallidos en los que las elecciones no servían como remedio a la carencia de una burocracia eficiente ni introducían la exigencia de rendimiento de cuentas. El clima de euforia que acompañó a la tercera ola mientras crecía de volumen se mutó en una perspectiva más sombría sobre el destino final de aquellas democracias implantadas desde arriba cuando ni el Estado, ni el imperio de la ley ni la rendición de cuentas estaban desarrolladas. Si a esto se añade que la ola vino a morir en la playa de las 115 democracias electorales contabilizadas en 2010, lo ocurrido desde entonces, con las diferentes derivas hacia el autoritarismo y la compatibilidad entre un espectacular desarrollo económico y el incremento de una clase media con un sistema de partido único, anunciaba para las democracias un futuro menos universal y más problemático de lo que se había divisado desde la cresta de la ola.

Y así, como acaba de observar el codirector de Journal of Democracy en el número de enero de 2015, dedicado a celebrar el 25º aniversario de su aparición, lo que en 1990 se saludó como un resurgir de la democracia de alcance mundial, y cinco años después se reconocía como un avance enorme en su legitimidad universal, de modo que al entrar en el nuevo milenio ya podía anunciarse el definitivo triunfo de Tocqueville sobre Marx –«Ahora todos somos tocquevilleanos», decíanMarc F. Plattner y Larry Diamond, «Introduction», Journal of Democracy, vol. 11, núm. 1 (enero de 2000), pp. 5-10, que terminaba diciendo «with little exageration: We are all Tocquevilleans now».–, en 2005 comenzó a percibirse bajo otra luz, debido a las dificultades para construir un sistema democrático en Irak y al retroceso de Rusia hacia formas de autoritarismo. Los tonos más sombríos de 2005 se convirtieron cinco años después en el reconocimiento de una evidente erosión de la libertad, hasta desembocar en la inquietante pregunta de 2015 sobre el declive de la democraciaMarc F. Plattner, «Is Democracy in Decline?», Journal of Democracy, vol. 26, núm. 1 (enero de 2015), pp. 5-10.. ¿Qué ha ocurrido para que la euforia provocada por el triunfo de la democracia –en singular– hace veinticinco años se haya convertido en la incertidumbre sobre el futuro de las democracias –en plural– que preocupa a nuestro presente?

Los analistas son menos optimistas que hace veinte años. Varios sistemas democráticos están derivando hacia el autoritarismo

Entre las respuestas a esta pregunta, y dejando aparte todo –que no es poco– lo relacionado con el célebre trilema o paradoja de la economía global de Dani RodrikEn The Globalization Paradox. Democracy and the Future of the World, Nueva York, Norton, 2011, Dani Rodrik desarrolló su «teorema de imposibilidad» para la economía global, publicado en su weblog el 27 de junio de 2007, que dice: «La democracia, la soberanía nacional y la integración económica global son mutuamente incompatibles: podemos combinar dos cualesquiera de las tres, pero nunca las tres simultáneamente y por completo»., una de las primeras se refería al cambio sustancial experimentado en la posición de los partidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta el fin de siglo, un cambio definido en 1994 por Peter Mair como desplazamiento de su ubicación desde la sociedad al Estado, de manera que habrían acabado por identificarse más como actores estatales que como se definían en sus orígenes, actores socialesPeter Mair, «Party Organizations. From Civil Society to the State», en Richard S. Katz y Peter Mair (eds.), How Parties Organize. Change and Adaptation in Party Organizations in Western Democracies, Londres, Sage, 1994, pp. 1-22.. Este cambio de la sociedad al Estado, con la consiguiente pérdida de identificación de los electores y la erosión del sentido de pertenencia de los ciudadanos a un partido específico, habría dado lugar a una transformación del partido atrapatodo –sucesor a su vez del partido de masa– en partido cártel, caracterizado por la interpenetración del partido con el Estado y, lo que no es menos importante para el resultado final, la creciente tendencia a la colusión interpartidos, de tal manera que la competición entre ellos dejó de referirse a opciones políticas básicas para limitarse a la «provisión de espectáculo, imagen y teatro». Con la aparición de este nuevo tipo de partido, sin fuerte arraigo social, sin militantes, sin un electorado fiel, la capacidad para resolver problemas sociales se despolitizó y el tradicional mundo de la democracia de partidos –como escribe el mismo Peter Mair en su póstumo Ruling the Void–, un mundo en el que los ciudadanos interactuaban con sus líderes políticos y mantenían hacia ellos un sentimiento de adhesión, sufrió un proceso de vaciamiento que fomentó, como reacción, el retorno de las protestas antipartido protagonizadas por la extrema derecha. Más remotos, y menos legitimados, los partidos gobiernan sobre un gran vacío, que llenan las protestas de los movimientos populistas.

Una segunda respuesta mira hacia la clase social que supuestamente ha ejercido como impulsora de la democracia. Ha de entenderse por ésta no exactamente la burguesía en la que pensaba Moore, sino la clase media interpretada al modo de Huntington y Lipset, es decir, la clase crecida al socaire del desarrollo económico y la modernización social, encargada, por tanto, junto con los sectores más organizados de la clase obrera, de dar el final push en el inevitable camino a la democracia. Capitalismo, modernidad, clase media, democracia: tales eran los elementos que componían el gran relato teleológico. Pero a finales del siglo pasado y en lo que va de este, esas clases medias que antes se levantaban por la democracia, comenzaron a rebelarse contra ella. De Venezuela a Bolivia, a Kenia, a Tailandia o a Taiwán, escribe Joshua Kurlantzick, líderes procedentes de la clase media en rebeldía se han convertido en «autócratas elegidos», al estilo de Putin en Rusia, dominando a unas democracias no lo bastante fuertes como para limitar el poder del líder que desprecia el compromiso, la negociación y la tolerancia de la oposición, mientras las encuestas de opinión revelan que, en la misma Rusia, tan solo el 16% de la población considera que es «muy importante» que su nación sea gobernada democráticamente. Cumplen estos nuevos autócratas una exigencia de la democracia, puesto que son líderes elegidos, pero desprecian el liberalismo constitucional, y no sienten especial interés por el imperio de la ley, las libertades y los derechos individuales. Por no hablar de China, que ha unido en el mismo paquete capitalismo como sistema económico, comunismo como forma autoritaria de Estado-partido, y nacionalismo como seña de identidad, presentándose en la escena mundial como un modelo de desarrollo capaz de superar los fracasos del capitalismo liberal. El Consenso de Pekín sustituyendo al Consenso de Washington, como decía a International Herald Tribune un profesor de la Universidad de Qinghua, Cui Zhiyuan, a comienzos de 2010, según recuerda Kurlantzick en su muy documentada y universal enmienda a la totalidad de la tesis de la modernización: nada indica que en las clases medias emergentes en las naciones que han experimentado un más rápido y elevado crecimiento económico en las últimas décadas anide algún impulso sobre el que construir un orden democrático; sencillamente, no se han propuesto ir a Dinamarca, a no ser como turistas, ni sienten mayor interés en limitar la corrupción. Más bien ocurre lo contrario, con el evidente resultado de que, en esos Estados, la democracia liberal está en franca retirada, aunque se mantengan los rituales de la democracia electiva, cada vez menos apreciados por un creciente sector de la población.

Putin, 6 de junio de 2014. De espaldas, Angela Merkel

En fin, una tercera respuesta se centra en el análisis del funcionamiento institucional de la más antigua y consolidada democracia del mundo, que es la de Estados Unidos, donde lo que habría ocurrido en las últimas décadas no es un déficit de democracia, sino todo lo contrario: demasiada democracia en su dimensión madisoniana, esto es, no en lo que la democracia tiene de imperio de la ley y rendimiento de cuentas, sino en lo que tiene de checks and balances, de controles y contrapesos. La multiplicación de actores políticos en forma de tribunales, comités del Congreso, crecimiento desorbitado de lobbies, comisiones independientes, autoridades regulatorias y todo tipo de asociaciones de defensa de intereses específicos o de identidades diversas, ha tejido una trama de poderes capaz de vetar cualquier medida tomada por los poderes del Estado, sea el ejecutivo o el legislativo. La democracia estadounidense se habría convertido así, como argumenta Fukuyama en la cuarta y última parte de su libro, la más original, en una vetocracia, nuevo concepto que ha conocido una rápida fortuna en la explicación del bloqueo o parálisis que sufre el gobierno estadounidense, resultado de una expansión ilimitada de controles y contrapesos en relación con la fortaleza del Estado. Se habría producido así una inversión en la capacidad de la democracia para acabar en (perdón por el vocablo) la repatrimonialización de los bienes públicos, que ya no estarían en manos de grupos de afinidad o de parentesco, como en los tiempos predemocráticos, sino en la de grandes intereses capaces de paralizar la acción del Estado por su poder de veto, razón última de la decadencia política de Estados Unidos.

En una conferencia sobre el futuro de la democracia que impartió en noviembre de 1983, en el Palacio de las Cortes de Madrid, invitado por Gregorio Peces-Barba, presidente del Congreso de los Diputados, Norberto Bobbio dijo que si le preguntaran «si la democracia tiene un porvenir y cual sea éste, en el supuesto caso de que lo tenga, les respondo tranquilamente que no lo sé»Norberto Bobbio, El futuro de la democracia, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 7.. Han pasado muchos años desde aquella conferencia, la tranquilidad con que se miraba entonces el futuro se ha esfumado y los acentos que predominan en el mundo académico suenan más bien sombríos, si no lúgubres: la democracia vaciada o en el vacío, la democracia en retirada, la democracia en declive, son algunas de las voces que han irrumpido en el debate político sobre el futuro de lo que hace veinticinco años se celebraba como democracia triunfante. La multiplicación de las democracias viene a ser, por tanto, como la otra cara del declive de la democracia: muchas son, pero su calidad palidece. El debate es rico en derivaciones y recovecos, en énfasis y matices, pero una cosa es clara: la democracia ha dejado de ser, como se tendía a dar por supuesto cuando agonizaba el siglo XX, el fin de la historia o la última de todas las utopías posibles, más que nada porque, al decir hoy en día «democracia», no se sabe muy bien de qué se trata, como no sea que previamente se aclare de qué democracia estamos hablando. Y ese será el tema de debate que nos seguirá ocupando en los próximos años hasta que… bueno, hasta que algún día lleguemos todos a Dinamarca para quedarnos en ella.

Santos Juliá es historiador. Sus últimos libros son Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX (Barcelona, RBA, 2010), Elogio de Historia en tiempo de Memoria (Madrid, Marcial Pons, 2011), Camarada Javier Pradera (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012) y Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas, 1896-2013 (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014). 

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Worldwide March Against Government Corruption hits London

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