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Señores del aire

Los señores del aire: Telépolis y el tercer entorno

JAVIER ECHEVERRÍA

Destino, Barcelona, 492 págs,

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Javier Echeverría que acaba de obtener con este libro el Premio Nacional de Ensayo, ha vuelto a visitar el conjunto de cuestiones con que se enfrentó en Telépolis (1994) y en Cosmopolitas domésticos (1995), dos libros recientes en los que nuestro autor abordaba las transformaciones psicológicas y sociales de la sociedad contemporánea al socaire del desarrollo de cambios como los que supone la nueva economía, el desarrollo espectacular de las telecomunicaciones, la globalización y el amplio etcétera habitual. En realidad, como reconoce Echeverría, el libro que ahora comentamos es consecuencia del debate que han suscitado sus obras anteriores en un buen número de conferencias ante públicos muy diversos. Se trata, pese a todo ello, de un libro nuevo, con voluntad decidida de convertirse en obra de referencia sobre tales cuestiones, antes que de una nueva obra ensayística más o menos inspirada. El sistematismo del trabajo queda resaltado como un objetivo claro por el autor desde las primeras páginas, pues se trata de introducir orden y claridad en una materia en la que abundan las opciones y los ismos, en la que ha ejercido cierta influencia la ciberliteratura más o menos libertaria y en la que, en fin, han abundado ciertas salidas de tono y las afirmaciones un poco desmelenadas. El autor no renuncia, sin embargo, a innovar, a precisar más sus puntos de vista introduciendo nuevos términos (señores del aire, neofeudalismo) y lo hace con la intención de convertir la noción de tercer entorno en el concepto clave de su exposición. A esta cuestión se dedica la primera parte en la que, partiendo de inspiraciones orteguianas, se nos ofrece una verdadera categorización (que culmina en la tabla de la página 145) de las propiedades respectivas de los tres entornos que Echeverría distingue (E1 o entorno natural, E2 o entorno urbano, E3 o tercer entorno, aunque se alude a un entorno que se elude, el entorno 0, sólo en cierto modo similar a lo que Popper caracterizó como tercer mundo). La tesis de fondo, que se apoya en Ortega, es que el hombre no puede reducirse a concepciones naturalistas sino que es, por principio, creador de entornos artificiales o tecnológicos que responden, más que a nada, a su invención y a sus deseos y que no sólo se superponen a lo natural sino a capas enteras de artificio. El tercer entorno, tal como es concebido por Echeverría, tiene un carácter fundamentalmente representacional porque en él no estamos de cuerpo presente, sino de telecuerpo, dado que en él se ha abolido de algún modo la espacialidad, lo que lo configura como un ámbito en el que lo decisivo son las propiedades topológicas antes que las métricas y en el que cierta forma de inmaterialidad (energética, electrónica e informacional) logra un estatuto de presencia efectiva. La noción de E3 se trata, sobre todo, de un modo descriptivo y con bastante sobriedad (lejos de las hipérboles de un Virilio, por ejemplo), pero con notable realismo, sin perder nunca de vista las circunstancias concretas de poder y de mercado en las que se han desarrollado las bases de este nuevo mundo. En la tercera parte, por el contrario, la intención del autor cobra un aire más filosófico e incluso utópico al pretender una humanización y una democratización que al propio Echeverría le parecen de fracaso muy probable.

A lo largo de casi quinientas páginas Echeverría desarrolla con minuciosidad sus argumentos principales y trufa su reflexión con algunas afirmaciones más incidentales pero que afectan siempre, de uno u otro modo, a cuestiones centrales en el ámbito de problemas que atañen a la emergencia de las novedades de este mundo, de manera que el libro puede tomarse como una especie de Summa en la que sólo algunas cuestiones más metafísicas que sociológicas quedan fuera del cuadro. Una de las tesis centrales del texto es que el tercer entorno que se constituye con la emergencia de un nuevo marco espacio temporal para las interrelaciones sociales y humanas puede configurarse, y tiende a hacerlo, como una ciudad. Partiendo de esa suposición se iluminan ciertas características del nuevo universo, pero se oscurecen otras. Echeverría, llevado por el peso de su metáfora inicial, tal vez olvida que algunas de las condiciones esenciales de una polis no sólo no se dan en su Telépolis sino que, realmente no pueden darse y, aún más, no se ve del todo claro para qué habrían de darse. El pensamiento de Echeverría es aquí tributario, en cierto modo, de las primeras utopías libertarias que acompañaron el florecimiento de las nuevas tecnologías en el mundo más o menos hippy de hace treinta años. Siguiendo a Beck, afirma que estamos ante un tipo de novedades que tienden a configurar una serie de espacios trasnacionales lo que apunta a una sociedad civil de nuevo tipo en la que los estados nacionales tienen dificultades para definir su papel. Esta tesis sería más improbable para un norteamericano que para un europeo y es, seguramente, más sugestiva para un español periférico que para un inglés. De todos modos, como el propio Echeverría reconoce, es más profética que otra cosa y tiende a sonar a música celestial en momentos en que uno de los grandes señores feudales a los que se refiere el autor anda en serias dificultades por las manías de la justicia norteamericana. En cualquier caso, se trata de una manera sugestiva y fértil de enjuiciar una serie de cambios que sería completamente inútil ocultar. Echeverría peca de cualquier cosa menos de iluso y toma buena nota de los distintos juegos de poder que se sustancian en estos nuevos escenarios. Su caracterización de los señores del aire como señores feudales es muy sugestiva (como lo es también la comparación entre los gobiernos y el obispado medieval) y tiende a suscitar la simpatía de todos los que pagamos cara (al menos cada dos meses) nuestra afición a los parajes del tercer entorno. Sin embargo, algunas de las propiedades en que se apoya esa caracterización no son ninguna novedad del nuevo entorno: la indefensión de los telesiervos es la misma que la de los usuarios de cualquier servicio en el segundo entorno cuando suscribimos un contrato de adhesión a un suministrador de servicios lo suficientemente poderoso como para hacernos sentir lo poco que somos para protestar. Por otro lado, Echeverría apenas menciona el mercado enormemente competitivo en el que se mueven estos señores feudales, tal vez porque no ha querido prestar atención a las batallas que se libran entre los distintos casinos financieros y mediáticos de este mundo. Por fortuna los siervos aún somos clientes y, como muy atinadamente apunta Echeverría, no sólo consumimos sino que producimos: sólo un señor feudal enloquecido querría prescindir de nuestra atenta colaboración a sus negocios.

La caracterización diferencial del tercer entorno es la parte más sólida de este trabajo y creo que Echeverría (que advierte repetidamente de que se trata de rasgos diferenciales pero no exclusivos) acierta en subrayar sus cuatro primeras notas (distalidad frente a proximalidad, reticularidad frente a recintualidad, información frente a materialidad y representación frente a presencia inmediata) como las más decisivas y, en particular, al definir y utilizar con éxito la noción de reticularidad y todas sus consecuencias, lo que constituye una de las aportaciones mejor trabajadas de esta obra. Por el contrario creo que hay que discrepar de su caracterización del lenguaje de las máquinas como un metalenguaje (aunque esta noción se usa también de modo casi metafórico), en la medida en que las razones que se dan convertirían en metalenguaje a cualquiera de los lenguajes (suficientemente precisos) de que pudiéramos disponer. Las reticencias de Echeverría con Negroponte se sitúan en el mismo horizonte: como si se tratase de negar capacidad explicativa al concepto de digitalización o de restar relevancia al aspecto epistémico de estas cuestiones para enfatizar su carácter sociológico y político. En esa misma línea, Echeverría desestima como pretenciosa (en lo que no le falta razón) la etiqueta de sociedad del conocimiento aunque reconozca en otro momento que, en el tercer entorno, no sudan las frentes sino las neuronas.

Echeverría afirma que «la cuestión política más importante que está en juego en la década final del siglo es la estructura, la regulación y el destino de las redes telemáticas globales […] vida política, económica, científica cultural y laboral de las próximas décadas dependerá mucho más de Telépolis que de los Estados-Naciones». La preocupación moral y cívica que manifiesta nuestro autor se nutre muy adecuadamente con consideraciones como las de este libro, tan alejado de las tonterías pretenciosas como lleno de buen sentido. Los señores del aire se sitúa, pues, en las antípodas del tipo de alucinaciones tecnológicas que ignoran profusamente los aspectos militares, económicos y financieros de los desarrollos tecnológicos y comunicacionales y cuyo único mérito indisputable es el de crear confusión en su arbitrario ajuste de cuentas con la modernidad según los peculiares fantasmas de cada cual. Para Echeverría, por el contrario, la modernidad está en crisis, pero en crisis de crecimiento y para contribuir a que este desarrollo no se vea acompañado por equívocos tan necios como evitables, este libro proporciona una buena batería de iluminaciones.

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