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Posmodernismo: El revés de la trama

Impostures Intellectuelles

ALAN SOKAL, JEAN BRICMONT

Editions Odile Jacob, París, 1997

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En el otoño de 1994 se produjo un episodio que los posmodernos tienen motivos para calificar de trágico, y los que no son posmodernos, de cómico. Sokal, profesor de Física Teórica en la Universidad de Nueva York, sometió a la consideración del consejo editorial de Social Text un escrito con el siguiente epígrafe: «Transgrediendo fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica». En el artículo, Sokal no omitía uno sólo de los lugares comunes que de un tiempo a esta parte gobiernan el discurso posmoderno americano. Rechazaba como un mito y un resabio de la Ilustración la idea de que existe un mundo externo que es misión de la ciencia ir comprendiendo cada vez mejor; sostenía que la realidad física es un artificio de la propia ciencia, y abogaba por una física «liberadora» que no se dejara intimidar por un respeto pazguato hacia los hechos objetivos. Todo ello salpimentado con citas a granel de científicos y filósofos, y rematado por una gigantesca bibliografía de doscientos y pico títulos. El equipo editorial de Social Text, una revista de muchas campanillas en los mentideros posmodernos, recibió el artículo con entusiasmo y lo publicó a bombo y platillo. Poco después, en la revista Lingua Franca, Sokal levantó el velo y descubrió el pastel. El artículo era una broma; una insensata, fabulosa, sucesión de disparates. Les voy a citar uno, ni más ni menos grave que los restantes. En la nota 105, se dice literalmente lo que sigue: «Del mismo modo que las feministas liberales suelen limitarse en sus reivindicaciones a reclamar la igualdad social y legal para las mujeres, así como el derecho a decidir libremente sobre el aborto, los matemáticos liberales (¡incluso, a veces, socialistas!) se contentan no pocas veces con operar en el marco hegemónico Zermelo-Fraenkel (el cual reflejando los orígenes también liberales del XIX , incorpora ya el axioma de igualdad), al que se añade solamente el axioma de elección. Pero este marco es notoriamente insuficiente para una matemática liberadora, como lo ha demostrado hace ya tiempo Cohen (1960)».

El axioma de igualdad dice simplemente que dos conjuntos son iguales si tienen los mismos elementos. Establecer una conexión entre este axioma y la vocación igualitarista del liberalismo decimonónico no es más razonable que sugerir que sólo una sociedad interiormente quebrada utiliza en sus cálculos aritméticos los quebrados. Pero es aún más gracioso el calembour a propósito del axioma de elección. El axioma de elección fue introducido en la teoría de conjuntos por Zermelo, y sirve a ciertos propósitos de índole técnica: nos garantiza que, dada una colección de conjuntos no vacíos, se puede formar un nuevo conjunto «eligiendo», de cada uno de los conjuntos de partida, exactamente un elemento. Luego, Cohen demostró que el axioma de elección es «independiente», esto es, que ni él ni su negación pueden ser deducidos de los axiomas restantes de la teoría de conjuntos. ¿Cómo relaciona Sokal el axioma de elección con el debate feminista en torno al aborto? Acudiendo a un equívoco verbal. A los abortistas, en América, suele denominárseles «pro-choice», o sea, «pro-elección». Según esta tesis, Zermelo habría anticipado las reivindicaciones del feminismo proabortista. Pero con timidez aún, con un deje conservador. Tocaría a Cohen la gloria de haber puesto el cascabel al gato «liberando» el axioma de autos. Es decir, dejando sentado que no depende lógicamente de los demás axiomas. El dislate, la atroz tontería, salta a la vista para quien quiera que sepa un mínimo de matemáticas. Y me detengo aquí. Si les fuera desgranando por lo fino el rosario de patochadas que Sokal soltó de propósito en su artículo, necesitaría más páginas, muchas más, de las que contiene esta revista.

El que sí decidió que sería una pena pecar de demasiado lacónico, fue Sokal. En el trance de preparar su documento jocoso y asesino, había pasado revista a los autores más influyentes en el pensamiento posmoderno, por lo común franceses: Derrida, Deleuze, Lacan, Kristeva, Baudrillard, etc. Y como el cúmulo de necedades detectadas se perdía en el horizonte (es una excepción Derrida, del que sólo se recoge una salida de pata de banco), y además seguía aún caliente la polémica provocada por su apócrifo, reunió las espigas sueltas en una gavilla y publicó el volumen que encabeza la presente reseña: Impostures Intellectuelles, una especie de sottisier o hilarante florilegio de imbecilidades dichas por los ilustres.

El libro, en cuyo apéndice aparece el artículo de Social Text, ha sido pensado para el público francés y está escrito por tanto en la lengua de Racine. Como coautor figura Jean Bricmont, profesor de Física Teórica en la Universidad de Lovaina. La reacción del público en Francia ha sido más bien risueña, quitando, claro, a las víctimas de la sátira. La Kristeva, una de las dianas más flechadas (junto a Lacan y Luce Irigaray), ha replicado, rápida como una avispa, que el libro constituye un ataque a Francia. Personalmente, ignoro si Sokal abriga intenciones hostiles respecto del país vecino, pero he de decir que me he reído mucho leyendo su obra. No me resisto a citarles una de las páginas dedicadas a Irigaray, en la que se analiza la célebre ecuación de Einstein: e = mxc 2 (c es la velocidad de la luz, e la energía y m la masa). Escribe Irigaray: «¿Es sexuada la ecuación e = mxc 2 ? No lo descartemos. Pongamos que sí, en la medida en que privilegia la velocidad de la luz respecto a otras velocidades que nos son vitalmente necesarias. Lo que se me antoja una señal del carácter sexuado de la ecuación, no es su utilización por la industria de armamento, sino que se haya privilegiado exactamente lo que camina más aprisa»En la teoría de la relatividad, la velocidad de la luz no puede ser superada por ninguna otra velocidad. . Sokal señala, brevemente, que la ecuación ha sido verificada experimentalmente, cosa que no habría sido posible si en vez de «privilegiarse» a c en la ecuación… se hubiese apostado por una velocidad «más lenta».

¿Qué pedagogía se desprende de todo lo que antecede? Pese a lo que pueda parecer, el mensaje contenido en Impostures Intellectuelles guarda una relación tenue con el que nos envía el artículo de Social Text. Lo que se deduce de Impostures Intellectuelles, es que la filosofía francesa más de moda en los setenta y ochenta estaba plagada de charlatanes. O haciendo una pequeña extrapolación, que la filosofía contemporánea, la filosofía contemporánea continental, está atravesando una crisis de identidad considerable. Pero el artículo de Social Text refleja algo bastante más tenebroso, y a su modo más interesante. Veamos por qué.

EL SÍNDROME POSMODERNO

El posmodernismo no es sólo una moda filosófica de acuñación francesa y gran séquito en la universidad norteamericana. A la vez, y quizá sobre todo, refleja un humor o actitud social que ha prendido en los Estados Unidos como en ningún otro lugar del planeta. Pero esto es sorprendente: es sorprendente que sea en Norteamérica, y precisamente en Norteamérica, donde ha alcanzado masa crítica una doctrina oscura y a trechos ininteligible. Ningún adivinador racional del futuro habría podido prever que las disquisiciones de Derrida en De la Grammatologie o en Marges de la Philosophie, o los textos más sibilinos de Foucault, fueran a ser citados, esgrimidos y utilizados dialécticamente por masas de profesores, alumnos y activistas en universidades donde el graduado medio no sabe distinguir con claridad entre Landrú y Descartes. El fenómeno se presta a ser estudiado desde dos teorías que sin estar encontradas entre sí se sitúan en tradiciones, y apelan a procedimientos analíticos por completo distintos. El primer modelo es sociológico, o si se prefiere, sociológico-filosófico. El segundo nos remite directamente a la historia de las ideas y es más potente, o al menos más intrigante, que el anterior. De acuerdo con la perspectiva sociológica, el auge en los Estados Unidos de una serie de tesis abracadabrantes –a saber, que el «mundo exterior» es fruto de nuestras estrategias interpretativas; que no hay ni puede haber una ciencia aséptica ni un discurso racional; que detrás de un argumento cualquiera se encuentra siempre emboscada la voluntad de poder de quien lo esgrime– obedece a un puro factor de oportunidad. No se debe a un súbito fervor por Derrida o Foucault, sino al hecho de que la filosofía de estos últimos da cobertura y legitima una tentación presente en ciertos sectores de la sociedad americana: la de cortocircuitar la política. ¿En qué consiste cortocircuitar la política?

En tomar atajos cuyo efecto final es un socavamiento de la buena convivencia política. La política, en su acepción normal, implica una negociación entre dos o más partes, y por tanto el reconocimiento, así en el terreno de los intereses como de los argumentos, de un marco común a esas partes. Pero las feministas no liberales, los líderes más exaltados de las minorías étnicas, los gays militantes o los diversos portavoces del mosaico multicultural norteamericano se han mostrado proclives, a partir de finales de los setenta, a desdeñar, o impugnar, la noción misma de un marco común. Han estimado que lo que se les proponía como un marco común constituía una expresión implícita de los valores dominantes en el pasado y de los intereses de las mayorías vinculadas a posiciones de privilegio en el pasado, y en consonancia con esta idea, han acudido a una visión adversativa de la política. La cuestión, para ellos, no es ponerse a hablar en el interior de un sistema de creencias compartidas sino de contraponer, a los valores de la mayoría, los valores del grupo al que respectivamente pertenecen.

Es importante darse cuenta de que esta situación no guarda paralelo alguno con las luchas pretéritas de los socialistas por superar el capitalismo. Los socialistas creían en la Razón. Los socialistas marxistas, en una Razón que no estaba instalada institucionalmente ni podía estarlo hasta que se hubiese consumado la derrota del capitalismo, pero que, aún así, era eso, la Razón, algo absoluto y universal. Los multiculturalistas americanos y afines, no creen sin embargo en la Razón. Más bien, creen en la afirmación voluntarista de su propia identidad, en su identidad como una cosa dura y necesitada de expansión que sólo acertará a crecer y llegar a sazón mientras no sea sofocada por otras identidades hostiles, máxime la representada por el establishment o como quieran ustedes llamarlo. De ahí que hayan recibido con gran alborozo la tesis foucaultiana de que todo artefacto humano –la democracia, la ciencia, la religión– encubre una voluntad de poder. El poder que la sociedad dominante quiere ejercer a costa de la minoría. Las gender-feminists, por ejemplo, no reclaman, al revés que las feministas liberales, igualdad de derechos ante la ley. La ley «burguesa» y «decimonónica» cuya dispensación igualitaria perseguían las feministas de hace dos generaciones ha sido creada según ellas por el hombre, por el otro, y no podrá entonces hacer justicia a las mujeres. Las gender-feminists reclaman una ley distinta, o, dado que el concepto de ley lleva en su fundamento la idea de una aplicación universal, reclaman otra cosa, que sería más propio denominar una interpretación o apropiación del mundo en clave femenina. Una ciencia femenina, una historia femenina, una lógica femenina. El logocentrismo, o sea, la sujeción disciplinada de la argumentación racional a las leyes de la lógica recibida, constituye para estas feministas la enésima versión del falocentrismo, un término puesto en circulación por Derrida. Y existen de hecho mujeres que han negado, por falocentristas, reglas básicas de la lógica de enunciados, como el modus ponens.

Naturalmente, estas alegrías tienen un precio. Uno de los precios, es el abandono de la comunicación racional, o simplemente, de la comunicación. Si, volviendo al ejemplo anterior, rechazamos el modus ponens, dejaremos de ser personas con las que se pueda desarrollar un diálogo sometido al requisito mínimo de la predicibilidad: aunque nos hayamos comprometido a asumir B en el caso de que antes se cumpla A, estaremos siempre en situación de no asumir B pese a que se haya verificado A. Y si rompemos cualquier otro principio básico de la lógica, verbigracia, aceptamos el modus ponens pero decidimos no inmutarnos por una contradicción de más o de menos, terminaremos aterrizando igualmente en el caos de la impredecibilidad. Conforme consta a cualquier principiante en lógica, daremos por bueno y simultáneamente por malo todo enunciado posible. Estaremos en la entropía lógica absoluta, en una especie de libertad cuya indefinición misma nos abre a todas las posibilidades, incluidas las que mutuamente se excluyen.

De ello da buena prueba un episodio fantástico que Sokal relata en su libro. Entre la tesis científica de que los indios americanos proceden de Asia, y la tesis nativista de que emergieron a la superficie desde un agujero situado en el interior de la tierra, existe una contradicción evidente. Esto es, una tesis no puede ser verdadera sin que la otra sea falsa. Pues bien, Roger Anyon, un arqueólogo inglés que ha realizado trabajos sobre el pueblo zuni, ha encontrado una vía intermedia. Ha afirmado textualmente: «La ciencia es una manera, una entre muchas, de conocer el mundo… La visión de los zuni es tan válida como la que la arqueología nos propone sobre el pasado prehistórico».

Otra víctima ilustre de la manera posmoderna de acercarse a las cosas, ha sido la realidad objetiva, o para ser más precisos, la realidad como algo que existe con independencia del observador. ¿Por qué? Porque la realidad objetiva, lo mismo que la lógica, constriñe al sujeto, y al constreñirlo, lo condiciona. Lo aprieta desde afuera, impidiendo que se infle y ponga turgente como una vela a la que hiere el viento. No es casual, en este sentido, que el filósofo menos «posmoderno» de la historia sea Aristóteles, el primero de los lógicos y también el primero de los realistas. Aristóteles, en efecto, no sólo sistematizó la lógica, sino que fue extraordinariamente proclive a concebir al hombre bajo el prisma de lo natural: el hombre es para él una especie, como la salamandra o el buey, y en consecuencia se halla inscrito dentro de un contorno que no le es dado transgredir sin vulnerar su humanidad. Y por supuesto, existían para Aristóteles los géneros sexuales. Vertió sobre ellos una serie de opiniones que el tiempo ha reducido a extravagancias, y exageró el carácter distinto –e inferior– de la mujer. Pero lo último no lo coloca fuera de la cosmovisión científica moderna, de la cosmovisión científica moderna en su acepción genérica. De hecho, la biología contemporánea cree en la índole finita, no abierta a cualquier posibilidad, del ser humano. Lo hace en la medida en que estima que la composición genética de un individuo o la prehistoria evolutiva de la especie son decisivas a la hora de explicarse la constitución integral de uno u otra, y por tanto la esfera, por fuerza limitada, de lo que podemos ser o hacer. Tal es el motivo por el que los posmodernos se avienen mal con la ciencia biológica, a la que tildan de «determinista» y rehén de una «mítica» verdad objetiva. Luego, adquirida ya velocidad de crucero, abjuran también del resto de las ciencias en su dimensión más convencional o «decimonónica».

Es precisamente esta nueva forma de oscurantismo, lo que más ha inquietado a Sokal. Sokal es un científico natural, y no podía admitir que se entrecomillase la ciencia en nombre del relativismo cognitivo radical con el que se habían pintarrajeado la cara los voceros del posmodernismo. De modo que él mismo se fingió relativista, y por esa brecha se coló en el corazoncito acelerado de los editores de Social Text. En su artículo, ya lo he dicho, Sokal puso especial esmero en afirmar que la física actual, la seria, reconoce que la realidad objetiva es una construcción humana y que su praxis se encuentra, y además es bueno que así sea, tan comprometida por los intereses políticos como Kishin Shinoyama, Dos desnudos de espalda, 1968. cualquier otra rama de la actividad humana. Pulverizó el mundo exterior, y lo redujo a una mera conveniencia de nuestras urgencias vitales. La facilidad con que su documento mentiroso atravesó la aduana de Social Text vino a demostrar de paso lo que es quizá más definitivo dentro de este episodio: que el relativismo cognitivo, en su desalada versión posmoderna, tiene efectos perversos, no sólo en lo intelectual sino también en lo moral.

¿Por qué? Porque el relativista cognitivo incurre a la vez en dos vicios en apariencia opuestos: la ligereza y la vehemencia. Es vehemente por cuanto se niega a someter sus propias creencias a cualquier crítica «exterior», y por tanto procedente de cuadrantes o puntos de vista que sean extraños o postizos a «su manera» de entender las cosas. Y es ligero porque está siempre en disposición de cambiar de parecer: ante la ausencia de arbitrajes reconocidos, podrá pensar tranquilamente una cosa hoy, y otra mañana. Los editores de la revista confirmaron esto punto por punto. No sólo demostraron ser ineptos científica e intelectualmente, sino que dejaron al descubierto su mala fe. Aceptaron un artículo que no habían comprendido ni podían comprender por la sola razón de que, allí donde no era directamente ininteligible, confirmaba sus prejuicios. Sokal ganó la espalda a sus enemigos y los puso en evidencia por reducción al absurdo.

Hasta aquí, les he expuesto la relación entre el posmodernismo y determinadas formas de disidencia. He permanecido silencioso, sin embargo, sobre las causas de esa disidencia. No he intentado explicar por qué los disidentes se han lanzado por el camino del irracionalismo abierto. Y es que lo último… no es fácil de entender. La negación de una realidad exterior resulta máximamente comprensible cuando los tiempos son tan duros, tan ingratos e intratables, que es mejor negar las cosas que mirarlas de cara. Pero ni las mujeres, ni los negros, ni los homosexuales, ni los huéspedes menudos de los demás losanges del mosaico americano atraviesan tiempos de inclemencia extrema. Antes al contrario, se encuentran en una situación incomparablemente mejor que cualquier otra del pasado. Las mujeres han progresado rápidamente en las profesiones y el nivel de renta, los negros otro tanto, y los homosexuales pueden manifestarse en público sin dar con sus huesos en la cárcel o ser muertos a palos por los bien pensantes. ¿Entonces? Los sociólogos han acudido a distintas hipótesis, sólo convincentes a medias. Nos han recordado, pongo por caso, que las ideas van a la zaga de la realidad, y que al igual que en esas películas donde, por estar desacordados el sonido y la imagen, la protagonista dice «te odio» no al dar la bofetada sino en el beso subsiguiente a la bofetada, se ha producido una explosión verbal antisistema justo después de que el sistema hubiera integrado de facto a muchos de los que estaban fuera de él. Según esta teoría, los disidentes se habrían equivocado de década, o acaso de siglo.

También se ha dicho que el éxito genera expectativas irrazonables, y las expectativas irrazonables, decepción. Los negros, por ejemplo, dieron un salto de gigante entre los sesenta y finales de los setenta. Pero los ochenta han sido años de relativo estancamiento. De ahí una sensación de fracaso que, examinado el asunto en bloque, no halla refrendo alguno en los hechos. Todas estas observaciones son, a su modo, razonables. Como no pasan, sin embargo, de razonables, o si prefieren, de probables, merece la pena volver provisionalmente a cero y examinar el asunto con ojos nuevos. Ello nos traslada al segundo de los modelos. Lo bautizaré sobre la marcha: «modelo analítico número dos».

NIETZSCHE SE HACE DEMÓCRATA

El modelo analítico número dos proviene, ya lo anticipé, de la historia de las ideas y no de la sociología. Consiste en explorar el origen remoto de las ideas posmodernas y sacar a continuación las conclusiones pertinentes. El modelo número dos no es incompatible con el sociológico: más bien lo generaliza y reformula desde dentro, sugiriendo, al hilo de una genealogía filosófica, un itinerario paralelo de naturaleza moral y psicológica. La genealogía filosófica está muy documentada y no ofrece dificultad alguna: nos remite a Nietzsche. Casi todas las consignas que he incluido en el cuaderno de bitácora posmoderno –el relativismo cognitivo, la impugnación de la realidad como un artificio metafísico y la resistencia que aquélla opone a la libre expansión del hombre– constituyen de hecho temas nietzschianos. Los filósofos posmodernos han rizado y escarolado y amanerado el mensaje de Nietzsche, pero no han añadido nada revolucionariamente nuevo. Nietzsche nos previene, famosamente, contra «el ascetismo» de la moral y de la ciencia; y en la misma línea nos invita, también famosamente, a rehusar «lo fáctico», el factum brutum, y disponer alegremente de la realidad como de una materia no menos plástica y dócil al apetito o los instintos del hombre emancipado que una obra de arte o una sinfonía. Hasta ahora, o mejor dicho, de momento, Nietzsche. A continuación el modelo número dos añade una constatación tal vez sorprendente: la de que la persona, según es concebida por los posmodernos, recuerda irresistiblemente a Dios. No al Dios domesticado, al Dios socialdemócrata y biedermeier que ahora nos propone una Iglesia vacilante e insegura de sí misma; o al Dios de los deístas, o al Dios constreñido por el principio de razón suficiente de Leibniz, sino al Dios pletórico de la tradición agustiniana, la que inspiró a Lutero y Calvino y los jansenistas. Ese Dios no se halla sujeto a la moral ni al Bien; como dice Calvino, y antes había escrito Duns Scoto, Dios no quiere lo bueno sino que algo es bueno porque Dios lo quiere. Se trata, pues, de un Dios-sin-ley: no se guía por leyes sino que las determina en el trance mismo de desear esto o lo de más allá. Es incognoscible e impredecible, y sólo está limitado, si acaso, por el principio de contradicción. El hombre posmoderno es, pues, Dios. No Cristo, que es Dios humanado, sino Dios Padre.

¿Cómo se relaciona la deificación del hombre por los posmodernos con la raíz nietzschiana de su pensamiento? El nexo es de nuevo transparente desde una perspectiva histórico-filosófica: el hombre posmoderno es primo hermano del superhombre, el Übermensch nietzschiano, el cual surge, precisamente, como un sustituto de Dios. El superhombre nietzschiano es el reverso, la otra cara, de la muerte de Dios. Nietzsche mata a Dios en nombre del hombre, pero no para instalarse en la posición aséptica del agnóstico sino para colocar al hombre en el lugar vacante que ha dejado Dios. El vacío que deja Dios al irse provoca una succión gigantesca y simultáneamente levanta al hombre de su condición subordinada. El hombre arma su tenderete donde antes estaba Dios. O más nietzschianamente, mata a Dios con el fin de deificarse él a continuación.

Grotescamente, el hombre emancipado de Nietzsche hereda los atributos formidables de Dios. La tergiversación inaudita, el cambiazo, metafísicamente escandaloso, exige, desde el punto de vista psicológico, una mera inversión. Un toque, un golpe de mano. La posibilidad estaba ya prevista en Lutero, conforme recuerda Blumenberg en Die Legimität der Neuzeit. En una de sus tesis de 1517, dirigida contra Duns Scoto y Gabriel Biel, escribe Lutero: «En virtud de su naturaleza, el hombre no puede desear que Dios sea Dios; al contrario, la esencia de su volición sólo puede consistir en ser Dios él mismo y no permitir que Dios sea Dios». No es preciso ser creyente para encontrar sentido a estas cosas. En la medida que el hombre ha imaginado a Dios, es forzoso que la teología, esto es, la sistematización de Dios, recoja y asuma propiedades psicológicamente profundas del hombre. La rebelión contra Dios, su muerte y la asunción de su cetro se prestan a obvias interpretaciones en clave freudiana. O mejor, a interpretaciones en una clave freudiana revisada. Freud asoció a la religión con el superego: la voz de Dios es la voz de la ley moral, es la voz implacable del Padre. Pero esta interpretación es en esencia kantiana, y en definitiva posteológica. El Dios del cristianismo teocéntrico se ajusta a comportamientos que lo aproximan infinitamente más al id, al núcleo de nuestra personalidad que está regido por el principio del placer y que desconoce y declara no vigente la realidad. La deificación del hombre en el sentido de Nietzsche supondría, pues, la derogación del ego, disciplinado por el principio de la realidad, y la entronización del id. En Nietzsche, el proceso reviste vuelos y solemnidades wagnerianas. En nuestro caso, el marco resulta más prosaico: es la sociedad democrática, presidida por el doctor Spock y sus amigos, la que, al deificar al hombre en un contexto secularizado, ha hinchado al id hasta darle la hechura y el volumen de un zepelín. O en otras palabras: el id, clandestino antes, ha salido a la superficie y adquirido rango oficial. Se pasea en berlina por mitad de la calle, saludando orondo a izquierda y derecha. Fin del argumento y fin del modelo número dos.

Una consecuencia inmediata del modelo, es que el síndrome posmoderno queda elevado a algo más que una patología disidente. Si lo que argumenta el modelo es cierto, el posmodernismo, hijo sorpresa de la democracia y de la secularización, constituiría la expresión, el remate florido y extremoso y a veces pintoresco, de un estado de ánimo indagable, en proporciones diversas, a todo lo largo y lo ancho del cuerpo social. Tal es, en mi opinión, el caso, y tal se comprueba al desviar mirada de las militancias posmodernas en sentido estricto y examinar el paisaje que se abre a su alrededor. Les voy a poner tres ejemplos –respectivamente extraídos de la cultura, la ideología de la clase «dominante» y la política «normal»– de una disposición general del espíritu, un talante o un humor que, si no posmodernos, sí están comunicados con las mismas capas freáticas en que bebe el posmodernismo.

El primer ejemplo se refiere al arte. Reparen no más en el ascenso, meteórico desde los sesenta, de la figura de Marcel Duchamp y en el éxito arrollador de sus múltiples o readymades. El readymade –un botellero, una taza de urinario, una rueda de bicicleta– es un objeto de uso diario que ha sido elevado a la condición de obra de arte por el solo expediente de decidir, o decretar, que se trata, en efecto, de una obra de arte. El artista señala una cosa cualquiera, y este gesto se convierte, instantáneamente, en un acto creador. ¿Cómo es esto posible, o mejor, en qué contexto cultural es esto posible? Operan aquí dos factores. Primero, un factor libertario: la recusación del oficio –la disciplina– en el arte. Segundo, un factor democrático: la idea de que la expresión plástica es accesible a cualquier ciudadano. Ambos factores entran en alianza y dan ocasión al inusitado panorama actual. En nombre del libertarismo, se desecha el oficio y se suprime la diferencia entre «buen» y «mal» arte. En nombre de la democracia, se aprovecha esta abolición para declarar que la expresión artística está al alcance del vecino del quinto. El resultado es una suerte de gran celebración pentecostal en la que cada hombre, invadido por la acción indomable del Espíritu, inaugura el mundo y la verdad con la facilidad sobrenatural de un demiurgo. Donald Judd, el artista minimal, ha condensado la situación en un lema admirablemente breve: «If someone calls it art, it's art» («Si alguien lo llama arte, es que es arte»). Apollinaire había profetizado que Duchamp reconciliaría el arte con la gente. Cabe preguntarse hasta qué punto había previsto el camino sorprendente por el que iba a verificarse esta reconciliación.

El segundo ejemplo nos pone en contacto con la ideología liberal. El liberalismo no es un charco: es un océano. En su dimensión institucional, está vinculado a aquellas técnicas constitucionales –división de poderes, libertad de prensa, etc.– cuyo fin es poner límites a la autoridad del soberano. En su vertiente moral, descansa sobre el concepto de autonomía individual: el individuo es la única realidad socialmente sustantiva, y esa realidad quedará trunca o sin fructificar mientras el individuo no sea autónomo. Ser un liberal genuino exige, por tanto, que se valore máximamente la autonomía individual. Ahora bien ¿cuándo, o en base a qué, es autónomo un individuo? Nadie ignora que a esta pregunta se han dado contestaciones extravagantemente dispares. Una de ellas, cuyo origen se remonta a Hobbes, ha cobrado especial momento durante las últimas dos décadas. Tiene el encanto de la simplicidad y reza así: ser autónomo significa no estar impedido de hacer lo que uno quiere hacer. El único tope admisible a nuestra autonomía son las deseconomías externas que para los demás puedan derivarse de nuestra conducta. Y aquí paz y después gloria.

Esta toma de posición es la que caracteriza al anarquismo libertario. Buchanan, en las espléndidas páginas introductorias a The Limits of Liberty, hace a propósito del anarquismo libertario una observación crucial. Luego de hablar un rato sobre los resultados que se desprenderían de una interacción social no sujeta a ningún tipo de regla, se interroga: «¿Qué significan "buenos" y "malos" resultados aquí? La contestación es simple, aunque de importancia enorme. Es "bueno" lo que "tiende a emerger" de las decisiones libres de los agentes involucrados. Es imposible a un observador externo establecer criterios de "bondad" independientes del proceso (o sea, la libre elección: la apostilla es mía) a través del cual se han alcanzado dichos resultados».

En otras palabras: algo es bueno porque lo elegimos libremente. O si prefieren, es nuestra voluntad de hacer algo lo que provoca que ese algo sea bueno. Buchanan critica el modelo libertario por risueño o poco realista. Si a Buchanan le hubiera interesado la teología, se habría sentido intrigado por el paralelo entre el anarquismo libertario y la definición calvinista del bien que mencioné antes: es bueno lo que Dios quiere. En este caso, es bueno… lo que el hombre deificado quiere.

Echemos un vistazo, por último, a la «política normal». La concepción del Estado como un mero suministrador de servicios o un garante a secas de los derechos sociales, ofrece también concomitancias con algunos reflejos posmodernos. Con la noción, quiero decir, de que resultaría vejatorio o perversamente melancólico llamar la atención sobre el hecho de que la realidad exterior no es indeterminadamente dúctil y que una de las cosas que la definen es, precisamente, la naturaleza limitada de los recursos. La relación lógica entre todos estos contenciosos es, de acuerdo, muy complicada. La santificación del Estado redistribuidor integra más un alifafe de la izquierda que de la derecha, y así, a sobrehaz, se da de manos con el ethos «neoliberal»El término «neoliberal» es fundamentalmente abusivo: es la voz a la que acude la izquierda para impugnar el liberalismo in toto, confundiendo por lo común lo bueno con lo malo y lo blanco con lo negro. Yo lo utilizo aquí en una acepción más precisa: el «neoliberalismo» sería el anarquismo libertario, aunque no necesariamente como doctrina expresa, sino más bien como un sentimiento que de modo implícito, y no por fuerza coherente, se ha infiltrado en el modo de pensar de muchos liberales. El núcleo del «neoliberalismo» no es económico: es moral. Hayek, por ejemplo, no sería un neoliberal.. Pero existen por bajo parentescos o afinidades subterráneos sobre los que el modelo número dos tiene el mérito, a mi ver indiscutible, de arrojar alguna luz. Considérese, verbigracia, la glorificación neoliberal del hombre como un agente permanentemente movilizado en pos de las decisiones que le dicta su soberanísima voluntad: retrospectivamente, volvemos a encontrar la misma estampa antropológico-moral en el hombre emancipado de la sociedad comunista según la soñó Marx. O reparen, a la inversa, en la hostilidad ritual de muchos liberales a cualquier clase de aproximación malthusianista a los problemas ecológicos. La idea de que el ascenso material del hombre en la tierra, es decir, la expansión indefinida de sus potencias, no sea tal vez conciliable con su supervivencia a largo plazo, es rechazada de antemano con una vehemencia desconcertante. En ocasiones, los argumentos son convincentes. En otras, resulta difícil eludir la sospecha de que lo que en verdad se está rebatiendo es el recordatorio de que somos irremediablemente finitos, y por lo mismo, otra cosa que Dios. Radicalmente otra cosa, incluso, que una imagen de Dios.

Conviene no malinterpretar el modelo número dos, o erigirlo en lo que no pretende ser. Primero, su propósito no es normativo sino descriptivo. Aventura el origen de ciertos vórtices sociales; no toma pie de este diagnóstico para propugnar una solución concreta. Segundo, no aspira a fundar las bases de una teoría social comprehensiva. Una teoría social comprehensiva nos diría qué le ocurre a la sociedad en general, y probablemente, qué le ocurrirá mañana o pasado mañana. Pero la sociedad posmoderna es compleja, esto es, resulta ser, además de posmoderna, otras muchas cosas a la vez. Sobre la fuerza relativa de los componentes diversos de la sociedad, añejos unos y nuevos otros; sobre la capacidad de la sociedad para generar anticuerpos; sobre la índole funcional o no de fórmulas ya ensayadas, no se pronuncia el modelo número dos. El modelo número dos surge de la intriga que despierta un ornitorrinco: el posmodernismo. E intenta explicárselo como algo que es más que una moda o un sarampión. Nos hemos alejado harto de Sokal. O si bien se mira, no nos hemos alejado demasiado de él.

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