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Caja de resonancia

Ciento cuatro días

PEDRO PROVENCIO

Alzira, Valencia

Premio Gabriel Celaya Germanía

152 págs.

11,54 €

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Algunos fragmentos de Ciento cuatro días dan cuenta del diálogo mantenido con alguien, a quien –al modo de Juan de Mairena– se llama «mi maestro»; a él pertenece esta declaración: «No soporto escribir dos poemas seguidos en un mismo ritmo; enseguida me pongo en guardia, no me fío de mis palabras, han debido de ser embaucadas por otras para que me engañen, tengo que volver al principio». Así, la singularidad de la poesía no tendría carácter de excepción, sino de necesidad, pues toda poética se asentaría en el cambio permanente, en una autocrítica del lenguaje que permitiera al poeta mantener el pulso directo, sin mediaciones ni desgastes, de sus propias palabras.

Pero, a la vez, el lector de Pedro Provencio recuerda «Travesía», la última sección de Deslinde (1995), y aprecia un precedente de este nuevo libro en el modo de componer sus líneas de fuerza y sus formas plurales: el curso fragmentario y la articulación musical, lo aforístico, el mundo del sueño y la abstracción. Del mismo modo, en todas las publicaciones anteriores, desde el lejano Tres ciclos (1980) a Modelado en vacío (2001), se advierten ya diseminados muchos elementos que ahora reaparecen: el maestro (que entonces dirigía una banda de música y enseñaba a tocar un instrumento), la invitación o el deseo de mimetizarse, las presencias del volcán, la rambla o el gorrión, el funcionamiento de los poemas como diálogo entre voces. La singularidad, pues, ha de apoyarse en lo antes hecho, constituyéndose como autorreflexión, como lectura de una lógica propia de transformaciones. Es el mismo doble eje –lo nuevo y lo permanente– que articula las preguntas más reiteradas en Provencio.

Ciento cuatro días se acoge a la forma del diario y sus páginas se fechan entre el 7 de mayo y el 18 de agosto de 2000, especificándose también si las notas corresponden a la mañana, a la tarde o la noche. Esta concepción obliga a plantearse el lugar que un poema ocupa hoy dentro del marco del libro. Por un lado, están presentes el rigor y cuidado formal que siempre distinguen a Provencio: la dosificación de las armonías, una modulación de la sintaxis que permite forzarla sin sentir ruptura, el denso cuerpo lingüístico en que crece la abstracción, la temporalidad que impregna la mirada hasta hacerla indistinguible del análisis… Pero, por otro lado, el abanico de ritmos y voces, la heterogeneidad y el flujo simultáneos de los elementos, impiden el cierre y la fijeza, son «formas de ir / a decir», se configuran como tentativa: la escritura es sólo umbral de la escritura, intento detenido en el punto de acceso, y el conjunto de notas se descubre como estado real de todo libro de poemas.

El diario ofrece, así, una forma libre y móvil para acercarse al núcleo bimembre o escindido que se sugiere ya en la primera página: «En la parcialidad de cada día, / la luz del sol».

La figura del maestro articula este vínculo con la vida, de la que resultan inseparables sus ansiosas preguntas acerca de la escritura; podrían formularse con palabras de Juan de Mairena: «Las obras poéticas realmente bellas, decía mi maestro, rara vez tienen un solo autor. Dicho de otro modo: son obras que se hacen a solas, a través de los siglos y de los poetas, a veces a pesar de los poetas mismos, aunque siempre, naturalmente, en ellos». Así, el maestro que dibuja Provencio no cesa de encontrar poetas que escriben con sus propios versos –antes de que él los hubiera escrito–, de manera que al fin decide que, para acabar su texto, debe perseguir en los demás los versos suyos que le faltan. El sesgo borgiano de su obsesión le lleva a ver que incluso lo no escrito aún ya está siendo leído por otros, certificando un trastorno en las jerarquías de la realidad y en la flecha del tiempo: la concepción del poema como polifonía, como escucha que capta voces para traerlas a su seno, le abre a una dimensión temporal nueva. Algo similar era lo que intuía Bajtin con su idea de lenguaje dialógico: «Formándose en la atmósfera de lo que se ha dicho anteriormente, la palabra viene determinada, a su vez, por lo que todavía no se ha dicho, pero que viene ya forzado y previsto por la palabra de la respuesta».

De la insuficiencia de la idea común de tiempo, de la irrealidad de su famosa flecha, hablan también estos versos de Montale: «Hay quien vive en el tiempo que le toca / ignorando que el tiempo es reversible / como una cinta de máquina de escribir. / Quien cava en el pasado puede comprender / que entre pasado y futuro cabe apenas / un millonésimo de instante». Todos los libros de Provencio están atravesados por esta percepción de la reversibilidad del tiempo, de la falta de un orden fijo que regule los nexos entre la huella y el paso, entre la forma y el hecho. La falta de objetividad del acontecimiento y, por tanto, de las medidas que lo ubican encuentra ahora, en este espacio de diario que se niega como tal, su lugar más propicio de decantación.

El maestro recomienda: «Respira hondo con los ojos bien abiertos», y el doble gesto hacia dentro y afuera, fundir el aire propio con el aire y ser consciente de su química, tiene la virtud de transformar las nuevas coordenadas en práctica. Así, el instante se debe agarrar con firmeza para volverlo del revés –«sin contemplaciones, / como la piel que se le arranca al animal inmolado»; o la intensa luz del mediodía obliga al personaje a «pronunciar inversamente, hacia dentro de todas tus palabras, el oráculo que no te está permitido oír». Una fuerza exterior o un acto singular se vuelven del revés o se desarrollan hacia dentro, dando lugar a un conocimiento oscuro que existiría al margen de la voz. Esta herida individual de lo impersonal obtiene cuerpo en la metáfora de la caja de resonancia: «Entre un parche y otro de la caja se refugiaba un ser vivo de pura tensión que con cada nota vibraba y crecía hacia dentro de sí mismo».

La resonancia ya se mencionaba en «Travesía» (Deslinde), al invocar el movimiento rítmico de la Chacona de Bach que le proporcionaba motivo. También Bajtin le asignó esta cualidad a la palabra dialógica: «punto de concentración de las voces disonantes, entre las que también debe sonar la voz del escritor; esas voces crean para la suya propia un fondo indispensable, fuera del cual «no tiene resonancia»». El modo en que Provencio trabaja su metáfora la convierte en correspondencia del ámbito del diario y, a la vez, en clave de su pensamiento temporal.

Cuando el maestro aconsejaba: «Respira hondo con los ojos bien abiertos», añadía como frase sinónima: «aprende a tocar cualquier instrumento». El adolescente que protagoniza algunos episodios elige tocar la caja de resonancia. En las descripciones de ésta, se reconocen los rasgos de lo dialógico o de la reversibilidad temporal: «En la caja resonaban los otros instrumentos, los comentarios de quienes escuchaban desde las aceras, las melopeas devotas, los cohetes», «cada golpe de baqueta en el parche debidamente tensado contenía todas las combinaciones posibles de notas en cualquier timbre conocido o imaginable». Lo dicho y lo por decir, pues. La caja de resonancia es el instrumento del escritor de diarios; no sirve a la producción de sonidos, sino a la percepción potenciada de los que constituyen el mundo.

Hay en ella, así, un ejercicio de atención que, perseverando, conquista un tiempo que antes no existía: «la resonancia se desencadena / sin origen, sin orientación». En el alargarse infinito de las notas, de las palabras oídas, se dilata el sentido: el pensamiento es sólo atención que se vuelve perceptible en la piel tensa de la palabra poética. No sólo se trata de hacer que algo dure, sino de una potencialidad de penetración temporal que permite pensar lo nuevo como posible. John Cage ha escrito sobre la percusión páginas que concuerdan con la caja de Provencio, y también ha visto en ese lugar «una vía para cambiar nuestras ideas, y aspectos del tiempo que todavía no han sido puestos en práctica». Quizá por aquí iba la idea del maestro cuando recomendaba: «si estás atento y te empeñas, puede ser que alguna mañana el mundo vuelva a comenzar».

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Ficha técnica

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Cartas al director


Originales y copias

En su Dictionnaire de la musique (1767), Jean-Jacques Rousseau ofrecía la siguiente definición de chanson:

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