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La voluntad de ignorar

PASADO IMPERFECTO: LOS INTELECTUALES FRANCESES, 1944-1956

Tony Judt

Taurus, Madrid

Trad. de Miguel Martínez-Lage

434 pp.

22 €

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El libro recién traducido de Tony Judt es una historia intelectual extremadamente bien escrita de ciertos intelectuales franceses durante los comienzos de la Guerra Fría y sus actitudes hacia el comunismo. Las ediciones originales en inglés y francés aparecieron en 1992. Judt escribió el libro al final de una época, que comenzó a mediados de los años setenta, en la que la crítica del totalitarismo (esto es, el comunismo y el nazismo) había pasado a ser especialmente popular en Francia. Somete el filocomunismo de los intelectuales franceses más destacados –principalmente Jean-Paul Sartre, Emmanuel Mounier y Maurice Merleau-Ponty– a una crítica despiadada y, en ocasiones, divertida.

Judt defiende convincentemente que las posiciones y actitudes de estos intelectuales estuvieron determinadas en gran medida no por las duras realidades del comunismo en Europa oriental, sino por sus propias preocupaciones francesas bastante provincianas. La derrota de 1940, la mayor en la historia francesa, no se vio como una consecuencia de errores cometidos por parte de gobiernos tanto de izquierda como de derecha sino a la luz, en cambio, de la «guerra civil» entre las dos facciones, que empezó durante el gobierno de Frente Popular de 1936. La manifiesta falta de valor de tantos escritores –Judt menciona a Paul Eluard, Elsa Triolet, Louis Aragon, Emmanuel Mounier y, por supuesto, a Simone de Beauvoir y al propio Sartre– durante la ocupación alemana hizo que se mostraran decididos a no cometer de nuevo el mismo error. Resolvieron castigar a quienes de entre ellos presentaban un historial inequívoco de colaboración. Aprobaron, por tanto, la ejecución del crítico de extrema derecha Robert Brasillach, que había escrito en septiembre de 1942, dos meses después de la bien conocida redada de trece mil judíos en París: «Debemos alejarnos de los judíos en bloque, y no preservar siquiera a los pequeños» (p. 82). La juiciosa y sensible valoración que hace Judt de los argumentos a favor y en contra de la pena de muerte para Brasillach, así como su estudio de la purga de los intelectuales colaboracionistas en la posguerra, constituyen algunas de las páginas más poderosas del libroPara un absorbente estudio en detalle del tema, Alice Kaplan, The Collaborator: The Trial and Execution of Robert Brasillach (Chicago y Londres, University of Chicago Press, 2000)..

La ausencia de cualquier consenso sobre la justicia en la Francia de la posguerra contribuyó a la respuesta inadecuada que dieron los intelectuales franceses a la injusticia que se vivía en otros lugares, especialmente en Europa oriental. Los intelectuales franceses de izquierda soñaron intensamente con la «revolución» en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. Influidos por la lectura de Hegel de Alexandre Kojève, una serie de pensadores –especialmente Merleau-Ponty y Sartre– creyeron que era necesaria la violencia para que el esclavo se liberara de la autoridad del amo. Merleau-Ponty añadió en Humanisme et terreur (1947) que todos los regímenes políticos eran violentos y atribuyó a la Unión Soviética una singular honestidad en relación con su represión. Esta justificación de la violencia y la propia tradición revolucionaria de Francia ayudaron a validar el sistema soviético en Europa Oriental. Los comunistas manipularon con una consumada facilidad los deseos jacobinos en aras de «la renovación, la purificación y la lucha» (p. 64). La Unión Soviética vio cumplidos tanto los sueños racionalistas del siglo XVIII como los románticos del XIX. «El hiperracionalismo del sistema soviético, la alianza de filosofía y Estado en su forma más elevada, ejercieron así una fascinación magnética sobre una comunidad intelectual familiarizada con tales relaciones en el seno de su propia cultura» (p. 298).

Los católicos de izquierdas en torno a la revista Esprit encontraron también mucho que admirar en la tradición revolucionaria y antiburguesa. Mounier, director de Esprit, creía que «la justicia general puede primar sobre la justicia particular» (p. 113) y que la tarea de la justicia era defender a una colectividad amenazada, un sentimiento que los soviéticos explotarían hasta el límite. El comentario de Camus resulta pertinente: «La responsabilidad para con la historia le exime a uno de la responsabilidad hacia los seres humanos» (p. 144). Los católicos de izquierdas defendieron el antianticomunismo, ya que se pensaba que el anticomunismo alentaba el regreso del fascismo. Este temor a un fascismo resucitado –aunque ahora parezca exagerado– era real en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, aunque sólo fuera por analogía con lo sucedido tras la Gran GuerraSobre el antifascismo dando una segunda vida al comunismo tras la victoria de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, véase François Furet, Le passé d’une illusion: essai sur l’idée communiste au XXe siècle (París, Robert Laffont, 1995)..

«La comunidad intelectual» prefirió concentrar su atención no en las turbias purgas francesas en las que aquellas personas que tenían unos expedientes de guerra impuros exigían sentencias severas contra los colaboracionistas sin ambages, sino en países extranjeros donde sus ideas de justicia revolucionaria podían aplicarse sin despertar desagradables recuerdos personales. De los numerosos juicios realizados en Europa oriental, los medios de comunicación franceses dedicaron la mayor atención a los tribunales checos de 1952. En un contexto del miedo de Moscú a que se extendieran el titoísmo y las «desviaciones nacionalistas», los soviéticos y sus colegas checos pusieron en marcha el proceso de Slánský. El tribunal se caracterizaba por un inequívoco antisemitismo que, como la simultánea «Conspiración de los médicos» en la Unión Soviética, se camufló por medio de un ataque al «sionismo». «Israel sustituyó a Yugoslavia como modelo y sede de las tramas anticomunistas» (p. 211). El relato de Judt de «el flujo constante de absurdos reconocimientos de culpa» (p. 122) resulta especialmente perspicaz: «La confesión, según la forma acordada, tenía por intención no el establecimiento de la culpa, sino la confirmación de la versión del fiscal sobre la naturaleza del crimen y los motivos del criminal. De este modo, el juicio ayudaba a sostener no la legitimidad judicial, sino la legitimidad ideológica e histórica del régimen» (p. 129).

Con pocas excepciones, sólo las víctimas comunistas del terror comunista –no socialistas, miembros de movimientos agrarios, populistas o sacerdotes– despertaron alguna simpatía entre los intelectuales izquierdistas de Judt en París. Veían los juicios en Europa oriental a través de las lentes enormemente distorsionadas de la defensa republicana durante el caso Dreyfus de Francia cuando «pas d’ennemis à gauche» se convirtió en el grito que unía a toda la izquierda. Así, el anciano dreyfusard Julien Benda, el autor de La Trahison des clercs (1927), defendió que, cuando se sentían atacados, los regímenes comunistas de Europa oriental merecían el apoyo de todos los progresistas. Los recuerdos románticos del Frente Popular reforzaron unos deseos renovados para promover una coalición de la izquierda. Según Judt, incluso el antisemitismo revivido de las democracias populares suscitó pocas protestas de los intelectuales hostiles a cualesquiera «desviaciones nacionalistas».

Como demuestra hábilmente el autor, el juego y sus reglas habían cambiado desde el Affaire Dreyfus y el Frente Popular: «Todos conocemos el concepto de la “voluntad de poder”. Lo que, en cambio, resulta más difícil de imaginar, aunque quizá sea necesario si se aspira a apreciar la condición del intelectual en todos estos años, es la “voluntad de ignorar”. No obstante, ese deseo de creer lo mejor de un sistema que a diario aportaba sólo pruebas en contra de sí mismo sólo pudo haber nacido de la más poderosa, de la más exigente de las motivaciones. Al igual que una mujer maltratada, la intelectualidad no comunista de la izquierda volvía una y otra vez al lado de su maltratador, y aseguraba a las fuerzas policiales de su conciencia que “sólo pretendía lo mejor”, que “tenía su razones” y que, además, “le amaba”» (p. 184).

Rusia se benefició del enorme prestigio derivado de su victoria sobre la Alemania nazi, que minó la tradicional simpatía francesa por Polonia y otros países oprimidos de Europa oriental. Los simpatizantes soviéticos intimidaron a los potenciales críticos al defender que cualesquiera protestas contra la represión comunista habían de ir acompañadas por la condena del nacionalismo, el imperialismo y el capitalismo occidentales. Se convencieron a sí mismos de que «a menos que esté uno dispuesto a protestar contra todas las maldades, ha renunciado a su derecho de hablar de ninguna» (p. 202). El tiers-mondisme que prevalecería en muchos círculos intelectuales franceses durante los años sesenta simplemente transfirió las actitudes acríticas de los intelectuales izquierdistas hacia el modelo soviético a los países tercermundistas.

Los términos maniqueos –comunistas/capitalistas, Unión Soviética/Estados Unidos, correcto/incorrecto– dominaron un cierto discurso. El antiamericanismo complementaba al anticapitalismo. Los europeos tenían una conciencia culpable, y «Estados Unidos parecía un país irritantemente libre de toda culpa, en modo alguno perturbado por el complejo y ambivalente pasado de Europa» (p. 228). A los ojos tanto de los comunistas como incluso de muchos gaullistas, el vulgar capitalismo «anglosajón» había sojuzgado a Francia y a Europa occidental. La burguesía nacional se había rendido a los yanquis, del mismo modo que había hecho con los nazis durante la guerra. Francia estaba, una vez más, «ocupada». En contraste con la insulsa cultura estadounidense, la Unión Soviética aparecía como profundamente europea, una sociedad –al igual que Francia– en la que los intelectuales y artistas poseían un gran prestigio. Además, un poderoso ouvriérisme, que postulaba que la «clase trabajadora» era el epítome de toda virtud y la fuente de toda legitimidad, reforzó la admiración por el conocido como Estado obrero.

Entre los héroes de Judt se encuentra François Mauriac, quien en 1949 tildó la justificación contemporánea de los juicios políticos húngaros de una «obscenidad del espíritu» (p. 15). No es sorprendente que el autor valore al católico Mauriac en una época en que la preocupación por «la ética pública» y «la moralidad política» (p. 22) se encontraban supuestamente ausentes. Pero debe decirse que difícilmente puede calificarse a la de Mauriac de una voz oscura y olvidada. Los antiestalinistas –Mauriac, Camus, Raymond Aron, Denis de Rougement, Arthur Koestler, David Rousset, André Breton, Claude Lefort, Boris Souverine y André Malraux– no fueron tan poco influyentes a comienzos de los años cincuenta como afirma Judt a lo largo de su texto. En 1953, por ejemplo, diecinueve miembros del Comite national des écrivains (CNE), incluidos dos antiguos presidentes de la organización, dimitieron en protesta por el fracaso del CNE a la hora de denunciar el antisemitismo del juicio de SlánskýMichael Scott Christofferson, French Intellectuals against the Left: The Anti-Totalitarian Moment of the 1970s (Nueva York y Oxford, Berghahn Books, 2004), p. 36..

Judt afirma de manera plausible que la tradición liberal en Francia era más débil que en Estados Unidos o Gran Bretaña, y reconoce perspicazmente la continuidad y la coherencia de la intransigencia desde la protofascista Action française de la década de 1890 al Partido Comunista Francés de la década de 1970. Sin embargo, en una perspectiva comparada, el liberalismo francés fue considerablemente más fuerte que el español y otros homólogos continentales. Judt ignora la crítica empírica de la Unión Soviética y sus Estados satélites que era habitual entre las publicaciones de toda la derecha y la izquierda no comunista durante los primeros años de la posguerra. Destacados historiadores franceses han criticado convincentemente a Judt por infravalorar, por un lado, la diversidad política de la vida cultural francesa y, por otro, la aguda consciencia de los errores comunistas, tanto entre la derecha como entre la izquierda no comunistaJean-Pierre Rioux y Jean-François Sirinelli, Le temps des masses: Le vingtième siècle (París, Seuil, 2005), p. 274.. El tratamiento implacablemente hostil de Sartre por parte de Judt resulta también cuestionable. El autor no deja claro hasta qué punto el filósofo existencialista era representativo de otros intelectuales franceses, y se adentra en el terreno de la especulación cuando afirma que Sartre, que defendía que uno debe crear su propia identidad personal, tenía «anhelos psíquicos» de autoridad (p. 66).

A pesar de que el retrato de la vida intelectual francesa que realiza Judt es algo distorsionado, resulta admirable cómo comprende el autor los errores de sobresalientes pensadores franceses. Sartre et al. se mostraron incapaces de trascender el antiliberalismo revolucionario. Sus propios fallos personales durante la Segunda Guerra Mundial tiñeron sus reacciones ante sus colegas colaboracionistas más entusiastas. En términos más generales, su actitud de «pas d’ennemis à gauche» se convirtió en una razón para la ceguera.

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