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Ethan y Joel Coen: «No es país para viejos»

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Si no me equivoco, los hermanos Coen han sido los cineastas que más han frecuentado estas páginas. Es cierto que su cine presenta una especial fascinación que lo singulariza, sobre todo en el contexto del cine estadounidense, pero quizás el hecho de que su obra maestra, Fargo, se estrenara precisamente el mismo año (1996) en que esta revista salió por primera vez a la calle ha contribuido a ello.
 

Fargo es, a mi juicio, el trabajo más equilibrado de los Coen, una película por muchos conceptos formidable. Pero, recordando ahora lo que escribí hace doce años, quisiera hacer alguna matización. Me parece –hablo de memoria– que ya en el primer párrafo calificaba a los Coen de artesanos, parafraseando a una revista muy en boga en mis tiempos de estudiante universitario. A ciertos cineastas principalmente norteamericanos, autores de películas de excelente factura muy del gusto del público, se les tildaba de «artesanos», un vocablo con un tufillo perdonavidas. A cambio, se reservaba el título de grandes maestros para otros directores de obra mucho más difícil, acaso porque se reconocía en ellos que perseguían un estilo. Luego, el paso del tiempo puso a cada uno en su sitio y aquellos trabajos debidos a los «artesanos» entraron en la historia del cine con letras de oro.

Y si bien Sangre fácil, la primera película realizada por los hermanos Coen, avalaba aquel criterio, no lo hacía, sin embargo, Muerte entre las flores, un thriller muy personal, regido ya por esa apariencia de morosidad que iba a ser uno de los sellos característicos de los hermanos, cineastas ciertamente con estilo. Ni tampoco su cine posterior, que no hizo otra cosa que acentuar aquellos rasgos. De modo que, aun cuando sus películas han seguido siendo notables, alguna incluso espléndida, en ninguna han vuelto a lograr el extraordinario equilibrio alcanzado en Fargo, una adecuación perfecta entre fondo y forma, entre asunto y ritmo.

Así, en los elogios que vienen dedicándose a la tan premiada No es país para viejos, suele aludirse a Fargo, bien para afirmar que es la que más se le parece, bien porque se la juzga superior a aquella. Pero Fargo se basaba en un guión prácticamente perfecto que les valió a los hermanos el Oscar al mejor guión original. Tenía, además, como escenario los lugares donde nacieron y crecieron ellos, lo que puede explicar la inspiración con que consiguieron dotar al entorno de ese carácter de cuarto personaje, tan definidor de su cine, la Minnesota del Medio Oeste americano, poblada a medias por inmigrantes irlandeses y escandinavos. La película es de personajes y también de ambiente: las ciudades gemelas, o Twin Cities, Minneapolis y St. Paul, y las llanuras relucientes de nieve que las rodean en el largo y frío invierno.

No es país para viejos parece haber llegado más lejos que Fargo, al menos por lo que a reconocimientos se refiere. No sólo han conseguido varias nominaciones, sino que han sido premiados con el Oscar a la mejor dirección y al mejor guión adaptado; adaptado, no original, y esto merece un comentario aparte. Habría sido preferible –yo al menos así lo hubiera deseado– que ellos mismos hubieran sido también los creadores de esta historia. Como todo el mundo sabe, no ha sido así, puesto que se trata de una historia ajena, la contada por Cormac McCarthy en su novela homónima. Creo, pues, que mis preferencias van quedando suficientemente claras.

Es cierto que el guión de No es país para viejos recoge y potencia lo mejor de la novela, una historia de ominosa intriga en la que el ser humano vive una situación límite transmutado en predador o en presa, alguien que mata o muere para sobrevivir, lo que, como ya sabemos, es muy del gusto estadounidense, pues impregna su cine desde hace mucho tiempo y prolifera como un virus en esos engendros audiovisuales llamados videoconsolas. Los Coen son fieles adaptadores de la novela, apenas recortan algunas escenas o eliminan alguna reiteración que resta más que suma, como esa referencia al reo a punto de ser ejecutado en la cámara de gas que, interrogado por qué deja el postre de cena intacto, contesta que para tomarlo más tarde. Un rasgo, se supone que de humor negro, pero que es casi idéntico al que algunas páginas antes habíamos leído, y que los Coen sí conservan, cuando Moss se despide de su mujer para volver al lugar del peligro, consciente de que puede convertirse en uno más de los cadáveres que allí esperan, y le pide: «Dile a mi madre que la quiero»; a lo que ella responde: «Si tu madre está muerta». «Entonces, si no vuelvo, se lo diré yo mismo», replica él.
 

Retocan también ciertas situaciones, como la entrada a pie en México, o el regreso a los Estados Unidos, reforzando algún toque de humor, más leve y agridulce en la ida, y menos en la vuelta, con ese interrogatorio abrupto del aduanero norteamericano hasta que descubre en su interrogado a otro veterano del Vietnam; o la entrada en una tienda de ropa por parte del mismo Moss, vestido con una bata de hospital y botas de vaquero. Más discutible parece, sin embargo, la eliminación del personaje de la quinceañera fugada de su casa y su relación con el protagonista. Algo que, tras el desenlace trágico que sobreviene, atormentará a la mujer de aquél y al sheriff Bell.

Es éste el último personaje importante de los tres sobre los que avanza la narración. Su discurso, muy acentuado en la novela, es el del hombre viejo y cansado para el que todo tiempo pasado fue mejor, quien califica al país como no apto para vivir en él, pero al que sin embargo se ama. Su investigación o, mejor dicho, su persecución del criminal no es ni convincente ni eficaz, rumiando la extraña culpa de unos honores de guerra que considera inmerecidos. Gran interpretación de Tomy Lee Jones, a pesar de que la peripecia de su personaje tenga un vínculo poco más que tangencial con el núcleo de la historia.

Por nuestros pagos se ha comparado a McCarthy con William Faulkner, y se ha dicho de él que es algo así como el Faulkner del Oeste. Desconozco las razones, como no sea que su editor publicó también algunos de los libros del maestro sureño. Su escritura, a juzgar por esta novela, se halla bastante lejos de la de Faulkner. Los protagonistas de No es país para viejos construyen la novela página a página. Son ellos los que empujan la acción, lo que es característico de la novela moderna, pero son ellos también quienes, con sus diálogos, dotan de ritmo a la escritura. Y no hay otro ritmo que ese, un ritmo rápido, evocador del habla popular, corto, seco, a veces elíptico, a veces percutiente por reiterativo. He aquí un ejemplo: «¿Qué hay ahí? –dijo el conductor.» «Dinero». «¿Dinero?» «Dinero». «Cuánto dinero». «Mucho dinero». Si no recuerdo mal, Faulkner lo hacía de otra manera.

Ensalzado por casi toda la crítica, se admira mucho en McCarthy que no conceda entrevistas. En No es país para viejos, hay un poderoso dominio de la intriga como instrumento y una singular destreza para plantear situaciones límite, esas en las que la vida está en juego. El inicio de la novela es espléndido. Y más lo es el de la película. Los Coen son maestros de lo visual. Las tres rancheras de narcotraficantes, rodeadas de cadáveres, las convierten en cinco, y las palabras, donde abundan los hispanismos, con las que Macarthy describe el desolado paisaje de la mortal refriega, las mutan en una visión parda y pedregosa, con claroscuros ominosos y la presencia huidiza de un perro herido, símbolo de desolación y orfandad. A algún jefe de policía he oído decir que un asesino es un hombre corriente que un día comete un asesinato. De esa materia estaban hechos los protagonistas de Fargo. Gentes de la vida cotidiana que un día, por ambición o por accidente, cruzaron la barrera de la normalidad. También es así el personaje de Moss, que interpreta en No es país para viejos Josh Brolin, muy convincentemente, por cierto. Pero las semejanzas terminan ahí, lo que en términos de metraje vendría a abarcar la primera mitad de la película. A partir de entonces, lo que viene a coincidir con la entrada del personaje interpretado por Woody Harrelson, las cosas cambian. Ni entendemos bien lo que pasa, ni por qué. No sabemos muy bien a qué organización pertenece cada uno, desconocemos por qué se localizan tan fácilmente unos a otros (a excepción del sheriff, que no llega o llega siempre tarde), aunque sabemos que hay un localizador en el maletín con el dinero, pero cuando deja de haberlo su poseedor es localizado con la misma facilidad; no sabemos qué ha motivado la batalla entre traficantes, pues con los cadáveres está el dinero y también está la droga; tampoco quién es ese señor importante con oficina en un rascacielos que en la novela recibe el dinero de manos de Anton Chigurh (Javier Bardem) y en la película es asesinado de un disparo en la frente.

Es decir, que de un inicio y una primera mitad extraordinarias nos vamos a una narración poco clara, con elementos aparentemente realistas del tipo de los que conocimos en Fargo que, sin embargo, se tornan aquí poco menos que incomprensibles, como no sea apelando a un Mal con mayúsculas cuya presencia en el mundo parece apesadumbrar tanto a uno de los protagonistas, este ya maduro sheriff Bell. Por eso, de los tres personajes sobre los que descansa la narración acaso el más importante sea el interpretado por Bardem; él determina la naturaleza de la película, alejándola del realismo de Fargo y extrayéndola casi de cualquier género, del negro o del western moderno, o de cualquier otro en que se ha pretendido encasillarla. A la luz de sus acciones, se trataría de un psicópata digno de las escuadras de extermino de las SS. He contado los homicidios que protagoniza, no menos de diez. Ya en la primera secuencia, en la escena más cruda, estrangula a un pobre ayudante de sheriff; y enseguida acaba con la vida de un desconcertado automovilista. Termina con los suyos y con los otros, venga o no a cuento. Mata incluso a una pobre mujer, viuda reciente de quien me reservo el nombre para no aguar la fiesta del posible espectador. Su instrumento de exterminio no es, además, un arma convencional, sino un extraño cacharro para sacrificar reses, que no destaca precisamente por su invisibilidad, pues es abultado como un extintor contra incendios y tiene un mango como para fumigar del que sale o no sale –que no está nada claro– el proyectil que mata. En la novela sólo sabemos de su físico por el testimonio de un jovencito, testigo de un accidente de coche. Es de suponer que no llevaría ese peinado tan llamativo, puesto que el testigo –en la novela– no lo menciona. He leído que los Coen lo vieron en una revista en la cabeza de un encargado de burdel en los ochenta. En Inglaterra piensan que era un peinado de moda entre los cortesanos de antes del Renacimiento. Y Laurence Olivier lo ha llevado en alguna película haciendo de rey.

En la novela, a veces se le alude como a un espectro, otras se invoca al mal o a Satán. Es firme y huidizo, coherente y arbitrario, todo a un tiempo. Por eso resulta adecuada la decisión de los Coen de diluirlo en una cierta fantasmagoría con la que viene a terminar la película, en esa fuga tras un accidente de coche, como también es un acierto transformar a un personaje así de llamativo en alguien tan poco visible que resulta poco menos que etéreo: mérito de los Coen y mérito de Bardem. Sus andares resultan muy poco comunes, dicho vulgarmente, como si pisara huevos, caminando siempre en una extraña línea recta. Asesino contumaz, no le son necesarias excesivas precauciones para sorprender a sus víctimas. Surge desde detrás del personaje interpretado por Woody Harrelson como desde la nada. Quien se le enfrenta parece sentirse derrotado de antemano.

Javier Bardem recrea posiblemente el personaje más difícil de su carrera. No se parece a nadie; y a nadie se puede imitar para realizar ese papel. Sin perder del todo la raíz realista, los Coen lo han dotado de esa condición irreversible que tiene la muerte. Lleva su extraña máquina de exterminio como la Parca su guadaña; a veces sonríe con la sola luz de una mirada y se juega al azar la vida de sus víctimas, lo mismo que el personaje de la muerte de Ingmar Bergman en El séptimo sello se enfrentaba al ajedrez con el caballero. Así, cuando obliga a un pobre hombre dueño de una gasolinera a elegir vida o muerte entre la cara y la cruz de una moneda, o cuando dialoga con la reciente viuda, aludida más arriba, sobre la misma circunstancia. Un diálogo este último que parece ese socorrido recurso de algunos guionistas que obliga al «malo» a un largo parlamento antes de apretar el gatillo y que no tiene más objeto que dar tiempo a que el agente salvador, ese «Séptimo de caballería» de las películas de la infancia, llegue en el último minuto. Aquí no. En la película hay una elipsis, que sustrae de la pantalla lo que en la novela no se oculta. Chigurh, ese contumaz asesino que procura que la sangre no salpique sus zapatos, cuando abandona la casa se examina cuidadosamente las suelas.

Personaje clave, pues, y que establece una de las grandes diferencias con Fargo. En una y otra un hombre más o menos corriente toma una decisión que cambiará de modo dramático su vida: en Fargo, la de encargar el secuestro de su mujer; en No es país para viejos, la de quedarse con el dinero de unos traficantes de droga, nada menos que dos millones cuatrocientos mil dólares. Pero las fuerzas a que uno y otro se enfrentan son de muy distinta naturaleza. En Fargo, identificables y relativamente cotidianas; en No es país para viejos, misteriosas y lejanas, por más que los personajes que se les oponen, cada uno a su manera, parezcan tener los pies muy pegados a la tierra. Y no hay en la novela, y menos en la película, voluntad alguna de esclarecerlas, de hacerlas próximas e inteligibles, sino al contrario.

Harold Bloom coloca a McCarthy entre los cinco grandes de la literatura norteamericana: Bloom que no Boom, aunque ante otro boom podíamos estar. Texto e imagen guardan aquí muy buena relación. Pocas veces el cine ha puesto en imágenes con tanto acierto un mundo verbal. He de confesar, sin embargo, que la película, tan rica en cualidades, me dejó un poso de insatisfacción, por aquello que le falta para llegar a ser como Fargo. Pienso que si los Coen hubieran retocado el texto, con alguna modificación argumental, hasta hacerlo simplemente realista, esto no hubiera sucedido. Hay quien acepta sin incomodarse que Hitler representa al Mal en abstracto, pero no puede soportar la idea de que se trataba de una persona que hacía el mal, un político por más señas. Es decir, se acepta lo abstracto, pero no lo concreto. Uno piensa, acaso ingenuamente, que hay aquí también una singular corrección política que permite que el Mal, el mal con mayúscula, sí pueda salir triunfante; mientras que el mal cotidiano, ese que vemos cada día, ese que nos atormenta y nos hace difícil la jornada, ha de ser derrotado. Y, claro, la misma insatisfacción me deja la magistral interpretación de Bardem. Tras haber recreado aquellos fenomenales tipos humanos de Los lunes al sol o Mar adentro, parece un dispendio prestar su enorme talento a la recreación de esta nada abominable que es el señor Chigurh. Durante algunos momentos me pareció que el propio Barden tampoco se lo creía. ¿Cómo creerse a un lunático sanguinario de ese calibre, que mata por puro placer, que obliga a un pobre viejo a jugarse su vida a cara o cruz, y cosas varias de ese o parecido tenor? Pensaba que la humanidad de Bardem, esa que lo retiene en España a despecho de los requiebros de Hollywood, retenía también su talento para regatearle al personaje partes de su encarnadura. Y, así, cuando más presión homicida había de mostrar sobre sus desvalidos antagonistas, yo creía ver en sus ojos una sonrisa, como si dijera «esto no os lo creéis ni vosotros». Pero, como digo, esto lo pensaba antes de encontrar la clave del personaje: el Mal casi como una abstracción. 

 

No es país para viejos, de Ethan y Joel Cohen, está distribuida por Universal Pictures.

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