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La vida por detrás

El tiempo amarillo. Memorias ampliadas (1921-1997)

FERNANDO FERNÁN-GÓMEZ

Debate, Madrid

736 págs.

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Un anaquel no pequeño de mi biblioteca está forestalmente repoblado por las memorias y autobiografías de artistas cinematográficos. Cuando digo «forestalmente repoblado» quiero metaforizar el hecho de que la pasta de papel se ha reciclado de algún modo en la madera de mis estanterías. Y poco más que eso. Cinéfilo de ley como lo soy, de siempre me atrajo la lectura de aquellos libros en que mis ídolos de la pantalla dizque me iban a contar sus vidas fuera y dentro de ella. No sólo por lo que pudiera descubrir de interacciones, de simbiosis, de vasos comunicantes entre el actor o la actriz y los personajes con los que me sedujeron, también para tomarle el pulso a la paradoja del comediante, ¡oh manes de Diderot! El resultado ha sido, hasta ahora, tan decepcionante como estupefaciente.

¡Con qué expectativas le hinqué en su día el diente a las prescindibles memorias de Charlie Chaplin, sin ir más lejos! Puedo decir, sin temor a equivocarme en el inventario, que exceptuando las autobiografías de Groucho y Harpo Marx, y en cierta medida las desinhibidas y fresquísimas de Ava Gardner, el resto ha sido una rotunda pérdida de tiempo. Las de Joseph Cotten, en especial, me pusieron al borde del abandono por KO técnico. Las de mi admiradísimo Fernando Fernán-Gómez, ¡ay!, no son una excepción.

Paso por las erratas que mejoran el texto: «las leí por primavera vez» (pág. 204). Paso por las faltas de ortografía: «echar óvolos en el cepillo» (233). Paso por la invención de un «aguardiente de cerveza» (69) que debe ser el nonplusultra de la dipsomanía. Paso por la sisa de adelantar en un año –1940– la invasión de la URSS por Hitler, que tuvo lugar en 1941, para retrasar en un mes –hasta diciembre del 75– la muerte de Franco, que no hará falta recordar que fue en noviembre de ese mismo año (consúltense respectivamente las págs. 289 y 41). Paso porque la inercia de la escritura induzca a seguir llamando «don Miguel» al dictador Primo de Rivera (39). Paso por la inverosimilitud suicida de la compra de una botella de coñac en la zona nacional, ¡nada menos que el día de la toma de Madrid!, pagándola a todas luces con dinero republicano (242). Paso por el tic recidivo de decir «en lo que» (pássim) en vez del sencillo «mientras», o cosa parecida. Y paso también por alguna redacción como esta: «Era difícil en aquellos tiempos encontrar una criada fiel, ahorrativa, limpia, que cobrase poquísimo y permaneciese bastante tiempo en la misma casa. Por eso yo recuerdo a muchas» (117). ¡Pues anda que si hubiese sido fácil, Fernan-Gómez recordaría entonces centenares!, ¿no?

Pero todo esto, con no ser poco, no es nada: peccata minuta. Lo malo es que este tiempo que Fernando Fernán-Gómez intenta hacernos revivir desde el título mismo de su libro, con la complicidad de un verso de Miguel Hernández, se nos pone amarillo desde unas primeras páginas que recuerdan las del clásico Blanco y Negro de los años treinta hasta unas últimas páginas que más que recordar casi podrían ser las del Hola de los años noventa. Para que las similitudes avalen la comparación, tanto al principio como al final hacen su aparición Sus Majestades.

Y aún esto sigue siendo peccata minuta. Lo peor es el coqueteo que el autor perpetra en no menos de media docena de ocasiones a través de reflexiones autorreferenciales, tanto al libro como a su propia persona. Consúltense al respecto las págs. 66 («el enfrentarse a unas memorias obliga a una relativa sinceridad»), 312 («Esta sinceridad –se refiere a la de a de veras casi exhibicionista de Laurence Olivier–, a la que estoy incapacitado para llegar»), 564 («Tampoco he procurado hacer a lo largo de estas páginas un retrato mío que se pudiera parecer a la imprecisa realidad») y 569 («Ocho años después de publicados los capítulos anteriores de las pretendidas "Memorias" de este osado cómico metido en otras camisas»). El lector tiene todo el derecho a preguntarse: pero bueno, entonces, ¿qué es lo que he comprado?, Fernando Fernán-Gómez ¿es sincero o no lo es?, ¿son sus memorias o no lo son?, ¿ha pretendido hacer su retrato o no?, y sobre todo, ¿a santo de qué viene endilgarnos un recorrido por el diccionario para establecer la diferencia entre recuerdos, memorias y autobiografías, si al final este libro no es ni lo uno ni lo otro…, y ni siquiera todo lo contrario? «Las películas –nuestra escuela de los domingos–» (¡una frase que redime muchas páginas del mamotreto!) nos ilustraron en su momento con la imagen proteica de Fernando Fernán-Gómez. De un Fernando Fernán-Gómez que, para hablar desde mi rincón generacional, se metamorfoseó desde el guardiamarina que moría en Botón de ancla y el calavera arrepentido de Balarrasa, avalando aquí con su trabajo el nacionalcatolicismo de los cincuenta, en el director de Lavida por delante y el intrépido hacedor de Mi hija Hildegardt. Y que luego, para rematar la hazaña, nos hizo el espléndido regalo teatral de Las bicicletas sonpara el verano. Se me entenderá si digo, entonces, que de este último Fernando Fernán-Gómez esperábamos leer como memorias, y mucho más si ampliadas, otra cosa que un copión de anécdotas y algún que otro diario de rodaje. Todo ello, para más inri, entreverado con el relato de un par de sueños que a lo mejor le interesan al honorable gremio de los psiquiatras, pero no necesariamente a sus lectores de a pie, que no somos émulos de don Segismundo Freud. Es verdad que vivimos unos tiempos en que la industria editorial ha decidido convertir en literatura, por el procedimiento del fórceps, lo que don Pío Baroja dijo ¿sarcásticamente? acerca de la novela: que novela es todo aquello en cuya portada aparece esa palabra. Hoy se nos venden, así, por ejemplo, como memorias, colecciones de cromos amarillos por el tiempo y con más de uno repetido, y no una sola vez. Lo lamentable es que personas del indiscutible talento de Fernando Fernán-Gómez se presten a esa mercadotecnia, pero se me hace que en el pecado llevan la penitencia. En cualquier caso, y parafraseando lo que Benedetti le arguyó en cierta oportunidad a su tocayo Vargas Llosa, no importa, don Fernando, que usted escriba semejantes memorias: las suyas de verdad las conservamos sus admiradores en la nuestra.

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Ficha técnica

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